VII. Mil ciento veintiocho días, o la vida breve de un tal Anatolio Calderón

Lo más triste de la muerte de mi padre, se me ocurre a veces (sigo pensando en ello con frecuencia), fue el hecho de que no lo sobreviviera nadie dispuesto a llevar un luto decente. En nuestra casa de Christophe Colomb no había ya ropas negras ni ánimos para usarlas, y entre Charlotte y yo se instauró un acuerdo tácito para hurtarle a Eloísa el contacto con aquella muerte. No creo que hubiera en ello un afán proteccionista, sino la noción de que Miguel Altamirano no había estado muy presente en nuestras vidas durante sus últimos años, y era inútil regalarle un abuelo a la niña después de que ese abuelo hubiera muerto. Así que mi padre comenzó a hundirse en el olvido tan pronto como se llevaron a cabo sus exequias, y yo no hice nada, absolutamente nada, para evitarlo.

Por disposición del obispo de Panamá, a mi padre masón le fue negada la sepultura eclesiástica. Fue enterrado en tierra non sancta, bajo una lápida de recebo, entre chinos y ateos, africanos sin bautizar y excomulgados de todas suertes. Fue enterrado, para escándalo de quienes lo supieron, junto con cierta mano amputada tiempo atrás a cierto cadáver asiático. El enterrador de Colón, un hombre que ya lo había visto todo en la vida, recibió de las autoridades judiciales el certificado de defunción y me lo extendió como un botones que da un recado en un hotel. Estaba redactado en papelería de la Compañía del Canal, lo cual tuvo un sabor anacrónico y casi burlón; pero me explicó el enterrador que la papelería ya estaba impresa y había sido pagada, y él prefería seguir usándola antes que dejar que cientos de folios perfectamente útiles se pudrieran en un desván. Así que los datos de mi padre aparecieron sobre las líneas punteadas, junto a palabras como Noms, Prénoms, Nationalité. Al lado de Profession ou emploi, alguien escribió: «Periodista». Al lado de Cause du décès, se leía «Muerte natural». Pensé en acudir a las autoridades competentes para que hicieran constar que Miguel Altamirano había muerto de desencanto, y estaba dispuesto a aceptar melancolía, pero Charlotte me convenció de que intentarlo era una pérdida de tiempo.

Cuando se cumplieron los nueve meses de luto, Charlotte y yo nos dimos cuenta de que no habíamos visitado ni una sola vez la tumba de Miguel Altamirano. El primer aniversario de su muerte nos llegó sin que nos diéramos cuenta, y lo comentamos con muecas de culpa en la cara, con manos llenas de remordimientos agitándose en el aire. El segundo aniversario pasó desapercibido para ambos, y fue necesario que nos llegaran las noticias de los juicios de París para que el recuerdo de mi padre entrara breve, momentáneamente, en el organizado bienestar de nuestra casa. Veremos cómo lo explico: por una especie de resultado cósmico de la muerte de mi padre, la casa de Christophe Colomb y sus tres habitantes se habían desprendido de la tierra panameña y se habían ubicado fuera de los territorios de la Vida Política. En París, Ferdinand de Lesseps y su hijo Charles eran despiadadamente interrogados por las jaurías hambrientas de los accionistas estafados, miles de familias que habían hipotecado casas y vendido joyas para rescatar el Canal en que habían invertido todo su dinero; pero esas noticias me llegaban desde el otro lado de una gruesa lámina de vidrio, o desde la realidad virtual de una película de cine mudo: veo los rostros de los actores, veo que los labios se mueven, pero no comprendo lo que dicen, o quizás no me interesa… El presidente francés Sadi Carnot, sacudido por el escándalo financiero de la Compañía y sus variopintas debacles económicas, se había visto obligado a formar nuevo Gobierno, y las olas de semejante acontecimiento debieron de llegar a las playas de Colón; pero la casa Altamirano-Madinier, apolítica y para algunos apática, se mantuvo al margen de esos hechos. Mis dos mujeres y yo vivíamos en una realidad paralela en la cual las mayúsculas no existían: no había Grandes Acontecimientos, no había Guerras ni Patrias ni Momentos Históricos. Nuestros sucesos más importantes, las humildes cimas de nuestra vida, eran por esa época bastante distintos. Dos ejemplos: Eloísa aprende a contar hasta veinte en tres idiomas; Charlotte, una noche, es capaz de hablar de Julien sin desmoronarse.

Mientras tanto, pasaba el tiempo (como se dice en las novelas) y la Vida Política hacía de las suyas en Bogotá. El Presidente Poeta, el Autor del Himno Glorioso, había estirado su dedo y de inmediato quedó designado un sucesor: don Miguel Antonio Caro, ilustre ejemplar de la Atenas sudamericana que con una mano hacía traducciones homéricas y con la otra, leyes draconianas. Los pasatiempos favoritos de don Miguel Antonio eran abrir clásicos griegos y cerrar periódicos liberales… y desterrar, desterrar, desterrar. «No faltan individualidades desorientadas», dijo en uno de sus primeros discursos. «Pero las vehementes peroraciones de la escuela revolucionaria no tienen eco en el país». Su propio dedo enseñó el camino del exilio forzoso a docenas de individualidades desorientadas, a cientos de revolucionarios. Pero en la casa apolítica, apática y ahistórica de Christophe Colomb no se escuchaba hablar de Caro, a pesar de que algunos de sus desterrados fueran liberales panameños, ni se lamentaba el peso insoportable de las medidas de censura, a pesar de que en el Istmo varios periódicos las padecieran. Por esos días se cumplían cien años desde el célebre día en que el célebre Robespierre dejó sentada su célebre frase: «La historia es ficción». Pero a nosotros, que vivíamos en la ficción de que no había historia, poco nos importaba ese aniversario que para otros es tan importante… Charlotte y yo nos encargábamos de completar la educación de Eloísa, que consistía básicamente en lecturas a coro (y algunas veces con disfraces) de todas las fábulas que pudiéramos conseguir, desde Rafael Pombo hasta el viejo La Fontaine. En el suelo entablado de la casa, yo era la cigarra y Eloísa era la hormiga, y entre los dos obligábamos a Charlotte a ponerse un corbatín y hacer de Renacuajo Paseador. Al mismo tiempo yo me hacía, Eloísa querida, esta promesa solemne: nunca más permitiría que la Política tuviera libre acceso a mi vida. Ante el asedio de la Política, que había destruido a mi padre y tantas veces trastocado mi país, defendería como mejor pudiera la integridad de mi nueva familia. Sobre cualquiera de los asuntos que definirían el futuro inmediato de mi país, los Arosemena o los Arango o los Menocal (o el jamaiquino del trabuco, o el gringo del ferrocarril, o el bogotano perdido de la sastrería) me preguntaban: «¿Y usted qué opina?». Y yo respondía con una frase repetida y mecánica: «No me interesa la política».

«¿Votará usted liberal?»

«No me interesa la política».

«¿Votará conservador?»

«No me interesa la política».

«¿Quién es usted, de dónde viene, a quién ama, a quién desprecia?»

«No me interesa la política».

Lectores del Jurado: qué iluso fui. ¿Pensé de verdad que lograría evitar las influencias de ese monstruo ubicuo y omnipotente? Me preguntaba cómo hacer para vivir en paz, cómo perpetuar la felicidad que me había sido regalada, sin percatarme de que en mi país éstas son preguntas políticas. La realidad me desengañaría pronto, pues por esos días se reunía, en Bogotá, un grupo de conspiradores dispuesto a capturar al presidente Caro, derrocarlo como si se tratara de un viejo monarca y dar comienzo a la revolución liberal… Pero lo hicieron con tanto entusiasmo que fueron descubiertos y detenidos por la policía antes de que tuvieran tiempo de decir esta boca es mía. Siguieron las medidas represivas del Gobierno; siguieron, como respuesta a esas medidas, los alzamientos en varias partes del país. Yo metí a Charlotte y a Eloísa en la casa de Christophe Colomb, me aprovisioné de víveres y agua fresca y clausuré todas las puertas y ventanas con tablas robadas de las casas mostrencas. Y en ésas estaba cuando me llegó la noticia de que había estallado una nueva guerra.

Me apresuro a decirlo: fue una guerra pequeñita, una especie de prototipo de guerra o de guerrita amateur. Las fuerzas del Gobierno no tardaron más de sesenta días en reducir a los revolucionarios; en nuestras ventanas entabladas rebotó el eco de la batalla de Bocas del Toro, el único encontronazo de importancia que vivió el Istmo. Los panameños tenían fresco el recuerdo de Pedro Prestán y su cuerpo desnucado y colgante; cuando nos llegó de Bocas el eco de aquellos tiros liberales que se doblaban en el aire de tan tímidos, muchos comenzamos a pensar en otros fusilamientos, en otros cuerpos ahorcados sobre los rieles del ferrocarril.

Pero nada de eso ocurrió.

Y sin embargo… en esta historia siempre hay un sin embargo, y aquí está. La guerra tocó apenas las costas istmeñas, pero las tocó; la guerra se quedó apenas unas cuantas horas entre nosotros, pero allí estuvo. Y lo más importante: aquella guerra amateur abrió los apetitos de los colombianos, fue como la zanahoria en frente del caballo, y desde ese momento supe que algo más grave nos esperaba a la vuelta de la esquina… Sintiendo en el aire los apetitos abiertos del belicismo, yo me preguntaba si el encierro en mi casa apolítica bastaría para hacerles frente, e inmediatamente me contestaba que sí, que no podía ser de otra manera. Viendo dormir a Eloísa —cuyas piernas se alargaban con desespero bajo mi escrutinio, cuyos huesos cambiaban misteriosamente de coordenadas—, y viendo el cuerpo desnudo de Charlotte cuando se metía en el traspatio, debajo de una palmera, para ducharse con aquella regadera que parecía recién traída de l’Orangerie, yo pensaba: sí, sí, sí, estamos a salvo, no hay quien nos toque, nos hemos situado fuera de la historia y somos invulnerables en nuestra casa apolítica. Pero es el momento de una confesión: al mismo tiempo que pensaba en nuestra invulnerabilidad, sentía en el estómago un desarreglo intestinal parecido al hambre. El vacío empezó a repetirse en las noches, cuando se apagaban las lámparas de la casa. Me llegaba en sueños, o al pensar en la muerte de mi padre. Tardé una semana entera en identificar la sensación y conceder, con algo de sorpresa, que tenía miedo.

¿Le hablé del miedo a Charlotte, le hablé a Eloísa? Por supuesto que no: el miedo, como los fantasmas, hace más daño cuando se le invoca. Durante años lo mantuve a mi lado como una mascota prohibida, alimentándolo a mi pesar (o era él, parásito tropical, el que se alimentaba de mí como una orquídea despiadada) pero sin reconocer su presencia. En Londres, también el capitán Joseph K. se enfrentaba a pequeños terrores personales e inéditos. «Mi tío murió el 11 de este mes», le escribió a Marguerite Poradowska, «y me parece que todo se ha muerto en mi interior, como si se hubiera llevado mi alma consigo». Los meses siguientes fueron un intento por recuperar el alma perdida: fue por esa época que Conrad conoció a Jessie George, mecanógrafa inglesa que para el escritor polaco tenía estas dos clarísimas cualidades: era inglesa y era mecanógrafa. Pocos meses más tarde, Conrad le proponía matrimonio con este argumento invencible: «Después de todo, querida mía, no me queda demasiado tiempo de vida». Sí, Conrad lo había visto, había visto el vacío que se le abría a los pies, había sentido aquella forma curiosa del hambre, y había corrido a protegerse como un perro en una tormenta. Es lo que yo habría debido hacer: correr, largarme, empacar las cosas de mi familia, tomar de la mano a sus integrantes y evacuar sin mirar atrás. Tras la escritura de El corazón de las tinieblas, Conrad se había sumido en nuevas profundidades de depresión y mala salud; pero yo no lo supe, yo no me percaté de que otros abismos se abrían a mis pies. El Viernes Santo de 1899, Conrad escribía: «Mi fortaleza se ve sacudida por la visión del monstruo. No se mueve; tiene la mirada torva; está quieto como la muerte misma, y me devorará». Si yo hubiera sido capaz de captar las ondas profético-telepáticas que enviaban esas palabras, tal vez habría intentado descifrarlas, averiguar cuál era el monstruo (pero ya me lo imagino, y también el lector) y cómo hacer para evitar que nos devorase. Pero no supe interpretar los mil presagios que llenaron el aire de esos años, no supe leer en el texto de los hechos esas advertencias, y no me llegaron las advertencias que Conrad, mi alma gemela, me enviaba telepáticamente desde tan lejos.

«El hombre es un animal malvado», le escribió por esos días a Cunninghame-Graham. «Su perversidad debe ser organizada». Y enseguida: «El crimen es una condición necesaria de la existencia organizada. La sociedad es esencialmente criminal —o no existiría». Jozef Konrad Korzeniowski, ¿por qué no llegaron hasta mí tus palabras? Querido Conrad, ¿por qué no me diste la oportunidad de protegerme de los hombres malvados y de su organizada perversidad? «Soy como un hombre que ha perdido a sus dioses», dijiste por entonces. Y no supe hacerlo, querido Joseph K.: no supe ver en tus palabras la pérdida de los míos.

El 17 de octubre de 1899, poco después de que mi hija Eloísa menstruara por primera vez, comenzaba en el departamento de Santander la guerra civil más larga y sangrienta de la historia de Colombia.

El modus operandi del Ángel de la Historia fue básicamente el mismo. El Ángel es un brillante asesino en serie: una vez ha encontrado un buen método para que los hombres se maten entre sí, no lo abandona nunca, se aferra a él con la fe y la terquedad de un San Bernardo… Para la guerra de 1899, el Ángel se dedicó, durante unos cuantos meses, a humillar a los liberales. Primero recurrió al presidente conservador, don Miguel Antonio Caro. Hasta su llegada al poder, el ejército nacional se había compuesto de unos seis mil efectivos; Caro aumentó el pie de fuerza al máximo permitido, diez mil hombres, y en cosa de dos años cuadruplicó los gastos de material de guerra. «El Gobierno tiene el deber de asegurar la paz», decía, mientras llenaba su pequeña cueva de hormiga con nueve mil quinientos cincuenta y dos machetes con vaina, cinco mil noventa carabinas Winchester 44, tres mil ochocientos cuarenta y un fusiles Gras 60, con bayoneta bien abrillantada y todo. Era un hombre ambidextro y hábil: con una mano traducía un poco de Montesquieu —por ejemplo: «El espíritu de la República es la paz y la moderación»— y con la otra firmaba decretos de reclutamiento. En las calles de Bogotá se movilizaba a los peones de hacienda o a los campesinos con hambre a cambio de dos reales al día, mientras sus mujeres se sentaban contra la pared a esperar el dinero para ir a comprar las papas del almuerzo; los curas se paseaban por la ciudad prometiéndoles a los adolescentes la bienaventuranza eterna a cambio del servicio a la patria.

Enseguida, el Ángel, ya aburrido de este presidente conservador, decidió cambiarlo por otro; para mejor afrenta a los liberales, puso en el cargo a don Manuel Antonio Sanclemente, un viejo de ochenta y cuatro años que, poco después de jurar el cargo, recibió de su médico personal la orden inapelable de irse de la capital. «Con el frío que hace aquí, esto de jugar al presidente le puede salir caro», le dijo. «Váyase a tierra caliente y déjele esta vaina a los jóvenes». Y el presidente obedeció: se mudó a Anapoima, un pueblito de clima tropical donde sus octogenarios pulmones le causaban menos problemas, donde bajaba la presión de su sangre octogenaria. Por supuesto que el país quedaba entonces sin Gobierno, pero ese detallito no iba a intimidar a los conservadores… En cuestión de días, el ministro de Gobierno inventaba en Bogotá un sello de caucho con la firma facsimilar del presidente, y distribuía copias a todos los interesados, de manera que la presencia de Sanclemente en la capital dejó de ser necesaria: cada senador firmaba sus propios proyectos de ley, cada ministro validaba los decretos que le diera la gana, pues bastaba con un golpe del sello mágico para darles vida. Y así, entre las sonoras carcajadas del Ángel, evolucionaba el nuevo Gobierno, para indignación y deshonra de los liberales. Entonces, una mañana de octubre, la paciencia se extravió en el departamento de Santander, y un general de muchas guerras disparó los primeros tiros de la revolución.

Desde el principio nos dimos cuenta de que esta guerra era distinta. En Panamá estaba vivo todavía el recuerdo de la guerra del 85, y los panameños estaban decididos esta vez a tomar su destino en sus manos. Así que Panamá, el istmo desprendido de la realidad colombiana, la Suiza caribeña, hizo parte de las hostilidades tan pronto como le permitieron la entrada. Varios pueblos del interior istmeño se alzaron en armas dos días después de los primeros tiros; antes de una semana, el indio Victoriano Lorenzo había armado un ejército de trescientos hombres y comenzado en las montañas de Coclé su propia guerra de guerrillas. Cuando llegó la noticia a Colón, yo estaba almorzando en el mismo restaurante de espejos del que había visto salir a mi padre un cuarto de siglo antes. Me acompañaban Charlotte y Eloísa, que se transformaba poco a poco en una adolescente de belleza oscura y perturbadora, y los tres escuchamos a un mesero jamaiquino decir:

«Bueno, pero ya qué importa una guerra más. El mundo se va a acabar de todos modos».

Era una convicción extendida entre los panameños que el 31 de diciembre comenzaría el Juicio Final, que el mundo no estaba diseñado para ver el siglo XX. (Cada cometa, cada estrella fugaz que se veía desde Colón, parecía confirmar esas profecías). Y durante varios meses las profecías tomaron fuerza: los últimos días del siglo fueron testigos de batallas sangrientas como las que no se veían desde los tiempos de la Independencia. Las coordenadas del país se hundieron en sangre, y esa sangre era toda liberal: en cada encontronazo bélico, la revolución era destrozada por los números superiores de los ejércitos gobiernistas. En Bucaramanga, el general Rafel Uribe Uribe, al mando de un ejército mixto de campesinos hartos y universitarios rebeldes, era recibido con tiros desde la torre de la iglesia de San Laureano. «¡Viva la Inmaculada Concepción!», gritaban los francotiradores después de cada joven muerto liberal. En Pasto, el padre Ezequiel Moreno azuzaba a los soldados conservadores: «¡Imitad a los Macabeos! ¡Defended los derechos de Jesucristo! ¡Matad sin piedad a la fiera masónica!». El Muddy Magdalene también prestó sus escenarios: frente al puerto de Gamarra, los buques liberales se hundieron bajo el fuego del Gobierno, y cuatrocientos noventa y nueve soldados de la revolución murieron de quemaduras entre la madera de los cascos incendiados, y los que no murieron quemados se ahogaron en el río, y los que llegaron a la orilla antes de ahogarse fueron fusilados sin fórmula de juicio y sus cuerpos dejados para que se pudrieran junto a los bagres de la mañana. Y reunidos en las oficinas del telégrafo, los colonenses esperábamos el telegrama definitivo: PROFECÍAS ACERTADAS STOP COMETAS Y ECLIPSES TENÍAN RAZÓN STOP EL MUNDO ENTERO APROXÍMASE A SU FIN. En la República de Colombia, el nuevo siglo fue recibido sin celebraciones de ninguna especie. Pero el telegrama nunca llegó.

Otros llegaron, sin embargo. (Ya se darán cuenta ustedes, mis lectores: buena parte de la guerra del 99 se hizo en clave Morse). DESASTRE REVOLUCIONARIO EN TUNJA. DESASTRE REVOLUCIONARIO EN CÚCUTA. DESASTRE REVOLUCIONARIO EN TUMACO… En medio de este desastroso paisaje telegráfico, nadie creyó la noticia de la victoria liberal en Peralonso. Nadie creyó que un ejército liberal de tres mil hombres mal armados —mil fusiles Remington, quinientos machetes y un cuerpo de artillería que había fabricado sus cañones con tubos de acueducto— pudiera enfrentarse en pie de igualdad con doce mil soldados gobiernistas que se dieron el lujo de estrenar uniformes para el día en que la revolución fuera derrotada. DESBANDADA GOBIERNISTA EN PERALONSO STOP URIBE DURÁN HERRERA MARCHAN TRIUNFALES HACIA PAMPLONA, decía el telegrama, y nadie creyó que pudiera ser cierto. El general Benjamín Herrera recibió un balazo en el muslo y ganó la batalla desde una camilla de lona: era cuatro años mayor que yo, pero ya podía llamársele héroe de guerra. Eso fue en Navidades; y el 1 de enero, Colón despertó sorprendida para darse cuenta de que el mundo seguía en su sitio. La Maldición Francesa se había extinguido. Y yo, Eloísa querida, sentía que mi casa apolítica era una fortaleza invencible.

Y lo sentía con toda convicción. La simple fuerza de mi voluntad, pensaba, había logrado mantener alejado y al margen al Ángel de la Historia. La guerra, en este país de palabreros, era para mí algo que ocurría en los telegramas, en las cartas que se cruzaban los generales, en las capitulaciones que se firmaban de un extremo al otro de la República. Después de Peralonso, el general revolucionario Vargas Santos era proclamado «Presidente Provisional de la República». Puras palabras (y demasiado optimistas). Desde la ciudad panameña de David, el general revolucionario Belisario Porras protestaba ante el Gobierno conservador por los «actos de bandolerismo» de los soldados gobiernistas. Puras palabras. La comandancia liberal se quejaba por las «flagelaciones» y «torturas» impartidas a prisioneros capturados «en sus casas» y no «con las armas en la mano».

Puras palabras, puras palabras, puras palabras.

Concedo, sin embargo, que las palabras hacían su ruido cada vez desde más cerca. (Las palabras acosan, pueden herir, son peligrosas; las palabras, a pesar de tratarse de las palabras vacías que suelen pronunciar los colombianos, pueden de vez en cuando estallarnos en la boca, y no hay que menospreciarlas). La guerra ya había desembarcado en Panamá, y a Colón nos llegaba el ruido de los disparos cercanos y también su noticia, la agitación de las cárceles atiborradas de presos políticos y los rumores de maltratos, el olor de los muertos que empezaban a quedar desperdigados por el Istmo, desde Chiriquí hasta Aguadulce. Pero en mi Ciudad Esquizofrénica, el barrio de Christophe Colomb permanecía firmemente instalado en un mundo paralelo. Christophe Colomb era un pueblo fantasma, y era, para más señas, un pueblo francés. Un pueblo francés que ya no existía: ¿para qué podía servirle a la guerra civil colombiana un lugar semejante? Mientras no saliéramos de allí —recuerdo haber pensado—, mis dos mujeres y yo estaríamos a salvo… Pero tal vez (ya lo he sugerido con otras palabras, pero encontrar la fórmula exacta es la tarea del escritor) mi entusiasmo fue prematuro. Pues al mismo tiempo, a lo lejos, el infausto departamento de Santander, cuna de la guerra, quedaba anegado en sangre, y con esa batalla, misteriosamente, se ponían en marcha los hipócritas y traperos mecanismos de la política. En otras palabras: se ponía en marcha una conspiración por la cual la Gorgona y el Ángel de la Historia se disponían a invadir, al alimón y sin miramientos de ninguna suerte, la casa paradisiaca de los Altamirano-Madinier.

Ocurrió en un lugar llamado Palonegro. Mal repuesto de su muslo abaleado, el general Herrera había avanzado hacia el norte como parte de la vanguardia revolucionaria. En Bucaramanga aprovechó para lanzar una nueva cosecha de palabras: «La injusticia es una semilla imperecedera de rebelión», y cosas así. Pero no hubo retórica que valiera el 11 de mayo, cuando ocho mil revolucionarios se encontraron con veinte mil gobiernistas, y lo que siguió… ¿Cómo explicar lo que siguió? No, no me sirven los números (esos comodines tan caros a periodistas como mi padre), ni me sirven las estadísticas, que tan bien viajan por el telégrafo. Puedo decir que el combate duró catorce días; puedo hablar de los siete mil muertos. Pero los números no se descomponen, ni las estadísticas son caldo de plagas. Durante catorce días el aire de Palonegro se llenó del hedor fétido de los ojos putrefactos, y los buitres tuvieron tiempo de abrir a picotazos el paño de los uniformes, y el campo se cubrió de cuerpos pálidos y desnudos, con el vientre roto y las entrañas derramadas manchando el verde de los prados. Durante catorce días el olor de la muerte penetró las narices de hombres que eran demasiado jóvenes para conocerlo, para saber por qué les quemaba las mucosas o por qué no desaparecía aunque uno se frotara el bigote con pólvora. Los revolucionarios heridos huyeron por la trocha de Torcoroma, y fueron desplomándose como mojones en medio de la huida, de manera que uno hubiera podido seguir su destino sólo fijándose en el vuelo de las aves carroñeras.

El destino de los generales escapados fue el exilio inmediato: Vargas Santos y Uribe Uribe salieron por Riohacha hacia Caracas; el general Herrera huyó rumbo a Ecuador, logrando escapar de las tropas gobiernistas, pero no de las voluntariosas, testarudas palabras. En el mensaje que lo persiguió hasta darle alcance, Vargas Santos le encargaba la dirección de la guerra en los departamentos de Cauca y Panamá.

Desde Panamá era posible ganar la guerra.

En Panamá comenzaría la liberación de la patria.

El general Herrera aceptó, como era de esperar. En cuestión de semanas había organizado un ejército expedicionario —trescientos liberales que habían sido derrotados en las batallas del sur y del Pacífico y que ansiaban la oportunidad de vengarse y de vengar a sus muertos—, pero le faltaba una nave para llegar al Istmo. En ese momento el deus ex machina (que tan a gusto se siente en el teatro de la historia) le hizo llegar la buena noticia: en el puerto de Guayaquil fondeaba, indolente, el buque Iris, lleno de ganado y destinado a El Salvador. Herrera revisó el buque y se encontró con que su característica técnica más importante era ésta: su dueño, la firma Benjamín Bloom & Cía., lo había puesto a la venta. Sin demora, el general empeñó su palabra, firmó promesas de compraventa, brindó por el negocio bebiendo una taza de agua de panela con limón mientras el capitán salvadoreño y su segundo de a bordo levantaban recurrentes copas de aguardiente de caña. A principios de octubre, lleno por partes iguales de jóvenes soldados revolucionarios y de vacas cuyos cuatro estómagos parecían ponerse de acuerdo para sufrir diarreas simultáneas, el Iris zarpó de Guayaquil.

Uno de los soldados nos interesa en particular: el cinematógrafo se acerca, sortea trabajosamente los lomos de una o dos vacas, pasa por debajo de una ubre pecosa y blanda y esquiva el latigazo de un rabo traicionero, y su imagen gris nos enseña la cara inmaculada y temerosa (y escondida entre las boñigas) de un tal Anatolio Calderón.

Anatolio cumpliría diecinueve años entre las vacas del Iris, mientras el buque pasaba frente a la costa de Tumaco, pero por timidez no dejaría que nadie se enterara. Había nacido en una hacienda de Zipaquirá, hijo de una sirvienta india que murió en el parto y del señor de la propiedad, don Felipe de Roux, burgués rebelde y socialista diletante. Don Felipe había vendido los latifundios de la familia y se había embarcado rumbo a París antes de que su bastardo llegara a la pubertad, pero no sin dejarle dinero suficiente para estudiar lo que quisiera en cualquiera de las universidades del país. Anatolio se inscribió en la Universidad del Externado para estudiar Jurisprudencia, aunque en el fondo hubiera querido hacer literatura en la Universidad del Rosario y seguir los pasos de Julio Flórez, el Divino Poeta. Cuando el general Herrera pasó por Bogotá, después de la batalla de Peralonso, y fue recibido como héroe de las juventudes liberales, Anatolio estaba entre los que se asomaron, llenos de fulgor patriótico y todas esas cosas, a las ventanas del Externado. Saludó al general, y el general lo escogió entre todos los estudiantes para devolverle el saludo (o al menos eso le pareció a él). Cuando el desfile hubo terminado, Anatolio bajó a la calle y encontró, entre los adoquines, la herradura suelta de un caballo liberal. El hallazgo le pareció un portento de buena suerte. Anatolio limpió la herradura de tierra y mierda seca y se la echó al bolsillo.

Pero la guerra no siempre es tan ordenada como parece cuando se la narra, y el joven Anatolio no se unió en ese momento a los ejércitos revolucionarios del general Herrera. Siguió con sus estudios, decidido a cambiar el país por medio de las mismas leyes que los Gobiernos conservadores habían pisoteado. Pero el 31 de julio de 1900, unos de esos mismos conservadores visitaba el retiro tropical del cuasi-nonagenario don Manuel Sanclemente, y en palabras menos decentes que las mías le decía que un viejo inútil no debería llevar las riendas de la nación, y que allí mismo lo declaraba relevado del solio de Bolívar. El golpe de Estado se consumó en cuestión de horas; y antes de que acabara la semana, seis estudiantes de Jurisprudencia habían dejado la universidad, armado sus corotos y partido en busca del primer batallón liberal que estuviera dispuesto a enrolarlos. De los seis estudiantes, tres murieron en la batalla de Popayán, uno fue hecho prisionero y trasladado de vuelta al Panóptico de Bogotá y dos escaparon hacia el sur, rodearon el volcán Galeras para evitar a las tropas conservadoras y llegaron a Ecuador. Uno de ellos era Anatolio. Después de tantos meses de errar por los campos de la guerra, Anatolio llevaba, por todo equipaje, una herradura pulida, una cantimplora de cuero y un libro de Julio Flórez cuyas tapas marrones se habían impregnado de sudor de manos. El día en que el primer jefe del batallón Cauca, el coronel Clodomiro Arias, le notificó que el batallón quedaría incorporado al ejército del general Benjamín Herrera, Anatolio estaba leyendo y repasando los versos de Todo nos llega tarde.

Y la gloria, esa ninfa de la suerte,

sólo en las sepulturas danza.

Todo nos llega tarde… ¡hasta la muerte!

De repente, empezó a sentir comezón en los ojos. Leyó los versos, se dio cuenta de que tenía ganas de llorar, y se preguntó si habría sucedido lo terrible, si la guerra lo habría convertido en un cobarde. Días después, escondido entre las vacas del Iris por miedo de que alguien —el sargento mayor Latorre, por ejemplo— lo mirara a los ojos y notara que la cobardía se había instalado en ellos, Anatolio pensó en su madre, maldijo el momento en que se le ocurrió incorporarse al ejército revolucionario y sintió unas ganas violentas de irse a casa y comer algo caliente. Y en cambio aquí estaba, oliendo los vapores de la boñiga de vaca, respirando la humedad salina del Pacífico, pero sobre todo muerto de miedo por lo que lo esperaba en Panamá.

El Iris llegó a El Salvador el 20 de octubre. El general Herrera se reunió en Acajutla con los dueños del barco y firmó una compraventa que era más una fianza: si ganaba la revolución, el Gobierno liberal pagaría a los señores de Bloom & Cía. la suma de dieciséis mil libras esterlinas; si perdía, el buque haría parte de las «contingencias de la guerra». Allí, en el puerto salvadoreño, el general Herrera hizo desembarcar en estricto orden —ganado, soldados y tripulantes— y llevó a cabo la ceremonia del bautizo encaramado a un cajón de madera para que todo el mundo pudiera oírlo. El Iris se llamaría Almirante Padilla. Anatolio tomó nota del cambio, pero también notó que seguía teniendo miedo. Pensó en aquel José Prudencio Padilla, mártir guajiro de la independencia colombiana, y se dijo que él no quería ser mártir de absolutamente nada, que no le interesaba morir para ser honrado por decreto, y mucho menos para que algún militar medio loco bautizara un barco con su nombre. En diciembre, después de pasar por Tumaco para recoger un contingente de mil quinientos soldados, ciento quince cajas de municiones y novecientos noventa y siete proyectiles para el cañón de proa, el Almirante Padilla tocó tierras de Panamá. Era Nochebuena y hacía un calor seco y agradable. Los soldados ni siquiera habían desembarcado cuando les llegó la noticia: en todo el Istmo, las fuerzas liberales habían sido destrozadas. Mientras en cubierta se rezaba la novena, Anatolio seguía escondido en las entrañas del buque, y lloraba de miedo.

Con la llegada al Istmo de las tropas de Herrera, la guerra empezó a tener otro cariz. Bajo las órdenes del coronel Clodomiro Arias, Anatolio hizo parte de la toma de Tonosí, desembarcó en Antón y liberó las fuerzas del indio Victoriano Lorenzo del sitio de La Negrita, pero en ninguno de esos lugares dejó de considerar la deserción. Anatolio participó en la batalla de Aguadulce: una noche de luna llena, mientras las fuerzas revolucionarias del general Belisario Porras tomaban el cerro del Vigía y avanzaban hacia Pocrí, las del indio Victoriano Lorenzo destrozaban los batallones gobiernistas que guardaban la ciudad, el Sánchez y el Farías. Al mediodía siguiente, ya el enemigo empezaba a enviar emisarios, a pedir tregua para enterrar a sus muertos, a negociar capitulaciones más o menos honrosas. Anatolio hizo parte de esa fecha histórica en la que la balanza pareció inclinarse del lado revolucionario, en la que por unas horas los revolucionarios creyeron en esa quimera: el triunfo definitivo. El batallón Cauca enterró a ochenta y nueve de los suyos, y Anatolio se ocupó personalmente de varios cuerpos; pero lo que recordaría para siempre no estaba de su lado, sino del lado gobiernista: el olor de carne asada que invadió el aire cuando el médico del batallón Farías comenzó a incinerar, uno por uno, los ciento sesenta y siete cuerpos conservadores a los que prefirió no dar sepultura.

El olor lo acompañó durante toda la travesía hacia Ciudad de Panamá, siguiente objetivo del ejército de Herrera. Pronto le pareció que hasta las páginas del libro de Julio Flórez estaban impregnadas del hedor de los conservadores hechos cenizas, y si leía un verso como ¿Por qué llenas el aire que respiro?, el aire se llenaba en el acto de nervios, de músculos, de grasa calcinada. Pero el batallón seguía avanzando, indiferente; nadie intuía el infierno que agobiaba a Anatolio, nadie lo miraba a los ojos y descubría la marca del cobarde en ellos. Estando a menos de cincuenta kilómetros de Ciudad de Panamá, el coronel Clodomiro Arias dividió a su batallón: unos siguieron con él hacia la capital, pensando en acampar a una distancia prudente y esperar la llegada de los refuerzos que el Almirante Padilla depositaría al oriente de Chame; los otros, Anatolio incluido, seguirían hacia el norte bajo las órdenes del sargento Latorre. Su misión era llegar al ferrocarril a la altura de Las Cascadas y guardar la línea contra todo intento de entorpecer la libre circulación de los trenes. El general Herrera quería mandar un mensaje claro a los marines que aguardaban en los vapores norteamericanos —el Iowa frente a Panamá, el Marietta frente a Colón— como una presencia fantasmal: no era necesario que desembarcaran, porque el ejército liberal se aseguraría de que ni el ferrocarril ni las obras del Canal corrieran peligro. Anatolio, parte de esa estrategia de apaciguamiento, levantó su tienda de campaña en el lugar escogido por el sargento Latorre. Esa noche, se despertó con tres estallidos. El centinela había confundido los movimientos frenéticos de un gato salvaje con el contraataque de los gobiernistas, y había dado tres tiros al aire. Era una falsa alarma; pero Anatolio, sentado sobre sus únicas mantas, sintió un calor nuevo entre los muslos, y se dio cuenta de que se había orinado. Para cuando el campamento se calmó y sus compañeros de tienda volvieron a dormirse, Anatolio ya había envuelto con una camisa sucia la herradura y el libro de Julio Flórez, y empezaba a hacer —amparado por las sombras— lo que debería haber hecho mucho tiempo atrás. Antes de que los pájaros empezaran a despertar en las copas de los árboles densos, ya Anatolio se había convertido en desertor.

Por esos días, el general Herrera recibió la primera noticia de los fusilamientos. Arístides Fernández, ministro de Guerra, había ordenado las ejecuciones de Tomás Lawson, Juan Vidal, Benjamín Mañozca y otros catorce generales de la revolución. No era todo: en el Almirante Padilla y en el campamento de Aguadulce, el Estado Mayor del ejército liberal recibía la circular impresa que el ministro había enviado a todos los jefes militares del Gobierno, a todos los alcaldes y gobernadores del conservatismo, ordenándoles el paredón sin fórmula de juicio para los revolucionarios capturados en armas. Pero Anatolio nunca llegó a enterarse: ya se había internado en la selva, ya había descendido él solo la Cordillera Central, haciendo fuegos que duraban poco para espantar a las culebras y también a los zancudos, comiendo micos que cazaba con su fusil de dotación o amenazando a los indios de La Chorrera para conseguir yuca cocida o leche de coco.

La guerra, muy a pesar de sus desertores, continuaba su curso. En Ciudad de Panamá todo el mundo hablaba de la carta que el general Herrera le había escrito al gobernador de la provincia, quejándose de nuevo por el «tratamiento infligido a los prisioneros liberales» que «tanto los ha torturado en la carne como vejado en la dignidad y en el espíritu»; pero Anatolio no se enteró de la carta, ni del desdén con que el gobernador de la provincia la reenvió a Arístides Fernández, ni de la respuesta del ministro de Guerra, que consistió en siete fusilamientos selectivos en la misma plaza donde se había alzado la Compañía del Canal, y donde se alzaba todavía, convertido en cuartel gobiernista y calabozo improvisado, el Grand Hotel. Como un expedicionario (como un Stanley penetrando el Congo), Anatolio había descubierto el lago Gatún. Comenzó a bordearlo con la vaga noción de que haciéndolo llegaría al Atlántico, pero se dio cuenta enseguida de que estaba obligado a utilizar el tren si quería llegar antes de que acabara el mes. Se le había metido en la cabeza —en su cabeza oscurecida por los fantasmas de la cobardía— que desde Colón, esa Gomorra caribeña, podría encontrar un buque dispuesto a sacarlo del país, un capitán dispuesto a mirar para otro lado mientras él desembarcaba en Kingston o en Martinica, en La Habana o en Puerto Cabello, y lograba por fin empezar una nueva vida lejos de la guerra, ese lugar donde hombres comunes y corrientes —buenos hijos, buenos padres, buenos amigos— llegan a orinarse en los pantalones. El puerto de Colón, pensó, era el lugar donde nadie se fijaba en nadie, donde con algo de suerte pasaría desapercibido. Llegar sin ser descubierto: encontrar un vapor o un velero, sin importar la carga o la bandera: nada más importaba.

Colón estaba a punto de cumplir un año en manos de los gobiernistas. Tras las derrotas de San Pablo y Buena Vista, los batallones liberales del general De la Rosa habían quedado gravemente diezmados, y la ciudad desprotegida. Cuando apareció en las aguas de la bahía el cañonero Próspero Pinzón, cargado de tropas enemigas, De la Rosa supo que había perdido la ciudad. El general Ignacio Foliaco, al mando del cañonero, amenazó con bombardear la ciudad y también el caserío francés de Christophe Colomb, que le quedaba todavía más al alcance. De la Rosa rechazó la amenaza. «De mi lado no saldrá un tiro», le mandó decir. «Usted verá con qué cara entra a la ciudad después de aplastarla a cañonazos». Pero antes de que Foliaco pudiera cumplir su palabra, De la Rosa recibió la visita de cuatro capitanes —dos norteamericanos, uno inglés y uno francés— que se habían arrogado el papel de mediadores para evitar posibles daños a las instalaciones del ferrocarril. Los capitanes traían una propuesta de diálogo; De la Rosa aceptó. El crucero inglés Tribune sirvió de lugar de encuentro y mesa de negociación para Foliaco y De la Rosa; cinco días después, De la Rosa se reunía en el buque Marietta con el general Albán, aquel jefe de las fuerzas gobiernistas en el Istmo a quien no por nada llamaban «el loco». En presencia del capitán de la nave, Francis Delano, y de Thomas Perry, comandante del crucero Iowa, el general De la Rosa firmó el acta de capitulación. Antes de que cayera la tarde, las tropas del Próspero Pinzón habían desembarcado en Puerto Cristóbal, ocupado la alcaldía y distribuido proclamas gobiernistas. A esta ciudad ocupada se dirigía, once meses después, Anatolio Calderón.

Anatolio llegó al ferrocarril poco antes de la medianoche. Entre La Chorrera y el primer puente sobre las aguas del Gatún había encontrado un caserío de diez o doce chozas cuyo techo de paja casi tocaba el césped, y con el fusil armado y apuntando a la cara de una mujer, logró que el marido (era de suponer que fuese el marido) le entregara una camisa de algodón que parecía ser su única pertenencia, y se la puso en lugar de la chamarra negra de nueve botones que era su uniforme de soldado. Así vestido, esperó al tren de la mañana antes del puente, escondido detrás del cadáver de una draga abandonada; cuando vio pasar la locomotora empezó a correr, se montó de un salto al último vagón de carga y lo primero que hizo fue tirar al agua el sombrero de fieltro para no delatarse. Acostado boca arriba sobre trescientos racimos de banano, Anatolio veía pasar el cielo del Istmo sobre su cabeza, las ramas invasoras de los guácimos, los cocobolos atiborrados de pájaros de colores; y el viento cálido de un día sin lluvia le desordenaba el pelo lacio y se le metía debajo de la camisa, y el traqueteo amistoso del tren lo mecía y no lo amenazaba; y durante esas tres horas de trayecto se sintió tan tranquilo, tan impredeciblemente relajado, que se quedó dormido y olvidó por un instante los aguijonazos del miedo. Lo despertó el crujido de los vagones cuando el tren cambió de marcha. Estaban parando, pensó, estaban llegando a alguna parte. Se asomó al borde del vagón, y la imagen luminosa de la bahía, el brillo del sol de la tarde sobre el agua del Caribe, le hizo doler los ojos, pero también le hizo sentirse brevemente feliz. Anatolio agarró su atado, se apoyó con dificultad en los bananos espichados y saltó. Al caer, su cuerpo llevado por la inercia rodó sobre sí mismo, y Anatolio se hizo daño con la herradura, se rasgó la camisa con guijarros invisibles y se clavó una espina en el dedo pulgar de la mano izquierda, pero nada de eso le importó, porque había llegado por fin a su destino. Ahora sólo era cuestión de encontrar dónde pasar la noche, y por la mañana, como pasajero legítimo o franco polizón, habría comenzado una nueva vida.

Estaba en las faldas de Mount Hope. Aunque tal vez no lo supiera, se encontraba en ese momento muy cerca de las cuatro mil tumbas donde yacían los obreros del ferrocarril que habían muerto en los primeros meses de construcción, hacía ya casi medio siglo. Anatolio pensó en esperar a que se hiciera oscuro para acercarse a la ciudad, pero los mosquitos de las seis de la tarde lo obligaron a anticiparse. Con el crepúsculo ya había comenzado a avanzar hacia el norte, entre los restos del Canal francés, a su derecha, y Bahía Limón, a su izquierda. Eran verdaderos terrenos baldíos, y Anatolio se sintió seguro de que no sería visto mientras siguiera por allí, porque en esos barriales —la lluvia había desprendido la tierra de la antigua trinchera— ningún soldado gobiernista se aventuraría a menos que recibiera una orden directa. Después de la distancia recorrida, el cuero de las botas empezaba a oler, y los pantanos no mejoraban el asunto. Anatolio empezaba a precisar con urgencia un lugar seco donde poder quitárselas y limpiarlas por dentro con una bayeta, porque ya sentía entre los dedos de los pies la piel carcomida por los hongos. La camisa le olía a banana y a musgo, al sudor del antiguo dueño y a la tierra mojada por donde se había revolcado. Y los pantalones a cuadros grises y negros, esos pantalones que le habían granjeado las burlas de sus compañeros, comenzaban a soltar un hedor insoportable a berrinche, como si hubiera sido un gato furioso y no un pobre estudiante el que se hubiera orinado en ellos. Anatolio se había distraído con la fiesta impertinente de sus propios olores cuando se vio, de repente, rodeado de casas apagadas.

Su primer instinto fue llegar de un salto al porche más cercano y ocultarse debajo de los pilotes, pero enseguida se dio cuenta de que el lugar —parecía un barrio de Colón, pero no lo era: Colón quedaba más al norte— estaba abandonado. Su cuerpo se irguió de nuevo. Anatolio comenzó a caminar sin cuidado por la única calle enlodada, escogió una casa cualquiera y entró a oscuras. Tanteando las paredes, la recorrió: pero no encontró comida, no encontró agua fresca, no encontró mantas ni ropa de ningún tipo, y en cambio escuchó sobre el entablado del suelo los movimientos de algo que podía ser una rata, y su cabeza se llenó de otras imágenes posibles, serpientes o escorpiones que lo asaltarían mientras echaba una siesta. Entonces, al volver a salir, vio un resplandor en una ventana, a unas diez casas de allí. Levantó la cara: sí, ahí estaban los postes y los cables: el resplandor había sido el de la luz eléctrica, que increíblemente funcionaba todavía. Anatolio sintió aprensión, pero también alivio. Una casa, por lo menos, estaba habitada. Su mano se cerró sobre el fusil. Subió el porche (vio una hamaca que colgaba), encontró la puerta abierta y apartó el mosquitero. Vio los muebles lujosos, un estante con libros y diarios sueltos y un armario con puertas de cristal y lleno de copas limpias, y entonces oyó dos voces de mujer, dos voces que hablaban entre ruidos de loza fina. Siguió las voces hasta la cocina y descubrió que se había equivocado: no eran dos mujeres, era una sola (blanca, pero vestida con ropas de negra) que estaba cantando en una lengua incomprensible. Al verlo entrar, la mujer soltó la olla del guiso, que se estrelló contra el piso soltando un escupitajo de papas, vegetales y viudo deshecho que salpicó a Anatolio. Pero al principio no se movió: se quedó quieta, con los ojos negros fijos en él y sin decir una palabra. Anatolio le explicó que no le quería hacer daño, pero que iba a pasar la noche en su casa y necesitaba ropa, comida y todo el dinero que tuviera. Ella asintió, como si entendiera perfectamente aquellas necesidades, y pareció que todo iba a salir bien hasta que Anatolio le quitó la mirada durante un segundo, y cuando volvió a mirarla la vio arremangarse la túnica con ambas manos, en un movimiento que dejó al aire las pantorrillas pálidas, y lanzarse a correr hacia la puerta. Anatolio alcanzó a sentir lástima, una lástima fugaz, pero pensó que de todas formas era el paredón lo que le esperaba si llegaban a capturarlo. Levantó el fusil y disparó, y la bala atravesó a la mujer a la altura del hígado y fue a alojarse en la vitrina del salón.

Anatolio no conocía el lugar en el que se encontraba, y no podía saber que las casas abandonadas (todas menos una) de Christophe Colomb quedaban a menos de cien pasos del puerto, que en la bahía fondeaban más de cinco embarcaciones militares de cuatro nacionalidades distintas, entre ellas el Próspero Pinzón, y que en el embarcadero —como es apenas lógico— patrullaba una treintena de centinelas gobiernistas de los batallones Mompox y Granaderos. No hubo uno solo de ellos que no escuchara el disparo. Siguiendo las órdenes del sargento mayor Gilberto Durán Salazar, se dividieron en dos grupos para entrar en Christophe Colomb y cercar al enemigo, y no tardaron demasiado en encontrar la única luz de la única calle y seguirla como un escuadrón de polillas. No habían terminado de rodear la casa cuando se abrió una ventana y vieron asomarse a una silueta armada. Entonces algunos barrieron a balazos la pared lateral de la casa, y otros entraron derribando el mosquitero y también abriendo fuego indiscriminado, y acabaron hiriendo al enemigo en ambas piernas, pero recuperándolo con vida. Lo arrastraron al medio de la calle, allí donde años antes se habían quemado en una hoguera las pertenencias de un ingeniero muerto de fiebre amarilla, lo sentaron en una silla sacada de la misma casa, sobre el cojín de terciopelo, y le ataron las manos por detrás del espaldar de mimbre. Se formó un pelotón, el sargento mayor dio la orden y el pelotón disparó. Entonces uno de los soldados descubrió en la casa el otro cuerpo, el de la mujer, y lo sacó a la calle para dejarlo allí, para que se supiera la suerte que corrían quienes daban albergue a los liberales, ya no digamos a los cobardes. Y así, recostada como un monigote contra la silla, con la ropa sucia de la sangre del desertor fusilado, la encontramos Eloísa y yo, que habíamos pasado la tarde en Colón viendo el acto de un tragafuegos haitiano, un negro de ojos desorbitados que se decía invulnerable a las quemaduras por la gracia de las ánimas.