El dolor no tiene historia, o mejor, el dolor está fuera de la historia, porque sitúa a su víctima en una realidad paralela donde nada más existe. El dolor no tiene compromisos políticos; el dolor no es conservador, no es liberal; no es católico ni federalista ni centralista ni masón. El dolor lo borra todo. Nada más existe, he dicho; y es cierto que para mí —puedo insistir en ello sin grandilocuencias— nada más existió en esos días: la imagen de esa muñeca de trapo, encontrada frente a mi casa invadida, esa muñeca deshabitada y rota por dentro, comenzó a espantarme durante las noches. No puedo llamarla Charlotte, no puedo hacerlo, porque aquello no era Charlotte, porque Charlotte se había ido de ese cuerpo abaleado. Empecé a tener miedo: miedo de lo más concreto (los ejércitos que un día cualquiera vendrían para terminar su trabajo y asesinar a mi hija), miedo también de lo abstracto y lo intangible (la oscuridad, los ruidos de algo que podía ser una rata o un mango podrido que cae al suelo en una calle vecina, pero que formaban en mi imaginación aterrorizada la silueta de hombres uniformados, de manos empuñando fusiles). Perdí el sueño. Me pasaba las horas de la noche oyendo llorar a Eloísa en el cuarto de al lado, y la abandoné a su llanto, a su propio dolor desorientado: me negué a consolarla. Nada habría sido más fácil que llegar con diez pasos a su cuarto y a su cama, abrazarla y llorar junto a ella, pero no lo hice. Estábamos solos: de repente nos sentimos irrevocablemente solos. Y nada habría sido más fácil para mí que paliar mi soledad al mismo tiempo que consolaba a mi hija. Pero no lo hice: la dejé sola, para que comprendiera por sus propios medios lo que significa la muerte violenta de un ser querido, ese hoyo negro que se abre en el mundo. ¿Cómo puedo justificarme? Tenía miedo de que Eloísa me pidiera explicaciones que yo no sabría darle. «Estamos en guerra», le hubiera dicho, consciente de la pobreza, la inutilidad de esa respuesta, «y en la guerra ocurren estas cosas». Por supuesto, a mí tampoco me convencía esa explicación. Pero algo en mí seguía creyendo que negarme a proporcionar esos leves consuelos a mi hija, negarme a buscar su compañía (y acaso su protección involuntaria), acabaría por destapar la broma cruel de que éramos objeto, y uno de estos días aparecería en la puerta de casa el bromista despiadado que me revelaría el verdadero paradero de Charlotte, lamentándose de que su broma cruel no hubiera tenido el efecto deseado.
Fue por esos días que empecé a pasar las noches caminando hacia el puerto, llegando a veces hasta la Compañía del Ferrocarril, y luego hasta la Freight House, aquel depósito de carga de la Compañía del cual me habrían echado a bala de haberme descubierto. Colón, en esas noches de tiempo de guerra, era una ciudad fría y azul; recorriéndola en soledad, desafiando toques de queda tácitos o expresos según el día y los avatares de la guerra, un civil (aunque se tratara de un civil perdido y desesperado) corría riesgos sin cuento. Yo era demasiado cobarde para tomar en serio los devaneos suicidas de mi cabeza cansada, pero puedo confesar que varias veces llegué a construir una escena en la que me lanzaba con el pecho desnudo y un cuchillo en la mano contra los hombres del batallón Mompox y, al grito de «Viva el Partido Liberal», los obligaba a recibir mi embestida con sus disparos o sus bayonetas. Nunca lo hice, claro, nunca hice nada parecido: mi acto de mayor arrojo, durante esas noches alucinadas, fue visitar los callejones colonenses que según la leyenda había frecuentado la Viuda del Canal, y alguna vez creí de buena fe ver a Charlotte doblar una esquina en compañía de un africano de sombrero, y corrí tras el fantasma hasta que me di cuenta de que había perdido un zapato entre los adoquines y me sangraba el talón rasguñado.
Cambié. El dolor nos modifica, es agente de trastornos leves pero aterradores. Después de varias semanas en las cuales le fui cogiendo confianza a la noche, me permití el exotismo privado de visitar los burdeles de los europeos, y más de una vez hice uso de sus mujeres (reliquias cuarentonas de los tiempos de Lesseps, y en algún caso herederas de esas reliquias, niñas con apellidos como Michaud y Henrion, que ignoraban quién era Napoleón Bonaparte y por qué había fracasado el canal de los franceses). Luego, de vuelta en esa casa donde Charlotte sobrevivía de mil maneras fantasmagóricas, en sus ropas que Eloísa había comenzado a ponerse o en los destrozos que eran visibles todavía si uno acercaba la cara a la puerta cristalera de la vitrina, me caía encima algo que sólo puedo llamar vergüenza. En esos momentos me sentía incapaz de mirar a Eloísa a la cara, y ella, por una especie de último respeto que me guardaba, era incapaz de hacerme una sola de las preguntas que (notoriamente) se le agolpaban en la boca. Intuí que mis actos estaban destruyendo nuestro cariño, que mi comportamiento estaba echando abajo los puentes que nos unían. Pero lo acepté. La vida me había habituado a la idea de las víctimas colaterales. Charlotte era una. Mi relación con mi hija, una más. Estamos en guerra, pensé. En la guerra ocurren estas cosas.
A la guerra atribuí, entonces, la evidente ruptura de los puentes, el bache que a partir de esos días se abrió entre mi hija y yo como una especie de mar bíblico. La escuela se suspendía con frecuencia descarada, y Eloísa, que aprendió a lidiar con la ausencia de su madre con mucho más talento que yo, comenzó a tener tiempo libre y a gozar de él de maneras en las que yo no participaba. Ella no me hacía parte de su vida (no la culpo: mi tristeza, el pozo sin fondo de mi desconsuelo, eran un rechazo de toda invitación), o, más bien, su vida se desarrollaba por cauces que yo no comprendía. Y en raros momentos de lucidez —las noches de luto y miedo pueden ser ricas en revelaciones—, yo alcanzaba a entrever que algo más concreto que el dolor por la muerte de Charlotte había entrado en el juego. Pero no acertaba a darle un nombre. Ocupado como estaba con la memoria de mi felicidad rota, con los intentos por asumir la realidad de los destrozos, procesar la información de la vida trastornada y dominar las angustias de la soledad nocturna, no acertaba a darle un nombre… Y de esto me di cuenta: en las largas noches colonenses, en las caminatas que hacía, sudoroso y maloliente, por las calles que hasta poco antes me habían visto elegante y perfumado, los nombres iban desapareciendo. Con el insomnio desaparecía poco a poco la memoria de las cosas: yo olvidaba lavarme, olvidaba limpiarme la boca, y lo recordaba (es decir, recordaba el olvido) cuando ya era demasiado tarde: el chino de la carnicería, el soldado gringo de la estación, el vendedor de caña de azúcar que instalaba sus lonas en la playa para el mercado del domingo, se llevaban una mano instintiva a la cara al recibir el aliento de mi saludo, o daban un paso atrás como empujados por la masa densa del aire que me salía de la boca podrida… Vivía fuera de mi conciencia, vivía también fuera del mundo tangible que me rodeaba: vivía mi viudez como un exiliado, pero sin llegar a saber nunca de dónde me habían echado, adónde se me prohibía regresar. En los mejores días se me ocurría una iluminación: así como había olvidado las reglas mínimas de la urbanidad, tal vez el desconsuelo mismo era olvidable.
Y así fue que la Gorgona Política acabó por invadir la casa de los Altamirano-Madinier. Así fue como la Historia, encarnada en el destino particular de un soldadito cobarde y desorientado, echó por los suelos mis pretensiones de neutralidad, mis intentos de alejamiento, mis afanes de estudiada apatía. La lección que me dieron los Grandes Acontecimientos fue clara y expedita: no escaparás, me dijeron, es imposible que escapes. Fue una verdadera demostración de fuerza, además, pues al mismo tiempo que la Gorgona trastocaba mis ilusorios planes de felicidad terrena, también trastocaba los de mi país. Ahora podría entrar en detalle sobre aquellos días de desorientación y desconsuelo, sobre la angustia pintada en la cara de Eloísa cuando me miraba de frente, sobre mi desinterés en remediar esa angustia. ¿Hablábamos de hundimientos? En esos días se dio el mío. Pero ahora, después de las dolorosas lecciones que me han enseñado tanto la Gorgona como el Ángel, ¿cómo puedo ocuparme de esas banalidades? ¿Cómo puedo hablar del dolor mío y el de mi hija, de las noches de llanto apolítico, de la soledad fuera-de-la-historia que se me echó encima, pesada como una ruana húmeda? La muerte de Charlotte —mi salvavidas, mi último recurso— a manos de la Guerra de los Mil Días fue un memorando en el cual alguien me recordaba las jerarquías que era necesario respetar. Alguien, Ángel o Gorgona, me recordaba que al lado de la República de Colombia y sus avatares mi vida minúscula era un granito de sal, un asunto frívolo y sin importancia, el relato de un idiota lleno de ruido, etcétera. Alguien me llamaba al orden, para hacerme caer en la cuenta de que en Colombia ocurrían cosas más importantes que mi frustrada felicidad.
Paradoja esencialmente colombiana: después de una campaña brillante en que llegó a recuperar casi todo el Istmo panameño, el general revolucionario Benjamín Herrera se encontró de repente firmando una paz forzada en la que su ejército y su partido salían perdiendo por cualquier parte. ¿Qué había sucedido? Pensé en las palabras que me dijo mi padre cierto día de 1885: cuando Colón quedó arrasada por el fuego y la guerra y sin embargo se salvó el Canal —ese Canal incompleto—, le dije que habíamos tenido suerte y él me contestó que no, que habíamos tenido barcos gringos. Pues bien, la Guerra de los Mil Días fue especial por varias razones (por sus cien mil muertos, por haber dejado el Tesoro de la Nación en la ruina completa, por haber humillado a la mitad de los colombianos y haber convertido a la otra mitad en humilladores voluntarios); pero fue especial también por circunstancias menos conspicuas y, nueva paradoja, más graves. No más rodeos: la Guerra de los Mil Días, que duró en realidad mil ciento veintiocho, fue especial por haberse resuelto de principio a fin en las tripas de barcos extranjeros. Los generales Foliaco y De la Rosa no negociaron en el Próspero Pinzón, sino en el Tribune inglés; los generales Foliaco y Albán no negociaron en el Cartagena, que por esos días llegaba a Colón, sino en el Marietta norteamericano. Tras la capitulación de mi Ciudad Esquizofrénica, ¿dónde se hizo el canje de prisioneros? No fue en el Almirante Padilla, sino en el Philadelphia. Y last but not least: después de las diversas propuestas de paz hechas por Benjamín Herrera y sus revolucionarios istmeños, después del rechazo radical de esas propuestas por parte del testarudo Gobierno conservador, ¿dónde se instaló la mesa de negociaciones que condujo al tratado, dónde se firmó el papelito que terminó con los mil ciento veintiocho días de carnicería despiadada? No fue en el Cauca liberal, no fue en el Boyacá conservador: fue en el Wisconsin, que no era ni lo uno ni lo otro, pero que era mucho más… Los colombianos caminábamos de la mano de los hermanos mayores, los Países Adultos. Nuestro destino se jugaba en las mesas de juego de otras casas. En aquellas partidas de póquer que resolvían los asuntos más decisivos de nuestra historia, los colombianos, Lectores del Jurado, éramos convidados de piedra.
21 de noviembre de 1902. Es bien conocida la postal que conmemora esa fecha nefasta (todos han heredado la imagen de sus padres o abuelos victoriosos o derrotados, no hay nadie en Colombia que no tenga ese memento mori a escala nacional). La mía fue impresa por Maduro e Hijos, Panamá, y mide 14 centímetros de largo por 10 de ancho. En la franja inferior y en letras rojas aparecen los nombres de los participantes. De izquierda a derecha y de conservador a liberal: General Víctor Salazar. General Alfredo Vázquez Cobo. Doctor Eusebio Morales. General Lucas Caballero. General Benjamín Herrera. Pero entonces recordamos (los que tenemos la postal) que hay entre estas figuras —de bigote los conservadores, de barba los otros— una ausencia notoria, una especie de vacío que se abre al medio de la imagen. Pues no está en ella el almirante Silas Casey, el gran artífice del tratado del Wisconsin, el encargado de hablar con los de la derecha y convencerlos de que se reunieran con los de la izquierda. No está. Y sin embargo, su presencia norteña se siente en cada esquina de la imagen amarillenta, en cada una de sus células de plata. El mantel de color oscuro y diseño vagamente barroco es propiedad de Silas Casey; sobre la mesa, como si la cosa no fuera con ellos, se acumulan los papeles desordenados del tratado que cambiará para siempre la historia de Colombia, cambiará lo que significa ser colombiano, y es Silas Casey quien los ha puesto sobre la mesa hace apenas unos minutos. Y ahora me concentro en el resto de la escena. El general Herrera aparece separado de la mesa, como un niño al que los más fuertes no dejan jugar; el general Caballero, en nombre de los revolucionarios, está firmando. Y yo digo: ¡que me traigan el cinematógrafo! Porque necesito sobrevolar la escena, entrar por la claraboya del Wisconsin y flotar sobre la mesa y el mantel barroco, y leer ese introito en el cual los firmantes consagran, con perfecta cara de palo, que allí se han reunido para «poner fin al derramamiento de sangre», para «procurar el restablecimiento de la paz en la República», y sobre todo para que la República de Colombia «pueda llevar a feliz término las negociaciones que tiene pendientes sobre el Canal de Panamá».
Cuatro palabras, Lectores del Jurado, tan sólo cuatro palabras. Negociaciones. Pendientes. Canal. Panamá. Sobre el papel, por supuesto, parecen inofensivas; pero en ellas hay una bomba recién fabricada, una carga de nitroglicerina de la cual ya no hay escapatoria posible. Durante 1902, mientras José Altamirano, un hombrecito sin importancia histórica, luchaba a brazo partido por la recuperación de su pequeña vida, mientras un padre cualquiera de una hija cualquiera se esforzaba por vadear el río de mierda en que se había convertido su viudez (y la orfandad de su hija), las negociaciones que se venían dando entre los Estados Unidos y la República de Colombia ya se habían cobrado, también ellas, la salud de dos embajadores en Washington: mi país había comenzado por ponerlas a cargo de Carlos Martínez Silva, y meses después Martínez Silva era retirado del cargo, sin haber avanzado en lo más mínimo, y moría de agotamiento físico, pálido, demacrado y canoso, tan cansado que había renunciado a hablar siquiera en sus últimos días. Su reemplazo fue José Vicente Concha, antiguo ministro de Guerra, hombre poco sutil y más bien bruto que se enfrentó a las negociaciones con voluntad de hierro y fue férreamente derrotado en pocos meses: víctima de nervios intensos, Concha sufrió una violenta crisis antes de partir de regreso a Bogotá, y las autoridades del puerto de Nueva York se vieron en la obligación de controlarlo con una camisa de fuerza mientras él gritaba a todo pulmón palabras que nadie entendía, Soberanía, Imperio, Colonialismo. Concha murió poco después, en su cama de Bogotá, enfermo y alucinando, soltando de vez en cuando imprecaciones en lenguas que desconocía (y cuyo desconocimiento había sido uno de sus principales problemas como negociador de tratados internacionales). Su esposa refería que se pasó los últimos días hablando del tratado Mallarino-Bidlack de 1846, o discutiendo artículos y condiciones con un interlocutor invisible que a veces era el presidente Roosevelt y otras un hombre anónimo que en el delirio se llamaba Jefe y cuya identidad no ha sido, ni será, establecida.
«Soberanía», gritaba el pobre Concha sin que nadie le entendiera. «Colonialismo».
El 23 de noviembre, estando todavía fresca la tinta del tratado del Wisconsin, entró en escena Tomás Herrán, encargado de la legación colombiana en Washington y quien pasará a la historia como el Último de los Negociadores. Y mientras allí, en la América caribeña, Eloísa y yo comenzábamos ya, después de ingentes esfuerzos, a abrirnos paso en los laberintos de la tristeza, en la gélida América del Norte don Tomás Herrán, un sesentón triste y retraído que hablaba con facilidad cuatro idiomas pero que era igual de indeciso en los cuatro, hacía lo propio en los laberintos del tratado. Así pasaron las Navidades en Colón: para los panameños, la firma del tratado era cuestión de vida o muerte, y durante esos últimos días de 1902, cuando todavía no se habían repuesto los cables telegráficos destrozados por la guerra, no me parecía inusual salir de casa a las seis de la mañana (había comenzado a perder el sueño) y encontrarme en el puerto con multitudes enteras que esperaban los primeros vapores y su carga de diarios norteamericanos (ya los franceses habían dejado de ser noticia). Aquélla fue una temporada especialmente seca y calurosa, y antes de oír los primeros gallos ya el calor me había sacado de la cama. El ritual siguiente se componía de una taza de café, una cucharada de quinina y una ducha helada con las cuales yo confiaba en exorcizar los demonios de la noche, la imagen recurrente de Charlotte sentada y muerta junto a un desertor fusilado, la memoria del silencio espantoso que guardó Eloísa al ver el cuerpo de su madre, la memoria de la presión de su mano sobre la mía, la memoria de su llanto y su temblor, la memoria de… Querido lector: no siempre eran exitosos mis exorcismos privados. Entonces echaba mano del remedio extremo del whisky, y no pocas veces logré que los retortijones del miedo cesaran con el primer quemón del alcohol en la boca del estómago.
En enero estalló la fiesta en las calles de Colón. Después de dudas y reticencias, después de incruentos tires y aflojes, el secretario de Estado norteamericano John Hay lanzó un ultimátum que más parecía venir de la boca feroz del presidente Roosevelt: «Si esto no se firma ya», dijo, «el Canal se hará en Nicaragua». Desde Bogotá se dio la orden presurosa. Cuarenta y ocho horas después, en medio de la noche, Tomás Herrán se cubría la cara con una capa de paño negro y desafiaba el viento cortante del invierno para llegar a casa de Hay. El tratado se firmó en los primeros quince minutos de su visita, entre dos copas de brandy. La Compañía del Canal quedaba autorizada para vender a los Estados Unidos los derechos y las concesiones relativos a las obras. Colombia garantizaba a los Estados Unidos el control completo de una zona de diez kilómetros de ancho entre Colón y Ciudad de Panamá. La cesión se daba por un lapso de cien años. A cambio, los Estados Unidos pagarían diez millones de dólares. La protección del Canal correría por cuenta de Colombia; pero si Colombia fuera incapaz de hacerla efectiva, los Estados Unidos conservaban el derecho de intervenir…
Etcétera. Etcétera. Un largo etcétera.
Tres días después, la llegada de los diarios que anunciaban la noticia fue celebrada como si los tiempos de Ferdinand de Lesseps estuvieran de vuelta en el Istmo. Vimos lámparas chinas adornando las calles, vimos orquestas tropicales salir espontáneamente a llenar el aire con el sonido metálico de sus trombones y tubas y trompetas. Eloísa, que a sus dieciséis años ya era más sabia que yo, me arrastró a la fuerza hasta la calle del Frente, donde la gente brindaba con lo que hubiera más a mano. Frente al gran arco de piedra de las oficinas del ferrocarril se bailaba y se agitaban las dos banderas de los países firmantes: sí, el aire volvía a impregnarse de patriotismo, y sí, yo volvía a tener dificultades para respirar. Y entonces, mientras caminábamos entre las oficinas y los vagones dormidos, Eloísa se dio la vuelta y me dijo:
«Al abuelo le hubiera gustado esto».
«Tú qué vas a saber», le ladré. «Si ni siquiera lo conociste».
Sí, eso le dije. Fue una respuesta cruel; Eloísa la soportó sin parpadear, quizás porque entendía mejor que yo la complejidad de lo que estaba sintiendo en ese momento, quizás porque comenzaba a resignarse tristemente a mis reacciones de viudo atormentado. La miré: se había convertido en el retrato viviente de Charlotte (sus senos pequeños, el tono de su voz); había tenido la suficiente presencia de espíritu para cortarse el pelo como un niño, intentando reducir al máximo ese parecido que me atormentaba; y sin embargo sentí, en ese momento, que se abría un vacío entre nosotros (una selva del Darién) o que entre nosotros se levantaba un obstáculo insuperable (una Sierra Nevada). Se estaba convirtiendo en otra: la mujer que ahora era estaba colonizando su territorio, apropiándose del suelo colonense de maneras que yo, un advenedizo, no podía imaginar. Por supuesto que Eloísa tenía razón: a Miguel Altamirano le hubiera gustado ser testigo de esa noche, escribir sobre ella aunque nadie le publicara el texto, dejar constancia del Gran Suceso para beneficio de las generaciones futuras. En eso estuve pensando toda la noche, en el 4th of July, mientras me tomaba media botella de whisky acompañado de un banquero de San Francisco y su amante; junto a la estatua de Colón, donde el tragafuegos haitiano seguía dando su espectáculo. Y mientras regresábamos a casa, bordeando Bahía Limón, viendo a la distancia las luces de los buques que titilaban como luciérnagas sobre la lámina negra de la noche, sentí por primera vez en el fondo de la boca el sabor amargo del resentimiento.
Eloísa caminaba aferrada con ambas manos a mi brazo, como cuando era niña; nuestros pies pisaban la misma tierra que había pisado el desertor Anatolio Calderón, y sin embargo ninguno de los dos habló de esa desgracia que todavía nos acompañaba, que nunca, nunca nos dejaría solos, que dormiría en nuestra casa como una mascota hasta el fin de los tiempos. Pero al atravesar la calle negra del pueblo fantasma que era Christophe Colomb, fue como si todos los fantasmas de mi vida salieran a mi encuentro. No lo pensé con esa palabra, pero al subir el porche ya se había instalado en mi mente la noción de la venganza. No sólo no volvería a huir del Ángel de la Historia, no sólo no buscaría el alejamiento sumiso de la Gorgona Política, sino que los haría mis esclavos: quemaría las alas del uno, cortaría la cabeza de la otra. Allí, acostado en la hamaca a la medianoche del 24 de enero, les declaré la guerra.
Y mientras esto sucede en el calor tropical, allá arriba, entre las nieblas gélidas de la pérfida Albión, Joseph Conrad está teniendo una breve pataleta.
Lo han invitado a Londres para conocer a un norteamericano (un banquero, igual que el hombre del 4th of July: la correspondencia es insignificante, pero no por ello menos digna de mención). El banquero dice ser un gran admirador de las novelas marítimas: recita de memoria el comienzo de Almayer’s Folly, y se siente íntimo amigo de Lord Jim aunque la novela le haya parecido «pesada y demasiado densa. Estimado Mr. Conrad, nadie le hubiera reprochado poner más puntos y aparte». En medio de la cena, el banquero le pregunta a Conrad «cuándo escribirá otro cuento de mar», y Conrad estalla: está harto de que lo vean como un escritor de aventuritas, un Julio Verne de los Mares del Sur. Protesta y se queja, se explica sin duda demasiado, pero al final de la discusión el banquero, que sabe oler la necesidad de dinero como los perros huelen el miedo, le ha propuesto un acuerdo: Conrad escribirá por encargo una novela de ambiente marino y alrededor de cien mil palabras; el banquero, además de pagar, gestionará su publicación en el Harper’s Magazine. Conrad acepta (la pataleta ha llegado a su fin), en gran parte porque ya tiene el tema para la novela, e incluso ha escrito algunas notas al respecto.
No son días fáciles. Desde hace meses, Conrad y Ford Madox Ford han estado escribiendo a cuatro manos una novela de aventuras, romántica y pintoresca, cuyo objetivo más claro es producir dinero (rápido, inmediato) para paliar las dificultades económicas de ambos. Pero la colaboración no ha ido bien: se ha tardado mucho más de lo previsto, y ha creado entre los amigos y sus mujeres situaciones de tensión que poco a poco han envenenado el ambiente cordial que había entre ellos. Van y vienen reclamaciones y disculpas, acusaciones y coartadas. «Lo estoy haciendo lo mejor que puedo, maldita sea», escribe Conrad. Blackwood’s, la revista que debía publicar la novela, ahora la ha rechazado; las deudas se acumulan sobre el escritorio, y representan, para Conrad, una verdadera amenaza contra su familia. Atormentado por la culpa de sus responsabilidades desatendidas, siente que su mujer es viuda y sus hijos son huérfanos, que dependen de él y nada puede darles. Su salud no facilita las cosas: los ataques de gota se suceden, y cuando no es la gota es la disentería, y cuando no es la disentería es el reumatismo. Como si eso fuera poco, la nostalgia del mar lo agobia cada vez más, y por esos días ha considerado seriamente la posibilidad de buscar un puesto de capitán y regresar a la antigua vida. «¡Qué no daría por un cúter y el río Fatshan», escribe, «o por aquella magnífica nave destartalada entre el Canal de Mozambique y Zanzíbar!». En esas condiciones, el encargo del banquero es motivo de gratitud.
La idea ha ido madurando poco a poco en su cabeza. Comenzó como un relato breve, algo del tamaño de Youth, tal vez, o Amy Foster como máximo, pero Conrad juzgó mal los elementos (o tal vez era consciente de que los relatos breves venden mal) y el concepto original fue engordando con el paso de los días y de los meses, pasando de veinticinco mil a ochenta mil palabras, pasando de un escenario a dos o tres, y todo ello antes de que la redacción hubiera comenzado propiamente. Durante esos días, el proyecto desaparece de las cartas y las conversaciones de Conrad. Para el momento de la propuesta, Conrad sabe pocas cosas, pero una de ellas es que la historia tendrá cien mil palabras, y que su protagonismo estará a cargo de un grupo de italianos. Su memoria ha regresado a la admirada figura de Dominic Cervoni, el Ulises de Córcega; su memoria regresa a 1876, año de su viaje por los puertos del Caribe, año de sus experiencias de contrabandista en Panamá, año cuyas experiencias lo condujeron al (secreto y nunca confesado) intento de suicidio. En aquellas primeras notas, Cervoni se ha transformado en un capataz de cargadores que ha acabado sus días trabajando en un puerto caribeño. Su nombre es Gianbattista, y su apellido es Nostromo. Por esos días Conrad lee las memorias marítimas de un tal Benton Williams, y encuentra en ellas la historia de un hombre que ha robado un cargamento de plata. Esa historia y la imagen de Cervoni se mezclan en su cabeza… Tal vez (piensa) no es necesario que el tal Nostromo sea un ladrón: tal vez las circunstancias lo han hecho darse de narices contra el botín, y él las ha aprovechado. Pero ¿cuáles son esas circunstancias? ¿En qué situación puede verse un hombre decente obligado a robar un cargamento de plata? Conrad no lo sabe. Cierra los ojos e intenta imaginar motivos, construir escenas, armar psicologías. Pero fracasa.
En marzo de 1902, Conrad había escrito: «Nostromo será un relato de primer nivel». Meses después su entusiasmo ha decrecido: «No hay ayuda posible, no hay esperanza; no hay más que el deber de intentarlo, de intentarlo interminablemente, sin importar el éxito». Un día, en medio de un insólito arranque de optimismo y poco después de la conversación con el banquero, toma una hoja en blanco, pone el número 1 en la esquina superior derecha, y en letras mayúsculas escribe: Nostromo. Part First. The Isabels. Pero nada más ocurre: las palabras no vienen a su encuentro. Conrad se da cuenta de inmediato de que algo anda mal. Tacha The Isabels y escribe: The Silver of the Mine. Y entonces, por razones que son inexplicables, las imágenes y los recuerdos, los naranjos que vio en Puerto Cabello y las historias de galeones que oyó en la escala de Cartagena, las aguas de Bahía Limón, su placidez de espejo y sus islas que en la realidad son las Mulatas, se atropellan en su cabeza. Es de nuevo ese momento: el libro ha comenzado. Conrad lo vive con emoción, pero sabe que la emoción no durará, que pronto será reemplazada por los visitantes más asiduos de su escritorio: la incertidumbre de la lengua, las angustias de la arquitectura, las ansiedades de la economía. Esta novela deberá tener éxito, piensa Conrad; de lo contrario, es la bancarrota lo que le espera.
He perdido la cuenta de las noches que he pasado imaginando, como un obseso, la escritura de la novela; y alguna vez, lo confieso, imaginé que el escritorio de Conrad volvía a incendiarse como se incendió durante la escritura de Romance (o tal vez era The Mirror of the Sea, quién puede recordarlo), llevándose consigo buena parte del manuscrito; pero imaginaba que esta vez era la historia de Nostromo, el buen ladrón de plata, la que perecía entre las llamas. Cierro los ojos, me figuro la escena en Pent Farm, el escritorio que perteneció al padre de Ford Madox Ford, la lámpara de aceite estallando y el papel inflamable achicharrándose en segundos, consumiendo las frases de caligrafía preciosista pero gramática titubeante. Imagino también la presencia de Jessie Conrad (que entra con una taza de té para el enfermo), o la del niño Borys, cuyo llanto insoportable entorpece la redacción, de por sí dificultosa, de la novela. Vuelvo a cerrar los ojos. Ahí está Conrad, sentado frente a la página borroneada en un escritorio que no se ha incendiado, recordando las cosas que vio en Colón, en las líneas del tren, en Ciudad de Panamá. Ahí está, transformando lo poco que sabe o recuerda acerca de Colombia, o, mejor, transformando a Colombia en un país ficticio, un país cuya historia Conrad puede inventar impunemente. Ahí está, maravillado por el curso que han tomado los acontecimientos del libro a partir de esas remotas memorias. Por esos días escribe al amigo Cunninghame-Graham (9 de mayo): «Quiero hablarte de la obra que me ocupa actualmente. Apenas si me atrevo a confesar mi osadía, pero la he ubicado en América del Sur, en una República que he llamado Costaguana. Sin embargo, el libro trata sobre todo de italianos». Conrad, astuto eliminador de sus propias huellas, no hace mención alguna de Colombia, la República convulsa y original que ha quedado disfrazada detrás de las especulaciones costaguaneras. Poco después insiste en el sufrimiento que Colombia/Costaguana le está infligiendo (8 de julio): «Este maldito Nostromo me está matando. Todos mis recuerdos de Centroamérica parecen escabullirse». Y aún más: «Sólo eché un vistazo hace 25 años. Eso no es suficiente pour bâtir un roman dessus». Si Nostromo es un edificio, al arquitecto Conrad le hace falta conseguir un nuevo proveedor de materia prima. Londres, para su buena fortuna, está lleno de costaguaneros. ¿Será preciso recurrir a esos hombres, exiliados como él, hombres —como él— cuyo lugar en el mundo es móvil o impreciso?
Conforme pasan los días y los folios redactados se acumulan sobre el escritorio, se da cuenta de que la historia de Nostromo, el marinero italiano, ha perdido el norte: sus fundaciones son débiles, su trama es banal. Llega el verano, un verano pusilánime y más bien soso, y Conrad se dedica a leer voraz, desesperadamente, en un intento por condimentar su exigua memoria. ¿Se me permite un inventario? Lee las memorias marítimas y caribeñas de Frederick Benton Williams y las memorias paraguayas y terrestres de George Frederick Masterman. Lee los libros de Cunninghame-Graham (Hernando de Soto, Vanished Arcadia), y Cunninghame-Graham le hace recomendaciones: Wild Scenes in South America, de Ramón Páez, y Down the Orinoco in a Canoe, de Santiago Pérez Triana. Sus memorias y sus lecturas se entremezclan: Conrad deja de saber qué vivió y qué ha leído. En las noches, que la depresión amenazante convierte en largos y negros océanos de insomnio, trata de establecer esta diferencia (y fracasa); en el día, lucha a brazo partido con la endemoniada lengua inglesa. Y todo el tiempo se pregunta: ¿qué es, cómo es, esta República cuya historia intenta contar? ¿Qué es Costaguana? ¿Qué carajos es Colombia?
A primeros de septiembre, Conrad recibe la visita de un viejo enemigo: la gota, esa aflicción de aristócratas que, tal como sus apellidos, le viene de familia. La culpa de aquella crisis, que para Conrad es una de las más violentas de su larga historia como víctima de la enfermedad, es del relato en que está trabajando, de las angustias y los miedos y los fantasmas provocados por la materia inmanejable a la cual se enfrenta. Conrad pasa en cama diez días enteros, destrozado por el dolor de las articulaciones, por la convicción irrefutable de que su pie derecho está en llamas y el pulgar de ese pie es el epicentro del incendio. Durante esos diez días requiere la compañía de Miss Hallowes, la abnegada mujer que funge como secretaria para que Conrad dicte las páginas que no puede escribir a mano. Miss Hallowes soporta la irascibilidad incomprensible de ese hombre pagado de sí mismo; la secretaria no lo sabe, pero lo que Conrad le dicta desde su cama, lo que le dicta con los pies al aire a pesar del frío de las noches —los pies le duelen tanto que ni siquiera soporta el peso de las cobijas—, provoca en el novelista niveles de tensión nerviosa, presiones y depresiones que hasta ese momento le eran desconocidas. «Siento que camino en la cuerda floja», escribe en esa época. «Si me tambaleo, estoy perdido». Con la llegada del otoño tiene la sensación, cada vez más intensa, de que pierde el equilibrio, de que la cuerda está a punto de reventarse.
Y entonces decide pedir ayuda.
Escribe a Cunninghame-Graham y le pregunta por Pérez Triana.
Escribe a su editor de Heinemann y le pregunta por Pérez Triana.
Poco a poco nos vamos acercando.
El Senado de los Estados Unidos tardó menos de dos meses en ratificar el tratado Herrán-Hay: hubo nuevos periódicos llegando a la bahía, nuevas y largas fiestas en las calles de Colón-Aspinwall, y durante unos instantes pareció que su ratificación por parte del Congreso colombiano, único trámite faltante, sucedería de manera casi automática. Pero bastaba con dar un paso atrás y mirar los hechos con un mínimo desapego (como los miraba yo desde la casa de Christophe Colomb: no usaré la palabra cinismo, pero tampoco me opongo a que otros la usen) para notar, en esas calles enfiestadas y jubilosas, en las traviesas del ferrocarril o en los muros de cada edificio público, las mismas fallas geológicas que habían dividido a los colombianos desde que los colombianos tenían memoria. Los conservadores apoyaban irrestrictamente el tratado; los liberales, aguafiestas como siempre, se atrevían a soltar ideas rarísimas, como que el precio era poco o el tiempo de la concesión era mucho, y a los más osados les parecía un pelín confuso, pero sólo un pelín, que en la famosa franja de los diez kilómetros rigiera la legislación norteamericana.
«Soberanía», gritaba absurdamente José Vicente Concha, ese viejo loco, desde alguna parte. «Colonialismo».
Lectores del Jurado, déjenme que les cuente un secreto: debajo de la música de papayera y de las lámparas de colores (debajo, en fin, del entusiasmo alcohólico reinante en Colón-Gomorra), las divisiones acendradas y profundas de la Guerra de los Mil Ciento Veintiocho Días seguían sacudiéndose como placas tectónicas. Pero —cosa curiosa— sólo los cínicos podíamos detectarlas: sólo quienes hubiéramos sido vacunados contra toda forma de reconciliación o camaradería, sólo quienes nos atrevíamos en silencio a profanar la Palabra Sagrada del Wisconsin, recibíamos la verdadera revelación: la guerra, en Panamá, estaba lejos de acabarse. Seguía vigente de maneras soterradas; en algún momento —pensé en plan profético— esa guerra clandestina o sumergida saldría a la superficie como una malvada ballena blanca, a tomar el aire o a buscar comida o a matar capitanes de novela, y el resultado sería invariablemente desastroso.
Pues bien, a mediados de mayo emergió la ballena. El indio Victoriano Lorenzo, que había peleado con los liberales en la guerra y llegado a formar guerrillas que desquiciaban a los gobiernistas, se había escapado de su prisión en el vapor Bogotá. Le había llegado una noticia funesta: los vencedores de todo el Istmo, y en particular los de su tierra natal, esperaban que se le juzgara por crímenes de guerra. Lorenzo decidió que no aguardaría sentado a que llegara un juicio que se sabía corrupto, y durante una semana estuvo esperando la noche más propicia. Un viernes, al caer la tarde, se desgajó sobre Panamá un aguacero asesino; Victoriano Lorenzo decidió que no habría mejor momento, y en medio de la noche nublada y las cortinas de agua (esas gotas pesadas que hacían doler la cabeza) se echó al mar, nadó hasta el puerto de Ciudad de Panamá y recibió guarida en casa del general Domingo González. Pero la vida de refugiado le duró poco: no habían pasado veinticuatro horas cuando ya las testarudas fuerzas gobiernistas estaban echando abajo la puerta de la casa.
Victoriano Lorenzo no volvió a las celdas del Bogotá, sino que fue llevado a una bóveda hermética y encadenado hasta que llegara a la ciudad el general Pedro Sicard Briceño, comandante militar de Panamá. Muestras inusuales de eficiencia de parte del general Sicard: el 13 de mayo, en horas de la noche, se decidió que el indio Victoriano Lorenzo sería juzgado en Consejo de Guerra Verbal; el 14 al mediodía se fijaron los carteles que lo notificaron al público; el 15, a las cinco de la tarde, Lorenzo moría ejecutado por treinta y seis balazos que un pelotón le disparó desde diez pasos de distancia. Muestras usuales de astucia de parte del mismo general: la defensa le fue encargada a un aprendiz de dieciséis años; no se permitió la comparecencia de testigos a favor del acusado; la sentencia se ejecutó con prisas deliberadas, para no darle al presidente tiempo de recibir los telegramas de misericordia que le enviaron las autoridades panameñas de ambos partidos. El juicio entero tenía para los liberales de Colón cierto sabor añejo (o más bien putrefacto), y el hecho de que fuera un pelotón el encargado de la sentencia no evitó que muchos recordaran el travesaño montado sobre la línea del ferrocarril y el cuerpo colgante y todavía con sombrero de Pedro Prestán.
Los diarios panameños, amordazados (como para variar) por el orden conservador, guardaron al principio comedido silencio. Pero el 23 de julio Colón entera amaneció empapelada: caminé por los barriales que teníamos por calles, bordeé los muelles de carga y sorteé los puestos de frutas del mercado, llegué incluso a visitar el hospital, y por todas partes vi lo mismo: en los postes del telégrafo, un cartel anunciaba la próxima publicación, dentro del periódico liberal El Lápiz (número 85, edición especial de ocho páginas), de un artículo consagrado al asesinato de Victoriano Lorenzo. El anuncio motivó dos respuestas inmediatas (que en cambio no aparecieron pegadas en ningún poste). El secretario de Gobierno Arístides Arjona dictó la resolución 127bis, declarando que la calificación como «asesinato» de una sentencia impartida por tribunal militar es contraria al ordinal 6.º del artículo 4.º del decreto legislativo del 26 de enero. Y mientras la resolución establecía contra el director del periódico la amonestación prevista en el ordinal 1.º del artículo 7.º del mismo decreto, y en virtud de esa amonestación suspendía la publicación del periódico hasta nueva orden, el coronel Carlos Fajardo y el general José María Restrepo Briceño, mucho más expeditivos, visitaban la imprenta de Pacífico Vega, reconocían al director del periódico y lo molían a golpes de bota, de espada y de bastón, no sin antes desparramar y pisotear los tipos, destrozar las máquinas y quemar en público las subversivas existencias de El Lápiz (número 85, edición especial de ocho páginas). Cúmplase.
Y ésa fue la gota que rebosó la copa. Conforme pasa el tiempo me parece cada vez más claro que fue en ese momento, a las nueve y quince minutos de aquella noche de julio, que el mapa de mi República empezó a resquebrajarse. Todos los terremotos tienen un epicentro, ¿no es verdad? Pues bien, éste es el que me interesa. Los periódicos liberales, indignados ya por la ejecución del indio Victoriano Lorenzo, recibieron de muy mal talante la agresión de la bota militar (y la espada, y el bastón); pero nada nos había preparado a los colonenses para las palabras que aparecieron en El Istmeño al sábado siguiente, y que llegaron a Colón en los vagones del primer tren. No voy a infligir a los tolerantes lectores el contenido entero de esa nueva carga dinamitera; baste saber que retrocedía hasta los tiempos del Reino Español, cuando el nombre de Colombia «resonaba en los oídos humanos con fama incomparable», y Panamá, que buscaba «un porvenir áureo», no vaciló en incorporarse a esa nación. El resto del texto (publicado entre una propaganda de hierbas para engordar y otra de manuales para aprender hipnotismo) era una larga declaración de arrepentimiento; y después de preguntarse como un amante resentido si Colombia había correspondido al cariño que Panamá le prodigaba, el impúdico autor —que con cada frase daba un nuevo significado a la palabra cursilería— se preguntaba si el Istmo de Panamá era feliz perteneciendo a Colombia. «¿No sería más venturoso separarse de la República y constituirse en República independiente y soberana?» Respuesta inmediata: el secretario de Gobierno Arístides Arjona dictó la resolución número 35 del año del Señor de 1903, declarando que esas preguntas expresaban «ideas subversivas contra la integridad nacional» y violaban el ordinal 1.º del artículo 4.º del decreto 84 del mismo año. Por lo cual El Istmeño se hacía acreedor a las sanciones correspondientes, y se suspendía su publicación por un lapso de seis meses. Cúmplase.
A pesar de sanciones, multas y suspensiones, ya no había nada que hacer: la idea había quedado flotando en el aire como un globo sonda. En la selva del Darién, lo juro aunque no lo haya visto, la tierra comenzó a abrirse (la geología recibiendo órdenes de la política), y Centroamérica empezó a flotar libre hacia el océano; en Colón, lo juro con pleno conocimiento de causa, fue como si una palabra nueva hubiera ingresado al léxico de los ciudadanos… Uno caminaba por entre los escándalos y los olores de la calle del Frente y podía oírla en todos los acentos del castellano, desde el cartagenero hasta el más puro bogotano, desde el cubano hasta el costarricense. ¿Separación?, se preguntaba la gente en la calle. ¿Independencia? Esas palabras, todavía abstractas, todavía en bruto, se abrieron paso también hacia el norte; semanas después llegó a Colón el vapor New Hampshire, en cuyas tripas venía una particular edición del New York World. En sus páginas interiores, un largo artículo sobre la cuestión del Canal contenía, entre otras cargas dinamiteras, la siguiente:
Ha llegado a esta ciudad información de que el Estado de Panamá, que comprende por entero la zona propuesta para el Canal, se encuentra listo para separarse de Colombia y suscribir un tratado relativo al Canal con los Estados Unidos. El Estado de Panamá se separará si el Congreso colombiano no ratifica el tratado actual.
El texto anónimo fue ampliamente leído en Bogotá, y muy pronto entró a formar parte de las peores pesadillas del Gobierno. «Lo que quieren los gringos es asustarnos», dijo uno de aquellos aguerridos congresistas. «Y no les vamos a dar ese gusto». El 17 de agosto, esas pesadillas saltaron del inconsciente a la realidad: un día de viento insoportable, un viento que hacía volar los sombreros de las cabezas de los diputados, que abría a la fuerza los paraguas más finos y despeinaba sin miramientos a las mujeres —y a alguna le hizo pasar una pequeña vergüenza—, el Congreso colombiano rechazó por unanimidad el tratado Herrán-Hay. En la votación no estuvo presente ninguno de los dos representantes del Istmo, pero esto a nadie pareció importarle demasiado. Washington temblaba de furia. «Esas despreciables criaturas de Bogotá deberían entender lo mucho que peligra su futuro», dijo el presidente Roosevelt, y días después añadió: «Quizás tengamos que darles una lección».
El 18 de agosto, Colón amaneció enlutada. Las calles desiertas parecían prepararse para unos funerales de Estado (lo cual no estaba lejos de la realidad); días después, uno de los pocos periódicos liberales que habían sobrevivido a las purgas de Arístides Arjona publicó una caricatura que todavía conservo, y que tengo aquí, delante de mí, mientras escribo. Es una escena múltiple y no demasiado clara. Al fondo se ve el capitolio colombiano; un poco más abajo, un ataúd sobre una carroza fúnebre, y sobre el ataúd la leyenda TRATADO HERRÁN-HAY. Sentado en una roca, un hombre con sombrero de campesino colombiano llora desconsoladamente, y de pie junto a él, apoyado en su bastón, el Tío Sam observa a una mujer señalar con el índice el camino de Nicaragua… Si la he descrito en detalle no es, queridos lectores, por capricho. En las semanas posteriores al 17 de agosto, esas semanas que, visto lo que presagiaban, pasaron con lentitud casi masoquista, en todo Panamá se hablaba de deceso o defunción del tratado, nunca de rechazo o desaprobación. El tratado era un viejo amigo y había muerto de repentino infarto, y en Colón los ricos pagaron misas para lamentar su partida del mundo de los vivos, y algunos pagaron más para que el cura incluyera entre sus palabras la promesa de la resurrección. Esos días —en los cuales el tratado del Canal se convirtió en nuestras cabezas en una especie de Jesucristo Salvador, capaz de hacer milagros, muerto a manos de hombres impíos y que se alzará de entre los muertos— han quedado en mi memoria asociados a la caricatura.
Podría jurar que la caricatura estaba en el bolsillo aquella mañana, a finales de octubre, en que llegué al muelle de la Compañía del Ferrocarril, después de haber pasado la noche vagabundeando por las calles de tolerancia y de haberme quedado dormido en el porche de casa (sobre las planchas de madera y no en la hamaca, para no despertar a Eloísa con el crujido que soltaban las vigas cuando alguien se acostaba). No había sido, tengo que confesarlo, una noche fácil: tras la muerte de Charlotte, los días de más dolor habían pasado ya, o parecían haber pasado, y parecía posible de nuevo que una cierta normalidad, un luto normal y compartido, se instalara entre mi hija y yo; pero al llegar a casa, después de que en Christophe Colomb se hiciera oscuro, escuché un tarareo demasiado familiar, una música que Charlotte solía cantar en sus días de más alegría (esos días en que no lamentaba haber tomado la decisión de quedarse en Panamá). Era una tonada infantil cuyas palabras no conocí nunca, porque Charlotte no las recordaba; era una tonada que siempre me pareció demasiado triste para su ostensible propósito de dormir a un niño rebelde. Y cuando mis pasos siguieron el tarareo me topé, al llegar al cuarto de Eloísa, con la imagen espantosa de mi mujer, que había regresado de entre los muertos y estaba más hermosa que nunca, y tardé un breve segundo en descubrir las facciones de Eloísa debajo del maquillaje, el cuerpo adolescente de Eloísa debajo de un largo vestido africano, el pelo de Eloísa debajo de un pañuelo africano y verde: Eloísa jugando a disfrazarse con las ropas de su madre muerta. Apenas puedo imaginar el desconcierto de mi niña cuando me vio dar dos saltos hacia ella (quizás le haya parecido que iba a abrazarla) y cruzarle la cara con una bofetada que no fue demasiado violenta, pero sí lo bastante para que uno de los extremos del pañuelo se soltara y quedara colgando sobre su hombro derecho como un mechón de pelo desordenado.
Ya comenzaba a sentirse el calor cuando me puse a esperar, con el viento salino golpeándome el pecho, a que atracara el primer vapor norteamericano. Resultó ser el Yucatán, que venía de Nueva York. Y allí estaba yo, lamentando lo sucedido con Eloísa, pensando sin querer pensar en Charlotte, respirando ese aire cálido mientras los cargadores bajaban al puerto los baúles de periódicos extranjeros, cuando bajó al muelle el médico Manuel Amador. Ojalá no lo hubiera visto, ojalá no me hubiera fijado en él, ojalá, habiéndome fijado, no hubiera sido capaz de deducir lo que deduje.
Lo que debería contar ahora es doloroso. ¿Quién puede culparme por mirar para otro lado, por intentar aplazar el sufrimiento como lo voy a hacer? Sí, ya lo sé: debería seguir el orden cronológico de los acontecimientos, pero nada me prohíbe hacer un salto hacia el futuro inmediato… Apenas una semana después de ese encuentro casual con Manuel Amador (una semana fatídica), me encontraba de camino a Londres. ¿Qué me prohíbe este juego de manos que esconde o posterga los días menos amables de mis memorias? De hecho, ¿hay algún contrato que me obligue a contarlos? ¿Acaso no tiene todo individuo el derecho a no declarar en contra de sí mismo? Después de todo, no sería la primera vez que oculte, que finja olvidar, esos hechos molestos. Ya he hablado de mi llegada a Londres y de mi encuentro con Santiago Pérez Triana. Pues bien, la historia que he contado hasta aquí es la historia que le conté a Pérez Triana en el curso de esa tarde de noviembre de 1903. La historia que conté a Pérez Triana llega hasta aquí. Aquí se detiene, aquí acaba. Nada me obligaba a contarle el resto a él, nada me sugería que hacerlo pudiera ser beneficioso para mí. La historia que Pérez Triana supo se acaba en esta línea, en esta palabra.
Santiago Pérez Triana escuchó mi historia censurada a lo largo del almuerzo, de la sobremesa y de una caminata de casi cuatro horas que nos llevó desde Regent’s Park hasta la Aguja de Cleopatra, cruzando Saint John’s Wood y saliendo a Hyde Park y dando una vuelta curiosa para ver a la gente que se arriesgaba a patinar en los bordes de la Serpentina. Ésta fue la historia; y a Pérez Triana le interesó tanto, que al final de esa tarde, insistiendo en que los exiliados eran todos hermanos, que expatriados voluntarios y desterrados forzosos formaban parte de la misma especie, me ofreció alojarme en su casa indefinidamente: podría ayudarle en tareas de secretario mientras lograba poner en marcha mi vida en Londres, aunque se cuidó muy bien de explicarme las tareas que me encomendaría. Luego me acompañó al Trenton’s, donde pagó la noche que había pasado en el hotel, y también pagó la noche que comenzaba. «Descanse bien», me dijo, «organice sus cosas, que yo tengo que organizar las mías. Desafortunadamente, ni mi casa ni mi mujer están en capacidad de recibir a un inquilino de manera tan abrupta. Tomaré las disposiciones necesarias para que alguien venga a buscar sus objetos personales. Eso será a última hora de la mañana. A usted, querido amigo, lo espero a las cinco en punto de la tarde. Para entonces habré arreglado lo que hay que arreglar. Y usted se incorporará a mi hogar como si hubiera crecido en él».
Lo que sucedió hasta las cinco de la tarde del día siguiente no tiene importancia: el mundo no existía hasta las cinco de la tarde. Llegada al hotel entre la niebla de la noche. Agotamiento emocional: once horas de sueño. Despertar pausado. Almuerzo retrasado y ligero. Salida, bus, Baker Street, parque ya a punto de ser iluminado por la luz gaseosa de las farolas. Una pareja camina, brazos entrelazados. Ha comenzado a lloviznar.
A las cinco de la tarde estaba frente al 45 de Avenue Road. Me recibió el ama de llaves; no me habló, y no logré saber si era colombiana también. Tuve que esperar una media hora antes de que mi anfitrión bajara a recibirme. Imagino lo que habrá visto entonces: un hombre poco menor que él, pero del cual lo separaban varios niveles de jerarquía —él, un célebre ejemplar de la clase dirigente colombiana; yo, un descastado—, sentado en su silla de lectura, con un sombrero redondo sobre las piernas y una copia de su libro, De Bogotá al Atlántico, en la mano. Pérez Triana me vio leer sin gafas de ningún tipo y me dijo que me envidiaba. Yo llevaba… ¿Qué llevaba ese día? Vestía como un joven: camisa de cuello bajo, botas tan lustrosas que la luz de la calle dibujaba una línea plateada sobre el cuero, nudo exagerado y pomposo en la corbata. En esa época me había dejado crecer una barba escasa y rubia todavía, más oscura en las patillas y en el mentón, casi invisible sobre las mejillas abultadas. Al ver llegar a Pérez Triana, me incorporé de un salto y devolví el libro a la pila de tres que había sobre la mesita, disculpándome por haberlo tomado. «Para eso está», dijo el hombre. «Pero será preciso cambiarlo por algo más nuevo, ¿no? ¿Ha leído usted lo último de Boylesve, lo de George Gissing?» No esperó mi respuesta: siguió hablando como si estuviera solo. «Sí, será preciso: no puedo infligirle a cada visita mis torpezas de escritor aficionado, y menos cuando esas torpezas tienen ya varios meses de perpetradas». Y así, con la suavidad con que se acompaña a un convaleciente, me tomó del brazo y me condujo a otro salón, más pequeño, del fondo de la casa. De pie junto a la biblioteca, un hombre de piel cuarteada, de bigote en punta y barba espesa y oscura, revisaba los lomos de cuero con la mano izquierda metida en el bolsillo de su chaleco a cuadros. Se dio la vuelta al sentirnos entrar, alargó la mano derecha hacia mí, y en el apretón que me dio sentí la piel callosa de una mano con experiencia, la firmeza de aquella mano que conocía por igual la elegancia de la caligrafía y ochenta y nueve tipos distintos de anudar una cuerda, y sentí que el contacto de las dos manos era como el choque de dos planetas.
«Me llamo Joseph Conrad», se presentó el hombre. «Quería hacerle unas preguntas».