Nada más abrir los ojos, Adam se puso a escribir otra vez.
El camarero que le trajo el desayuno se lo encontró ya sentado a la mesa e inclinado sobre la libreta. La cama estaba deshecha, pero, por el aspecto que tenía, el huésped no debía de haber dormido mucho.
Lunes 23 de abril.
Toda la noche me han estado volando por la cabeza voces, sombras, caras igual que luciérnagas irritantes.
En el estado de duermevela en que estaba los recuerdos auténticos se mezclaban con las obsesiones y los sueños. De forma tal que, al despertarme, tenía una gran confusión en la cabeza y mucha fragilidad en el razonamiento.
No debería ponerme a escribir inmediatamente, pero no consigo evitarlo. Cuento con que el café cargado me devuelva la exacta medida de las cosas.
El telón de fondo de aquella agitación nocturna era el drama ocurrido veinte años atrás y cuyo relato había emprendido Adam la víspera.
Reconstruirlo de forma fiel y coherente le exigía un gran esfuerzo de memoria, y también distanciación. Porque si bien la desaparición del amigo de la infancia era, estaba claro, uno de los episodios de la guerra en que estaba sumido el país, la suerte que había corrido Albert no era posible asimilarla exactamente a la de todos aquellos desventurados a los que habían degollados milicianos sanguinarios, despedazado bombardeos a ciegas o matado a distancia los tiradores de élite emboscados en los tejados de los edificios. Como había manifestado claramente la intención de poner fin a sus días, su gesto era de un cariz muy otro: el de una rebelión contra la locura asesina.
No obstante, a nosotros, sus amigos, lo que nos preocupaba sobre todo era saber qué había sido de él y si se había suicidado de verdad, como lo sugería aquella extraña esquela. Los que, de entre nosotros, estaban todavía en el país, sobre todo Mourad y Tania, desempeñaban un papel activo en la investigación. Hay que decir que era ya completamente imposible contar con los poderes públicos, que habían perdido cualquier autoridad sobre el territorio; y, por supuesto, con la familia del desaparecido, puesto que no tenía familia.
Pese a los esfuerzos, cada día estábamos un poco más a oscuras. Como no estaba en casa, como habían preguntado a todos los vecinos sin conseguir la mínima información útil, nadie era capaz de decir dónde había podido llevar a cabo su acción desesperada ni de qué forma, ni por qué seguíamos sin el menor rastro de su cuerpo.
Era la temporada de las fiestas de finales de año y todos cuantos conocían a Albert, y sobre todo sus compañeros de colegio y de la universidad, celebraban interminables reuniones de consulta. Cada cual tenía su propia interpretación del acontecimiento, que, por lo general, era el reflejo de sus propias preocupaciones y sus propias angustias más que el de la realidad. Recibí muchas llamadas telefónicas y también mucha correspondencia, que conservé oportunamente. Y también una carta de uno de nuestros antiguos profesores de historia, el padre Francois-Xavier, que dirigía por entonces un centro de enseñanza de Abacia, en Mulhouse.
«Mi muy querido Adam:
»Espero que estas líneas lo encuentren bien, así como a toda su familia.
»Las noticias que llegan de su país les siguen resultando igual de penosas a quienes, como yo, lo conocieron y lo quisieron. Y esta mañana me llegan los ecos de un drama de otro tipo, la desaparición de mi antiguo alumno Albert Kithar, de la que me aseguran que no tiene nada que ver, al menos directamente, con la violencia política. […]
»Albert era, en los tiempos en que fui yo profesor en el internado, un muchacho difícil, pero a quien se le cogía afecto. No creo que atendiera mucho a las cosas que me esforzaba yo en explicarles a sus compañeros. Vuelvo a verlo, al fondo de la clase, con los ojos bajos, absorto en un libro, normalmente una novela de anticipación si no me falla la memoria. No obstante, estaba menos ausente y era menos indiferente de lo que aparentaba. Cuando tocaba yo un tema que le interesaba, volvía a entrar en el acto en su campo visual.
»Me acuerdo de una clase en que hablaba de Benjamin Franklin. Expuse detalladamente sus ideas, su papel en la lucha por la independencia de los Estados Unidos, su estancia en Francia en vísperas de la Revolución. Mientras lo hacía, estaba claro que Albert se hallaba en otra parte. Yo lo vigilaba continuamente con el rabillo del ojo como se supone que un pastor no les quita ojo a las ovejas con tendencia a escaparse. Llegó un momento en que empecé a hablar del descubrimiento de la electricidad. El alumno se endereza: la mirada, huidiza habitualmente, se vuelve directa e intensa. Yo tenía previsto no pararme mucho en ese aspecto de las actividades de Benjamin Franklin. Pero me alegró tanto haber sido capaz, por una vez, de captar la atención de Albert que acabé por dedicar unos cuantos minutos a referir con todo detalle el experimento del rayo y la invención del pararrayos. Creo recordar incluso que me entusiasmé tanto que me inventé sobre la marcha una teoría acerca del vínculo entre los descubrimientos de Franklin en el ámbito de la electricidad y su adhesión a la filosofía de las Luces.
»Como puede ver, conservo un recuerdo emocionado de aquella época ya lejana. Nunca podrá resultarme indiferente la suerte de su país ni, sobre todo, el destino de los jóvenes prometedores que conocí en él.
»Le agradecería que me tuviera, si puede, informado de cómo transcurre este asunto preocupante que quiero creer aún que quizá no concluya de forma dolorosa. […]
»Su fiel amigo «Francois-Xavier W. s.j.»
Pasada una semana, supimos al fin la verdad.
Los acontecimientos se desarrollaron más o menos de la siguiente forma. El martes 11 de noviembre por la tarde, Albert fue a pie a casa de un antiguo compañero de clase que salía para Francia al día siguiente. Le entregó tres sobres en los que parece verosímil que iban las famosas «esquelas» —entre ellas la que iba dirigida a mí— y le rogó que los echase al correo en cuanto llegase a Orly. Aunque el compañero lo invitó a pasar, se quedó en la puerta y se esfumó al cabo de un minuto, afirmando que tenía que volver a su casa antes de que se hiciera de noche. Este no insistió. Aquel día la situación estaba muy tensa en la capital. Había habido unas cuantas escaramuzas la víspera y aún se oían, a ratos, tiros sueltos. Las pocas personas que se aventuraban a salir a la calle procuraban no entretenerse.
Albert tenía previsto encerrarse en su casa, ordenarla un poco, añadir quizá una postdata a la carta de despedida que les había escrito a los amigos que lo encontrasen, tomarse una dosis masiva de barbitúricos y tumbarse luego encima de la cama con un traje oscuro y con los brazos estirados y pegados al cuerpo. Le importaba muy poco la seguridad de las calles; lo que tenía era prisa por llevar a cabo lo que tenía previsto y no dejaba de repetir in mente los gestos que contaba hacer.
Cuando, en el cruce de dos calles desiertas, salieron de pronto de un salto unos jóvenes armados de un coche que acababa de frenar, no les lanzó ni una mirada y se limitó a echarse a la izquierda para andar algo más pegado a la pared. Absorto en sus pensamientos, no cayó en la cuenta de que era a él a quien buscaban esos milicianos. No a él, Albert Kithar, en persona, sino a aquel transeúnte anónimo. Esos hombres armados intentaban apoderarse de un vecino del barrio, de cualquiera, y no habla por la calle ningún otro peatón a quien poder apresar.
Así que sus secuestradores lo agarran de los brazos y se lo llevan a su coche, que arranca a toda velocidad. Piensan que lo asustarán si lo avisan de que si grita, se resiste o intenta escaparse le meterán una bala en la sien.
Cuando Albert contesta a esas amenazas con un ruido ronco irónico, como si acabara de oír una broma muy divertida, se dicen que se han topado o con un individuo con muy pocas entendederas o con el hombre más valiente del país.
Al llegar a su guarida, encierran a la presa en un taller de automóviles con las manos atadas a la espalda y los ojos vendados. Albert sigue sonriendo como un simple. Un hombre rechoncho se sienta frente a él y le dice con una entonación aparentemente hosca, pero que suena como una disculpa:
—Han secuestrado a mi hijo.
El prisionero deja de sonreír. Dice sencillamente, con voz neutra:
—Espero que regrese sano y salvo.
—Más te vale que vuelva —dice su interlocutor—. ¡Si mi hijo no vuelve, te quito a ti la vida!
Albert contesta que a él su vida le sobra. Y, para decirlo, recurre a una expresión coloquial que equivale a: «¡Me importa un bledo!».
—¿Cómo que te importa un bledo? ¿Tu propia vida te importa un bledo? ¡Deja ya de fanfarronear! ¡Deja ya de sonreírles a los pajaritos como un retrasado mental! ¡Más te valdría rezar para que vuelva mi hijo si tienes interés en salvar el pellejo!
—No tengo interés en salvar el pellejo —insiste el rehén.
Le pide entonces al carcelero que busque en el bolsillo interior de la chaqueta, donde lleva el carné de identidad, una esquela idéntica a la que me había mandado y también el último borrador de la carta de despedida, en donde están estas fases explícitas: «Cuando encontréis este mensaje, ya habré hecho lo que había decidido hacer… Que ninguno de vosotros se sienta responsable de mi muerte, que nadie suponga que si hubiera intervenido antes habría podido impedirla. Esta decisión mía no es de ayer. Hace mucho que es demasiado tarde…».
El hombre se toma el tiempo necesario para leer la carta y volver a leerla, moviendo a veces los labios, antes de llegar, incrédulo, a esta conclusión:
—Volvías a casa para… para matarte, ¿no?
Albert afirma con la cabeza.
—¿Y nosotros hemos llegado y te lo hemos impedido?
Albert vuelve a afirmar.
Un breve silencio. Luego al hombre le entra la risa y ríe interminablemente; y el rehén, pese a las cuerdas que lo sujetan y a la venda de los ojos, suelta la carcajada también, echando la cabeza hacia atrás.
El carcelero es el primero en recobrar la seriedad, para preguntar, con tono inquisitivo, pero sin hostilidad:
—¿Por qué?
El, que pocos minutos antes amenazaba al rehén con ejecutarlo sin pestañear, parecía ahora preocupado al pensar que aquel hombre joven, vestido correctamente, de mente sana en apariencia, estaba a punto de matarse.
—¿Por qué?
Albert no era dado a las confidencias. Y menos aún a hacérselas a un completo desconocido. Pero aquel día, quizá porque en el momento en que lo secuestraron estaba repasando en la cabeza las frases de la carta de despedida, quizá porque, tras haberlo preparado todo, tras haberlo escenificado todo y regulado todo con un mecanismo infalible, había perdido de golpe el control de su destino y eso lo había desestabilizado, quizá porque su interlocutor postrero era un carcelero desdichado y aquello era un epílogo que encajaba con lo absurdo de las cosas de este mundo, empezó a hablar.
No fue, desde luego, ni un caudal de palabras ni una confesión. Por lo demás, Albert era incapaz de iluminar con palabras las olas opacas que lo habían conducido al umbral del suicidio; no le dijo al improbable confesor sino las cosas en demasía previsibles que se dicen en circunstancias tales, a saber, que la vida se le había vuelto insípida, que se sentía desterrado en el mundo aquel, que la guerra ambiente lo asfixiaba… Pero el hombre no cejaba. Con tono firme, poniéndole ambas manos en los hombros a su prisionero —aunque no se le ocurriera ni desatarlo ni destaparle los ojos—, se puso a sermonearlo con las fases hechas de los padres desconsolados.
—¡Piensa en tus padres, que te criaron, que te miraron crecer, que soñaron con verte con un título, con verte casado!
Ahora que te has convertido en un joven apuesto, ¿en vez de buscarte una novia guapa, sólo piensas en destruirte? ¡Qué vergüenza! ¡Qué desperdicio! ¡Qué abominación! ¡Cuando resulta que tienes toda la vida por delante!
—¿Conque toda la vida por delante, eh?
El tono de Albert era apenas irónico, pero lo acompañó con un temblor burlesco de los miembros atados y la cara vendada, lo que bastó para que, primero a su secuestrador y luego a él, les volviera a dar una risa tan incontenible como la anterior.