Nota del autor

Es posible que Historia secreta de Costaguana haya nacido con Nostromo, que leí por primera vez en casa de Francis y Suzanne Laurenty (Xhoris, Bélgica) durante el verano de 1998; es posible que haya nacido con la lectura del ensayo «El Nostromo de Joseph Conrad» que Malcolm Deas incluyó en su libro Del poder y la gramática y que leí en Barcelona a principios del año 2000; y es posible que haya nacido con un informado artículo que Alejandro Gaviria publicó en la revista colombiana El Malpensante en diciembre de 2001. Pero también es posible (y ésta es mi posibilidad preferida) que el primer pálpito de la novela haya tomado forma en el año 2003, mientras escribía, por encargo de mi amigo Conrado Zuluaga, una breve biografía de Joseph Conrad. El oportuno encargo me obligó a revisar, por rigor o curiosidad, las cartas y las novelas de Conrad, así como los textos de Deas y de Gaviria y de muchos más, y en algún momento me pareció inverosímil que esta novela no se hubiera escrito antes, lo cual es sin duda la mejor razón que puede tener alguien para escribirla. Dentro del medio centenar de libros que leí para escribir éste, sería una deshonestidad no mencionar Joseph Conrad: the Three Lives, de Frederick Karl, The Path Between the Seas, de David McCullough, Conrad in the Nineteenth Century, de Ian Watt, History of Fifty Years of Misrule, de José Avellanos, y 1903: Adiós, Panamá, de Enrique Santos Molano. Sería una injusticia, por otra parte, olvidar ciertas frases ajenas que acompañaron como guías o como tutores la escritura de la novela, y que habrían tenido el lugar de epígrafes si no me hubiera parecido, de forma caprichosa y más bien insostenible, que eso rompía la autonomía cronológica de mi relato. Del cuento «Guayaquil», de Borges: «Acaso no se puede hablar de aquella república del Caribe sin reflejar, siquiera de lejos, el estilo monumental de su historiador más famoso, el capitán José Korzeniowski». De History of the World in 10 1⁄2 Chapters, de Julian Barnes: «Inventamos relatos para tapar los hechos que ignoramos o no podemos aceptar; conservamos unos cuantos hechos verdaderos y alrededor de ellos tejemos un nuevo relato. Nuestro pánico y nuestro dolor sólo se alivian con una fabulación tranquilizadora; la llamamos historia». De Respiración artificial, de Ricardo Piglia: «Únicamente son mías las cosas cuya historia conozco». Una de las citas más famosas y más repetidas del Ulysses de Joyce, «La historia es una pesadilla de la cual trato de despertar», me resultó inútil: está bien que la historia sea una pesadilla para Stephen Dedalus, pero José Altamirano, me parece, se sentiría más cerca de nociones como farsa o vodevil.

Sea como sea, las primeras páginas de la novela quedaron redactadas en enero de 2004. En el curso de los dos años mal contados que pasaron hasta su versión definitiva, muchas personas intervinieron en su composición, voluntaria o involuntariamente, directa o (muy) indirectamente, facilitándome la escritura unas veces y otras veces la vida y en raras oportunidades ambas cosas, y aquí quiero dejar constancia de mis gratitudes y reconocimientos. Son, en primer lugar, Hernán Montoya y Socorro de Montoya, cuya generosidad no queda recompensada con este par de líneas. Y luego Enrique de Hériz y Yolanda Cespedosa, Fanny Velandia, Justin Webster y Assumpta Ayuso, Alfredo Vásquez, Amaya Elezcano, Alfredo Bryce Echenique, Mercedes Casanovas, María Lynch, Gerardo Marín, Juan Villoro, Pilar Reyes y Mario Jursich, Juantxu Herguera, Mathias Enard, Rodrigo Fresán, Pere Sureda y Antonia González, Héctor Abad Faciolince, Ramón González y Magda Anglès, Ximena Godoy, Juan Arenillas y Nieves Téllez, Ignacio Martínez de Pisón, Jorge Carrión, Camila Loew e Israel Vela.

Este libro debe algo a todas estas personas; y al mismo tiempo le debe todo (igual que yo) a Mariana.

J. G. V.

Barcelona, mayo de 2006