[1] El lector hará bien en referirse a la carta de Simón Bolívar a Manuela Sáenz (20 de abril de 1825). Los dos textos son curiosamente similares. ¿Estaban las palabras alojadas en su inconsciente, o quería mi padre establecer una complicidad a la vez carnal y literaria con Antonia de Narváez? ¿Estaba seguro de que Antonia de Narváez reconocería la alusión? Imposible saberlo. <<
[2] En la correspondencia de mi padre, así como en el diario que llevaría más tarde y del cual citaré, si me animo, algunos fragmentos, aparecen con frecuencia estas referencias emocionadas a todo lo que implique choque-de-culturas, crisol-de-civilizaciones. Me sorprende, de hecho, que no hable en esta carta de su entusiasmo por el papiamento que se hablaba en Panamá, que en otros documentos aparece como «única lengua del hombre civilizado», «instrumento de la paz entre los pueblos» y aun, en momentos de especial grandilocuencia, «vencedor de Babel». <<
[3] Mi padre evita entrar en detalles sobre la muerte del teniente. Es posible que haya comentado los hechos precedentes en otra carta, y que esa carta no me haya llegado. La suerte del teniente Campillo es bastante conocida: enloqueció, se internó sin compañía ninguna en la selva del Darién y no regresó. Se especuló en su momento que intentaba regresar clandestinamente a Bogotá. Como carecía de amigos, su ausencia tardó mucho en preocupar a nadie. En marzo salió una expedición en su búsqueda; el cuerpo llegó en avanzado estado de descomposición, y nunca se supo con certidumbre cuál había sido la causa de la muerte. <<
[4] Esta carta no contiene nada más de interés. Para ser exactos: esta carta no contiene nada más. <<
[5] No lo dice mi padre, pero en aquellos días moría el extranjero que viajó con él a bordo del Isabel. Su apellido era Jennings; en ninguna parte he encontrado su nombre de pila. Jennings cometió el error de traer a su mujer, una joven embarazada que no sobrevivió más de seis meses. Tras la muerte de su marido, la señora Jennings, ya infectada también por la fiebre, se empleó como mesera de un casino mal reputado, y allí se la veía servir bebidas a los buscadores de oro con brazos tan pálidos que no era posible distinguirlos de la blusa, con los pechos y las caderas tan esmirriados por la enfermedad que ni siquiera invocaban los atrevimientos de algún jugador borracho. <<