VI. En el vientre del elefante

Mi país se hundiría metafóricamente, por supuesto, así como metafórico sería el hundimiento de la Compañía del Canal (del cual me ocuparé más tarde). Pero hubo en esa época otros hundimientos mucho más literales, cuyas calidades, por supuesto, dependieron mucho del objeto hundido. Del otro lado del Atlántico, por ejemplo, se hundía el velero Annie Frost, lo cual no hubiera tenido nada de particular si tú, querido Korzeniowski, no hubieras inventado descaradamente que habías hecho parte del naufragio. Sí, ya lo sé: necesitabas dinero, y el tío Tadeusz era el banco más próximo y el que menos garantías solicitaba; así que le escribiste un telegrama urgente, VÍCTIMA NAUFRAGIO STOP TODO PERDIDO STOP PIDO AYUDA… Y como las correspondencias que me agobian no han cesado, aunque yo haya dejado por espacio de algunos folios de dar cuenta de ellas, me permito dejar constancia de una en este momento. Pues mientras Korzeniowski fingía haber hecho parte de un hundimiento, otro hundimiento tenía lugar a escala quizás más modesta, pero con consecuencias harto más inmediatas.

Una madrugada de la temporada seca, Charlotte Madinier alquiló una canoa —sin duda parecida a la que había llevado una vez a su marido y a mi padre— y, sin que nadie la viera, se fue remando ella sola por el río Chagres. Llevaba puesto un abrigo que había sido de su marido y que había logrado salvar de la famosa quema post-mortem; llevaba los bolsillos llenos a reventar con la colección de rocas que su marido había acumulado durante los primeros días de exploraciones. Me inmiscuyo en su cabeza —a mí, el narrador, me es permitido hacerlo— y encuentro, en medio de la maraña de miedos y nostalgias y pensamientos desordenados, las palabras «Je m’en vais», repetidas como un mantra y apiladas una encima de la otra; en sus bolsillos encuentro pedazos de basalto y láminas de piedra caliza. Entonces Charlotte se mete las manos en los bolsillos, con la izquierda se aferra a un generoso pedazo de granito y con la derecha a una bola de greda azulosa del tamaño de una manzana. Se deja caer al agua, de espaldas, como recostándose en el aire, y la tierra panameña, la más antigua formación geológica del continente americano, la arrastra al fondo en cuestión de segundos.

Imaginemos: mientras se hunde, Charlotte pierde los zapatos, de manera que al llegar al lecho del río la piel desnuda de sus pies toca la arena… Imaginemos: la presión del agua en los oídos y en los ojos cerrados, o tal vez no estén cerrados sino bien abiertos, y tal vez vean pasar truchas o culebras de río, algas flotantes, pedazos de ramas desprendidas de sus árboles por la humedad. Imaginemos el peso que se agolpa ahora sobre el pecho sin aire de Charlotte, sobre sus senos pequeños y los pezones cerrados, oprimidos por el agua fría. Imaginemos que todos los poros de su piel se cierran como pequeñas bocas tercas, cansados de tragar agua y conscientes de que muy pronto no podrán resistirse más, de que la muerte por asfixia está a la vuelta de la esquina. Imaginemos lo que Charlotte imagina: la vida que alcanzó a tener —un marido, un hijo que aprendió a hablar antes de morir, pocas satisfacciones sexuales, sociales o económicas—, y sobre todo la vida que no tendrá, eso que nunca es fácil de imaginar, porque la imaginación (seamos sinceros) no nos alcanza para tanto. Charlotte comienza a preguntarse cómo es esto de morir ahogada, cuál de sus sentidos desaparecerá primero, si hay dolor en esta muerte y dónde se ubica ese dolor. El aire ya le hace falta: el peso sobre su pecho se ha multiplicado; sus mejillas se han contraído, el aire que había en ellas ha sido consumido por la voracidad —no, por la glotonería— involuntaria de los pulmones. Charlotte siente que su cerebro está apagándose.

Y entonces algo pasa por su cabeza.

O también: algo pasa en su cabeza.

¿De qué se trata? Es una memoria, una idea, una emoción. Es (caso único) algo a lo que yo, a pesar de mis prerrogativas como narrador de este relato, no tengo acceso. Con un movimiento de los hombros delgados, de los brazos elegantes, Charlotte se quita el abrigo de su marido. Caen al fondo pedazos de lignito, láminas de esquisto. De inmediato, con la presteza de una boya liberada, el cuerpo de Charlotte se despega del lecho del Chagres.

Su cuerpo empieza a emerger.

Los oídos le duelen. Vuelve la saliva a su garganta.

Me anticipo a las dudas y las preguntas de mis curiosos lectores: no, Charlotte nunca hablaría de lo que pensó (o imaginó, o sintió, o simplemente vio), pocos segundos antes de lo que hubiera sido una muerte terrible, en el fondo del río Chagres. Yo, que tan dado soy a la especulación, en este caso he sido incapaz de especular, y con los años esa incapacidad se ha afianzado… Cualquier hipótesis sobre lo ocurrido palidece ante esta realidad: Charlotte decidió seguir viviendo, y al salir a la superficie turbia y verdosa del Chagres ya era una mujer nueva (y probablemente ya había decidido que se llevaría el secreto a la tumba). No hay manera de insistir demasiado en este proceso de renovación radical, en la mayúscula reinvención de sí misma que emprendió la Viuda del Canal después de que su cabeza —la respiración acezante, la boca tragando aire con el desespero de un salmón capturado— se asomara de nuevo al mundo superficial del Istmo, ese mundo que había llegado a detestar y que ahora perdonaba. No me da miedo dejar constancia de los hechos físicos que acompañaron la transformación: el color de sus ojos se hizo más claro, su voz un tono más grave y el pelo de color madera le creció hasta la cintura, como si el agua oscura del río Chagres hubiera formado una cascada perpetua sobre su espalda. Charlotte Madinier, que al hundirse en el río, con los bolsillos repletos de geología panameña, había sido una mujer bella pero desgastada, al revivir —porque fue eso, una resurrección, lo que ocurrió ese día— pareció volver a la belleza perturbadora de una adolescencia no demasiado remota. Fue un suceso casi mítico. Charlotte Madinier como Sirena del río Chagres. Charlotte Madinier como Fausto panameño. Lectores del Jurado, ¿querían ustedes ser testigos de otra Metamorfosis? Ésta es impredecible y también sin precedentes; ésta es la más poderosa que he llegado a conocer, quizás porque acabó por incumbirme. Pues la mujer nueva no se limitó a salir del fondo del Chagres, lo cual ya era un portento en sí mismo, sino que llevó a cabo una hazaña todavía más portentosa: entró en mi vida.

Y la transformó, por supuesto. No hay duda: al final de los convulsos años ochenta, la Metamorfosis estaba en el espíritu de los tiempos. En el otro lado del mundo, en Calcuta, Korzeniowski sufría una serie de sutiles desplazamientos de la identidad y empezaba —así, sin más— a firmar sus cartas como Conrad; la Viuda del Canal no cambió de nombre, pues hubo entre nosotros un contrato tácito según el cual ella conservaría su apellido de casada y yo comprendería sus razones sin necesidad de que me las explicara, pero sí de atuendo. Abrió las puertas de su casa de Christophe Colomb, quitó las faldas y las capas que cubrían las ventanas y yo mismo la acompañé al barrio de los liberianos y la ayudé a cambiar sus ropas parisinas, gruesas y oscuras hasta el empecinamiento, por túnicas de algodón verdes o azules o amarillas que puestas sobre su piel pálida la hacían verse como una fruta inmadura. Nueva hoguera en medio de la calle: pero esta vez la hoguera fue exorcismo y no purificación, el intento por echar los demonios de vidas pasadas. Allí, en el puerto de Colón, durante los últimos días de 1885, Charlotte emprendió una reencarnación de la que fui partícipe. La ceremonia de iniciación (cuyos detalles, por simple caballerosidad, debo guardarme) tuvo lugar un sábado por la noche, y fue alimentada por ciertas soledades compartidas, por nostalgias que permanecieron sin compartir y por el combustible garantizado del brandy francés. En mi diccionario particular, que tal vez no se corresponda con el de los lectores, reencarnación quiere decir volver a la carne. Yo volví todos los sábados; todos los sábados, la carne generosa de Charlotte Madinier me esperaba con la voracidad, con la entrega desesperada, de quienes no tienen nada que perder. Pero nunca, ni en los días de la iniciación ni después, logré saber qué fue lo ocurrido en el fondo del río Chagres.

Pasé la noche de Año Nuevo en casa de Charlotte, no en la de mi padre, y la primera frase que oí en 1886 fue una petición en la cual se ocultaba una orden: «No se vaya nunca más». La obedecí (de buen grado, valga la pena anotar); y a los treinta y un años me encontré, de repente y sin previo aviso, viviendo en concubinato con una viuda que apenas hablaba un par de palabras de castellano, colonizando su cuerpo de adolescente como un explorador que no sabe que no ha sido el primero y sintiéndome descarada, convencida, peligrosamente contento. El lugar de nuestra residencia y la nacionalidad de Charlotte, esos dos criterios catastrales, constituyeron una especie de salvoconducto moral, una carta blanca para movernos dentro del rígido sistema de la burguesía panameña a la cual, muy a nuestro pesar, seguíamos perteneciendo. Queridos lectores: no hablo, sin embargo, de impunidad. En cierta oportunidad, el padre Federico Ladrón de Guevara, de la Compañía de Jesús, llamó a Charlotte «mujer de reputación manchada» y subrayó que Francia era históricamente «guarida de liberales y madre de revoluciones anticristianas». Lo recuerdo bien porque fue entonces, como si se tratara de responder a aquellas acusaciones, que Charlotte me citó una noche en el porche de la casa. Acababa de caer el primer aguacero de abril, y en el aire estaba todavía la humedad de la tierra, el olor de las lombrices muertas y del agua estancada en las acequias, las nubes de mosquitos como redes flotantes. La frase más redundante suele ser la que anuncia los momentos definitivos de la humanidad: «Tengo algo que decirle», dice la persona que —evidentemente— tiene algo que decir. Charlotte fue fiel a esa tradición de la superfluidad. «Tengo algo que decirle», me dijo. Yo pensé que me iba a confesar de una buena vez lo que había ocurrido en el fondo del río Chagres, ese terco misterio insobornable; pero ella, acostada en la hamaca y vestida con una túnica de color naranja y un turbante rojo en la cabeza, me dio la espalda pero también la mano, y allí mismo, mientras del cielo se desgajaba otro palo de agua, me contó que estaba embarazada.

Nuestra historia privada es capaz a veces de las más notables simetrías. En el vientre de Charlotte, un nuevo Altamirano se anunciaba con la voluntad de continuar la rama istmeña de la estirpe; al mismo tiempo mi padre, Altamirano el Viejo, empezaba a retirarse, a abandonar el mundo como un jabalí malherido. Como un oso hibernando. Como el símil animal que a ustedes más les guste.

Comenzó por alejarse de mí. Charlotte, la nueva Charlotte, conservaba (a pesar de su reencarnación) un desprecio cósmico hacia mi padre. ¿Tengo que decirlo? Algo en ella culpaba a Miguel Altamirano de la muerte de su hijo y de su marido. Él, por supuesto, no lograba comprenderlo. La idea de que hubiera un vínculo directo entre su Ceguera Selectiva y la muerte de los Madinier le habría parecido absurda e indemostrable. Si alguien le hubiera dicho que los dos Madinier habían sido asesinados, y que el arma era cierta carta abierta aparecida cierto día en cierto periódico, mi padre, lo juro, no habría entendido la referencia. Miguel Altamirano soltó dos lágrimas por la extinción, a manos de Panamá, de toda una familia; pero fueron lágrimas inocentes, puesto que no eran culpables, y también inocentes, puesto que no eran sabias. Miguel Altamirano elevaba los predecibles mecanismos de defensa —la negación y el rechazo— al nivel de una forma de arte. Y el proceso se hacía extensivo a las otras áreas de su vida. Pues habían comenzado a llegarnos las noticias de la prensa europea, y para mi padre indignado, enfurecido y frustrado, la única manera de conservar la cordura era fingir que ciertas cosas no eran ciertas.

Ahora, por espacio de unas pocas cuartillas, mi relato se transforma en una personalísima antología de prensa, algo que los Lectores del Jurado apreciarán, me parece, de manera particular. Imaginen ustedes las páginas grisáceas de esos diarios, las columnas apretadas, las letras diminutas y a veces incompletas… ¡Qué poder desmedido tienen esos caracteres muertos! ¡Cuánto pueden afectar la vida de un hombre! Los veintiocho signos del alfabeto habían estado tradicionalmente del lado de mi padre; ahora, de repente, unas cuantas palabras sediciosas y subversivas estaban agitando el panorama político de la República Periodística.

Más o menos al mismo tiempo que el cuello de Pedro Prestán reventaba con un ruido seco, el Economist de Londres advertía al mundo entero, pero en particular a los accionistas, que la Compañía del Canal se había transformado en una empresa suicida. Al mismo tiempo que las fuerzas liberales y rebeldes capitulaban en Los Guamos, y terminaba así la guerra civil, un largo reportaje del Economist decía que Lesseps había engañado deliberadamente a los franceses, y terminaba asegurando: «El Canal nunca será terminado, entre otras razones porque terminarlo nunca fue la intención de los especuladores». Francia, el querido hexágono de Ferdinand de Lesseps, comenzaba poco a poco a darle su hexagonal espalda a la Compañía del Canal. Mi padre recibía esas noticias en las calles de Colón (en las oficinas de la Compañía, en el puerto adonde llegaban algunos periódicos) con la boca abierta y babosa de un toro cansado, como si cada periodista fuera un banderillero, cada artículo su banderilla. Pero no creo —no puedo creer— que estuviera preparado para la estocada final, el despiadado descabello que le tocó en suerte. Yo comprendí que este mundo había dejado de ser el de mi padre, o que mi padre dejaba de pertenecer a este mundo, cuando en espacio de pocos días ocurrían dos cosas decisivas: en Bogotá se reformaba la Constitución; en el Economist se publicaba la célebre denuncia de prensa. En Bogotá, el presidente Rafael Núñez, curioso tránsfuga que había pasado del liberalismo más radical al conservatismo más acérrimo, devolvía a la Constitución el nombre de Dios, «fuente de toda autoridad». En Londres, el Economist hacía esta acusación absurda: «Si el Canal no avanza, y si los franceses no se han percatado antes del monstruoso engaño de que han sido víctimas, es porque Mr. Lesseps y la Compañía del Canal han invertido más dinero en comprar periodistas que excavadoras, más en sobornos que en ingenieros».

Queridos lectores de prensa amarilla, queridos amantes del escándalo barato, queridos espectadores fascinados por la desgracia ajena: la denuncia del Economist fue como una bolsa de mierda que alguien arroja contra un ventilador a toda velocidad. La habitación —pensemos, por poner un ejemplo, que se trata de las oficinas de la Rue Caumartin— quedó ensuciada del techo al suelo. Volaron cabezas en cada periódico: directores, editores, redactores, que después de las investigaciones pertinentes resultaron todos hacer parte de la Nómina del Canal. Y la mierda, cuyas propiedades volátiles son muy poco reconocidas, atravesó el océano y llegó hasta Colón, salpicando también las paredes del Correo del Istmo (tres reporteros a sueldo) y las de El Panameño (dos reporteros y dos editores), y alcanzando sobre todo la cara de un pobre hombre inocente que padecía de Síndrome de Refracción. El Star & Herald fue el periódico encargado de traducir con inusitada presteza la denuncia del Economist. Mi padre vivió el hecho como una traición con todas las letras. Y un día, mientras en Bogotá Núñez, el presidente metamorfoseado, declara que la educación en Colombia será católica o no será, en Colón Miguel Altamirano siente que ha sido víctima de un accidente, el tiro perdido de una refriega callejera, el rayo que parte un árbol y lo lanza sobre la cabeza de un transeúnte. Le parece incomprensible que el Star & Herald acuse de venalidad a todos los periodistas que se han ocupado del Canal (a ellos, que sólo han contado lo que han visto), y que en cuestión de treinta líneas pase de esa acusación a la más directa de fraude (contra ellos, cuyo único interés ha sido colaborar con la causa del Progreso). Es incomprensible.

FRANCIA COMIENZA A SALIR DEL EMBRUJO LESSEPS, tituló Le Figaro. Y ésa era la sensación general: Lesseps era un brujo barato, un prestidigitador de circo y, en las mejores opiniones, un hipnotizador de calidad. Pero cualquiera que fuera la apelación otorgada, por debajo de ella —durmiendo una siesta larga como un oso hibernando— subsistía la idea de que los términos de construcción del Canal, desde su costo hasta su duración, pasando por su ingeniería, habían sido una monstruosa mentira. «Que no habría sido posible», dijo el periodista, «de no ser por el solícito colaboracionismo de los medios escritos y sus redactores inescrupulosos». Pero mi padre se defendía: «En una empresa de esta magnitud», escribió en el Bulletin, «los contratiempos son parte del diario vivir. La virtud de nuestros obreros no radica en la ausencia de inconvenientes, sino en el heroísmo con que los han superado y los seguirán superando». Mi padre idealista, que parecía por momentos recuperar el ímpetu de sus veinte años, escribía: «El Canal es obra del Espíritu Humano; necesita, para llegar a feliz término, el apoyo de la humanidad». Mi padre comparatista echaba mano de otras grandes empresas humanas —el argumento del Canal de Suez ya parecía desgastado—, y escribía: «¿Acaso el puente de Brooklyn no costó ocho veces su presupuesto? ¿Acaso el túnel del Támesis no acabó costando el triple de lo esperado? La historia del Canal es la historia de la humanidad, y la humanidad no puede detenerse en debates de centavos». Mi padre optimista, el mismo que años antes había dejado atrás las comodidades de su ciudad natal para arrimar el hombro donde más se necesitaba, seguía escribiendo: «Dadnos tiempo y dadnos francos». Por esos días cayó sobre el Istmo un aguacero cotidiano, ni más fuerte ni más amable que los de los últimos años; pero esta vez la tierra excavada absorbió el agua, se dejó arrastrar por la corriente y regresó a su lugar, húmeda y terca e intratable como una gigantesca terraza desgajada de una casita de greda. En una tarde intensa de lluvia panameña se habían perdido tres meses de trabajo. «Dadnos tiempo», escribió mi padre ideal-optimista, «dadnos francos».

El último ítem en mi antología de prensa (en mis carpetas los recortes se pelean por que yo los cite, se dan codazos entre sí, se meten los dedos en los ojos) apareció en La Nación, el periódico del oficialismo. Para todos los efectos prácticos —los conocidos y los futuros— aquel texto era una amenaza. Sí, por supuesto que ya sabíamos todos de la hostilidad sin disimulo que el Gobierno central albergaba frente a Lesseps en particular y los franceses en general; sabíamos que el Gobierno, tras meses y más meses de desangrar meticulosamente el Tesoro Público, le había pedido dinero prestado a la Compañía del Canal, y la Compañía se había negado a prestárselo. Fueron y vinieron telegramas tan secos que la tinta se absorbía después de la lectura, y eso se supo. Se supo también que el hecho había generado resentimientos, y en el Palacio presidencial se escuchó esta frase: «Esto se lo teníamos que haber dado a los gringos, que sí son nuestros amigos». Pero no podíamos prever la profunda satisfacción que parecía emanar de aquella página.

LA COMPAÑÍA DEL CANAL, AL BORDE DE LA QUIEBRA, decía el titular. El cuerpo del artículo explicaba que numerosas familias panameñas habían hipotecado propiedades, vendido joyas de familia y expoliado cuentas de ahorros para invertirlo todo en acciones del Canal. Y la última frase era ésta: «En caso de una debacle, la ruina absoluta de cientos de compatriotas tendrá responsables evidentes». Y luego transcribía in extenso una lista de escritores y periodistas que habían «mentido, engañado y defraudado» al público en sus informes.

La lista iba por orden alfabético.

En la letra A sólo había un nombre.

Para Miguel Altamirano, era el comienzo del fin.

Ahora mi memoria y mi pluma, adictas sin remedio a los avatares de la política (fascinadas por los horrores de piedra que deja a su paso la Gorgona), deberían dirigirse sin distracciones al recuento de esos años terribles que comienzan con los curiosos versos de un himno nacional y terminan con los mil ciento veintiocho días de una guerra. Pero un suceso casi sobrenatural paralizó el devenir político del país, o lo paraliza en mi recuerdo. El 23 de septiembre de 1886, después de seis meses y medio de embarazo, nació Eloísa Altamirano, una niña tan pequeña que mis dos manos alcanzaban a cubrirla por completo, tan esmirriada de carnes que en sus piernas se notaba todavía la curvatura de los huesos y en sus genitales sin labios sólo era visible el diminuto pico del clítoris. Eloísa nació tan débil que su boca era incapaz de lidiar con los pezones de su madre, y fue preciso alimentarla con cucharadas de leche doblemente hervida durante las primeras seis semanas. Lectores del Jurado, lectores vulgares en edad de procrear, padres y madres de todas partes: la llegada de Eloísa paralizó el mundo entero, o más bien lo anuló, lo borró sin piedad como se va borrando el color del mundo para un ciego… Allá fuera, la Compañía del Canal hacía esfuerzos desesperados por mantenerse a flote, emitiendo nuevos bonos e incluso organizando patéticas loterías para recapitalizar la empresa, pero nada de eso me importaba: mi tarea consistía en hervir la cuchara de Eloísa, agarrar sus mejillas con dos dedos y asegurarme de que no se desperdiciara la leche. Con la yema del dedo índice le masajeaba el gaznate para ayudarla a tragar; me resulta indiferente saber que por esos días Conrad escribía «The Black Mate», su primer cuento. Poco antes de cumplir veintinueve años, Conrad pasaba en Londres el examen de capitán, y se transformaba para nosotros en el capitán Joseph K.; pero eso me parece banal al lado de la primera vez que Eloísa se metió a la boca un pezón rugoso y, después de semanas y semanas de lento aprendizaje y fortalecimiento paulatino de la mandíbula, chupó con tanta fuerza que lo cortó con las encías y lo hizo sangrar.

Y sin embargo, he aquí un hecho que escapa a mi comprensión: a pesar del nacimiento de Eloísa, de los cuidados que rigieron su lenta y trabajosa supervivencia, el mundo anulado seguía andando, el país seguía moviéndose con independencia insolente, en el Istmo panameño la vida seguía su curso con total indiferencia por lo que les ocurría a sus súbditos más fieles. ¿Cómo hablar de política pensando al mismo tiempo en esos años, evocando momentos que en mi memoria pertenecen a mi hija con carácter exclusivo? ¿Cómo ponerme en el trabajo de recuperar eventos de carácter nacional, cuando lo único que me interesaba por esa época era ver a Eloísa ganar un gramo tras otro? Todos los días, Charlotte y yo la llevábamos, bien envuelta en trapos recién hervidos, a la carnicería del chino Tang, y la desenvolvíamos para ponerla como un filete o un pedazo de hígado en el cuenco grande de la balanza. Del otro lado del alto mesón de madera Tang ponía los pesos, esos discos macizos del color del óxido, y para nosotros los padres no había placer mayor que ver al chino buscar en su cajita lacada y lustrosa un peso más grande, porque el anterior no había sido suficiente… Traigo a mi relato este recuerdo, y enseguida me pregunto: ¿cómo buscar, en medio de mis cálidas memorias personales, la aridez de las memorias públicas?

Hombre sacrificado que soy, haré el intento, queridos lectores, haré el intento.

Porque en mi país estaban a punto de suceder cosas de esas que los historiadores siempre acaban por consignar en sus libros, preguntándose entre sonoros interrogantes cómo fue que llegamos a esto y luego contestando yo lo sé, yo tengo la respuesta. Lo cual, por supuesto, tiene muy poca gracia, pues hasta el más despistado habría sentido algo raro en el aire de esos años. Por todas partes había profecías: bastaba con saber interpretarlas. Ignoro qué habrá pensado mi padre, pero yo habría debido reconocer la tragedia inminente el día en que mi país de poetas ya no fue capaz de escribir poesía. Cuando la República de Colombia perdió el oído, confundió el gusto literario y desechó las más mínimas reglas de la lírica, yo habría debido sonar la alarma, gritar hombre al agua y detener el barco. Yo habría debido robar un bote salvavidas y bajarme de inmediato, aunque corriera el riesgo de no encontrar tierra firme, el día en que escuché por primera vez los versos del Himno Nacional.

Ah, esos versos… ¿Dónde los escuché por primera vez? Más importante ahora es preguntarme: ¿de dónde salieron esas palabras, palabras que nadie comprendía y que a cualquier crítico literario le habrían parecido, más que pésima literatura, el producto de una mente inestable? Recorramos, lectores, los rastros del crimen (contra la poesía, contra la decencia). Año de 1887: un tal José Domingo Torres, empleado público cuyo mayor talento era armar pesebres en época de Navidad, decide convertirse en director de teatro, y decide también que en las próximas fiestas nacionales se habrá de cantar un Poema Patriótico Producido Por Presidencial Pluma. Y esto para los bienaventurados que lo ignoran: el presidente de nuestra República, don Rafael Núñez, acostumbraba a distraerse en sus ratos libres haciendo versos de bachiller aburrido. Seguía en esto una arraigada tradición colombiana: cuando no estaba firmando nuevos concordatos con el Vaticano para satisfacer la elevada moral de su segunda esposa —y para lograr que la sociedad colombiana le perdonara el pecado de haberse casado por segunda vez, en el extranjero y por lo civil—, el presidente Núñez se empiyamaba, con gorrito y todo, se echaba encima una ruana para el frío bogotano, pedía un chocolate con queso y se ponía a vomitar heptasílabos. Y una tarde de noviembre, el Teatro Variedades de Bogotá es testigo del profundo desconcierto con que un grupo de jóvenes, que no tienen la culpa de nada, entona esas inefables estrofas.

De Boyacá en los campos

el genio de la gloria

con cada espiga un héroe

invicto coronó.

Soldados sin coraza

ganaron la victoria:

su varonil aliento

de escudo les sirvió.

Mientras tanto, en París, Ferdinand de Lesseps se dedicaba de tiempo completo a esa prolija tarea: aceptar. Aceptaba que el Canal no estaría listo a tiempo, sino que necesitaría varios años más. Aceptaba que los mil millones de francos aportados por los franceses serían insuficientes: se necesitaban seiscientos millones más. Aceptaba, en fin, que la idea de un canal a nivel del mar era un imposible técnico y un error de juicio; aceptaba que el Canal de Panamá sería construido mediante el sistema de esclusas… Aceptaba, aceptaba, seguía aceptando: este hombre orgulloso hizo más concesiones en dos semanas que las que había hecho en toda su vida. Y sin embargo —pero se trata de un sin embargo bastante grande— no fue suficiente. Había ocurrido lo que nadie imaginó (donde «nadie» quiere decir «Lesseps»): los franceses se habían hartado. El día en que se pusieron a la venta los bonos que salvarían a la Compañía del Canal, una nota anónima llegó a todos los periódicos europeos diciendo que Ferdinand de Lesseps había muerto. No era verdad, por supuesto; pero el daño quedó hecho. La venta de bonos fracasó. La lotería había fracasado. Cuando se anunció la disolución de la Compañía del Canal y se nombró un liquidador que se hiciera cargo de sus máquinas, mi padre estaba en las oficinas del Star & Herald, rogando que lo aceptaran de nuevo, ofreciéndose a escribir gratis los primeros cinco textos si volvían a abrirle espacio entre sus páginas. Los testigos me aseguraron que lo vieron llorar. Y mientras tanto, en toda Colombia la gente cantaba:

La virgen sus cabellos

arranca en agonía

y de su amor viuda

los cuelga del ciprés.

Lamenta su esperanza

que cubre losa fría,

pero glorioso orgullo

circunda su alba tez.

Los trabajos en el Canal de Panamá, la Gran Trinchera, quedaron oficialmente interrumpidos o detenidos en mayo de 1889. Los franceses comenzaron a irse; en el puerto de Colón se agolpaban diariamente los baúles y los costales de fique y los guacales de madera, y los cargadores no daban abasto para trasladar el equipaje de turno al vapor de turno. El Lafayette triplicó sus recorridos semanales durante ese éxodo (porque era eso, un éxodo, lo que ocurría en el Istmo, los franceses como raza perseguida que huye en busca de tierras más amables). La ciudad francesa de Christophe Colomb se fue quedando desierta, como si la peste la hubiera invadido y hubiera exterminado a sus residentes: era el proceso por el cual nace un pueblo fantasma, pero ocurría frente a nuestros ojos, y en sí mismo el espectáculo hubiera fascinado a cualquiera. Las casas recién vaciadas cogían todas el mismo olor a armario recién lavado; a Charlotte y a mí nos gustaba tomar de la mano a Eloísa y salir a pasear por las casas abandonadas, y buscar en los cajones un diario revelador y lleno de secretos (cosa que nunca llegamos a encontrar) o alguna prenda vieja con la cual Eloísa jugaba a disfrazarse (cosa que encontramos a menudo). En las paredes de las casas quedaban los rastros de las puntillas, los rectángulos de un blanco distinto allí donde antes había estado el retrato del abuelo que peleó con Napoleón. Los franceses vendían todo lo que no les resultara indispensable, no para reducir las dimensiones de sus pertenencias, sino porque Panamá se convirtió, a partir del momento en que supieron que podían marcharse, en un lugar maldito que era necesario olvidar lo antes posible y cuyos objetos eran capaces de llevar la maldición consigo. Una de esas pertenencias, rematada poco después en subasta pública, fue una naturaleza muerta que los dueños le habían comprado, por caridad, a un obrero del Canal. El hombre era un pobre francés desquiciado que se decía banquero y también pintor, pero que en realidad no era más que un vándalo. Se decía que era pariente de Flora Tristán, lo cual hubiera interesado a mi madre; había desembarcado en Ciudad de Panamá, proveniente del Perú, y allí fue arrestado por orinar en público. Se marchó en cuestión de semanas, ahuyentado por los mosquitos y las condiciones del trabajo. Después el mundo ha sabido más de su vida, y acaso su nombre no sea desconocido para los lectores. Se llamaba Paul Gauguin.

La patria así se forma

termópilas brotando;

constelación de cíclopes

su noche iluminó.

La flor estremecida,

mortal el viento hallando,

debajo los laureles

seguridad buscó.

Las casas inhabitadas de Christophe Colomb se comenzaron a caer a pedazos (no digo que la culpa haya sido en parte del himno, pero nunca se sabe). Después de cada temporada de lluvias, una pared entera se desprendía en algún lugar de la ciudad, la madera tan podrida que no se quebraba sino que se doblaba como el caucho, y las vigas carcomidas hasta el corazón por las termitas. Nuestros paseos por las casas tuvieron que suspenderse: una tarde de junio, en medio de un aguacero, un indio cuna se metió en la vieja casa del ingeniero Vilar mientras escampaba un poco; al meter la mano por curiosidad debajo de un armario, recibió dos mordiscos de una mapanare más bien pequeña, y murió antes de haber regresado a Colón. Nadie supo explicar por qué a las culebras les interesaban tanto las casas vacías de Christophe Colomb, pero con los años la ciudad se fue llenando de esos visitantes, verdegallos o macaguas que tal vez sólo venían en busca de comida. Mi padre, que después de la publicación de la famosa Nómina del Canal en el Star & Herald se había convertido en una especie de indeseable, de paria del periodismo istmeño, escribió por esos días una breve crónica sobre dos indios que se dieron cita en casa del ingeniero Debray para probar cuál de los dos conocía mejores antídotos. Recorrieron Christophe Colomb de un extremo al otro, entrando en cada casa y metiendo la mano debajo de cada armario y cada cesta y cada tabla levantada, haciéndose morder de cuanta víbora encontraban para luego probar su destreza con cedrón o con guaco e incluso con ipecacuana. Mi padre contó que al final de la noche uno de los indios se había metido de cuerpo entero debajo de los pilotes de la casa, y había sentido la mordedura pero sin alcanzar a identificar la víbora. El otro lo dejó morir: fue su manera de ganar el concurso. Y el triunfador celebró su triunfo en la cárcel de Colón, condenado por un juez panameño como homicida culposo.

Lectores del Jurado: este pasaje, a pesar de las apariencias, no es un ingenioso toque de color local por parte del narrador, deseoso como está de agradar a públicos ingleses y, por qué no, europeos. No: la anécdota de los indios y las culebras cumple un papel activo en mi narración, pues aquel Concurso de Antídotos marca como un mojón fronterizo la desgracia de mi padre. Miguel Altamirano escribió una crónica sencilla acerca de los indios panameños y la valiosísima información médica que sus tradiciones les habían legado; pero no logró publicarla. Y así, con toda la ironía que implica lo que estoy a punto de escribir, este relato apolítico y banal, esta anécdota inofensiva que no tenía que ver ni con la Iglesia, ni con la Historia, ni con el Canal Interoceánico, fue su perdición. Lo envió a Bogotá, donde el gusto por el exotismo y la aventura era más fuerte, pero siete diarios (cuatro conservadores, tres liberales) lo rechazaron. Lo envió a un periódico de México y a otro de Cuba, pero ni siquiera recibió respuesta. Y mi padre de setenta años se fue encerrando poco a poco en sí mismo (jabalí herido, oso hibernando), convencido de que todos eran sus enemigos, de que el mundo entero le había dado la espalda como parte de una conspiración liderada por el papa León XIII y el arzobispo de Bogotá, José Telésforo Paúl, contra las fuerzas del Progreso. Cuando iba a visitarlo, me encontraba con una figura resentida, malencarada y rencorosa: la sombra de una barba plateada dominando su rostro, las manos inquietas y temblorosas ocupándose en pasatiempos ociosos. Miguel Altamirano, el hombre que en otro tiempo había sido capaz, con una columna o un panfleto, de generar el odio suficiente como para que un presbítero ordenara su muerte, ahora se pasaba las horas intercambiando inofensivamente los versos de aquella canción patriótica como si así se vengara de alguien. Las estrofas que componía podían ser irreverentes:

La virgen sus cabellos

arranca en agonía,

su varonil aliento

de escudo le sirvió.

Pero también había estrofas de intensa crítica política:

De Boyacá en los campos

el genio de la gloria

debajo los laureles

seguridad buscó.

Y también las había que eran meramente absurdas:

Termópilas brotando

ganaron la victoria.

Constelación de cíclopes

circunda su alba tez.

Jugando con papel, jugando con palabras: así, pasando el día como lo pasa un niño, soltando carcajadas que nadie más entendía (porque nadie más estaba allí para oír las explicaciones ni, por supuesto, las carcajadas), mi padre entró en su propia decadencia, su hundimiento personal. «Decididamente», me decía cuando yo iba a verlo, «el poemita se presta para todo». Y me enseñaba sus últimos hallazgos. Reíamos juntos, sí; pero su risa estaba contaminada por el ingrediente novedoso de la amargura, por la melancolía que había matado a tantos visitantes en el Istmo; y para cuando me despedía de él, para cuando decidía que era tiempo de regresar a la casa donde me esperaba el milagro de la felicidad doméstica —mi concubina Charlotte, mi bastarda Eloísa—, para ese momento, digo, ya tenía plena conciencia de que esa noche, en mi ausencia y sin mi ayuda y a pesar de los versos cambiados del Himno Nacional, mi padre volvería a naufragar. Su rutina se había vuelto una alternancia entre el naufragio y el resurgimiento. Si hubiera querido verlo, me habría dado cuenta de que tarde o temprano uno de aquellos naufragios sería el último. Y no: no quise verlo. Drogado por mi propio y misterioso bienestar, fruto de los sucesos misteriosos del río Chagres y generador de las misteriosas dichas de la paternidad, me volví ciego a los llamados de auxilio que me lanzaba Miguel Altamirano, las luces de bengala que se disparaban desde su barco, y me sorprendió darme cuenta de que el poder de refracción podía ser hereditario, de que yo también era capaz de ciertas cegueras… Para mí, Colón se transformó en el lugar que me había permitido enamorarme y cultivar la idea de una familia; no me percaté —no quise percatarme— de que para mi padre Colón no existía, ni existía Panamá, ni había vida posible, si no existía el Canal.

Y así llegamos a una de las encrucijadas fundamentales de mi vida. Pues si allí, en una casa alquilada de Christophe Colomb, un hombre manipula versos ajenos sobre un papel, a miles de kilómetros, en una casa alquilada de Bessborough Gardens, Londres, otro se dispone a redactar las primeras páginas de su primera novela. En Christophe Colomb se va extinguiendo una vida hecha de exploraciones a través de selvas y de ríos; para el hombre de Bessborough Gardens, en cambio, las exploraciones —en otra selva, en otro río— apenas están a punto de empezar.

Los hilos del Ángel de la Historia, experto titiritero, comienzan a moverse sobre nuestras desprevenidas cabezas: sin saberlo, Joseph Conrad y José Altamirano comienzan a acercarse. Mi deber, como Historiador de Líneas Paralelas, es trazar un itinerario. Y a eso me dedico ahora: estamos en septiembre de 1889, Conrad acaba de desayunar, y algo le ocurre en ese momento: su mano toma la campana y la sacude, para que alguien venga a retirar la vajilla y limpiar la mesa. Enciende la pipa, mira por la ventana. Es un día gris y neblinoso, con apenas unos pocos relámpagos de sol a un lado u otro de Bessborough. «No estaba seguro de que quisiera escribir, ni de que fuera mi intención escribir, ni de que tuviera nada de que escribir». Y luego levanta la pluma y… escribe. Escribe doscientas palabras sobre un hombre llamado Almayer. Su vida de novelista acaba de comenzar; pero su vida de marinero, que aún no ha terminado, se halla en problemas. Hace ya varios meses que el capitán Joseph K. ha regresado de su último viaje, y todavía no ha logrado conseguir un puesto de capitán en ninguna parte. Hay un proyecto: viajar a África capitaneando un vapor de la Sociedad Anónima Belga para el Comercio en el Alto Congo. Pero el proyecto se encuentra estancado… Como estancado se encuentra, y al parecer definitivamente, el proyecto de un canal interoceánico. ¿Habrá fracasado?, se pregunta en Colón Miguel Altamirano. Todos los reflectores del escenario se fijan ahora en ese lapso fatídico: los doce meses de 1890.

ENERO. Aprovechando la temporada seca, Miguel Altamirano alquila un champán y navega por el Chagres hasta Gatún. Es su primera salida en sesenta días, si no se toma en cuenta la excursión ocasional por la calle del Frente (esa calle que ya no tiene banderas ni enseñas en todos los idiomas, que en cuestión de meses ha dejado de ser bulevar en el ombligo del mundo para volverse a transformar en carretera perdida del trópico colonizado) ni la caminata de ida y vuelta hasta la estatua de Cristóbal Colón. La misma impresión de otras veces se repite: la ciudad es un fantasma, la habitan los fantasmas de los muertos, los vivos la rondan como fantasmas. Abandonada por los ingenieros franceses o alemanes o rusos o italianos, por los obreros jamaiquinos y liberianos, por los aventureros norteamericanos que cayeron en desgracia y buscaron trabajo en el Canal, por los chinos y los hijos de los chinos y los hijos de esos hijos que no temen a la melancolía ni a la malaria, la ciudad que hasta hace poco fue el ombligo del mundo ahora se ha convertido en un pellejo vacío, como el de una vaca muerta devorada por las carroñeras. Los cubanos y los venezolanos han vuelto a sus tierras: no tienen nada que hacer aquí. «Panamá ha muerto», piensa Miguel Altamirano. «Viva Panamá». Su intención es llegar hasta donde están ahora las máquinas que siete años antes había visitado junto al ingeniero Madinier, pero acaba cambiando de opinión. Lo ha vencido algo —el miedo, la tristeza, la abrumadora sensación del fracaso— que no puede precisar.

FEBRERO. Por consejo de su tío Tadeusz, Conrad escribe a otro de sus tíos maternos: Aleksander Poradowski, héroe de la revolución contra el imperio zarista que fue condenado a muerte tras la insurrección del 63 y logró huir de Polonia gracias, paradójicamente, a la ayuda de un cómplice ruso. Aleksander reside en Bruselas; su esposa Marguerite es una mujer fina y atractiva que habla de libros con inteligencia, que escribe al mismo tiempo pésimas novelas y, sobre todo, que tiene todos los contactos del mundo con las autoridades de la Sociedad del Congo. Conrad anuncia que en los próximos días piensa viajar a Polonia para visitar a Tadeusz, y que pasará forzosamente por Bruselas; su tío le informa que será bienvenido, pero le advierte que se encuentra enfermo y quizás no pueda cumplir a cabalidad sus labores como anfitrión. Conrad escribe: «Parto de Londres mañana viernes a las 9 de la mañana y debo llegar a Bruselas a las 5.30 de la tarde». Pero al llegar se encuentra con una mala jugada del destino: Aleksander ha muerto dos días antes. Desilusionado, el capitán Joseph K. sigue viaje hacia Polonia. Ni siquiera ha tenido tiempo de asistir al entierro.

MARZO. El día 7, Miguel Altamirano se presenta, muy temprano, en la estación del ferrocarril. Su intención es ir a Ciudad de Panamá, y a las ocho en punto ha subido al tren como lo ha hecho durante los últimos treinta años, acomodándose en los vagones traseros sin avisar a nadie y abriendo un libro para el trayecto. Por la ventana ve a un negro sentado en un barril; ve una carreta de mulas atravesar la línea y demorarse sobre los rieles el tiempo de cagar. Miguel Altamirano se distrae mirando, a un lado del tren, el mar y los lejanos barcos anclados en Bahía Limón, y al otro lado, las multitudes que taconean sobre el adoquinado esperando a que el tren comience a moverse. Pero entonces Miguel Altamirano recibe la primera cachetada de su nueva posición en Panamá: el operario del ferrocarril pasa pidiendo tiquetes, y al llegar al puesto de Altamirano, en lugar de levantarse el sombrero y saludarlo como siempre, extiende una mano grosera. Altamirano se fija en las yemas sucias por la manipulación del papel de los tiquetes y dice: «No tengo». No dice que durante treinta años ha viajado por cortesía de la Compañía del Ferrocarril. Sólo dice: «No, yo no tengo». El operario le grita que se baje; Miguel Altamirano, reuniendo los últimos gramos de dignidad que le quedan, se pone de pie y dice que bajará cuando le venga en gana. Poco después el operario reaparece, pero esta vez viene acompañado de dos cargadores, y entre los tres levantan en vilo al pasajero y lo empujan hacia fuera. Altamirano cae sobre el adoquinado. Escucha murmullos que se vuelven risas. Se mira los pantalones: se han roto a la altura de la rodilla, y por el hueco se alcanza a ver la piel rasgada por el golpe y una mancha de sangre y tierra que no tardará en infectarse.

ABRIL. Después de dos meses en Polonia, dos meses dedicados a visitar por primera vez en quince años los lugares donde nació y vivió hasta su exilio voluntario, el capitán Joseph K. regresa a Bruselas. Sabe que su tía Marguerite lo ha recomendado a las autoridades de la Sociedad del Congo. Pero al llegar lo sorprende un golpe de suerte: un danés de nombre Freiesleben, capitán de uno de los vapores de la Sociedad, ha muerto repentinamente, y su puesto ha quedado vacante. Al capitán Joseph K. la idea de reemplazar a un muerto no lo intimida. Sobre el papel, el viaje a África habrá de ocuparlo durante tres años. Conrad se traslada de urgencia a Londres, arregla sus cosas, regresa a Bruselas, toma el tren hacia el puerto de Burdeos y se embarca en el Ville de Maceio con destino Boma, puerto de entrada al Congo Belga. Desde la escala en Tenerife, escribe: «La hélice gira y me lleva a lo desconocido. Felizmente, hay otro yo que ronda por Europa. Otro yo que se desplaza con gran facilidad; que incluso puede estar en dos lugares a la vez». Desde la escala en Freetown, escribe: «¡Fiebre y disentería! Hay quienes son devueltos a casa al final de su primer año, de manera que la muerte no les llegue en el Congo. ¡Dios no lo permita!». Desde la escala en Libreville, escribe: «Hace mucho tiempo que he dejado de interesarme en el fin al que me conduce mi camino. Lo he recorrido con la cabeza baja, maldiciendo las piedras. Ahora sólo me interesa otro viaje; esto me hace olvidar las pequeñas miserias de mi propio camino. Espero la inevitable fiebre, pero por ahora me encuentro bastante bien».

MAYO. Miguel Altamirano viaja a Ciudad de Panamá para visitar las oficinas principales del Star & Herald. Está dispuesto a humillarse si es necesario para que el periódico le permita el regreso a sus páginas. Pero la necesidad no surge: un redactor principiante, un jovencito imberbe que resulta ser hijo de los Herrera, lo recibe y le pregunta si le interesaría reseñar un libro que está causando sensación en París. Miguel Altamirano, como es evidente, acepta con curiosidad: el Star & Herald no dedica demasiado espacio a las reseñas de libros extranjeros. El jovencito le entrega un volumen de 572 páginas en octavo, recién publicado por la editorial Dentu: La dernière bataille, se titula, y lleva este subtítulo: «Nuevo estudio psicológico y social». El autor es un tal Édouard Drumont, fundador y promotor de la Liga Nacional Antisemita de Francia y autor de La France juive y también de La France juive devant l’opinion. Miguel Altamirano nunca ha oído hablar de él; en el tren de regreso a Colón, empieza a leer el libro, un libro de lomo rojo y tapas de piel que lleva en el frontispicio el nombre de una librería. Antes de llegar a Miraflores, ya las manos le han comenzado a temblar, y los compañeros de vagón lo ven levantar la cara de la página y mirar por la ventana con expresión incrédula (o es indignada, o es quizás iracunda). Comprende por qué le han asignado este libro. La dernière bataille es una historia de la construcción del Canal interoceánico, donde por historia se debe entender diatriba. A Lesseps lo llama «malhechor» y «pobre diablo», «grandísimo fraude» y «mentiroso compulsivo». «El Istmo se ha transformado en un inmenso cementerio», dice, y también: «La culpa del desastre es de los financistas judíos, plaga de nuestra sociedad, y de sus cómplices monstruosos: los periodistas corruptos del mundo entero». Miguel Altamirano siente que se han burlado de él, se siente como el blanco en el cual se ha clavado una flecha, y ve en aquel encargo una conspiración a gran escala para dejarlo en ridículo, en el mejor de los casos, o para desquiciarlo de forma deliberada, en el peor. (De repente, todos los dedos del tren se levantan en el aire, y lo señalan). Al pasar por Culebra, donde el tren se detiene brevemente, arroja el libro por la ventana, lo ve atravesar el follaje de los árboles —imagina o tal vez escucha realmente el pequeño estrépito de las hojas— y caer con un ruido líquido en un pequeño lodazal. Enseguida alza la mirada casi por accidente, y su mirada, siempre lastrada por el agotamiento, se queda fija en las máquinas abandonadas de los franceses, las dragas, las excavadoras. Es como si las viera por primera vez.

JUNIO. El capitán Joseph K. desembarca, por fin, en Boma. Casi de inmediato se pone en marcha hacia Kinshasa, en el interior del país, para asumir la capitanía del vapor que le ha sido encomendado: el Florida. En Matadi conoce a Roger Casement, irlandés al servicio de la Sociedad del Congo, hombre encargado del reclutamiento de porteadores, pero cuya labor más importante hasta ahora ha sido la de explorar el terreno congolés con miras a la construcción de un ferrocarril entre Matadi y Stanley Pool. El ferrocarril será una verdadera avanzada del progreso: facilitará el comercio libre y mejorará las condiciones de vida de los africanos. Conrad se dispone a cubrir el mismo trayecto que cubrirá el futuro ferrocarril. Escribe a su tía Marguerite: «Parto mañana, a pie. Aquí el único burro es su humilde servidor». Prosper Harou, el guía de la Sociedad, se le acerca una tarde y le dice: «Empaque para unos cuantos días, señor Conrad. Mañana nos vamos de expedición». El capitán Joseph K. obedece, y dos días después está entrando en la selva del Congo, acompañado de treinta y un hombres, y durante treinta y seis días camina detrás de ellos en la humedad inclemente del calor africano, y ve a los hombres negros y semidesnudos abrirse paso a machetazo limpio mientras aquel blanco vestido con camisa suelta anota en su diario de viaje —y en lengua inglesa— todo lo que ve: la profundidad del río Congo al tratar de vadearlo, pero también el trino de los pájaros, uno parecido a una flauta, el otro como el aullido de un sabueso; el tono general y más bien amarillento del pasto de un barranco, pero también la altura inusitada de la palma de aceite. El trayecto es insoportable: el calor asesino, la humedad, las nubes de mosquitos y zancudos del tamaño de una uva, la carencia de agua potable y la constante amenaza de las enfermedades tropicales, convierten aquella penetración en la selva en un verdadero descenso a los infiernos. Así termina el mes de junio para el capitán Joseph K. El 3 de julio escribe: «Vi en un campamento el cuerpo muerto de un bakongo». El 4 de julio escribe: «Vi otro cuerpo muerto junto al camino en actitud de reposo meditativo». El 24 de julio escribe: «Un hombre blanco ha muerto aquí». El 29 de julio escribe: «Pasamos un esqueleto atado a un poste. También la tumba de un hombre blanco».

JULIO. Los detalles más escabrosos del desastre financiero del Canal han comenzado a salir a la luz. Mi padre se entera por la prensa escrita de que también Lesseps, su antiguo ídolo, su modelo de vida, se ha retirado de la vida parisina. Ya la policía ha registrado las oficinas de la Rue Caumartin, y pronto hará lo mismo con los hogares particulares de los involucrados: nadie duda de que la búsqueda revelará fraudes y mentiras y desfalcos al más alto nivel de la política francesa. El 14, fiesta nacional de la República, se publican en París documentos y declaraciones que son reproducidos en Nueva York y en Bogotá, en Washington y en Ciudad de Panamá. Entre otras revelaciones, surgen las siguientes. Más de treinta diputados del Parlamento francés recibieron sobornos para tomar decisiones a favor del Canal. Más de tres millones de francos se invirtieron en «comprar buena prensa». Bajo la rúbrica Publicidad, la Compañía del Canal aceptó el giro de más de diez millones de francos divididos en cientos de cheques al portador. Investigado el destino de esos cheques, se supo que varios habían acabado en las redacciones de los diarios panameños. El día 21, en una comida informal ofrecida por los representantes del Gobierno central (un gobernador, un coronel y un obispo), mi padre niega haber visto jamás uno de esos cheques. Se hace un silencio incómodo en la mesa.

AGOSTO. El capitán Joseph K. llega a Kinshasa para asumir el mando del Florida. Pero el Florida se ha hundido; y Conrad se embarca entonces en el Roi des Belges, en calidad de supernumerario, para hacer un viaje de reconocimiento del río Congo. Durante el trayecto río arriba ocurre lo que no le había ocurrido hasta el momento: enferma. Sufre tres ataques de fiebre, dos de disentería y uno de nostalgia. Entonces se entera de que su misión, al llegar a Stanley Falls, será dar relevo al agente de la Estación del Interior, que se encuentra gravemente disentérico. Su nombre es Georges Antoine Klein; tiene veintisiete años; es un joven convencional, lleno de esperanzas y de planes para el futuro, y está ansioso por volver a Europa. Conrad y Klein hablan muy poco en la Estación del Interior. El 6 de septiembre, con Klein a bordo y muy enfermo, el Roi des Belges comienza el recorrido río abajo. También el capitán del vapor ha enfermado, y durante las primeras leguas el capitán Joseph K. se hace cargo. Entonces, encontrándose bajo su capitanía y de alguna manera bajo su responsabilidad, Klein muere. Su muerte acompañará a Joseph K. el resto de su vida.

SEPTIEMBRE. En la casa de Christophe Colomb, que ha pasado por un extraordinario renacimiento desde que vivo en ella, celebramos el cumpleaños de Eloísa. Miguel Altamirano ha pasado por Chez Michel, la pastelería de uno de los pocos osados que han decidido quedarse en la ciudad fantasma de Colón, y le ha traído a su nieta una torta en forma de número cuatro, con tres cremas por dentro y por fuera una pátina de azúcar caramelizada. Después de comer, salimos todos al porche de la casa. Hace unos días que Charlotte ha colgado de la baranda una piel de tigrillo, blanca en los bordes, amarilla en los flancos y marrón en los lunares y el espinazo. Mi padre se apoya en la baranda y empieza a acariciar el pelaje moteado, la mirada perdida en las copas de las palmeras. Charlotte está detrás, enseñándole a una sirvienta cartagenera a servir el café en un juego de cuatro tazas de Limoges. Yo me he echado en la hamaca. Eloísa, entre mis brazos, se ha quedado dormida, y su boca entreabierta suelta un levísimo ronquido cuyo olor limpio me llega y disfruto. Y en ese momento, sin darse la vuelta y sin dejar de acariciar la piel del tigrillo, mi padre habla, y lo que dice puede estar dirigido a mí, pero también a Charlotte: «Yo lo maté, sabes. Yo maté al ingeniero». Charlotte se echa a llorar.

OCTUBRE. De regreso en Kinshasa, Conrad escribe: «Todo aquí me resulta repelente. Los hombres y las cosas, pero sobre todo los hombres». Uno de esos hombres es Camille Delcommune, jefe de la estación y superior directo de Conrad. El desagrado que Delcommune siente por este marinero inglés —pues Conrad, para este momento, ya es un marinero inglés— sólo es comparable al que el marinero siente por Delcommune. En esas condiciones, el capitán Joseph K. se da cuenta de que su futuro en África es más bien oscuro y no demasiado prometedor. No hay posibilidades de ascenso; menos aún de mejoras salariales. Y sin embargo ha firmado un contrato por tres años, y esa realidad es insoslayable. ¿Qué hacer? Conrad, avergonzado pero vencido, decide provocar una disputa para renunciar y regresar a Londres. Pero no se ve obligado a este recurso extremo: una crisis de disentería —bastante real, por lo demás— se convierte en el mejor pretexto.

NOVIEMBRE. El día 20 mi padre me pide que lo acompañe a ver las máquinas. «Pero si ya las has visto tantas veces», le digo, y él responde: «No, no quiero ver las de acá. Vamos a Culebra, que allá están las grandes». No me atrevo a decirle que el tiquete en el ferrocarril se ha vuelto, de la noche a la mañana, demasiado costoso para su bolsillo de desempleado, y que siempre lo ha sido para mí. Lo que dice, sin embargo, es cierto: en el momento en que cesaron para siempre, las obras del Canal estaban divididas en cinco residencias, desde Colón a Ciudad de Panamá. La residencia de Culebra, la que más problemas presentó para los ingenieros, consiste en dos kilómetros de geología impredecible y desobediente, y fue ahí donde se concentraron las mejores dragas y las excavadoras más poderosas de todas las que la Compañía del Canal había adquirido durante los últimos años. Y eso es lo que mi padre quiere ver el 20 de noviembre: los restos abandonados del fracaso más grande de la historia humana. En ese momento yo ignoro todavía que mi padre ha intentado otras veces aquel peregrinaje nostálgico. A pesar de la profunda tristeza que noto en su voz, a pesar del cansancio que pesa en cada movimiento de su cuerpo, me parece que el asunto de ir a ver armatostes oxidados es un mero capricho de hombre decepcionado, y me lo saco de encima como espantando una mosca. «Ve tú solo», le digo. «Y luego me cuentas cómo te fue».

DICIEMBRE. El día 4, después de un penoso trayecto de seis semanas —la excesiva duración se ha debido a su mala salud—, Conrad ha vuelto a Matadi. Ha tenido que volver llevado en hombros por gente más joven, más fuerte; a la humillación se suma el agotamiento. De regreso a Londres, el capitán Joseph K. se detiene de nuevo en Bruselas. Pero Bruselas ha cambiado en estos meses: ya no es la ciudad de paredes blancas y mortalmente aburrida que Conrad había conocido antes; ahora es el centro de un imperio esclavista, explotador, asesino; ahora es un lugar que transforma a los hombres en fantasmas, una verdadera industria de la degradación. Conrad ha visto la degradación de la colonia, y en su cabeza esas imágenes congoleñas se comienzan a mezclar, como si estuviera borracho, con la muerte de su madre en el exilio, el fracaso de su padre insurrecto, el despotismo imperialista de la Rusia del zar, la traición de que es víctima Polonia a manos de las potencias europeas. Igual que los europeos se dividieron el pastel polaco, piensa Conrad, ahora se dividirán el Congo, y después vendrá sin duda el resto del mundo. Como si respondiera a esas imágenes que lo atormentan, a esos miedos que sin duda ha heredado de su padre, su salud empeora: el capitán Joseph K. pasa del reumatismo en el brazo izquierdo a las palpitaciones cardiacas, de la disentería congoleña a la malaria de Panamá. Su tío Tadeusz le escribe: «He encontrado tu escritura tan cambiada —lo cual atribuyo a la fiebre y a la disentería— que desde entonces no hay felicidad en mis pensamientos».

El día de su peregrinaje a Culebra, varios pasajeros gringos vieron a mi padre tomar solo el tren de las ocho, y lo escucharon hacer comentarios para nadie cada vez que por las ventanas pasaba una de las estaciones de las obras, de Gatún a Emperador. Al pasar cerca de Matachín lo escucharon explicar que el nombre del sitio venía de los chinos muertos y enterrados en los alrededores, y al pasar Bohío Soldado lo escucharon traducir ambas palabras al inglés pero sin ofrecer explicación alguna. A mediodía, mientras el tren se llenaba con los aromas de las comidas que los pasajeros habían improvisado para el trayecto, lo vieron apearse en Culebra, resbalarse al bajar por el terraplén de la línea férrea y perderse en la selva. Un indio cuna que recogía plantas con su hijo lo avistó entonces, y le pareció tan rara su forma de andar —el descuido con que pateaba un pedazo de madera podrida que podía ser refugio de una víbora, los movimientos desgastados con que se agachaba para buscar una piedra y tirársela a los micos—, que lo siguió hasta donde estaban las máquinas de los franceses. Miguel Altamirano llegó al espacio de la excavación, la gigantesca trinchera gris y barrosa que parecía el lugar de impacto de un meteoro, y la contempló desde el borde como un general que estudia el terreno de la batalla. Entonces, como si alguien desafiara las reglas del Istmo, comenzó a llover.

En vez de refugiarse debajo del árbol más inmediato, cuyo follaje impenetrable le hubiera servido perfectamente de paraguas, Miguel Altamirano comenzó a caminar bajo la lluvia, bordeando la trinchera, hasta llegar junto a una criatura descomunal y cubierta de enredaderas que se levantaba diez metros del suelo. Era una excavadora de vapor. Los aguaceros de los últimos dieciocho meses la habían cubierto con una pátina de óxido, gruesa y dura como el coral, pero eso sólo era visible después de apartar los tres palmos de vegetación tropical que la cubrían por todas partes, las ramas y las hojas con que la selva tiraba de ella para hundirla en la tierra. Miguel Altamirano se acercó a la garlancha y la acarició como si fuera la trompa de un elefante viejo. Rodeó la máquina caminando despacio, deteniéndose junto a cada pata, apartando las hojas con las manos y tocando cada uno de los baldes que su brazo pudiera alcanzar: el viejo elefante estaba enfermo, y mi padre lo recorría en busca de síntomas. Enseguida encontró el vientre del elefante, la especie de pequeño cobertizo que en el monstruoso vagón de la excavadora hacía las veces de sala de máquinas, y allí se guareció. No volvió a salir. Cuando, después de una búsqueda infructuosa de dos días por Colón y sus infructuosos alrededores, logré averiguar su paradero, lo encontré acostado sobre el suelo húmedo de la excavadora. La fortuna quiso que ese día también estuviera lloviendo, de manera que me eché al lado de mi padre muerto y cerré los ojos para sentir lo mismo que él había sentido durante sus últimos instantes: el traqueteo asesino de la lluvia en el metal hueco de los baldes, el olor de los hibiscus, el frío del óxido mojado penetrando la camisa y el cansancio, el despiadado cansancio.