IX. Las confesiones de José Altamirano

Hablé. Ya lo creo que hablé. Hablé sin parar, desesperadamente: lo conté todo, toda la historia de mi país, toda la historia de sus gentes violentas y de sus pacíficas víctimas (la historia, digo, de sus convulsiones). Esa noche de noviembre de 1903, mientras las temperaturas caían con violencia en Regent’s Park y los árboles obedecían las tendencias alopécicas del otoño, y mientras Santiago Pérez Triana nos observaba, con una taza de té en la mano —el vapor le empañaba las gafas cada vez que acercaba la cara para beber—, maravillado por los azares que lo habían convertido en testigo de aquel encuentro, esa noche, digo, no hubo quien me callara. Allí supe cuál era mi lugar en el mundo. El salón de Santiago Pérez Triana, un lugar hecho de los restos acumulados de la política colombiana, de sus juegos y sus deslealtades, de su infinita y nunca bien ponderada crueldad, fue el escenario de mi epifanía.

Lectores del Jurado, Eloísa querida: en algún instante impreciso de esa noche de otoño, la figura de Joseph Conrad —un hombre que me hace preguntas y que usará mis respuestas para escribir la historia de Colombia, o la historia de Costaguana, o la historia de Colombia-Costaguana o Costaguana-Colombia— empezó a cobrar para mí una importancia imprevista. Muchas veces he tratado de ubicar ese momento en la cronología de mi propia vida, y mucho me gustaría utilizar, para dejar constancia de él, una de mis solemnes frases de Participante en los Grandes Acontecimientos: «Mientras en Rusia el Partido de los Trabajadores se dividía en bolcheviques y mencheviques, en Londres yo le abría mi corazón a un escritor polaco». O bien: «Cuba arrendaba a los Estados Unidos la base de Guantánamo, y en esos momentos José Altamirano le entregaba a Joseph Conrad la historia de Colombia». Pero no puedo hacerlo. Escribir estas frases es imposible, porque no sé en qué momento le abrí mi corazón, ni cuándo le entregué la historia de mi República. ¿Mientras llegaban las galletas bogotanas que hacía la sirvienta de Pérez Triana? Tal vez sí pero tal vez no. ¿Mientras comenzaba a caer un aguanieve pusilánime sobre el porche de la casa y el cielo londinense se preparaba para arrojar la primera nevada sobre todos los vivos y los muertos? No lo sé, no puedo decirlo. Pero eso no importa; importa la intuición que tuve. Y fue ésta: allí, en el 45 de Avenue Road, bajo los auspicios de Santiago Pérez Triana, respondería a las preguntas de Conrad, saciaría su curiosidad, le contaría todo lo que sabía, todo lo que había visto y todo lo que había hecho, y a cambio él (con fidelidad, con nobleza) contaría mi vida. Y luego… luego pasarían las cosas que pasan cuando la vida de uno queda escrita con letras doradas sobre el tablero del destino.

«La historia me absolverá», pensé o creo haber pensado (la frase no era original). Pero en realidad quería decir: «Joseph Conrad, absuélveme». Porque estaba en sus manos. Estaba en sus manos.

Y ahora, por fin, ha llegado el momento. No tiene sentido aplazarlo: debo hablar de esas culpas. «Podría contarles episodios del movimiento separatista que los sorprenderían», dice un personaje del conradiano Libro del Carajo. Pues bien, yo también puedo hacerlo, yo también pienso hacerlo. Así que vuelvo a la imagen del Yucatán. Vuelvo a Manuel Amador.

Yo lo había conocido, junto con mi padre, en los banquetes que Ciudad de Panamá ofreció años atrás a Ferdinand de Lesseps. ¿Qué edad tenía don Manuel Amador? ¿Setenta? ¿Setenta y cinco? ¿Qué había estado haciendo en Nueva York este hombre famoso por detestar los viajes? ¿Por qué no había venido nadie a recibirlo? ¿Por qué tenía tanta prisa y tan pocas ganas de hablar, por qué parecía tenso, por qué estaba decidido a tomar el primer tren que saliera hacia Ciudad de Panamá? Entonces me di cuenta de que no estaba solo: una sola persona había venido a recibirlo, e incluso había subido a borde del Yucatán para acompañarlo a bajar (en atención a su edad, sin duda). Era Herbert Prescott, segundo superintendente de la Compañía del Ferrocarril. Prescott trabajaba en las oficinas del ferrocarril en Ciudad de Panamá, pero no me pareció curioso que hubiera atravesado el Istmo para venir en busca de un viejo amigo; Prescott, además, me conocía bien (mi padre había sido durante varios años el principal publicista de la Compañía), y no obstante siguió de largo cuando me acerqué a saludar a Manuel Amador. Pero no le di importancia; me concentré en el médico. Lo vi tan demacrado que mi instinto fue estirar la mano para ayudarle con un maletín que me parecía pesado; pero Amador me hurtó el maletín con un movimiento rápido del brazo, y no insistí. Tardé muchos años en comprender lo ocurrido ese día en el muelle de la Compañía. Tuve que esperar mucho para averiguar el histórico contenido de ese maletín, pero en cambio necesité apenas de pocos días para comprender lo que ocurría en mi ciudad esquizofrénica.

Hay buenos lectores y malos lectores de la realidad; hay hombres capaces de escuchar el murmullo secreto de los hechos mejor que otros… Desde que lo vi huir del muelle de la Compañía, ni por un instante dejé de pensar en el médico Amador. Sus nervios habían sido un hecho claramente legible; también su prisa por llegar a Ciudad de Panamá; también la compañía de Herbert Prescott, que pocos días después (el 31 de octubre o el 1 de noviembre, no lo sé con precisión) volvería brevemente, acompañado de cuatro maquinistas, para llevarse a Ciudad de Panamá todos los trenes que hubiera disponibles en la estación de Colón. Todo el mundo los vio partir vacíos; pero nadie creyó ni por un instante que no se tratara de un procedimiento rutinario de mantenimiento. De todas maneras, los gringos siempre se habían distinguido por comportarse de maneras más bien curiosas, y supongo que incluso los testigos habían olvidado el asunto en cuestión de un par de horas. Pero los trenes se habían ido. Colón se había quedado sin trenes.

El 2 de noviembre, sin embargo, ya no me fue posible seguir soslayando la potencia de los hechos. Mientras esperaba en el puerto la llegada de mis periódicos en algún vapor de pasajeros, lo que se presentó en el horizonte fue muy distinto: un cañonero de bandera norteamericana. Era el Nashville, que había llegado en tiempo récord desde Kingston, y que todavía no se había anunciado en el puerto de Colón (el Nashville se convirtió en un hecho más, un hecho que fondeaba inocentemente en la bahía, listo para ser interpretado). Para mí, observador obseso, el texto de la historia quedó completo a la madrugada siguiente: antes de las primeras luces del alba, ya eran visibles desde el puerto las luces del Cartagena, vapor de guerra, y del Alexander Bixio, vapor mercante: ambos, por supuesto, eran tan colombianos como Panamá. Antes del almuerzo —era un día soleado, las aguas quietas de Bahía Limón soltaban destellos pacíficos, y yo tenía previsto recoger a Eloísa en la escuela y compartir una mojarra mientras veíamos los barcos— averigüé cuál era la carga. No me costó mucho enterarme de que aquellos dos barcos, veteranos de la Guerra de los Mil Ciento Veintiocho Días, traían a tierras panameñas quinientos soldados del Gobierno al mando de los generales Juan B. Tovar y Ramón Amaya.

No le hablé de nada a Eloísa. Antes de irme a dormir ya había asociado la presencia abrupta y casi clandestina de los quinientos soldados con los trenes que Prescott se había llevado a Panamá. Y antes de que amaneciera me despertó la certeza de que ese mismo día, en Ciudad de Panamá, tendría lugar una revolución. Antes de que se hiciera de noche, pensé, el Istmo panameño —el lugar donde mi padre había vivido su auge y su decadencia, el lugar donde yo había conocido a mi padre, me había enamorado y había tenido una hija—, antes de que se hiciera de noche, digo, el Istmo habría declarado su independencia de Colombia. La idea de un mapa roto me espantó, por supuesto, y me espantó la previsión de la sangre y los muertos que toda revolución lleva consigo… No eran más de las siete cuando me eché encima una camisa de algodón, me puse un sombrero de fieltro y empecé a caminar rumbo a la Compañía del Ferrocarril. Lo confieso: no tenía muy claro cuáles eran mis intenciones, si es que tenía en mente algo tan complejo como una intención. Pero sabía que en ese momento no había en todo el mundo un lugar mejor que las oficinas de la Compañía, no había un lugar donde hubiera preferido encontrarme esa mañana de noviembre.

Cuando llegué a las oficinas, ese edificio de piedra que más parecía una cárcel de tiempos de la colonia, las encontré desiertas. Lo cual, por lo demás, era lógico: si no había trenes en la estación de término, no tenía por qué haber maquinistas ni operarios ni recaudadores de ningún tipo, ni tampoco clientes. Pero no me retiré, no fui en busca de nadie, porque de alguna oscura manera había intuido que en ese lugar algo ocurriría, que esas paredes estaban tocadas por el Ángel de la Historia. En estas cavilaciones absurdas estaba cuando entraron por debajo del arco de piedra tres figuras: los generales Tovar y Amaya caminaban juntos, su paso casi sincronizado, y el uniforme que vestían parecía a punto de sucumbir bajo el peso de los cinturones, las charreteras, las condecoraciones y la espada. El tercer hombre era el coronel James Shaler, superintendente de la Compañía del Ferrocarril, uno de los norteamericanos más queridos y respetados de todo el Istmo y viejo conocido de mi padre. Por su saludo, entre preocupado y afectuoso, fue evidente que el coronel Shaler no esperaba verme allí. Pero yo no estaba dispuesto a moverme: ignoré las indirectas y las evasivas, y llegué al extremo de llevarme una mano a la frente para saludar a los generales gobiernistas. Justo entonces empezó, al otro lado del edificio, el traqueteo del telégrafo. No sé si ya lo haya dicho: el telégrafo de la Compañía del Ferrocarril era el único medio de comunicación entre Colón y Ciudad de Panamá. El coronel Shaler se vio obligado a atender el mensaje entrante. A regañadientes, me dejó solo con los generales. Estábamos en el zaguán del edificio, apenas protegidos del calor asesino que ya, pasadas las ocho de la mañana, comenzaba a entrar por la puerta amplia. Ninguno de los tres habló: todos temíamos revelar demasiado. Los generales tenían las cejas levantadas que ponen los niños cuando sospechan que un vendedor trata de embaucarlos. Y en ese momento comprendí.

Comprendí que el coronel James Shaler y el segundo superintendente Herbert Prescott eran parte de los conspiradores; comprendí que el médico Manuel Amador era uno de sus líderes. Comprendí que los conspiradores habían tenido noticia de la llegada inminente de tropas gobiernistas a bordo del Cartagena y el Alexander Bixio, y comprendí que habían pedido ayuda (no supe a quién), y la sorpresiva llegada del cañonero Nashville era esa ayuda o parte de esa ayuda. Comprendí que el éxito o el fracaso de la revolución que a esas horas comenzaba en Ciudad de Panamá dependía de que los quinientos soldados del batallón Tiradores, al mando de los generales Tovar y Amaya, pudieran subirse a un tren y atravesar el Istmo para sofocarla antes de que fuera demasiado tarde, y comprendí que los conjurados de Ciudad de Panamá también lo habían comprendido. Comprendí que Herbert Prescott había trasladado los trenes desocupados fuera de Colón por la misma razón que ahora, después de recibir un telegrama cuyo contenido no me era difícil imaginar, el coronel Shaler intentaba convencer a Tovar y a Amaya de que subieran solos, sin sus tropas, al único tren disponible, y se fueran tranquilos a Ciudad de Panamá. «Sus tropas los alcanzarán tan pronto como yo consiga un tren, se lo prometo», le decía el coronel Shaler al general Tovar, «pero mientras tanto, con este calor, no tiene sentido que ustedes se queden aquí». Sí, eso le dijo, y yo comprendí por qué se lo dijo. Y a las nueve y media en punto de la mañana, cuando los generales Tovar y Amaya cayeron en la trampa y se montaron al vagón personal del señor superintendente, junto con sus quince ayudantes, subalternos o estafetas, comprendí que allí, en la estación del ferrocarril, la historia estaba a punto de consumar la separación del Istmo panameño y al mismo tiempo la desgracia, la profunda e irreparable desgracia, de la República de Colombia. Lectores del Jurado, Eloísa querida, ha llegado el momento de mi confesión, entre orgullosa y culpable: comprendí todo aquello, comprendí que una palabra mía podría delatar a los conspiradores y evitar la revolución, y sin embargo guardé silencio, guardé el silencio más silencioso que había guardado nunca, el más dañino y el más malintencionado. Porque Colombia me había arruinado la vida; porque quería vengarme, vengarme de mi país y de su historia entrometida, déspota, asesina.

Tuve, eso sí, más de una oportunidad para hablar. Hoy tengo que preguntarme: ¿me habría dado crédito el general Tovar si yo, un completo desconocido, le hubiera dicho que la escasez de trenes era una estrategia revolucionaria, que eran falsas las promesas de enviar al batallón en los siguientes trenes, y que al separarse de sus quinientos hombres el general estaba sometiéndose a la revolución y perdiendo el Istmo por pura ingenuidad? ¿Me habría dado crédito? Pues bien, la pregunta es meramente retórica, pues ésta no fue nunca mi intención. Y recuerdo el momento en que los vi a todos (al general Tovar, al general Amaya y a sus hombres) sentados en los lujosos vagones del coronel Shaler, felices del trato privilegiado que se les estaba dando, recibiendo jugos de cortesía y platos de papaya picada mientras llegaba la hora de la partida, satisfechos por fin de haber logrado el respeto de los norteamericanos. Queridos lectores, no fue por cinismo ni sadismo ni simple egoísmo que subí al vagón e insistí en estrecharles la mano a los dos generales gobiernistas. Me movía algo menos comprensible y decididamente menos explicable: la cercanía con el Gran Acontecimiento y, por supuesto, mi participación en él, mi papel silencioso en la independencia de Panamá, o, para ser más precisos y también más honestos, en la desgracia de Colombia. Volver a tener la posibilidad e incluso la horrible tentación de hablar, y sin embargo no hacerlo: mi destino histórico y político se redujo entonces, y quedaría reducido para siempre, a ese delicado, catastrófico y, sobre todo, vengativo silencio.

El tren particular del coronel James Shaler empezó a escupir humo segundos después. La sirena soltó un par de silbidos afónicos; yo estaba todavía a bordo, maravillado por las ironías cósmicas de las que era víctima, cuando el paisaje de la ventana empezó a moverse hacia atrás. Me despedí a la carrera, les deseé a los generales buena suerte y bajé de un salto a la calle del Frente. El vagón comenzó a llevarse a los generales; atrás, agitando en el aire el pañuelo más hipócrita de la historia humana, quedó el coronel Shaler. Llegué a su lado, y entonces ambos nos pusimos en esa curiosa tarea revolucionaria: despedir un tren. La puerta trasera del vagón se fue haciendo más pequeña, hasta que sobre los rieles sólo quedó un punto negro, luego una nube de humo gris, y por último ni siquiera eso: las líneas de hierro convergiendo tercas, decididas, en el horizonte verde. Sin mirarme, como si no me hablara, el coronel Shaler me dijo: «Me han hablado mucho de su padre, Altamirano».

«Sí, mi coronel».

«Es una lástima lo que le pasó, porque el hombre estaba del lado correcto. Vivimos tiempos complejos. Además, yo de periodismo no entiendo gran cosa».

«Sí, mi coronel».

«Quería lo que todos queremos. Quería el progreso».

«Sí, mi coronel».

«Si hubiera vivido para ver la Independencia, sus simpatías habrían estado con ella».

Agradecí que no intentara ficciones, ni medias verdades, ni estrategias de ocultamiento. Agradecí que respetara mis talentos (mis talentos de lector fáctico, de intérprete de la realidad inmediata). Le dije:

«Sus simpatías habrían estado con los que hicieran el Canal, mi coronel».

«Altamirano», dijo Shaler, «¿puedo hacerle una pregunta?».

«Hágala, mi coronel».

«Usted sabe que esto es serio, ¿verdad?»

«No le entiendo».

«Usted sabe que la gente se está jugando la vida, ¿no es cierto?»

No respondí.

«Se lo voy a poner más fácil. O está usted con nosotros, con la Independencia y el progreso, o está contra nosotros. Estaría bien que lo decidiera ahora mismo. Esta Colombia suya es un país atrasado…»

«No es mi Colombia, mi coronel».

«¿Le parece justo que mantenga a los demás en el atraso? ¿Le parece justo que toda esta gente se tenga que joder sólo porque ese Congreso de ladrones no ha logrado sacar tajada directa del Canal?»

«No me parece justo, mi coronel».

«¿Verdad que no es justo?»

«Verdad que no es justo».

«Bueno. Me alegra que estemos de acuerdo en eso, Altamirano. Su padre era un buen hombre. Él habría hecho lo que fuera por ver este Canal. Mark my words, Altamirano, mark my words: el Canal se hará, y lo haremos nosotros».

«Lo harán ustedes, mi coronel».

«Pero para eso necesitamos su ayuda. Los patriotas, no, los héroes de Ciudad de Panamá necesitan su ayuda. ¿Nos va a prestar su ayuda, Altamirano? ¿Podemos o no podemos contar con usted?»

Creo que mi cabeza se movió, creo que asintió. En todo caso, en la voz y en la cara de Shaler estaba reflejada la satisfacción que le daba mi consentimiento, y en el fondo de mi cabeza se saciaba la sed de venganza, el órgano de los bajos instintos quedaba nuevamente satisfecho.

Una mula vieja y cansada pasó tirando de una carreta. En la parte de atrás iba sentado un niño de cara sucia, las piernas colgando, los pies desnudos. Nos dijo adiós con la mano. Pero el coronel Shaler no lo vio, porque ya se había ido.

Y después de aquello, ya no hubo vuelta atrás. El coronel Shaler debía de tener poderes mágicos, porque con esas pocas palabras me había magnetizado, me había convertido en un satélite. Durante las horas que siguieron me vi tocado, muy a mi pesar, por las aguas de la revolución, y no había nada que pudiera hacer al respecto. Mi voluntad, me parece recordar ahora, no tuvo demasiada participación en el asunto: el remolino —no, la vorágine— de los hechos me envolvió sin remedio, y comencé a preguntarme qué mecanismo utilizaría esta vez la Gorgona de la Política para llevarme a sus fueros. Los generales ingenuos marcharon a Ciudad de Panamá; en Colón quedó el batallón Tiradores, al mando del coronel Eliseo Torres, un hombrecito de voz insolente que seguía teniendo cara de niño a pesar del bigote que le hacía sombra a ambos lados de su boca de culebra. Lectores del Jurado: permítanme que les enseñe el sonido, leve pero no por ello menos notorio, de la revolución menos ruidosa en la historia de la humanidad, una marcha marcada por el ritmo inevitable del reloj. Y ustedes habrán de ser testigos de esa maquinaria insoportable.

A las 9.35 de la mañana de aquel 3 de noviembre, Herbert Prescott recibe en Ciudad de Panamá el telegrama que dice GENERALES PARTIERON SIN BATALLÓN STOP LLEGARÁN ONCE AM STOP ACTÚESE SEGÚN PREVISIONES. A las 10.30, el médico Manuel Amador visita a los liberales Carlos Mendoza y Eusebio Morales, encargados respectivamente de redactar el Acta de Independencia y el Manifiesto de la Junta de Gobierno Provisional. 11.00: los generales Tovar y Amaya son recibidos con profusos y cordiales saludos por Domingo Díaz, gobernador de la provincia, y siete ciudadanos ilustres. A las 15.00, el general Tovar recibe una carta que le aconseja no confiar en nadie. Crecen los rumores de reuniones revolucionarias en Ciudad de Panamá, y el general se dirige al gobernador Díaz para pedirle que ordene a los superintendentes del ferrocarril el traslado inmediato del batallón Tiradores a Ciudad de Panamá. 15.15: Tovar recibe la respuesta a su solicitud. Desde Colón, el coronel James Shaler se niega a permitir el uso de sus trenes para trasladar al batallón Tiradores, con el argumento de que el Gobierno le debe grandes sumas de dinero a la Compañía del Ferrocarril. Tovar, hombre de olfato fino aunque quizás tardío, empieza a oler algo raro y se dirige al cuartel Chiriquí, sede de la Guardia Nacional, para discutir detalladamente la situación con el general Esteban Huertas, jefe de esa guardia.

A las 17.00 los generales Tovar, Amaya y Huertas se han sentado en unas bancas de madera de pino ubicadas fuera del cuartel, a pocos pasos de la puerta de madera de roble. Tovar y Amaya, preocupados por los rumores, empiezan a discutir las soluciones militares susceptibles de llevarse a cabo sin el apoyo del batallón Tiradores, preso de las deudas. En eso, Huertas se levanta y se retira con un pretexto. Los generales no sospechan nada. De repente, un pequeño contingente de ocho soldados con fusiles Grass llega a la escena. Los generales no sospechan nada. En el cuartel, mientras tanto, Huertas se dirige al capitán Marco Salazar y le ordena el arresto de los generales Tovar y Amaya. Salazar, a su vez, ordena a los soldados que lleven el arresto a cabo. Los generales sospechan algo. Y en ese momento los ocho fusiles Grass se giran en el aire y apuntan a la cabeza de Tovar y Amaya. «Me parece que algo anda mal», dice Tovar, o tal vez Amaya. «¡Traidores! ¡Vendepatrias!», grita Amaya, o quizás es Tovar. Según algunas versiones, es entonces que ambos dicen a coro: «Ya me lo sospechaba yo».

A las 18.05: la manifestación revolucionaria empieza a ocupar las calles de Ciudad de Panamá. Se oyen gritos colectivos: «¡Viva Panamá libre! ¡Viva el general Huertas! ¡Viva el presidente Roosevelt!». Y sobre todo: «¡Viva el Canal!». Los militares gobiernistas, asustados, cargan sus armas. Uno de ellos, el general Francisco de Paula Castro, es descubierto escondido en un retrete maloliente. Tiene los pantalones bien arriba, todos los botones del uniforme bien acomodados en sus ojales, de manera que la excusa aducida (que hacía referencia a ciertos desarreglos intestinales) pierde su validez, y sin embargo, cosas del lenguaje, el mencionado Francisco pasaría a la historia como el general Que Se Cagó Del Susto. 20.07: el coronel Jorge Martínez, al mando del crucero Bogotá que fondea en la bahía de la ciudad revolucionaria, recibe las noticias de lo ocurrido en tierra, y manda al médico Manuel Amador, líder de los insurrectos, el siguiente mensaje: «O me entregan a los generales, o bombardeo Ciudad de Panamá». Amador, emocionado por la revolución, pierde la compostura y responde: «Que haga lo que le salga de los cojones». 20.38: el coronel Martínez examina sus cojones y los encuentra llenos de balas de 15 libras. Se acerca a tierra, carga el cañón y dispara nueve veces. La bala número uno cae en el barrio El Chorrillo, alcanzando a Sun Hao Wah (chino, muerto con el impacto) y cayendo a pocos metros de Octavio Preciado (panameño, muerto de infarto por el susto). La bala número dos destroza la casa de Ignacio Molino (panameño, ausente en ese momento) y la número tres golpea un edificio de la calle 12 Oeste, matando a Babieca (panameño, caballo percherón). Las balas comprendidas entre la número cuatro y la número nueve no causan destrozo alguno.

A las 21.01: la Junta Revolucionaria, reunida en el Hotel Central de Ciudad de Panamá, presenta la bandera de la próxima República. Ha sido diseñada por el hijo del médico Manuel Amador (aplausos) y confeccionada por la mujer del médico Manuel Amador (aplausos y miradas de admiración). 21.03: explicación de la simbología. El cuadro rojo representa al Partido Liberal. El cuadro azul representa al Partido Conservador. Las estrellas, bueno, las estrellas serán algo así como la paz entre los partidos, o la concordia eterna en la nueva República, o alguna cosa igual de bonita, habrá que ponerse de acuerdo o someter la cosa a votación. 21.33: el médico Manuel Amador revela para quienes lo desconocen su viaje a Nueva York en busca de apoyo norteamericano para la secesión panameña. Habla de un francés, un tal Philippe Bunau-Varilla, que lo asesoró en todos los detalles prácticos de la revolución, e incluso le proporcionó un maletín con el siguiente contenido: una proclamación de independencia, un modelo de constitución política para países nuevos y unas instrucciones militares. Los asistentes aplauden con admiración. Es que los franceses sí saben cómo se hacen las cosas, carajo. 21.45: la Junta Revolucionaria propone que se envíe un telegrama a su excelencia el Presidente de los Estados Unidos con el siguiente texto: MOVIMIENTO SEPARACIÓN PANAMÁ RESTO DE COLOMBIA ESPERA RECONOCIMIENTO SU GOBIERNO PARA NUESTRA CAUSA.

Pero las alegrías del grupo conspirador eran prematuras. La revolución no estaba consumada. Faltaba para ello mi intervención, que fue lateral y superflua y en todo caso prescindible, como también lo había sido mi silencio traicionero, y sin embargo me manchó para siempre, me contaminó como el cólera contamina el agua. Fue el momento en que mi país crucificado (¿o tal vez haya sido el nuevo país resurrecto?) me escogió como su evangelista.

«Darás testimonio», me dijo. Y eso hago.

El 4 de noviembre amaneció nublado. Antes de las siete de la mañana salí sin despedirme de ti, Eloísa querida, que dormías boca arriba; me acerqué para darte un beso en la frente, y vi la primera seña del calor húmedo que nos agobiaría durante el día en tu pelo sudoroso, tus mechones pegados a la piel blanca del cuello. Después me enteraría de que en ese mismo instante el coronel Eliseo Torres, comandante delegado del batallón Tiradores, estaba orinando debajo de un castaño, y fue allí, mientras se apoyaba con la mano al tronco, que se enteró del apresamiento de los generales en Ciudad de Panamá. Se dirigió de inmediato a las oficinas de la Compañía del Ferrocarril; indignado, le exigió al coronel Shaler que le asignara un tren para atravesar el Istmo con el batallón Tiradores. El coronel Shaler habría podido invocar el tratado Mallarino-Bidlack —como de hecho se hizo después— y su obligación, consagrada en ese texto, de mantener la neutralidad en cualquier conflicto político, pero no lo hizo. Por toda respuesta, dijo que el Gobierno todavía no le había pagado la plata que le debía, y además, para ser sincero, al coronel Shaler no le gustaba que le hablaran en ese tono. «Lo siento, pero no puedo ayudarlo», dijo el coronel Shaler al mismo tiempo que yo me inclinaba para besar a mi niña (procurando no despertarla), y no es imposible que al hacerlo haya pensado en Charlotte y en la felicidad que nos había sido arrebatada por la guerra colombiana. Eloísa querida, me acerqué a tu boca y olí tu aliento y me compadecí de tu orfandad y me pregunté si tu orfandad era mi culpa de alguna oscura manera. Todos los hechos, lo he aprendido con el tiempo —la letra con sangre entra—, están conectados: todo es consecuencia de todo lo demás.

El teléfono sonó a las siete en las oficinas de la Compañía. Mientras yo caminaba despacio por las calles de Christophe Colomb, tomándome mi tiempo, respirando el aire cargado de la mañana y preguntándome qué cara tendría mi ciudad esquizofrénica al día siguiente de comenzada la revolución, desde la estación de Ciudad de Panamá tres de los conspiradores se comunicaban con el coronel Eliseo Torres para sugerirle que abandonara las armas. «Ríndase a la revolución, pero también a la evidencia», le dijo uno de ellos, no sin ingenio. «La opresión del Gobierno central ha sido derrotada». Pero el coronel Torres no estaba dispuesto a ceder a las pretensiones de los separatistas. Amenazó con atacar Ciudad de Panamá; amenazó con quemar Colón como la había quemado Pedro Prestán. José Agustín Arango, que en ese momento era la voz de los conspiradores, le informó que Ciudad de Panamá ya había empezado su camino hacia la libertad y no le temía al enfrentamiento. «Su agresión será repelida con la fuerza de una causa justa», le dijo (los colombianos siempre han sido buenos para las grandes-frases-del-momento-preciso). La llamada terminó abruptamente, con el coronel Eliseo Torres tirando el teléfono con tanta fuerza que desportilló la madera de la mesa. El eco del golpe retumbó entre las paredes altas de la Compañía y llegó hasta mis oídos (yo estaba en el puerto, a unos veinte metros de la puerta de la Compañía), pero no supe, no podía saber, de qué se trataba. ¿Me lo pregunté siquiera? Creo que no; creo que en ese momento estaba distraído o más bien absorto por el color que toma el mar Caribe en los días de cielo encapotado. Bahía Limón no era parte del inmenso Atlántico, sino un espejo de color gris verdoso, y sobre el espejo flotaba, a lo lejos, la silueta de juguete del acorazado Nashville. Apenas se oían las gaviotas, apenas se oía el chapoteo del agua contra las escolleras y los muelles desiertos.

Colón parecía una ciudad sitiada. De alguna manera lo estaba, por supuesto, y lo seguiría estando mientras los soldados del Tiradores siguieran patrullando las calles embarradas. Además, los revolucionarios de Ciudad de Panamá eran bien conscientes de que la independencia era apenas ilusoria mientras las tropas gobiernistas permanecieran en territorio istmeño, y ése era el motivo de las llamadas y los frenéticos telegramas que iban y venían entre las dos ciudades. «Mientras Torres siga en Colón», le dijo José Agustín Arango al coronel Shaler, «no hay república en Panamá». A eso de las siete y media, al tiempo que yo me acercaba casualmente a un vendedor de bananos, Arango dictaba en Ciudad de Panamá un mensaje telegráfico para Porfirio Meléndez, líder de la revolución independentista en Colón. Le pregunté al campesino si sabía lo que estaba ocurriendo en el Istmo, y él negó con la cabeza. «Panamá se está separando de Colombia», le dije. Era un hombre de piel calcárea, de voz desgastada, y su aliento descompuesto me llegó en una densa oleada:

«Yo llevo cincuenta años vendiendo fruta en el ferrocarril, patrón», me dijo. «Mientras que haya gringos con plata, a mí me da igual lo demás».

A pocos metros de nosotros, Porfirio Meléndez recibía este telegrama: TAN PRONTO CORONEL TORRES Y BATALLÓN TIRADORES SALGAN COLÓN PROCLÁMESE REPÚBLICA DE PANAMÁ. En el interior de la Compañía del Ferrocarril el aire se llenaba de timbres y traqueteos y voces tensas y tacones sobre la madera. José Gabriel Duque, dueño y director del Star & Herald, había entregado mil dólares en efectivo para que fueran utilizados en el capítulo colonense de la revolución, y Porfirio Meléndez los había recibido poco antes de que el siguiente texto se abriera paso en las máquinas de la Compañía: CONTACTE CORONEL TORRES STOP INFÓRMELE JUNTA REVOLUCIONARIA OFRÉCELE DINERO PARA TROPA Y PASAJES DESTINO BARRANQUILLA STOP CONDICIÓN ÚNICA ABANDONO COMPLETO ARMAS Y JURAMENTO NO RETOMAR LUCHA ARMADA.

«Nunca aceptará», dijo Meléndez. Y tenía razón.

Torres había montado su campamento en plena calle. La palabra campamento, por supuesto, les queda grande a aquellas tiendas de campaña armadas sobre los adoquines rotos o levantados de la calle del Frente. Cruzando la calle desde el 4th of July o desde la casa de empeños de Maggs & Oates estaban los quinientos soldados y, lo cual causaba más curiosidad todavía, las mujeres de los rangos más altos. A ellas se las veía salir antes del amanecer y volver con una cacerola llena de agua de río; se las veía conversando entre ellas con las piernas bien cruzadas bajo las enaguas, llevándose una mano a la boca para reír. Pues bien, a ese campamento improvisado llegaron dos mensajeros de Porfirio Meléndez, dos jovencitos de alpargatas y pecho lampiño que tuvieron que fijar la mirada en las boñigas sueltas para no ir a fijarla en las mujeres de los militares. El coronel Eliseo Torres recibió de sus manos pequeñas una carta redactada deprisa en papel de la Compañía del Ferrocarril. «La revolución panameña quiere evitar inútiles derramamientos de sangre», leyó el coronel Torres, «y con este espíritu de reconciliación y próxima paz os invita, honorable coronel, a la rendición de vuestras armas sin menoscabo alguno de vuestra dignidad».

El coronel Torres devolvió la carta abierta al más joven de los mensajeros (la huella de sus dedos grasosos quedó en los márgenes de la página). «Díganle a ese traidor que se puede meter su revolución por el culo», respondió. Pero luego lo pensó mejor. «No, esperen. Díganle que yo, coronel Eliseo Torres, le mando decir que tiene dos horas para liberar a los generales presos en Panamá. Que de lo contrario, el batallón Tiradores no sólo quemará Colón, sino que fusilará sin fórmula de juicio a todos los gringos que encuentre, incluidas las mujeres y los niños». Lectores del Jurado: para cuando ese ultimátum llegó a la Compañía del Ferrocarril, para cuando el recado más salvaje que le había tocado escuchar llegó a oídos del coronel Shaler, yo había terminado ya mi conversación con el vendedor de bananos, ya había terminado mi paseo por el puerto, ya había visto el resplandor momentáneo de los pescados muertos que llegaban flotando de costado a estancarse en la playa, ya había cruzado la línea del ferrocarril pisando los rieles con el arco del pie y sintiendo al hacerlo un placer infantil, como el de los niños que se chupan el pulgar, y avanzaba hacia la calle del Frente, respirando el aire de la ciudad desierta y sitiada, el aire de los días que cambian la historia.

El coronel James Shaler, por su parte, había convocado al señor Jessie Hyatt, vicecónsul norteamericano en Colón, y entre los dos estaban decidiendo si las amenazas del coronel Torres merecían credibilidad o si eran las pataletas de un ahogado político. No era una decisión difícil (la imagen de niños degollados y mujeres violadas por los soldados colombianos venía a la cabeza). Así que segundos después, cuando pasé frente al umbral de las oficinas —sin saber todavía lo que ocurría en ellas—, el vicecónsul Hyatt ya había dado la orden, y un secretario que no hablaba español a pesar de llevar ya veinticinco meses en Panamá estaba subiendo las escaleras para agitar una bandera azul, blanca y roja desde la azotea. Ahora pienso que si hubiera levantado la cabeza en ese momento, habría podido verla. Pero eso no importa: la bandera, prescindiendo de mi testimonio, ondeó en el aire húmedo; y enseguida, mientras el coronel Shaler daba la orden de que los más prominentes ciudadanos norteamericanos fueran llevados a la Freight House, el acorazado Nashville atracaba con gran escándalo de sus calderas, con grandes desplazamientos de agua caribeña, en el puerto de Colón, y setenta y cinco marines vestidos de blanco impecable —las botas hasta la rodilla, los fusiles terciados sobre el pecho— desembarcaban en perfecto orden y ocupaban la Freight House, apostándose sobre los vagones de carga, bajo el arco de la entrada del ferrocarril, listos para defender a los ciudadanos norteamericanos de cualquier ataque. Del otro lado del Istmo hubo reacciones inmediatas: al enterarse de ese desembarco, el médico Manuel Amador se reunió con el general Esteban Huertas, el hombre que había arrestado a los generales, y ya se disponían a mandar las tropas revolucionarias a Colón con la única misión de ayudar a los marines. Aún no eran las nueve de la mañana, y ya Colón-Aspinwall-Gomorra, aquella ciudad esquizofrénica, era un polvorín a punto de estallar. No estalló a las diez. No estalló a las once. Pero a las doce y veinte, minutos más, minutos menos, el coronel Eliseo Torres llegaba a la calle del Frente y, al toque de corneta, ordenaba la formación en línea de batalla del batallón Tiradores. Se disponía a eliminar a los marines del Nashville, a tomar por la fuerza los pocos trenes disponibles en la estación de la Compañía y a cruzar el Istmo para destrozar la rebelión de los traidores a la patria.

El coronel Torres había ensordecido: el reloj, fiel a sus costumbres, siguió su paso impertérrito; y a eso de la una del mediodía, el general Alejandro Ortiz vino desde el cuartel general para tratar de disuadirlo, y él como si lloviera; el general Orondaste Martínez lo intentó a la una y media, pero Torres seguía instalado en una realidad paralela adonde no llegaban la razón ni la prudencia.

«Los gringos ya están bajo protección», le dijo el general Martínez.

«Pues no será bajo la mía», dijo Torres.

«Las mujeres y los niños han embarcado en un vapor neutral», dijo Martínez, «y están fondeando en la bahía. Usted está haciendo el ridículo, coronel Torres, y yo he venido a evitar que su reputación se hunda todavía más». Martínez explicó que el Nashville había armado cañones y los tenía apuntando al campamento del batallón Tiradores. «El Cartagena salió corriendo como un conejo, coronel», dijo. «Usted y sus hombres se han quedado solos. Coronel Torres, haga lo más sensato, por favor. Rompa esta formación ridícula, salve la vida de sus hombres y déjenos que lo invitemos a un trago en el Hotel Suizo».

Aquellas negociaciones preliminares —llevadas a cabo en el calor denso del mediodía, en medio de un ambiente que parecía deshidratar a los soldados como frutas puestas al sol— tardaron ciento cinco minutos. En ese lapso, el coronel Torres aceptó un encuentro en la cumbre (en la cumbre del Hotel Suizo, que quedaba apenas cruzando la calle del Frente), y en el restaurante del hotel se tomó tres jugos de papaya y se comió una sandía en tajadas, y aún tuvo tiempo de amenazar al general Martínez con descerrajarle un tiro en la cabeza, por apátrida. Su corneta de órdenes, en cambio, no comió nada, porque nada le ofrecieron, y su posición le impedía hablar sin que su superior se lo permitiera. Entonces el general Alejandro Ortiz se sumó a la comitiva. Expuso al coronel Torres la situación: el batallón Tiradores estaba descabezado; los generales Tovar y Amaya seguirían presos en Ciudad de Panamá, donde la revolución triunfaba; toda resistencia contra los independentistas era inútil, puesto que implicaba enfrentarse también al ejército de los Estados Unidos y a los trescientos mil dólares que el Gobierno de Roosevelt había aportado a la causa de la nueva República; el coronel Torres podía asumir la realidad de los hechos o embarcarse en una cruzada quijotesca que ya hasta su mismo Gobierno daba por perdida. A la altura del cuarto jugo de papaya, el coronel Torres empezó a ceder, pasadas las tres de la tarde aceptó reunirse con el coronel James Shaler en la Compañía del Ferrocarril, y antes de las cinco había aceptado retirar al batallón Tiradores (la pólvora en el polvorín) de la calle del Frente y montar su campamento fuera de la ciudad. El lugar escogido fue el caserío abandonado de Christophe Colomb, donde sólo vivía un padre con su hija.

Eloísa y yo estábamos haciendo la siesta cuando llegó el batallón Tiradores, y el escándalo nos despertó al mismo tiempo. Los vimos entrar por nuestra calle, quinientos soldados con las caras sofocadas por el calor de sus chamarras de paño, los cuellos hinchados y tensos, el sudor escurriéndoles por las patillas. Cargaban los fusiles con desgano (las bayonetas apuntando al suelo de tierra) y sus botas se arrastraban como si cada paso fuera una campaña entera. Del otro lado del Istmo, los separatistas lanzaban su manifiesto. El Istmo de Panamá había sido gobernado por Colombia «con el criterio estrecho que en épocas ya remotas aplicaban a sus colonias las naciones europeas», en vista de lo cual decidía «recobrar su soberanía», «labrar su propia suerte» y «desempeñar el papel a que está llamado por la situación de su territorio». Mientras tanto, nuestro pequeño pueblo fantasma se llenó del escándalo de las cantimploras y las cacerolas, el traqueteo metálico de las bayonetas al ser desmontadas y los fusiles limpiados con esmero. El caserío donde había vivido mi padre, donde habían vivido Charlotte y el ingeniero Madinier, el lugar adonde llegó la guerra civil colombiana para matar a Charlotte y darme de paso una valiosa lección sobre el poder de los Grandes Acontecimientos, ahora volvía a ser escenario de la historia. El aire se impregnó del olor de los cuerpos sucios, de sus ropas que ya acusaban el peso de los días; los soldados más pudorosos se metían debajo de los pilotes para cagar a escondidas, pero durante esa tarde de noviembre fue más frecuente verlos rodear la casa, bajarse los pantalones de frente a la calle, acomodarse debajo de una palmera y ponerse en cuclillas con la mirada desafiante. El olor de la mierda humana flotó en Christophe Colomb con la misma intensidad descarada con que años antes había flotado el de los perfumes franceses.

«¿Hasta cuándo se van a quedar?», preguntó Eloísa.

«Hasta que los echen los gringos», le dije.

«Están armados», dijo Eloísa.

Así era: el peligro no había pasado; el polvorín no había sido desactivado todavía. El coronel Eliseo Torres, sospechando o previendo que todo aquel asunto —su confinamiento a un barrio abandonado de casas viejas, que limitaba con la bahía por tres de sus lados y con Colón por el otro— no era más que una emboscada, había apostado a diez centinelas que patrullaban el caserío entero. Así que esa noche tuvimos que soportar el ruido de sus pisadas de fiera enjaulada, el ruido regular que pasaba frente a nuestro porche. En el curso de esa noche que Eloísa y yo pasamos sitiados por los militares colombianos, y más allá por la revolución separatista, se me ocurrió por primera vez que quizás, sólo quizás, mi vida en el Istmo había terminado, que quizás mi vida, tal como la conocía, había dejado de existir. Colombia —o su conjunción diabólica de historia y política— me lo había quitado todo; el último rezago de mi vida anterior, de lo que hubiera podido ser y no fue, era esta mujer de diecisiete años que me miraba con cara de espanto cada vez que desde afuera nos llegaba el grito de un soldado, un quién vive hostil y paranoico seguido de un tiro al aire, un tiro (pensé que pensaba Eloísa) como el que había asesinado a su madre. «Tengo miedo, papá», me dijo Eloísa. Y esa noche durmió conmigo, como cuando era niña. Pero es que mi Eloísa, a pesar de las formas que abultaban su camisón, era una niña, Lectores del Jurado, seguía siendo mi niña.

Lectores del Jurado: pasé la noche en blanco. Estuve hablando con el recuerdo de Charlotte, preguntándole qué debía hacer, pero no obtuve respuesta: el recuerdo de Charlotte se había vuelto hermético y antipático, miraba para otro lado cuando escuchaba mi voz, se negaba a aconsejarme. Panamá, mientras tanto, se movía bajo mis pies. De Panamá se había dicho una vez que era «carne de la carne colombiana, sangre de la colombiana sangre», y para mí fue imposible no pensar en mi Eloísa, que dormía a mi lado ya sin miedo (falsamente convencida de que yo podía protegerla de cualquier cosa), al recordar la carne del Istmo que estaba a punto de ser amputada a pocos kilómetros de nuestra cama compartida. Eras carne de mi carne y sangre de mi sangre, Eloísa; en eso pensaba yo mientras me acostaba de lado, la cabeza apoyada en el codo, y te miraba de cerca, más cerca de lo que habíamos estado desde que eras una niña de brazos, recién recuperada de los riesgos de tu prematurez extrema… Y creo que fue entonces que me di cuenta.

Me di cuenta de que también eras carne de la carne de tu tierra, me di cuenta de que pertenecías a este país como pertenece un animal a su pequeño paisaje (hecho de ciertos colores, ciertas temperaturas, ciertas frutas o presas). Eras colonense como yo no lo fui nunca, Eloísa querida: tus maneras, tu acento, tus distintos apetitos me lo recordaban con la insistencia y el fanatismo de una religiosa. Cada uno de tus movimientos me decía: Soy de aquí. Y al verte de cerca, al ver tus párpados vibrando como las alas de una libélula, pensé primero que te envidiaba, que envidiaba tu arraigo instintivo —porque no había sido una decisión, porque habías nacido con él como se nace con un lunar o un ojo de color distinto—; luego, viendo la placidez con que dormías en esta tierra colonense que parecía confundirse con tu cuerpo, pensé que me habría gustado preguntarte por tus sueños, y por último volví a pensar en Charlotte, que nunca perteneció a Colón ni tampoco a la provincia de Panamá ni mucho menos a la convulsa República de Colombia, el país que había exterminado a su familia… Y pensé en lo que le había ocurrido en el fondo del río Chagres aquella tarde en que decidió que valía la pena seguir viviendo. Charlotte se había llevado ese secreto a la tumba, o la tumba había venido a buscarla antes de que tuviera tiempo de revelármelo, pero siempre me había hecho feliz (breve, secretamente feliz) pensar que yo había tenido algo que ver en esa profunda decisión de las profundidades. Pensando en esto recosté la cabeza en tu pecho, Eloísa, y me llegó el olor de tu axila desnuda, y me sentí por un instante tan tranquilo, tan engañosa y artificialmente tranquilo, que acabé por quedarme dormido.

No me despertaron las maniobras marciales que, según Eloísa, llevó a cabo el batallón Tiradores frente a nuestra casa. Dormí sin sueños, sin noción del tiempo; y entonces la realidad panameña entró a borbotones. A eso de las doce del día, el coronel Shaler estaba de pie en el porche de mi casa, junto a la hamaca que había sido de mi padre, y golpeaba la puerta mosquitera con tanta fuerza que la hubiera podido sacar de los goznes. Antes de preguntarme adónde había ido Eloísa en este día excepcional en que todas las escuelas habían cerrado, me llegó el olor del cocido de viudo que estaba preparando en la cocina. Tuve apenas tiempo de ponerme un par de botas y una camisa decente y atender a los visitantes. Detrás de Shaler, a suficiente distancia como para no escuchar sus palabras, venía el coronel Eliseo Torres, debidamente acompañado de su corneta. Shaler me dijo:

«Préstenos su mesa, Altamirano, y sírvanos un café, por amor de Dios. No se arrepentirá, se lo juro. En esta mesa se va a hacer historia».

Era una mesa de roble macizo, con patas redondas y un cajón con argollas de hierro en cada uno de los flancos más largos. Shaler y Torres tomaron asiento en lados opuestos, cada uno frente a un cajón, y yo ocupé la cabecera que ocupaba siempre; el corneta permaneció de pie en el porche, mirando hacia la calle ocupada por los soldados del Tiradores, como si el batallón siguiera esperando un ataque traicionero de los revolucionarios o de los marines. Así estábamos sentados, y todavía no acabábamos de acomodarnos en las sillas pesadas, cuando el coronel Shaler puso ambas manos sobre la mesa, como gigantescas arañas de río, y empezó a hablar con la lengua enredada por la terquedad de su acento, pero con los poderes de persuasión de un hipnotizador.

«Honorable coronel Torres, permítame que le hable con franqueza: su causa está perdida».

«¿Cómo dice?»

«La independencia de Panamá es un hecho».

Torres se incorporó de un salto, levantó las cejas indignadas, intentó, sin convicción, una protesta: «No he venido para…». Pero Shaler le cortó el impulso.

«Siéntese, hombre, no diga tonterías», le dijo. «Usted ha venido para escuchar ofertas. Y yo tengo una muy buena, coronel».

El coronel Torres intentó interrumpirlo —su mano se levantaba, su garganta soltaba un ronquido—, pero Shaler, hipnotizador consumado, lo hacía callar con una mirada. Antes de que acabara el día, explicó, aparecerían en Bahía Limón los acorazados Dixie y Maryland, repletos hasta las banderas de marines. El Cartagena había escapado ante la más remota posibilidad de enfrentamiento, y eso debía dar una idea de la posición del Gobierno central. Por otro lado, nadie podía gritar la independencia mientras el Tiradores siguiera de cuerpo presente en el Istmo, y el Cartagena era el único medio de transporte para el batallón. «Pero esta mañana la cosa ha cambiado, coronel Torres», dijo Shaler. «Si se asoma usted al puerto, verá a lo lejos un vapor que fondea con bandera colombiana. Es el Orinoco, y es de pasajeros». El coronel Shaler afirmó sus arañas sobre la madera tinta de la mesa de roble, a ambos lados de un café servido en porcelana francesa, y dijo que el Orinoco zarparía con rumbo a Barranquilla a las siete y media de la noche. «Coronel Torres: me han autorizado a ofrecerle la cantidad de ocho mil dólares de mi país si a esa hora usted y su batallón se encuentran a bordo».

«Pero esto es un soborno», dijo Torres.

«Claro que no», dijo Shaler. «Esa plata es para racionar a sus tropas, que bien merecido se lo tienen».

Y en ese momento, como un figurante puntual en una obra de teatro —y ya sabemos, Lectores del Jurado, quién era el angelical director de la nuestra—, apareció sobre el porche de mi casa Porfirio Meléndez, el agente de los revolucionarios en Colón. Lo acompañaba un cargador de la Freight House que llevaba un baúl en hombros, como un niño pequeño (como si el cargador fuera un padre satisfecho, y el baúl de cuero el hijo que quiere ver el desfile).

«¿Es esto?», preguntó Shaler.

«Es esto», dijo Meléndez.

«Ya casi está el almuerzo», dijo Eloísa.

«Yo te aviso», le dije.

El cargador dejó caer el baúl sobre la mesa y las tazas saltaron en sus platos, escupiendo restos de café y amenazando con desportillarse. El coronel Shaler explicó que ahí dentro había ocho mil dólares sacados de las arcas de la Panama Railroad Company con garantía del Brandon Bank de Ciudad de Panamá. El coronel Torres se puso de pie, caminó hasta el porche y le dijo algo a su corneta, que desapareció de inmediato. Luego volvió a la mesa de negociaciones (a mi mesa del comedor, que esperaba un guiso de viudo y se veía involuntariamente transformada en mesa de negociaciones). No dijo una sola palabra, pero Shaler el hipnotizador no necesitaba palabra alguna en ese momento. Entendió. Entendió perfectamente.

Porfirio Meléndez abrió el baúl.

«Cuéntela», le dijo a Torres. Pero Torres se había cruzado de brazos y no se movía.

«Altamirano», dijo Shaler, «usted es el anfitrión de este encuentro. Usted representa la neutralidad, usted es el juez. Cuente el dinero, por favor».

Lectores del Jurado: el sentido del humor del Ángel de la Historia, ese excelso comediante, quedó comprobado por enésima vez el día 5 de noviembre de 1903, entre la una y las cuatro de la tarde, en la casa Altamirano-Madinier del barrio de Christophe Colomb, futura República de Panamá. Durante esas horas yo, el evangelista de la crucifixión colombiana, me dediqué a manosear una cantidad de dólares norteamericanos superior a la que jamás había visto junta. El olor acre y metálico de los dólares se me pegó a las manos, a estas manos torpes que no estaban acostumbradas a manipular lo que manipularon esa tarde. Mis manos no saben —nunca han sabido— barajar las cartas para el póquer; piense el lector cómo se sintieron frente al material que les tocó en suerte esa vez… Eloísa, que se había parado bajo el marco de la puerta de la cocina con una cuchara de palo en la mano, dispuesta a hacerme probar el guiso, fue testigo de mi labor cuasi-notarial. Y algo ocurrió en ese momento, porque no fui capaz de mirarla a los ojos. Soy carne de la carne colonense. Eloísa no me lo recordaba de viva voz, pero no tenía que hacerlo: no tenía que pronunciar esas palabras para que yo las escuchara. Soy sangre de la sangre panameña. No compartíamos eso, Eloísa querida, eso era lo que nos separaba. En medio de la revolución que se llevaría a Panamá, me di cuenta de que también tú podías verte arrastrada lejos de mí; el Istmo se estaba desprendiendo del continente y comenzaba a alejarse de Colombia, flotando en el mar Caribe como un champán abandonado, y llevándose a mi hija, mi hija que se había quedado dormida dentro, debajo de hojas de palma, sobre cajas de café cubiertas con un cuero de res como solía cubrirlas mi padrastro en épocas más felices, cuando comerciaba por el río Magdalena… Mis manos se movían pasando billetes desgastados y haciendo pilas de monedas de plata, pero hubiera podido hacer una pausa para decirle que almorzara ella, o para que nos entendiéramos con una mirada cómplice y quizás risueña, pero nada de eso ocurrió. Yo seguí contando con la cabeza gacha, como un ladrón medieval a punto de ser decapitado, y a partir de cierto instante el movimiento se volvió tan automático que mi mente pudo ocuparse en otros pensamientos que se atropellaban. Me pregunté si mi madre habría sentido dolor al morir, qué habría pensado mi padre si me hubiera visto en ese trance… Pensé en el ingeniero muerto, en su hijo muerto, en la profunda ironía de que la fiebre amarilla me hubiera regalado el único amor que hasta ahora había conocido… Todas las imágenes eran formas de evitar la humillación sin límites que me embargaba. Y entonces, en un momento impreciso, mi voz humillada empezó a soltar cifras casi por cuenta propia. Siete mil novecientos noventa y siete. Siete mil novecientos noventa y ocho. Siete mil novecientos noventa y nueve. Final.

El coronel Shaler se marchó tan pronto como Torres se dio por satisfecho con la recepción de su dinero-para-racionar-tropas; antes de salir, le dijo a Torres: «Dígale a uno de sus hombres que se pase por las oficinas de la Compañía antes de las seis, para recoger los pasajes. Dígale que pregunte por mí, que lo estaré esperando». Luego se despidió de mí con un saludo militar más bien descuidado. «Altamirano, nos ha prestado usted un gran servicio», me dijo. «La República de Panamá se lo agradece». Se dio la vuelta hacia Eloísa e hizo resonar los tacones. «Señorita, un placer», dijo, y ella movió la cabeza, todavía con la cuchara de palo en la mano, y enseguida volvió a la cocina para servir el almuerzo, porque la vida tenía que continuar.

Ahora puedes entenderlo, Eloísa: fue el guiso de viudo más amargo que me comí jamás. La yuca y la arracacha tenían el sabor de las monedas manoseadas. La carne del pescado no olía a cebolla ni a cilantro, sino a billetes sucios. Eloísa y yo almorzamos mientras la calle se llenaba de los movimientos de los soldados, el trabajoso arranque del batallón que levantaba tiendas y empacaba utensilios y comenzaba a abandonar Christophe Colomb con rumbo a los muelles de la Compañía, para dejarle el camino libre a la revolución. Más tarde el cielo se despejó, y un sol despiadado cayó sobre Colón como un heraldo de la temporada seca. Eloísa: recuerdo perfectamente la expresión de serenidad, de completa confianza, con que fuiste a tu cuarto, tomaste la María que estabas leyendo y te acostaste en la hamaca. «Despiértame si se hace de noche», me dijiste. Y en cuestión de minutos te habías quedado dormida, con el dedo índice metido entre las páginas de la novela como una Virgen que recibe la Anunciación.

Eloísa querida: sabe Dios, si es que existe, que hice todo lo posible para que me sorprendieras. Mi cuerpo, mis manos, asumieron una lentitud deliberada en el proceso de sacar del cuarto de San Alejo (que en las casas de pilotes de Christophe Colomb era apenas un rincón de la cocina) el baúl más pequeño, uno que yo pudiera cargar sin ayuda. Lo arrastré en lugar de alzarlo, quizás con la intención de que el ruido te despertara, y al dejarlo caer sobre la cama no me preocupó el crujido de la madera. Eloísa, incluso me permití el tiempo de escoger ciertas prendas, desechar algunas, doblar bien las otras… Todo tratando de darte tiempo de que te despertaras. Busqué sobre el escritorio que había sido de Miguel Altamirano un marcapáginas de cuero tratado; no te diste cuenta del momento en que te quité el libro de las manos con cuidado de que no se perdiera la página. Y ahí, parado junto a tu cuerpo dormido que no se mecía en la hamaca, junto a una respiración tan sosegada que los movimientos de tu pecho y tus hombros no eran perceptibles a simple vista, busqué en la novela aquella carta en que María le confiesa a Efraín que está enferma, que está muriendo poco a poco. Él, desde Londres, cree darse cuenta de que sólo su regreso puede salvarla y se embarca de inmediato, y poco después pasa por Panamá, atraviesa el Istmo y la goleta Emilia López lo lleva a Buenaventura. En ese momento, a punto de hacer lo que pensaba hacer, sentí por Efraín la más intensa simpatía que he sentido por nadie en mi vida, porque me pareció ver en su destino ficticio una versión inversa y distorsionada de mi destino real. A través de Panamá, él volvía de Londres para encontrar a su amada; desde Panamá, yo comenzaba a huir dejando atrás a aquella mujer incipiente que lo era todo en mi vida, y Londres era uno de mis probables destinos.

Te puse el libro sobre el vientre y bajé los escalones del porche. Eran las seis de la tarde, el sol ya se había hundido en el lago Gatún, y el Orinoco, ese barco de mierda, ya comenzaba a llenarse con los soldados de mierda de un batallón de mierda, y en alguno de sus compartimientos se guardaba un cargamento de dólares suficiente para romper un continente en dos, abrir fallas geológicas y trastornar fronteras, ya no digamos vidas. Me mantuve en cubierta hasta que el puerto de Colón dejó de ser visible, hasta que dejaron de ser visibles las luces de los cunas que años antes, al llegar a nuestras costas, había visto Korzeniowski. El paisaje del cual hice parte durante más de un cuarto de siglo desapareció de golpe, devorado por la distancia y las brumas de la noche, y con él desapareció la vida que llevé en él. Sí, Lectores del Jurado, sé bien que era mi barco el que se movía; pero allí, sobre la cubierta del Orinoco, hubiera podido jurar que ante mis ojos el Istmo panameño se había separado del continente y empezaba a alejarse flotando, como un champán, por ejemplo, y supe que dentro del champán a la deriva iba mi hija. De buena gana lo confieso: no sé qué habría hecho, Eloísa, si hubiera llegado a verte, si tú hubieras despertado a tiempo y, comprendiéndolo todo en un fogonazo de lucidez o de clarividencia, hubieras salido al puerto para rogarme con las manos o con la mirada que no me fuera, que no te dejara a ti, mi única hija, que todavía me necesitabas.

Después de llevarse del Istmo el último rezago del poder central colombiano, después de garantizar con su partida que la independencia panameña era definitiva e irrevocable, el Orinoco tocó puerto en Cartagena, y allí se quedó unas horas. Recuerdo la cara llena de granos de un cabo que se jugaba a la generala su último sueldo. Recuerdo el escándalo que armó la mujer de un teniente en el comedor (según algunos, había faldas ajenas de por medio). Recuerdo que el coronel Torres impuso treinta días de calabozo a un subalterno por sugerir que en alguna parte del barco había dinero, dinero norteamericano que se había pagado a cambio de esa deserción, y que a los soldados les correspondía una parte.

A la mañana siguiente, con las primeras luces del horizonte rosado, el Orinoco llegó a Barranquilla.

Para la tarde del 6 de noviembre, ya el Gobierno del presidente Theodore Roosevelt había otorgado el primer reconocimiento formal a la República de Panamá, y el Marblehead, el Wyoming y el Concord, de la flotilla norteamericana del Pacífico, se ponían rumbo al Istmo para proteger a la joven República de los reivindicativos afanes colombianos. Mientras tanto, yo encontraba un billete en el vapor de pasajeros Hood, de la Mala Real Británica, que hacía la ruta entre Barranquilla y Londres, entre la boca del Magdalena y las tripas del Támesis, y me disponía a embarcarme en aquel viaje del cual mi hija Eloísa no formaba parte. ¿Cómo hubiera podido condenarla también a ella al exilio y al desarraigo? No: mi país roto me había roto por dentro, pero ella, a sus diecisiete años, tenía derecho a una vida libre del peso de esa ruptura, libre del ostracismo voluntario y de los fantasmas del exilio (pues ella, no yo, era carne de la carne colonense). Y yo, por supuesto, ya no podría darle esa vida. Mi adorada Eloísa: si estás leyendo estas líneas, si has leído las que preceden, has sido testigo de todas aquellas fuerzas que nos superan, y quizás hayas comprendido los actos extremos que debe llevar a cabo un hombre para vencerlas. Me has oído hablar de ángeles y de gorgonas, de las batallas desesperadas que he luchado contra ellos por el control de mi propia vida minúscula y banal, y puedes quizás dar testimonio de la honestidad de mi guerra privada, y puedes perdonar las crueldades que esta guerra me ha llevado a cometer. Y puedes sobre todo entender que ya no hubiera lugar para mí en las tierras baldías de las que pude escapar, esas tierras caníbales en las que había dejado de reconocerme, que habían dejado de pertenecerme como le pertenece la patria a un hombre satisfecho, a una conciencia tranquila.

Luego vino la llegada, el encuentro con Santiago Pérez Triana, esos hechos que ya he puesto, tan minuciosamente como he podido, en conocimiento del lector… Joseph Conrad salió de la casa del 45 de Avenue Road alrededor de las seis de la mañana, después de pasar la noche en vela escuchando mi historia. Con los años he reconstruido los días que siguieron: supe que después de verme se había dirigido, no a su residencia de Pent Farm, sino a un departamento londinense vecino de Kensington High Street, un lugar barato y más bien oscuro que había alquilado junto con su esposa y en el cual solía recibir a Ford Madox Ford para escribir, a cuatro manos (y sin ningún esfuerzo), las novelas de aventuras que quizás los sacarían de pobres. Para cuando llegó al departamento, Joseph Conrad ya sabía que Nostromo, esa novela problemática, había dejado de ser la simple historia de italianos en el Caribe que había sido hasta ahora, y más bien examinaría de cerca el nacimiento traumático de un nuevo país de la traumatizada América Latina, aquello de lo cual acababan de hablarle en términos sin duda hiperbólicos, sin duda contaminados por la magia tropical, por la tendencia a la leyenda que agobia a esas pobres gentes que no entienden de política. Jessie lo recibió llorando: el niño Borys había pasado el día con fiebre de treinta y nueve grados; el médico no llegaba, Borys se negaba a comer y a beber, Londres era una ciudad de gente insolidaria y distante. Pero Conrad no escuchó las quejas: se dirigió de inmediato a aquel escritorio que no era el suyo y, viendo que el amanecer se demoraba, encendió aquella lámpara que no era suya, y empezó a tomar notas sobre lo que había oído en el largo curso de la noche. Al día siguiente, después de un desayuno que no le supo a nada, comenzó a incorporar la nueva información al manuscrito. Estaba excitadísimo: como Polonia, la Polonia de su niñez, la Polonia por la que murieron sus padres, esta pequeña tierra de Panamá, esta pequeña provincia transformada en República por artes inescrutables, era una ficha en el tablero del mundo político, una víctima de fuerzas que la sobrepasaban… «¿Y qué me dices de lo de los yanquis conquistadores en Panamá?», le escribió a Cunninghame-Graham poco antes de Navidad. «Bonito, ¿no?»

La primera entrega de Nostromo apareció en el T.P’s Weekly en enero de 1904, más o menos al mismo tiempo que la Compañía del Canal de Panamá vendía todas sus propiedades a los Estados Unidos, sin permitir siquiera la participación de un representante colombiano en las negociaciones, y veinte días después de que mi país desesperado le hiciera a los panameños esta propuesta humillante: Ciudad de Panamá sería la nueva capital de Colombia si el Istmo se reintegraba al territorio colombiano. Mientras Panamá se negaba de tajo como un amante resentido (moviendo las pestañas, citando los agravios pasados con el brazo en jarra y un puño cerrado sobre la cintura), Santiago Pérez Triana me indicaba con señas y distancias la manera de encontrar el puesto de prensa más cercano y me obligaba a buscar en el bolsillo esas monedas cuyas denominaciones confusas yo todavía no dominaba y a separar, en otro bolsillo, el costo exacto del Weekly. Enseguida me echó a la calle con un espaldarazo cariñoso. «Mi estimado Altamirano, no vuelva sin esa revista», me dijo. Y luego, más serio: «Lo felicito. Ya es usted parte de la memoria de los hombres».

Pero no fue así.

No fui parte de la memoria de los hombres.

Recuerdo la luz sesgada y deslumbrante que caía sobre la calle cuando encontré el puesto, esa luz de invierno que no hacía sombras y sin embargo me encandilaba, reflejada por el papel de los diarios que había a la venta y, según el ángulo, por los vidrios recién lavados de la vitrina. Recuerdo la mezcla de excitación y de terror (un terror mudo y frío, el terror de lo nuevo) con que salí otra vez a la calle después de pagar. Recuerdo el carácter neblinoso y un poco irreal que asumieron para mí las demás cosas del mundo, los paseantes, los faroles, los coches ocasionales, las verjas amenazantes del parque. En cambio, no recuerdo las razones por las que postergué la lectura, no recuerdo haber intuido que el contenido de la revista no fuera el que yo esperaba, no recuerdo haber tenido motivos para permitir la entrada en mi cabeza de esa intuición inverosímil, no recuerdo que haya sido la suspicacia o el victimismo lo que me acompañó durante esa larga caminata circular alrededor de Regent’s Park… Sí, así es: cargué la revista en el bolsillo todo el día, palpándome el costado de vez en cuando para confirmar su presencia, como si el que yo había comprado fuera el único ejemplar en el mundo, como si la naturaleza peligrosa de su contenido quedara neutralizada si yo lo conservaba en mi poder. Pero lo que ha de suceder (todo el mundo lo sabe) acaba sucediendo. Nada es eternamente postergable. Nadie encuentra razones para postergar eternamente algo tan inocente, tan pacífico, tan inofensivo, como la lectura de un libro.

Así que a eso de las cuatro, cuando ya el cielo comenzaba a oscurecerse, me senté en una de las bancas del parque al mismo tiempo que una nevada incipiente comenzaba a caer sobre Londres y acaso sobre toda la Inglaterra imperial. Abrí la revista, leí aquella palabra que me perseguirá hasta el final de los días. Nostromo: tres sílabas sosas, una vocal repetida e insistente como un ojo que nos vigila… Seguí adelante, entre naranjos y galeones, entre rocas hundidas y montañas que hunden la cabeza entre las nubes, y empecé a vagar como sonámbulo en la historia de aquella República ficticia, y recorrí descripciones y sucesos que conocía y a la vez ignoraba, que me resultaban propios y a la vez ajenos, y vi las guerras colombianas, los muertos colombianos, el paisaje de Colón y de Santa Marta, el mar y su color y la montaña y sus peligros, y allí estaba, en fin, la discordia que siempre ha estado… Pero algo faltaba en ese relato: una ausencia era más visible que todas aquellas presencias. Recuerdo mi búsqueda desesperada, el frenesí con que mis ojos recorrieron las páginas de la revista, el calor que sentía en las axilas y en el bigote mientras me adentraba en la dolorosa verdad.

Entonces lo supe.

Supe que volvería a ver a Conrad.

Supe que habría un segundo encuentro.

Supe que ese encuentro era impostergable.

En cuestión de minutos ya había llegado a Kensington High Street, y un voceador me había indicado la puerta donde famosamente vivía el novelista. Ya quedaba poca luz (un viejo pasaba cargando una escalera, subiendo y bajando sus peldaños móviles, encendiendo las lámparas) cuando llamé a su puerta. No respondí a las preguntas de la mujer desprevenida que me abrió; rocé su delantal al pasar, subí las escaleras tan rápido como me lo permitía el largo de mis piernas. No recuerdo qué ideas, qué indignaciones atravesaban mi cabeza mientras abría puertas y cruzaba pasillos, pero sé con certeza que nada me había preparado para lo que encontré.

Eran dos habitaciones oscuras, o que se habían vuelto oscuras en la penumbra prematura de enero. Una puerta las comunicaba, y esa puerta estaba abierta en el momento de mi llegada, pero resultaba claro que su función consistía en estar terca, constante, ineluctablemente cerrada la mayor parte del tiempo. En la habitación del fondo, contenido por el marco de la puerta, había un escritorio de madera oscura, y sobre el escritorio una pila de papeles y una lámpara de petróleo; en la otra habitación, aquella en la cual yo había irrumpido sin anunciarme, un niño de pelo largo y castaño dormía en una camita de aspecto miserable (respiraba mal, su nariz producía un ronquido ligero), y la otra cama existente estaba ocupada por una mujer vestida de calle, una mujer de rostro inelegante y más bien mofletuda que no estaba acostada, sino reclinada contra el espaldar, y que llevaba sobre el regazo una especie de tabla que después de un par de segundos (después de los juegos de la luz interior) se convirtió en un escritorio portátil. De su mano cerrada salía una pluma de punta negra, y fue al fijarme en ella y en las páginas cubiertas de trazos que escuché la voz.

«¿Qué hace usted aquí?»

Joseph Conrad estaba de pie en una esquina de la habitación; llevaba pantuflas de cuero y una bata de seda oscura; llevaba, sobre todo, una expresión de concentración intensa, casi inhumana. En mi cabeza se ordenaron las piezas: lo había interrumpido. Para ser más precisos: había interrumpido su dictado. Para ser aún más precisos: mientras en mi bolsillo se arrugaban las primeras escenas de Nostromo, en aquella habitación Conrad dictaba las últimas. Y su mujer, Jessie, era la encargada de poner la historia —la historia de José Altamirano— sobre el blanco del papel.

«Usted», dije, «me debe una explicación».

«Yo no le debo nada», dijo Conrad. «Salga inmediatamente. Llamaré a alguien, se lo advierto».

Saqué de mi bolsillo el ejemplar del Weekly. «Esto es falso. Esto no es lo que le conté».

«Esto, querido señor, es una novela».

«No es mi historia. No es la historia de mi país».

«Claro que no», dijo Conrad. «Es la historia de mi país. Es la historia de Costaguana».

Jessie nos miraba. En su cara se leía el atento desconcierto de quien ha llegado tarde al teatro. Empezó a hablar, y su voz resultó más débil de lo que yo había esperado: «¿Quién…?». Pero no terminó la frase. Trató de moverse, y una mueca de dolor estalló en su rostro, como si una cuerda se hubiera reventado dentro de su cuerpo. Conrad me invitó entonces a pasar a la habitación del fondo; la puerta se cerró, y a través de la madera nos llegaron los sollozos de la mujer.

«Ha tenido un accidente», dijo Conrad. «Ambas rodillas. Ambas rótulas desplazadas. Es grave».

«Era mi vida», dije. «Se la confié, confié en usted».

«Una caída. Estaba de compras, había ido a Barker’s, resbaló. Parece tonto, ¿no es cierto? Por eso estamos en Londres», dijo Conrad. «Todos los días hay un examen, todos los días la tocan los médicos. No sabemos si es necesario volver a operar».

Era como si hubiera dejado de escucharme, este hombre que durante una noche entera había vivido para hacerlo. «Usted me ha eliminado de mi propia vida», dije. «Usted, Joseph Conrad, me ha robado». Volví a agitar el Weekly en el aire, y entonces lo dejé caer sobre el escritorio. «Aquí», dije en susurros, con la espalda hacia el ladrón, «yo no existo».

Era cierto. En la República de Costaguana, José Altamirano no existía. Allí vivía mi relato, el relato de mi vida y de mi tierra, pero la tierra era otra, tenía otro nombre, y yo había sido eliminado de ella, borrado como un pecado inconfesable, obliterado sin piedad como un testigo peligroso. Joseph Conrad me hablaba del esfuerzo terrible que implicaba dictar la historia en las condiciones presentes, y dictársela a Jessie, cuyo dolor le impedía trabajar con la concentración debida. «Podría dictar mil palabras por hora», me dijo. «Es fácil. La novela es fácil. Pero Jessie se distrae. Llora. Me pregunta si se quedará inválida, si deberá llevar muletas el resto de su vida. Pronto me veré obligado a contratar una secretaria. El niño está enfermo. Los créditos se acumulan sobre la mesa, y yo debo entregar este manuscrito a tiempo para evitar males mayores. Y entonces ha llegado usted, ha respondido a una serie de preguntas, me ha contado una serie de cosas más o menos útiles, y yo las he utilizado como me lo dicta la intuición y mi conocimiento de este oficio. Piense en esto, Altamirano, y dígame: ¿de verdad cree que sus pequeñas susceptibilidades tienen la más mínima importancia? ¿De verdad lo cree?» En el otro cuarto crujían las tablas de la cama, y era presumiblemente Jessie quien soltaba aquellos tímidos gemidos que parecían provocados por un dolor tan genuino como abnegado. «¿De verdad cree que su patética vida pinta algo en este libro?»

Me acerqué al escritorio. Noté entonces que no había una pila de papeles, sino dos: en una se apilaban páginas cubiertas de borrones, anotaciones al margen, flechas indelicadas, líneas que cruzaban y eliminaban párrafos enteros; la otra se componía de una versión mecanografiada que ya había pasado por correcciones varias. Mi vida corregida, pensé. Y también: Mi vida malversada. «Deténgalo», le dije a Conrad.

«Eso es imposible».

«Usted puede hacerlo. Deténgalo todo». Levanté el manuscrito. Mis manos se movían con un impulso que me resultaba ajeno. «Lo quemaré», dije. Con dos pasos llegué a la ventana; con la mano en la falleba, dije: «Lo tiraré a la calle».

Conrad se cruzó los brazos por detrás de la espalda. «Mi relato ya está en marcha, querido amigo. Ya está en la calle. Ahora mismo, mientras usted y yo hablamos, hay gente que está leyendo la historia de las guerras y las revoluciones de ese país, la historia de la provincia que se separa por una mina de plata, la historia de la República sudamericana que no existe. Y no hay nada que usted pueda hacer».

«Pero la República sí existe», le dije, o más bien le supliqué. «La provincia sí existe. Pero la mina de plata es en verdad un Canal, un Canal entre dos océanos. Yo lo sé porque lo conozco. Yo nací en esa República, yo viví en esa provincia. Yo soy culpable de sus desgracias».

Conrad no respondió. Volví a dejar el manuscrito en el escritorio, y hacerlo fue como una concesión, como la deposición de las armas que hace un jefe guerrero. ¿En qué momento concede un hombre la derrota? ¿Qué ocurre en su cabeza para que decida darse por vencido? Hubiera querido preguntar esas cosas. En cambio, pregunté:

«¿Cómo terminará todo?»

«¿Perdón?»

«¿Cómo terminará la historia de Costaguana?»

«Me temo que usted ya lo sabe, mi querido Altamirano», dijo Conrad. «Todo está aquí, en este capítulo, y puede que no sea lo que usted espera. Pero no hay nada, absolutamente nada que usted no conozca». Hizo una pausa y añadió: «Puedo leérselo, si quiere».

Me acerqué a la ventana, que ya para ese momento era un recuadro oscuro. Y no sé por qué, pero allí, mirando hacia la calle, negando como un niño lo que sucedía a mis espaldas, me sentí a salvo. Era una sensación falsa, por supuesto, pero no me importó. No hubiera podido importarme.

«Lea», dije. «Estoy listo».

La vida en la calle comenzaba a morir. En la cara de los paseantes se adivinaba el frío intenso. Mis ojos y también mi entendimiento se distrajeron con la imagen de una niña pequeña que jugaba con su perro sobre la acera helada —abrigo de un rojo profundo, bufanda que desde lejos parecía fina—, y mientras aquella voz desenvuelta comenzaba a hablarme del destino de esos personajes (y me obligaba en alguna medida a asistir a la revelación de mi propio destino), la nieve caía en copos densos sobre la acera y se derretía enseguida, formando pequeñas estrellas de humedad que desaparecían de inmediato. Entonces pensé en ti, Eloísa, y en lo que nos había hecho; sin pedir permiso abrí la ventana, me incliné hacia fuera y levanté la cara para que la nieve me mojara los ojos, para que la nieve en mis ojos camuflara mi llanto, para que Santiago Pérez Triana no se diera cuenta al verme de que había estado llorando. De repente, sólo tú importabas; me di cuenta entonces, no sin algo de pavor, de que sólo tú seguirías importando. Y lo supe: allí, entre soplos de viento helado, supe cuál era mi castigo. Supe que mucho tiempo después, cuando los años hubieran dejado atrás mi conversación con Joseph Conrad, seguiría recordando esa tarde en que por arte de magia desaparecí de la historia, seguiría percatándome de la magnitud de mi pérdida pero también del daño irreparable que los hechos de mi vida nos habían causado, y sobre todo seguiría despertándome por las noches para preguntarme, como me pregunto ahora, dónde estarás, Eloísa, qué tipo de vida habrás tenido, qué lugar habrás ocupado en la desgraciada historia de Costaguana.