V. Sarah Bernhardt y la Maldición Francesa

«Hágase el Canal», dijo Lesseps, y el Canal… comenzó a hacerse. Pero eso no sucedió ante sus ojos-de-gato-cansado: el Gran Hombre regresó a París —y su regreso en perfecto estado de salud fue la prueba tangible de que la reputación asesina del clima panameño no era más que un mito—, y desde las oficinas de la Rue Caumartin fungió como General en Jefe de un ejército de ingenieros manejado a distancia, un ejército enviado a estos trópicos salvajes para derrotar a las guerrillas del Clima, para lograr el sometimiento de la traicionera Hidrología. Y mi padre sería el narrador de ese choque, sí señor, el Tucídides de esa guerra. Para Miguel Altamirano, una evidencia surgió en esos días, vívida y profética como un eclipse de sol: su destino manifiesto, que sólo ahora, a sus sesenta y tantos años, le estaba siendo revelado, era dejar testimonio escrito de la suprema victoria del Hombre contra las Fuerzas de la Naturaleza. Porque eso era el canal interoceánico: el campo de batalla donde la Naturaleza, enemiga legendaria del Progreso, firmaría por fin su rendición incondicional.

En enero de 1881, mientras Korzeniowski navegaba los mares territoriales de Australia, el consabido Lafayette entraba en los respectivos de Panamá, trayendo un cargamento que mi padre describió en su crónica como un Arca de Noé para los tiempos modernos. Por el tablón bajaron, no las parejas de todos los animales de la Creación, sino algo mucho más definitivo: cincuenta ingenieros con sus familias. Y durante un par de horas hubo en el puerto de Colón más diplomas de la École Polytechnique que cargadores para llevarlos al hotel. El 1 de febrero, uno de aquellos ingenieros, un tal Armand Réclus, escribió a las oficinas de la Rue Caumartin: «Comenzadas obras». Las dos palabras del glorioso telegrama se reprodujeron como conejos en cada periódico del hexágono francés; esa noche, mi padre se quedó en la calle del Frente de Colón, pasando del General Grant al más cercano tabuco de jamaiquinos, y de ahí a los grupos de borrachines inofensivos (y otros que no lo eran tanto) de los puertos de carga, hasta que el amanecer le recordó su edad respetable. Llegó a la casa de los pilotes con las primeras luces, borracho de brandy pero también de guarapo, porque había brindado y bebido con cualquier alma dispuesta a seguirle la cuerda. «¡Viva Lesseps y viva el Canal!», gritaba.

Y Colón entera parecía responder: «¡Que vivan!».

Eloísa querida: si mi relato ocurriera en estos tiempos de cinematógrafos (ah, el cinematógrafo: una criatura que habría gustado a mi padre), la cámara se fijaría ahora mismo en una ventana del Jefferson House, que era, seamos sinceros, el único hotel de todo Colón digno de los ingenieros del Lafayette. La cámara se acerca a la ventana, se fija en las reglas de cálculo, los transportadores y los compases, se mueve hasta enfocar la cara profundamente dormida de un niño de cinco años y el hilillo de saliva que se le escurre hasta oscurecer el terciopelo rojo del cojín, y tras cruzar una puerta cerrada —nada está vedado a la magia de las cámaras— capta los últimos movimientos de una pareja en pleno coito. Que no son lugareños es evidente en sus respectivos índices de sudoración. A la mujer me referiré in extenso en cuestión de pocas líneas, pero por ahora es importante señalar que tiene los ojos cerrados, que está tapándole la boca a su marido para evitar que el niño se despierte con los inevitables (e inminentes) ruidos orgásmicos y que sus pechos pequeños siempre han sido fuente de conflicto para ella y sus corpiños. En cuanto al hombre: entre su tórax y el de su mujer se abre un ángulo de treinta grados; su pelvis se mueve con la precisión y la invencible regularidad de un émbolo a gas; y su habilidad para conservar estas variables —el ángulo y la frecuencia de movimiento— se debe, en gran parte, a su ingeniosa utilización de la palanca de tercer tipo. En la cual, como todo el mundo sabe, la Potencia se encuentra entre la Resistencia y el Fulcro. Sí, mis inteligentes lectores, lo han adivinado ustedes: el hombre era ingeniero.

Se llamaba Gustave Madinier. Se había graduado con honores en la Polytechnique primero y más tarde en la École des Ponts et Chaussées; durante su brillante carrera de ingeniero, se había visto obligado a repetir más de una vez que no tenía ninguna relación con el otro Madinier, el que había peleado con Napoleón en Vincennes y luego desarrollado una teoría matemática del fuego. No: nuestro Madinier, nuestro querido Gustave que ahora mismo eyacula al interior de su mujer mientras recita para sí mismo «Dame una palanca y moveré el mundo», era el responsable de veintinueve puentes que cubrían la República francesa, o más bien sus ríos y lagos, desde Perpignan a Calais. Era autor de dos libros: Les fleuves et leur franchissement y Pour une nouvelle théorie des câbles; sus obras habían llamado la atención del equipo del Suez, y su participación fue decisiva en la construcción de la nueva ciudad de Ismailía. Venir a Panamá como parte de la Compagnie du Canal había sido, para él, un movimiento tan natural como los hijos después del matrimonio.

Y ya que estamos en eso: Gustave Madinier se había casado con Charlotte de la Môle a principios de 1876, ese año mágico para mi padre y para mí, y cinco meses después nacía Julien, pesando tres mil doscientos gramos y generando igual número de comentarios malintencionados. Charlotte de la Môle, la mujer que era un reto para cualquier corpiño, había sido también un reto para su marido: era terca, voluntariosa e insoportablemente atractiva. (A Gustave le gustaba que los pechos se le pegaran al cuerpo cuando hacía frío, porque eso le daba la sensación de fornicar con una jovencita. Pero eran gustos culpables; Gustave no se enorgullecía de ellos, y sólo una vez, durante una borrachera, los había confesado a su mujer). El asunto es que el viaje colectivo a Panamá había sido idea de Charlotte, que no necesitó más de dos apareamientos para convencer al ingeniero. Y allí, en el cuarto del Jefferson House, mientras su marido cae en un sueño satisfecho y comienza a roncar, Charlotte siente que ha tomado la decisión correcta, pues sabe que detrás de todo gran ingeniero hay una gran empecinada. Sí, la imagen inicial de Colón —sus olores putrefactos, la asiduidad insoportable de sus insectos, el caos de sus calles— había provocado un breve desencanto; pero enseguida la mujer se fijó en el cielo limpio, y el calor seco de febrero le abrió los poros y se le metió en la sangre, y eso le gustó. Charlotte no sabía que el calor no siempre era seco, que el cielo no siempre estaba limpio. Alguien, algún alma caritativa, habría debido decírselo. Nadie lo hizo.

Fue por esos días que llegó Sarah Bernhardt. Los lectores abren los ojos, sueltan comentarios escépticos, pero así es: Sarah Bernhardt estuvo allí. La visita de la actriz fue otro de los síntomas de la ombliguización de Panamá, el súbito desplazamiento del Istmo al mismísimo centro del mundo… La Bernhardt llegó, para variar, en ese dispensador de figuras francesas que era el vapor Lafayette, y se quedó en Colón apenas el tiempo necesario para tomar el tren a Ciudad de Panamá (y para merecer su breve inclusión en este libro). En un teatro diminuto y demasiado caluroso, montado a la carrera en un salón lateral del Grand Hotel, ante un público en el que todos, menos uno, eran franceses, Sarah Bernhardt subió a un escenario con dos sillas y, con la ayuda de un actorcito aficionado que había traído desde París, recitó, de memoria y sin equivocarse, todos los parlamentos de la Fedra de Racine. Una semana después había vuelto a tomar el tren, pero en sentido contrario, y regresaba a Europa, sin haber hablado con un solo panameño… pero ganándose, sin embargo, un lugar en mi relato. Pues esa noche, la noche de Fedra, dos personas aplaudieron más que el resto. Una era Charlotte Madinier, para quien la presencia de Sarah Bernhardt había sido como un bálsamo contra el tedio insoportable de la vida en el Istmo. La otra era el encargado de dar cuenta de todo beneficio o provecho que ocurriera como consecuencia (directa o no) de las obras del Canal: Miguel Altamirano.

Lo explicaré sin rodeos: Charlotte Madinier y Miguel Altamirano se conocieron esa noche, intercambiaron nombres y saludos e incluso alejandrinos clásicos, pero tardaron mucho en volverse a ver. Cosa, por lo demás, bastante normal: ella era una mujer casada, y todo el tiempo se le iba en aburrirse-según-las-buenas-costumbres; él, por su parte, no dejaba de moverse, pues en esa época no había un solo instante en que no ocurriera en Panamá algo digno de ser reseñado para el Bulletin. Charlotte conoció a mi padre y lo olvidó enseguida, y siguió con su propia rutina, y desde su rutina vio que el aire seco de febrero se iba haciendo más denso conforme pasaban las semanas, y una noche de mayo se despertó espantada, porque creyó que la ciudad era víctima de un bombardeo. Se asomó a la ventana: estaba lloviendo. Su marido se asomó con ella, y de un vistazo calculó que en los cuarenta y cinco minutos que duró el aguacero había caído más agua de la que recibe Francia en todo un año. Charlotte vio las calles inundadas, las cáscaras de bananos o las hojas de palma que pasaban flotando sobre la corriente, y de vez en cuando alcanzó a ver otros objetos más intimidatorios: una rata muerta, por ejemplo, o una bola de mierda humana. Idénticos aguaceros se repitieron once veces en el curso del mes, y Charlotte, que veía desde su reclusión cómo Colón se convertía en un pantano sobre el cual volaban insectos de todos los tamaños, comenzó a preguntarse si el viaje no habría sido un error.

Y entonces, un día de julio, su niño amaneció con escalofríos. Julien se sacudía con violencia, como si su cama tuviera vida propia, y el castañeteo de sus dientes era perfectamente audible a pesar del azote del aguacero en la terraza. Gustave estaba en las obras del Canal, evaluando los daños causados por la lluvia; Charlotte, vestida con las ropas todavía húmedas que había mandado lavar la tarde anterior, cargó al niño en brazos y llegó en una calesa desvencijada al hospital. Los escalofríos habían cesado, pero al acostar a Julien en la cama que le fue asignada, Charlotte le puso el dorso de la mano sobre la frente, más por instinto que otra cosa, y en el mismo instante se dio cuenta de que el niño ardía en fiebre y de que los ojos se le habían puesto en blanco. Julien movía la boca como una vaca pastando; sacaba una lengua reseca, y en su boca no había saliva. Pero Charlotte no encontró agua suficiente para calmarle la sed (lo cual, en medio del aguacero, no dejaba de ser irónico). A media tarde llegó Gustave, que había recorrido la ciudad entera preguntando en francés si alguien había visto a su mujer, y al final había decidido, por agotar las posibilidades, ir al hospital. Y sentados en sillas de madera dura cuyo espaldar se desprendía si se recostaban en él, Gustave y Charlotte pasaron la noche, durmiéndose sentados cuando los vencía el agotamiento, turnándose por una especie de superstición privada para tomarle a Julien la temperatura. Al amanecer, a Charlotte la despertó el silencio. Había dejado de llover y su marido dormía doblado sobre sí mismo, la cabeza entre las rodillas, los brazos colgando hasta el suelo. Estiró la mano y sintió una ráfaga de alivio al comprobar que la fiebre había bajado. Y entonces trató, sin éxito, de despertar a Julien.

Y nuevamente escribo esta frase que tantas veces he escrito: entra en escena Miguel Altamirano.

Mi padre insistió en ser él quien acompañara a la pareja Madinier en aquellos trámites diabólicos: sacar al niño muerto del hospital, meterlo en el cajón, meter el cajón en la tierra. «La culpa la tiene el fantasma de Sarah Bernhardt», me diría mi padre mucho después, tratando de explicar las razones (que permanecieron inexplicadas) por las que se lanzó de cabeza al dolor de aquel matrimonio que apenas conocía. Los Madinier le guardarían una gratitud que debo llamar eterna: en medio de la pérdida y de la desorientación de la pérdida, mi padre les había servido de intérprete, de enterrador, de abogado, de mensajero. Hubo días en que la presencia del luto lo agotaba; pensaba en esos instantes que su tarea estaba ya completa, que se estaba entrometiendo; pero Charlotte le pedía que no se fuera, que no los dejara, que los siguiera ayudando con la simple ayuda de su compañía, y Gustave le ponía una mano en el hombro con el gesto de un camarada de guerra: «Usted es todo lo que tenemos», le decía… y entonces pasaba Sarah Bernhardt, le soltaba un verso de Fedra y seguía su camino. Y mi padre era incapaz de despedirse: los Madinier eran como cachorritos, y dependían de él para enfrentarse a ese mundo istmeño, inhóspito e incomprensible en que Julien ya no estaba.

Tal vez fue por aquellos días que se empezó a hablar en Colón de la Maldición Francesa. Entre mayo y septiembre, además del único hijo de los Madinier, veintidós obreros del Canal, nueve ingenieros y tres mujeres de ingenieros fueron víctimas de las fiebres asesinas del Istmo. Seguía lloviendo —el cielo se ponía negro a las dos de la tarde, y casi de inmediato empezaba el aguacero, que no caía en gotas sino sólido y denso, como una ruana tirada al aire—, pero las obras seguían, a pesar de que la tierra excavada un día amanecía al día siguiente devuelta a la fosa por el peso de la lluvia. El Chagres subió tanto en un fin de semana que el ferrocarril tuvo que dejar de operar, porque la línea quedó hundida treinta centímetros por debajo de aquellas aguas con algas; y, con el ferrocarril paralizado, el Canal se paralizaba también. Los ingenieros se reunían en el mediocre restaurante del Jefferson House o en el 4th of July, un saloon con mesas lo bastante amplias como para poder desplegar en ellas mapas topográficos y planos arquitectónicos —y acaso una mano rápida de póquer sobre los planos y los mapas—, y allí pasaban horas discutiendo por dónde seguirían las obras cuando por fin escampara. Con frecuencia sucedía que los ingenieros se despedían al final de una tarde, citándose en las excavaciones a la mañana siguiente, sólo para enterarse a la mañana siguiente de que uno de ellos había sido ingresado en el hospital con un ataque de escalofríos, o estaba en el hospital vigilando la fiebre de su esposa, o estaba con su esposa en el hospital atendiendo a su niño y arrepintiéndose de haber venido a Panamá. Pocos sobrevivían.

Y aquí entro en terrenos conflictivos: a pesar de todo aquello, a pesar de su relación con los Madinier, mi padre (o más bien su curiosa Pluma Refractora) escribió que «los raros casos de fiebre amarilla que se han presentado entre los heroicos artífices del Canal» habían sido «importados de otros parajes». Y como nadie lo detuvo, siguió escribiendo: «Nadie niega que las plagas tropicales se han hecho presentes entre la población no autóctona; pero una o dos muertes, sobre todo de obreros que antes venían de Martinica o de Haití, no deben generar alarmas injustificadas». Sus crónicas/informes/reportajes sólo se leían en Francia. Y allí, en Francia, los Familiares del Canal las leían y quedaban tranquilos, y los accionistas seguían comprando acciones, porque todo iba bien en Panamá… Muchas veces he pensado que mi padre se habría hecho rico de haber patentado el invento aquel del Periodismo de Refracción, del cual tanto se ha abusado desde entonces. Pero soy injusto al pensarlo. Después de todo, en eso radicaba su extraño don: en no darse cuenta del bache —no: del cráter inmenso— que se abría entre la verdad y su versión de ella.

La fiebre amarilla siguió matando sin descanso, y mató sobre todo a los franceses recién llegados. Para el obispo de Panamá, ello era prueba suficiente: la plaga escogía, la plaga tenía inteligencia. El obispo describió una mano larga que llegaba en las noches a las casas de los disolutos, los adúlteros, los bebedores, los impíos, y se llevaba a sus niños como si Colón fuera el Egipto del Antiguo Testamento. «Los hombres de recta moral no tienen nada que temer», dijo, y en sus palabras hubo para mi padre el sabor de las viejas batallas contra el presbítero Echavarría: era como si el tiempo se repitiera. Pero entonces don Jaime Sosa, primo del obispo y administrador de la vieja catedral de Porto Bello, reliquia de los tiempos de la colonia, dijo un día que se sentía mal, luego que tenía sed, y tres días después era enterrado, a pesar de que el obispo mismo lo hubiera bañado en una solución de whisky, mostaza y agua bendita.

Durante esos meses los funerales se convirtieron en una parte de la rutina diaria, como las comidas, pues los muertos de fiebre eran enterrados en cuestión de horas para evitar que sus humores descompuestos llevaran la fiebre por los aires. Los franceses empezaron a caminar con las manos en la boca, o amarrándose una improvisada máscara de tela fina sobre boca y nariz como forajidos de leyenda; y una tarde, enmascarado hasta los pómulos, a pocos metros de su enmascarada esposa, Gustave Madinier —derrotado por el clima, el luto, el miedo a la fiebre incomprensible y traicionera— mandó a mi padre una nota de despedida. «Es tiempo de volver a la patria», escribió. «Mi mujer y yo necesitamos nuevos aires. Sepa usted, señor, que siempre estará en nuestros corazones».

Ahora bien: yo los hubiera entendido. Ustedes, lectores hipócritas, mis semejantes, mis hermanos, los hubieran entendido, aunque sólo fuera por simple simpatía humana. Pero no así mi padre, cuya cabeza empezaba a circular por rieles distintos, tirada por locomotoras independientes… Invado su cabeza y esto es lo que encuentro: una multitud de ingenieros muertos, otros tantos desertores y un canal abandonado a medio hacer. Si el infierno es personal, un espacio distinto para cada biografía (hecho con nuestros peores miedos, los que son intercambiables), aquél era el de mi padre: la imagen de las obras abandonadas, de las grúas y las excavadoras de vapor pudriéndose bajo el musgo y el óxido, la tierra excavada regresando desde los depósitos de carga de los vagones a sus húmedos orígenes en el suelo de la selva. La Gran Trinchera del Canal Interoceánico dejada de la mano de sus constructores: ésta, Lectores del Jurado, era la peor pesadilla de Miguel Altamirano. Y Miguel Altamirano no iba a dejar que semejante infierno se instalara en la realidad. Así que allí, junto al fantasma de Sarah Bernhardt que le lanzaba alejandrinos de Racine a la menor provocación, mi padre encontró el pulso para escribir estas líneas: «Honre usted, Monsieur Madinier, la memoria de su hijo único. Lleve las obras a buen término, y el pequeño Julien tendrá para siempre este Canal por monumento». Una anotación: cuando Gustave Madinier leyó estas líneas, no fue en una nota privada, sino en la primera página del Star & Herald, bajo un titular que era poco menos que un chantaje: CARTA ABIERTA A GUSTAVE MADINIER.

Y una tarde de diciembre, mientras el sol de la temporada seca —que había regresado con ese curioso talento que tiene diciembre para hacer olvidar las lluvias pasadas, para hacernos creer que en realidad Panamá es así— brillaba sobre las calles de Colón y sobre la zona entera de la Gran Trinchera del Canal, en el Jefferson House un ingeniero y su esposa deshacían baúles ya hechos. Las ropas volvían a los armarios y los instrumentos al escritorio, y los retratos de un niño muerto volvían a ocupar la cómoda de los retratos.

Y allí se quedarían, por lo menos hasta que alguna fuerza imprevisible los derribara.

Después de todo, eran tiempos convulsos.

*

Permítanme que lo vuelva a decir: eran tiempos convulsos. No, queridos lectores, no me refiero a esa idea consentida de los políticos que no tienen nada más que decir. No me refiero a las elecciones que los conservadores se robaron en el Estado colombiano de Santander, desapareciendo votos liberales y fabricando conservadores donde no los había; ni me refiero a la reacción liberal que ya empezaba a pensar en revoluciones armadas, a convocar juntas revolucionarias y a reunir dinero revolucionario. No, Eloísa querida: no me refiero al temor de una nueva guerra civil entre conservadores y liberales, ese temor constante que acompañaba a los colombianos como un perro fiel, y que tardaría poco, muy poco, pero muy poco, en materializarse de nuevo… No me refiero tampoco a las declaraciones en sesión secreta de cierto dirigente radical, que aseguraba ante el Senado de la República tener noticia de que «los Estados Unidos han resuelto apoderarse del Istmo de Panamá»; ni mucho menos a la respuesta de un conservador confiado para quien «las voces alarmistas» no deben asustar a la patria, pues «el panameño es feliz como ciudadano de esta República, y nunca cambiaría su honrada pobreza por las comodidades sin alma de esos buscadores de oro». No: a nada de eso me refiero. Cuando digo que eran tiempos convulsos, me refiero a convulsiones menos metafóricas y harto más literales. Digámoslo con claridad: Panamá era un lugar donde las cosas se sacudían.

En el espacio de un año, los habitantes del Istmo se espantaron con cada estallido de dinamita importada, y muy pronto se acostumbraron a cada estallido de dinamita importada: Panamá era un lugar donde las cosas se sacudían. Fueron meses en que los panameños caían de rodillas y comenzaban a rezar cada vez que las dragas de vapor abrían la tierra, y luego las dragas entraron a formar parte del paisaje auditivo y los panameños dejaron de arrodillarse, pues Panamá era un lugar donde las cosas se sacudían… En los pabellones de los enfermos de fiebre amarilla, las camas retumbaban sobre el suelo de madera, levantadas por la fuerza de los escalofríos, y nadie, nadie se sorprendía: Panamá, Lectores del Jurado, era un lugar donde las cosas se sacudían.

Pues bien: el 7 de septiembre de 1882 ocurrió la sacudida mayor.

Eran las tres y veintinueve de la mañana cuando comenzaron los movimientos. Me apresuro a decir que no duraron más de un minuto; pero en ese minuto corto alcancé a pensar primero en la dinamita, luego en que no era hora de hacer estallar cargas en la zona del Canal, luego en las máquinas francesas, y las deseché por la misma razón. En ese momento una maceta de cerámica que había sido del señor Watts, el anterior residente de la casa de los pilotes, y que hasta entonces había dormido pacíficamente encima de la alacena, caminó cuatro palmos hasta el borde y se lanzó al vacío. La alacena entera cayó enseguida (escándalo de la vajilla destrozada, cristales en pedazos peligrosamente desperdigados por el suelo). Mi padre y yo tuvimos apenas tiempo de agarrar la mano huesuda del chino muerto y un cajón con archivador y salir de la casa antes de que el terremoto partiera los pilotes y la casa se viniera de bruces, torpe y pesada y maciza como un búfalo cazado. Y al mismo tiempo, a pocos metros del barrio residencial de la Panama Railroad Company, el matrimonio Madinier salía a la calle, ambos en piyama y ambos espantados, antes de que los retratos de Julien se destrozaran contra el suelo del Jefferson House, y antes, por fortuna, de que el Jefferson House —o por lo menos su fachada— se estrellara contra la calle levantando una polvareda que hizo estornudar a varios de los testigos.

El terremoto de 1882, que para muchos fue un nuevo episodio de la Maldición Francesa, echó abajo la iglesia de Colón como si fuera de naipes, rompió las traviesas del ferrocarril a lo largo de ciento cincuenta metros y recorrió la calle del Frente rasgándola como un cuchillo de filo dañado. Su primera consecuencia: mi padre se puso manos a la obra (nunca mejor dicho). El lecho de la Gran Trinchera se hundió y se hundieron las paredes de la excavación, echando a perder buena parte del trabajo realizado, y un campamento instalado cerca de Miraflores desapareció —instrumentos, personal y una pala de vapor— en la tierra que se abrió como no la había abierto la dinamita. Y en medio de este panorama de desconsuelo, mi padre escribió: «Nadie se inquiete, nadie guarde recelos: las obras siguen adelante sin el más mínimo retraso».

En sus escritos siguientes, ¿se refirió a la alcaldía de Ciudad de Panamá, de la cual no quedó piedra sobre piedra? ¿Se refirió a los techos del Grand Hotel, que sepultaron el cuartel general de la Compañía, varios planos, a un contratista recién llegado de Estados Unidos y a algún que otro ingeniero? No: mi padre no vio nada de ello. La razón: en ese momento había adquirido ya definitivamente la célebre enfermedad colombiana de la C.S. (Ceguera Selectiva), también conocida como C.P. (Ceguera Parcial) y aun como R.I.P. (Retinopatía por Intereses Políticos). Para él —y, en consecuencia, para los lectores del Bulletin, accionistas reales o potenciales—, las obras del Canal se acabarían en la mitad del tiempo previsto y costarían la mitad del dinero previsto; las máquinas que había trabajando eran el doble de las existentes, pero habían costado la mitad; los metros cúbicos de tierra excavada por mes, que no superaban los doscientos mil, se transformaban en los informes del Bulletin en un largo millón con todos sus ceros bien puestos. Lesseps estaba feliz. Los accionistas —los reales, los potenciales— también. Viva Francia y viva el Canal, carajo.

Mientras tanto, en el Istmo, la Guerra por el Progreso se libraba en tres frentes: la construcción del Canal, la reparación del ferrocarril y la reconstrucción de Colón y Ciudad de Panamá, y Tucídides daba noticia de ella con detalle (con el detalle que su R.I.P. le permitía ver). Caída la casa de los pilotes, fui testigo por primera vez de los efectos prácticos de la Ceguera de mi padre: no pasaron ni cuatro días antes de que le fuera adjudicada una de las pintorescas habitaciones de Christophe Colomb, el caserío construido para los técnicos blancos de la Compañía del Canal. Era una construcción prefabricada, puesta junto al mar con su hamaca propia y sus persianas de colores vivos como una casa de muñecas, y en ella viviríamos sin cargo alguno. Era un tratamiento regio, y mi padre sintió en la nuca el golpe nada sutil del Halago de los Poderosos, eso que en otras partes se conoce con otros alias: cohecho o soborno, unto o mordida.

La satisfacción, además, fue doble: cuatro casas más allá se instalaban, casi simultáneamente, otros desplazados por el terremoto, Gustave y Charlotte Madinier. Todos estuvieron de acuerdo en que salir de aquel hotel espantoso y lleno de recuerdos oscuros daría beneficios notables, tabula rasa y todas esas cosas. Por las noches, después de la cena, mi padre caminaba los cincuenta metros que nos separaban de la casita Madinier, o ellos hacían el trayecto hacia la nuestra, y en el porche nos sentábamos con brandy y habanos a ver cómo la luna amarilla se disolvía en las aguas de Bahía Limón y a alegrarnos de que Monsieur Madinier hubiera decidido quedarse. Queridos lectores, no sé cómo explicarlo, pero algo había ocurrido después del terremoto. Una transformación de nuestras vidas, tal vez, o tal vez el comienzo de una vida nueva.

Dice la tradición panameña que las noches de Colón favorecen las intimidades. Las causas son, supongo, científicamente indemostrables. Hay algo en el quejido melancólico de esa lechuza que parece decir todo el tiempo Ya acabó; hay algo en la oscuridad de las noches en las que uno podría alzar la mano y arrancarle un pedazo a la Osa Mayor; y sobre todo (ya para dejarnos de cursilerías) hay algo muy tangible en la inmediatez del peligro, cuyas encarnaciones no se limitan a un jaguar aburrido que decide hacer una excursión fuera de la selva, ni al escorpión ocasional que se te mete en los zapatos, ni a la violencia de Colón-Gomorra, donde hasta la llegada de los franceses había más machetes y revólveres que picos y palas. El peligro en Colón es una criatura cotidiana y proteica, y uno se acostumbra a su olor y pronto se olvida de su presencia. El miedo une; en Panamá, teníamos miedo aunque no lo supiéramos. Y era por eso, se me ocurre ahora, que una noche frente a Bahía Limón, siempre que el cielo estuviera limpio y hubiera pasado la temporada de lluvias, era capaz de producir amistades entrañables. Así fue para nosotros: bajo mi mirada de secretario, mi padre y los Madinier pasaron ciento cuarenta y cinco noches de amistad y confesiones. En ellas, Gustave confesó que las obras del Canal eran un reto casi inhumano, pero que hacer frente a ese reto era un honor y un privilegio. Charlotte confesó que la imagen de Julien, su niño muerto, ya no la atormentaba, sino que la acompañaba en momentos de soledad, como un ángel de la guarda. Los Madinier confesaron (a coro y desafinando un poco) que nunca, desde su matrimonio, se habían sentido tan unidos.

«A usted se lo debemos, Monsieur Altamiranó», decía el ingeniero.

«Señor», decía mi padre diplomático, «es mucho más lo que Colombia les deberá a ustedes».

«Se lo deben al terremoto», decía yo.

«Nada de eso», decía Charlotte. «Se lo debemos a Sarah Bernhardt».

Y risas. Y brindis. Y versos alejandrinos.

A finales de abril, mi padre le pidió al ingeniero Madinier que lo llevara a ver las máquinas. Salieron a la madrugada, después de una cucharada de whisky con quinina para hacerle el quite a lo que los panameños llamaban calentura y los franceses paludisme, y cogieron una canoa en el Chagres para ir hasta las excavaciones de Gatún. Las máquinas eran el más reciente amor de mi padre: una pala de vapor era capaz de dejarlo absorto durante largos minutos; una draga americana, de las que habían llegado a principios de ese año, podía arrancarle suspiros como los que sin duda le habría arrancado mi madre en el Isabel (pero eran otras épocas). Una de estas dragas, estacionada a un kilómetro de Gatún como un gigantesco barril de cerveza, fue la primera escala de la canoa. Los remeros se acercaron a la orilla y clavaron los remos en el lecho del río para que mi padre pudiera contemplar, inmóvil e hipnotizado a pesar del acoso de los zancudos, la magia del armatoste. Panamá era un lugar donde las cosas se sacudían: las cadenas del monstruo sonaban como los grilletes de un prisionero medieval, los baldes de hierro traqueteaban levantando la tierra extraída, y luego venía el escupitajo de agua a presión que lanzaba la tierra fuera del área de las obras con un siseo que ponía la piel de gallina. Mi padre tomaba nota atenta de todo, y empezaba a pensar en comparaciones sacadas de algún libro de dinosaurios o de Los viajes de Gulliver, cuando se dio la vuelta para agradecer a Madinier, pero lo encontró sentado en la canoa con la cabeza entre las piernas. El ingeniero dijo que le había caído mal el whisky. Decidieron regresar.

Esa tarde se reunieron (nos reunimos) en el porche, y se repitió el ritual de habanos y brandy. Madinier se sentía bastante mejor: no sabía qué le había ocurrido, dijo, iba a tener que cuidar el estómago un poco más de ahí en adelante. Bebió un par de copas, y Charlotte creyó que era cosa del alcohol cuando lo vio ponerse de pie en medio de la conversación para ir a echarse en la hamaca. Mi padre y Charlotte no hablaron de Sarah Bernhardt ni de la Fedra de Racine ni de la sala improvisada en el Grand Hotel, porque ya eran amigos, ya se sentían amigos, y esos códigos no les hacían falta. Hablaron, no sin nostalgia, de sus pasados en otro lugar: hasta ahora no se habían dado cuenta de que también mi padre era un extraño en Panamá, también él había pasado por los procesos del recién llegado —los esfuerzos por aprender, la ansiedad de adaptarse— y tener eso en común los entusiasmó. Charlotte contó cómo había conocido a Gustave. Habían asistido a una especie de celebración más o menos privada en el Jardin des Plantes; se celebraba la partida hacia el Suez de un equipo de ingenieros. Allí se habían conocido, contó Charlotte, y pronto se habían perdido a propósito en el laberinto de Buffon, sólo para hablar sin que nadie les interrumpiera. Charlotte estaba repitiendo lo que Gustave le había explicado esa tarde —que para salir de un laberinto, si sus paredes estaban conectadas, bastaba con mantener la misma mano pegada a una de las paredes, y tarde o temprano se encontraría la salida o se volvería a la entrada—, cuando se interrumpió a media frase y su pecho plano se quedó quieto como la superficie de un lago. Mi padre y yo nos giramos por instinto para mirar lo que ella estaba mirando, y esto fue lo que vimos: la hamaca, inflada bajo el peso del ingeniero Gustave Madinier, modelada con la curva de sus nalgas y los ángulos de sus codos, había comenzado a temblar, y las vigas de donde colgaba crujían desesperadas. No sé si lo he dicho ya: Panamá, queridos lectores, era un lugar donde las cosas se sacudían.

En cuestión de minutos los escalofríos cesaron y comenzó la fiebre, comenzó la sed. Pero hubo algo novedoso: con la poca lucidez que le quedaba, el ingeniero Madinier empezó a decir que le dolía la cabeza, y el dolor era tan salvaje que en algún momento le pidió a mi padre que le pegara un tiro, por piedad, que le pegara un tiro. Charlotte se negó a que lo lleváramos al hospital, a pesar de la insistencia de mi padre, y lo que hicimos fue levantar el cuerpo adolorido y trasladarlo a mi cama, la que estaba más cerca del porche. Y allí, sobre mis sábanas de lino recién compradas a mitad de precio a un comerciante antillano, pasó la noche Gustave Madinier. Su esposa lo acompañó como había acompañado a Julien, y sin duda el recuerdo de Julien la acosó durante la noche. Cuando amaneció, y Gustave dijo que la cabeza iba mejor, que en las piernas y la espalda ya no había ese dolor inclemente sino apenas una vaga inquietud, Charlotte ni siquiera se fijó en el tono amarillento que le había invadido la piel y los ojos, sino que se dejó arrastrar por el alivio. Reconoció que debía dormir un poco; el agotamiento la llevó hasta las últimas horas de la tarde. Ya se había hecho oscuro cuando me tocó ver el momento en que su marido comenzó a vomitar una sustancia negra y viscosa que no podía ser sangre, no, señor, juro que no podía ser sangre.

La muerte de Gustave Madinier fue tristemente célebre en el barrio de Christophe Colomb. Los vecinos obligaron a mi padre a quemar las sábanas de lino, junto con cada copa/taza/pedazo de vajilla que hubiera entrado en contacto con los labios contaminados del pobre ingeniero; la misma obligación embargó, como es evidente, a Charlotte. Por supuesto que la mujer terca y voluntariosa que era opuso cierta resistencia en un principio: no iba a deshacerse de aquellos recuerdos, no iba a quemar las últimas memorias de su marido, sin dar la pelea. Tuvo que venir el cónsul de Francia en Colón para forzarla, mediante un decreto insolente que iba adornado con todos los sellos del mundo, a llevar a cabo la hoguera purificadora a la vista de todo el mundo. (El cónsul moriría de fiebre amarilla, con calambres y con vómito negro, tres semanas después; pero esa pequeña justicia poética no viene al caso ahora). Mi padre y yo fuimos la mano de obra de aquella ceremonia inquisidora: y en medio de la calle principal de Christophe Colomb fue creciendo una pila de frazadas y corbatines, cepillos de cerda de puerco y navajas de afeitar, tratados de Teoría de las Resistencias y álbumes con fotos de familia, ejemplares intonsos de Les fleuves et leur franchissement y de Pour une nouvelle théorie des câbles, copas de cristal y platos de porcelana, e incluso un bloque de pan de centeno que llevaba la marca sucia de una mordida. Todo ardió con olores mezclados, con humo negro, y extinguido el fuego quedó una masa achicharrada y oscura. Vi a mi padre abrazar a Charlotte Madinier y enseguida coger un balde, caminar hasta la orilla de la bahía y regresar con agua suficiente para apagar las últimas brasas descoloridas. Para cuando volvió, para cuando vació el balde sobre la tapa reconocible de un libro de cromos que había sido de terciopelo azul, ya Charlotte no estaba.

Vivía a cuatro casas de la nuestra, y sin embargo la perdimos de vista. Todos los días, después de la quema, mi padre y yo pasábamos por su porche y dábamos tres golpes de nudillo sobre el marco de madera del mosquitero. Pero nunca hubo respuesta. Intentar indiscretamente asomarnos era inútil: Charlotte había recubierto las ventanas con ropas oscuras (capas parisinas, largas faldas de tafetán). Debían de haber pasado unos cinco o seis meses desde la muerte del ingeniero cuando la vimos salir, muy temprano, y dejar la puerta abierta. Mi padre la siguió; yo seguí a mi padre. Charlotte caminó hacia el puerto llevando en la mano derecha —pues la izquierda estaba cubierta hasta la altura de la muñeca con una venda mal puesta— un maletín parecido al que usan los médicos. No oyó o no quiso oír las palabras de mi padre, sus saludos, sus renovadas condolencias; al llegar a la calle del Frente, se dirigió, como un caballo regresando a casa, a la tienda de empeños de Maggs & Oates. Entregó el maletín y recibió a cambio una suma que parecía convenida de antemano (en unos billetes aparecía dibujado un ferrocarril, en otros un mapa, en otros más un viejo ex presidente); y todo esto lo hizo con la cara volteada hacia Bahía Limón y los ojos fijos en el Bordeaux, un vapor que había anclado en la bahía treinta días atrás y ahora flotaba desierto, pues toda la tripulación había muerto de fiebre. «Je m’en vais», repetía Charlotte con los ojos muy abiertos. Mi padre la siguió durante todo el camino de regreso a casa, y ella sólo decía: «Je m’en vais». Mi padre le suplicó que se detuviera, que lo mirara un instante, y ella sólo decía: «Je m’en vais». Mi padre subió tras ella al porche de su casa y alcanzó a recibir un vaho sólido de suciedad humana, y ella sólo decía: «Je m’en vais».

Charlotte Madinier había decidido irse, sí, pero no pudo o no quiso hacerlo de inmediato. Durante el día se la veía caminar sola por Colón, visitar la tumba de su marido en el cementerio e incluso pasar como una sombra por el hospital y quedarse horas frente a la cama de cualquier afiebrado, mirándolo con tanta intensidad que acababa por asustarlo y preguntando a las enfermeras por qué el rótulo decía gastritis si la verdad era evidentemente distinta. Hubo gente que la vio pedir limosna a los pasajeros del ferrocarril; hubo quien la vio desafiar todas las reglas de la decencia y ponerse a conversar con una de las putas francesas de la Maison Dorée, famosa en todo el Caribe. No sé quién habló por primera vez de la Viuda del Canal; pero el mote se quedó con la persistencia de una peste, e incluso mi padre comenzó a utilizarlo después de un tiempo. (Sospecho que para él no tenía el tono burlón y un poco despiadado que tenía para los demás; mi padre hablaba de la Viuda del Canal con respeto, como si en verdad la tumba del ingeniero Madinier contuviera una cifra de la suerte del Istmo). La Viuda del Canal, como suele suceder en los Trópicos Charlatanes, empezó a convertirse en leyenda. Era vista en Gatún, arrodillada entre el fango para hablar con un niño, y en el paso de Culebra, discutiendo con los obreros los últimos adelantos en las obras. Se dijo que le hacía falta el dinero del pasaje, y que por eso no se había ido; y a partir de entonces fue vista en el callejón de las Botellas, cobrando a los obreros del Canal por un polvo rápido, y echando otros, más demorados y además gratuitos, con los obreros recién llegados de Liberia. Pero la Viuda del Canal, sorda y ajena a los rumores, seguía vagabundeando por las calles de Colón, diciendo «Je m’en vais» a quien quisiera escucharla y en todos los tonos posibles, pero no yéndose nunca. Hasta el día en que…

Pero no.

Todavía no.

Todavía es pronto.

Después me ocuparé del curioso destino de la Viuda del Canal. Más importante ahora es referirme a los otros rumores que tenían lugar lejos de allí, y de los cuales la Viuda del Canal tampoco se enteró. Pues ahora la dama exigente de la Política reclama perentoriamente mi atención y yo, al menos durante el término de este libro, soy su obsecuente servidor. En el resto del país, los políticos hablaban en sus discursos de «inminente peligro para el orden social» y de «la paz que se amenaza turbar». Pero en Panamá nadie escuchó sus palabras. Los políticos seguían hablando con sospechoso empeño de «conmoción interior», de las «revoluciones» que se estaban fraguando en el país y de su «acompañamiento sombrío de desgracias». Pero en Colón, y más en ese gueto de Colón que formaban los empleados de la Compañía del Canal, todos éramos sordos y ajenos a esos discursos. Los políticos hablaban del destino del país con palabras alarmistas, «Regeneración o Catástrofe», pero sus palabras se quedaban enredadas en la selva del Darién, o se ahogaban en algunos de nuestros dos océanos. Finalmente, el rumor fatal, el rumor de rumores, llegó a Panamá; y así los habitantes del Istmo supimos que en aquella remota tierra a la cual el Istmo pertenecía, unas elecciones se habían llevado a cabo, un partido había ganado en circunstancias confusas, otro partido estaba más bien descontento. ¡Qué malos perdedores eran los liberales!, exclamaban, en los salones de Colón, los (conservadores) curas panameños. Los hechos eran simples: algunos votos se habían extraviado, algunas personas tuvieron dificultades para ir a votar y algunos que iban a votar liberal cambiaron de opinión en el último momento, gracias a la oportuna y divina intervención del Sacerdocio, bastión de la democracia. ¿Qué culpa tenía el Gobierno conservador en esos azares electorales? Y en ésas estaban los salones colonenses cuando se recibió el informe detallado de lo que ocurría allá fuera: el levantamiento armado de los inconformes.

El país, increíblemente, estaba en guerra.

Las primeras victorias fueron para los rebeldes. El general liberal Gaitán Obeso tomó Honda, se apoderó de los buques que navegaban el Magdalena y entró en Barranquilla. Sus éxitos fueron inmediatos. La costa caribe estaba próxima a caer en las rojas manos de la revolución; entonces, por primera vez en la historia, los escritores de esa larga comedia que es la democracia colombiana decidieron darle un papel pequeño, cosa de un par de líneas fáciles, al Estado de Panamá. Panamá sería la defensora de la costa de marras; desde Panamá navegarían los mártires destinados a rescatar al país de las manos del diablo masón. Y un buen día, un contingente de soldados veteranos se reunió en el puerto de Colón bajo el mando del gobernador panameño, general Ramón Santodomingo, y zarpó veloz hacia Cartagena, dispuesto a hacer historia. Desde el puerto, Miguel Altamirano y su hijo los vieron partir. No eran los únicos, por supuesto: en el puerto se aglomeraron curiosos de todas las nacionalidades, hablando en todas las lenguas, preguntando en esas lenguas qué estaba pasando y por qué. Entre los curiosos había uno que sabía bien lo que pasaba, y que estaba decidido a aprovecharse de ello, a sacar ventaja de la ausencia de los soldados… Y a finales de marzo, el abogado mulato Pedro Prestán, al mando de trece antillanos descalzos, desarrapados y armados de machetes, se declaraba General de la Revolución y Jefe Civil y Militar de Panamá.

La guerra, Eloísa querida, había llegado por fin a nuestra provincia neutral, a este lugar que hasta entonces había sido conocido como la Suiza caribeña. Después de medio siglo de cortejar al Istmo, de tocar a sus puertas istmeñas, la guerra había conseguido que se las abrieran. Y sus consecuencias… sí, aquí vienen sus desastrosas consecuencias, pero antes un instante de breve y barata filosofía. Colombia —ya se sabe— es un país esquizofrénico, y Colón-Aspinwall había heredado la esquizofrenia. La realidad, en Aspinwall-Colón, tenía una misteriosa capacidad para doblarse, para multiplicarse, para dividirse, para ser una y otra al mismo tiempo, conviviendo sin demasiado esfuerzo. Permítanme que dé un breve salto al futuro de mi narración, y que de paso arruine todos los efectos del suspenso y de la estrategia narrativa, para contar el final de este episodio: el incendio de Colón. Yo estaba en la nueva casa de la ciudad francesa, acostado en la hamaca (que se había vuelto para mí una segunda piel), sosteniendo en la mano abierta una copia de la María de Isaacs que apenas había llegado en vapor desde Bogotá, cuando el cielo detrás del libro se puso amarillo, pero no como los ojos de los afiebrados, sino como la mostaza que les sirve a algunos de antídoto.

Me eché a la calle. Mucho antes de llegar a la del Frente, el aire dejó de moverse y me llegó la primera bofetada de un calor que no era el del trópico. En la entrada del callejón de las Botellas, donde la leyenda había visto a la Viuda del Canal departir con liberianos, me llegó el olor de la carne quemada, y enseguida surgió de entre las sombras la figura de una mula echada sobre el costado, las patas traseras ya calcinadas, la lengua larga derramada sobre los trozos de vidrio verdoso. No fui yo, sino mi cuerpo, el que se acercó a las llamas como un lagarto hipnotizado por una tea encendida. La gente pasaba corriendo junto a mí, desplazando el aire caliente, y era como si el fuelle de un globo me diera en la cara: el olor de la carne volvió a sacudirme. Pero esta vez no provenía de ninguna mula, sino del cuerpo del mesié Robay, un mendigo haitiano de edad, familia y residencia desconocidas, que había llegado a Colón antes que todos nosotros y se había especializado en robar comida a los carniceros chinos. Recuerdo que me agaché a vomitar, y al acercar la cara al adoquinado lo sentí tan caliente que no me atreví a apoyarme con las manos. Entonces empezó a soplar un viento fuerte y constante desde el norte, y el incendio viajó sobre el viento… En cuestión de horas, durante la tarde y la noche de ese 31 de marzo de 1885, Colón, la ciudad que había sobrevivido a las inundaciones y al terremoto, quedaba convertida en planchas de tizón.

Imagínese el lector nuestra gran sorpresa cuando, en ese país de impunidades, en esa capital mundial de la irresponsabilidad que es Colombia, el culpable del incendio de Colón fue juzgado en pocos días. Mi padre y yo, lo recuerdo, quedamos pálidos de espanto cuando conocimos la naturaleza de lo ocurrido; pero más pálidos quedamos poco después, sentados a la mesa en el porche de la casa, al darnos cuenta de que nuestras valoraciones de lo ocurrido eran radicalmente distintas, pues distintas eran nuestras versiones de los hechos. En otras palabras: sobre el incendio de Colón circulaban historias encontradas.

¿Cómo dice, señor narrador?, protestan desde el público. Pero si los hechos no tienen versiones, si la verdad es una sola. A lo cual sólo puedo responder contando lo que se contó aquel mediodía, al calor del trópico recién incendiado, en mi casa panameña. Mi versión y la de mi padre coincidían en el comienzo de la historia: ambos conocíamos, como conocía todo colonense que estuviera al tanto de lo que ocurría en la ciudad, el origen del incendio de Colón. Pedro Prestán, aquel abogado mulato y liberal, se ha alzado en armas contra su remoto Gobierno conservador, sólo para darse cuenta enseguida de que no tiene armas suficientes; al enterarse de que un cargamento de doscientos fusiles viene desde Estados Unidos en un buque privado, Prestán lo adquiere a buen precio; pero el cargamento es interceptado por una oportuna y nada neutral fragata norteamericana que ha recibido desde Washington instrucciones clarísimas de defender al Gobierno conservador. Prestán, como represalia, hace arrestar a tres norteamericanos, incluido el cónsul de Colón. Mientras tanto, tropas conservadoras desembarcan en la ciudad y obligan a los rebeldes a replegarse; mientras tanto, marines norteamericanos desembarcan en la ciudad, y también obligan a los rebeldes a replegarse. Los rebeldes, replegados, se dan cuenta de que la derrota se acerca… Y aquí sucede el ataque de esquizofrenia de la política panameña. Aquí mi versión de los hechos subsiguientes se separa de la de mi padre. El inconsistente Ángel de la Historia nos da dos evangelios diferentes, y los cronistas seguirán partiéndose la cabeza hasta el final de sus días, porque es llanamente imposible saber cuál merece el crédito de la posteridad. Y así es como allí, en la mesa de los Altamirano, Pedro Prestán se dividió en dos.

Al verse derrotado, Prestán Uno, líder carismático y prócer antiimperialista, huye por mar hacia Cartagena para unirse a las tropas liberales que allí combaten, y los soldados conservadores, por orden de su propio Gobierno y en connivencia con los Malvados Marines, prenden fuego a Colón y le echan la culpa al carismático líder. Prestán Dos, que al fin y al cabo es poco más que un asesino resentido, decide satisfacer su profunda piromanía, porque nada le parece más atractivo que atacar los intereses de los blancos y quemar la ciudad en la que ha vivido los últimos años… Antes de escapar, Prestán Uno alcanza a escuchar los cañonazos que la fragata Galena lanza contra Colón, y que en cuestión de horas habrán dado comienzo al incendio. Antes de escapar, Prestán Dos da órdenes a sus macheteros antillanos de borrar la ciudad del mapa, pues Colón prefiere la muerte antes que la ocupación. Pasan los meses para Prestán Uno, y pasan también para Prestán Dos. Y en agosto de ese mismo año de 1885, Prestán Uno es arrestado en Cartagena, conducido a Colón, juzgado en Consejo de Guerra y hallado culpable del incendio con pruebas irrebatibles, plenas garantías procesales y derecho a un abogado ilustrado, competente y libre de prejuicios de raza o de clase.

Prestán Dos, en cambio, no tuvo tanta suerte. El Consejo que lo juzgó no escuchó a los testigos de la defensa; no investigó la versión que circulaba por la ciudad —y que había merecido la credibilidad del cónsul francés, nada menos—, según la cual el responsable del incendio había sido un tal George Burt, antiguo director del Ferrocarril y agent provocateur; no logró producir más testigos para su causa que un norteamericano, un francés, un alemán y un italiano, ninguno de los cuales hablaba una sola palabra de español, con lo cual sus declaraciones nunca se tradujeron ni se hicieron públicas; y no logró establecer por qué, si el móvil de Pedro Prestán era el odio a norteamericanos y franceses, las únicas propiedades de Colón que no resultaron dañadas por el incendio fueron la Compañía del Ferrocarril y la Compañía del Canal.

El 18 de agosto, Prestán Uno fue condenado a muerte.

Qué coincidencia: Prestán Dos también.

Lectores del Jurado: yo estaba presente. La Política, esa Gorgona que convierte en piedra a quien la mira a los ojos, me pasó al lado muy cerca esta vez, negándose a ser ignorada: la mañana del 18, las autoridades del Gobierno conservador, vencedoras de la Enésima Guerra Civil, condujeron a Pedro Prestán a la línea del ferrocarril, vigilada cada cierta distancia (y sin que nadie se extrañara) por marines norteamericanos armados con cañones. Desde el segundo piso de un edificio dañado por el incendio vi a cuatro obreros, mulatos como el condenado, armar en cosa de horas un pórtico de madera; entonces apareció, rodando sin ruido por los rieles, una plataforma de carga. Pedro Prestán subió a la plataforma, o más bien fue puesto en ella de un empujón, y tras él subió un hombre que no tenía capucha, pero que sin duda oficiaría como verdugo. Allí, debajo del pórtico de madera barata, Prestán parecía un niño perdido: las ropas le quedaban repentinamente grandes; el sombrero de bombín parecía a punto de caerse de su cabeza. El verdugo dejó sobre la plataforma una bolsa de lona que había estado cargando, y de la bolsa sacó una cuerda tan bien engrasada que vista desde lejos parecía una víbora (absurdamente pensé que a Prestán lo matarían con su mordida venenosa). El verdugo lanzó la soga por encima del travesaño y con el otro extremo rodeó la cabeza del condenado, con delicadeza, como si temiera rasgarle la piel. Apretó el nudo corredizo; bajó de la plataforma. Y entonces, sobre los rieles del ferrocarril de Panamá, la plataforma se deslizó con un silbido, y el cuerpo de Prestán quedó colgando en el vacío. El ruido de su cuello al romperse se confundió con el tirón de la soga, con el sacudón de la madera. Era madera barata, y Panamá, de todas formas, era un lugar donde las cosas se sacudían.

La ejecución de Pedro Prestán, en esos días en que todavía estaba vigente la Constitución para Ángeles y su prohibición explícita de la pena de muerte, fue un verdadero choque para muchos. (Hubo luego otros setenta y cinco choques, cuando setenta y cinco colonenses, arrestados por las tropas conservadoras, fueron puestos de espaldas contra los restos chamuscados de las paredes y fusilados sin fórmula de juicio). Por supuesto que mi padre, en su crónica para el Bulletin du Canal, sacó su varita de la Refracción y reacomodó la realidad como tan bien sabía hacerlo. Y así, el accionista francés, que tan preocupado estaba por las convulsiones políticas de aquel país remoto y el daño que podrían causar a sus inversiones, se enteró del «lamentable incendio» que, tras un «accidente imprevisible y fortuito», alcanzó a consumir «algunas chabolas sin importancia» y varias «casetas de cartón que estaban, de todas formas, a punto de caer». Tras el incendio, «dieciséis panameños fueron internados en el hospital como consecuencia de problemas respiratorios», escribió mi padre (el problema respiratorio consistía en que no respiraban, porque los dieciséis panameños estaban muertos). En la crónica de mi padre, los obreros del Canal eran «verdaderos héroes de guerra» que habían defendido la «Octava Maravilla» a capa y espada, y cuyo enemigo era «la temible naturaleza» (nada se decía de las temibles democracias). Así fue: por obra y gracia de la Refracción, la guerra de 1885 nunca existió para los inversores franceses, ni Pedro Prestán murió ahorcado sobre los rieles del ferrocarril que a los franceses les servía para transportar los materiales. El general rebelde y derrotado Rafael Aizpuru, tras escuchar el clamor de varios panameños notables, había ofrecido declarar la independencia de Panamá si los Estados Unidos lo reconocían como gobernante: Miguel Altamirano no dio noticia de ello.

Igual que las instalaciones de las dos compañías, el caserío de Christophe Colomb resultó ileso, como si un carril cortafuegos lo hubiera separado de la ciudad incendiada, y mi padre y yo, que ya empezábamos a sentirnos nómadas a escala istmeña, no tuvimos que volver a mudarnos. Poco después del incendio, mientras los empleados del ferrocarril/patíbulo se ocupaban en reconstruir la ciudad, le dije a mi padre que habíamos tenido suerte, y él me contestó con la cara dominada por la mueca críptica de algo que debía ser melancolía. «Suerte no», me dijo. «Lo que tuvimos fue barcos gringos». Bajo la vigilancia paternal del Galena y del Shenandoah, bajo la autoridad irrefutable del Swatara y del Tennessee, las obras en la Gran Trinchera trataron de seguir adelante. Pero las cosas ya no eran como antes. Algo había cambiado ese mes de agosto en que la guerra colombiana llegó al Istmo, ese mes infausto en que Pedro Prestán fue ejecutado. Algo se había podrido en el Estado de Panamá, y ello no pasó desapercibido para todo el mundo. Lo diré rápido y sin anestesia: sentí que algo había comenzado a hundirse. Los accionistas, los lectores del Bulletin, habían comenzado a escuchar esas mentiras grotescas: que sus hermanos, sus primos, sus hijos, estaban muriendo por docenas en Panamá. ¿Podía ser cierto eso, se preguntaban, si el Bulletin decía lo contrario? Trabajadores o ingenieros llegaban desde el Istmo a Marsella o a Le Havre, y lo primero que hacían al bajar del vapor era soltar una calumnia despreciable, decir que las obras no avanzaban como estaba previsto, o que su costo se estaba incrementando de manera escandalosa… Increíblemente, esas falsedades sin fundamento comenzaron a calar en la mente crédula de los franceses. Y mientras tanto, mi país empezaba a mudar de nombre y de constitución como una víbora muda de piel, y se hundía de cabeza en los años más oscuros de su historia.