IV. Las misteriosas leyes de la refracción

Durante dos días seguidos estuve buscando a mi padre, siguiendo su pista leve y sin embargo visible, su pista de caracol baboso, por las calles de Colón. Pero no tuve éxito. No quise dejar recados, notas, avisos, porque les tengo cariño a las sorpresas y juzgué —sin ninguna razón, por supuesto— que ese cariño me venía del lado paterno. En el hospital las enfermeras mulatas hablaron de mi padre con (me pareció) demasiada confianza; enseguida me informaron, entre sonrisitas impertinentes, que había pasado por allí esa mañana, y que había dedicado tres horas largas a conversar con un joven tuberculoso, pero que ignoraban cuál era su destino siguiente; cuando hablé con el joven tuberculoso me enteré de varias cosas, pero no del paradero de mi padre. Era bogotano de nacimiento y abogado de profesión, esa conjunción harto frecuente en mi país centralista y leguleyo; dos semanas después de venir a Colón se había despertado con una bolsa de piel pegada bajo la mandíbula; para el momento de mi visita, ya la infección había abandonado el ganglio inflamado e invadido los pulmones y el flujo sanguíneo; le quedaban, en el mejor de los casos, pocos meses de vida. «¿Ese tipo era amigo suyo?», me dijo, entreabriendo los ojos del color de la bilis. «Bueno, pues dígale que lo espero mañana. Dígale que no me deje tirado. En estas tres horas se ocupó de mí mejor que todos estos médicos de mierda. Dígaselo, ¿bueno? Dígale que antes de morirme quiero saber cómo carajos acaba D’Artagnan». Y al pronunciar la erre gutural, en un afán de corrección que me pareció por lo menos curioso en el caso de un moribundo, se llevó la mano izquierda al ganglio inflamado, cubriéndoselo como si le doliera.

En las oficinas de la Compañía del Ferrocarril —que algunos nativos llamaban por el nombre inglés, lo que me dio la curiosa sensación de vivir en dos países al mismo tiempo, o de estar cruzando una y otra vez una frontera invisible—, los norteamericanos me confundieron con un comprador potencial de tiquetes y me enviaron, no sin diligencia, a la Oficina de los Tiquetes, sacudiendo en dirección a la calle los puños de sus impecables camisas, y uno de ellos llegó incluso a acomodarse el sombrero de fieltro para acompañarme al lugar. Aquel intercambio se dio completamente en inglés; fue sólo después de despedirme que me di cuenta de ello, con algo más de sorpresa de la que el pudor me permite confesar. En el lugar que me había indicado el puño impecable, un brazo de paño delgado se movió para informarme que no, que los tiquetes ya no se compraban ahí, y una frente sudorosa me dijo que me montara tranquilo al tren y alguien pasaría a pedírmelo. «Pero no, yo estoy buscando…» «No se preocupe, nada le va a pasar. En el vagón se lo piden». Y mientras tanto, el calor me acosaba como un veneno; al cruzar un umbral y entrar en cualquier sombra, una solitaria gota de sudor me resbalaba por el flanco, debajo de la ropa; y en la calle me maravillaba que un chino pudiera vestir de negro sin que en su rostro pareciera haber un poro abierto. Busqué refugio en una licorera habitada por carreteros que jugaban a los dados y que se las arreglaban para que los dados inocentes cobraran el ambiente de un póquer a muerte. Y fue entonces, a la hora de más calor, con la calle del Frente vaciada de transeúntes —sólo un lunático o un recién llegado se aventuraría a caminar bajo el sol en ese momento—, cuando lo vi. La puerta de un restaurante se abrió; reveló un local decadente, una pared tapizada de espejos; y por la puerta salió aquella criatura temeraria. Como en el viejo chiste de los gemelos que se encuentran por la calle y se reconocen de inmediato, yo reconocí a mi padre.

Ustedes, lectores de novelas románticas; ustedes, sensibleras víctimas de nuestra cultura folletinesca, esperan ahora un reencuentro de ley, con iniciales gestos de escepticismo, lacrimosas concesiones a las evidencias físicas, sudorosos abrazos en medio de la calle, sonoras promesas de recuperar el tiempo perdido. Pues bien: permítanme decir que (no) siento desilusionarlos. No hubo re encuentro alguno, porque no había encuentro que renovar; no hubo promesa, porque para mi padre y para mí no había tiempo perdido. Sí, hay algunas cosas que me separan de cierto novelista inglés, polaco de nacimiento y marinero antes que escritor. Mi padre no me enseñó a leer a Shakespeare ni a Víctor Hugo en nuestra propiedad de Polonia, ni yo inmortalicé la escena en mis memorias (seguramente exagerándola de paso, todo hay que decirlo); él no me esperaba en la cama cuando, viviendo los dos en la fría Cracovia, regresaba yo de la escuela para consolarlo por la muerte de mi madre en el exilio… Entiéndanme, por favor: mi padre era el relato de mi madre. Un personaje, una versión, y poco más. Pues bien, allí, en medio de la calle abrasadora, ese padre cincuentón habló a través de una barba ya entrecana que le cubría la cara y definía sus facciones. O más bien la ausencia de ellas: pues el vello del bigote cubría los labios (y se había vuelto amarillento, o acaso siempre lo había sido), y el que invadía los pómulos se acercaba tanto a los ojos que mi padre hubiera podido mirárselo con un poco de esfuerzo. Y a través de esa cortina de humo, de ese canoso bosque de Dunsinane que avanzaba hacia las zonas despobladas de la cara, habló la boca invisible de mi padre: «Así que tengo un hijo». Las manos agarradas detrás de la espalda y la mirada fija en el suelo de tierra, en los espejismos que el calor producía a la altura de las botas lustrosas, comenzó a caminar. Entendí que debía seguirlo, y desde atrás, como una geisha que sigue a su señor, lo escuché añadir: «Nada mal, a mi edad. Nada mal».

Y así empezó la cosa: fue así de simple. Así tuve un padre, y él un hijo.

Su casa quedaba al norte de la isla de Manzanillo, en la ciudad hechiza y sin embargo ostentosa que los fundadores del ferrocarril —vale decir: de Aspinwall-Colón— habían levantado para sus empleados. Gueto rodeado de arboledas, lujoso caserío sobre pilotes, la ciudad de la Panama Railroad Company era como un oasis de salubridad en el pantano de la isla, y entrar en ella era respirar otro aire: el aire limpio del Caribe en lugar de los vapores enfermos del río Chagres. La casa de paredes blancas y techos rojos, la pintura descascarada por la humedad y los mosquiteros sucios de los cuerpos acumulados de los mosquitos, había pertenecido primero a un tal Watts, ingeniero asesinado cinco días antes de la inauguración del ferrocarril, cuando, durante un verano seco, volvía de comprar dos toneles de agua fresca en Gatún y fue apuñalado por ladrones de mulas (o tal vez de agua fresca); y mi padre idealista, al heredarla, había sentido que heredaba mucho más que paredes y hamacas y mosquiteros… Pero si alguien —su hijo recientemente descubierto, por poner un ejemplo— le hubiera preguntado al momento en qué consistía ese legado, él no habría sabido qué responder; en cambio, habría sacado de un baúl español, forrado con cuero de vaca y cerrado con un candado suficiente para guardar un calabozo en tiempos de la Inquisición, la colección semicompleta de sus artículos publicados desde su llegada a Colón-Aspinwall. Eso hizo conmigo. En muchas más palabras y en algunos gestos, yo le pregunté: ¿Quién eres? Y él, sin ninguna palabra y con el simple gesto de abrir el baúl y dejarlo abierto, intentó responder a la pregunta. Y los resultados, por lo menos para mí, fueron la primera gran sorpresa de las muchas que me esperaban en la ciudad de Colón. Compartan, lectores, mi asombro filial, esa cosa tan literaria. Pues allí, acostado en una hamaca de San Jacinto y con un sherry-cobbler en la mano libre, me puse en la tarea de repasar los artículos de mi padre, es decir, de averiguar quién era este Miguel Altamirano en cuya vida yo acababa de irrumpir. ¿Y qué descubrí? Descubrí un síntoma, diría un médico, o un complejo, diría uno de estos nuevos discípulos freudianos que por todas partes nos acosan. Veamos si puedo explicarlo. Es preciso que pueda explicarlo.

Descubrí que a lo largo de dos décadas mi padre había producido, desde su escritorio de caoba —adornado solamente con una mano esquelética sobre un pedestal de mármol—, un modelo a escala del Istmo. No, modelo no es la palabra, o quizás es la palabra aplicable a los primeros años de su labor periodística; pero a partir de un momento impreciso (inútil, desde un punto de vista científico, intentar fecharlo), lo que se representaba en las crónicas de mi padre era más una distorsión, una versión —otra vez la condenada palabrita— de la realidad panameña. Y esa versión, me fui dando cuenta conforme leía, sólo tocaba la verdad objetiva en ciertos puntos selectos, como un barco mercante sólo se interesa por ciertos puertos. En sus escritos, mi padre no temía ni por un instante alterar lo ya sabido o lo que todo el mundo recordaba. Por una buena razón, además: en Panamá, que al fin y al cabo era un Estado colombiano, casi nadie sabía; y, sobre todo, nadie recordaba. Hoy puedo decirlo: aquél fue mi primer contacto con la noción, que tantas veces se haría presente en mi vida futura, de que la realidad es frágil enemigo para el poder de la pluma, de que cualquiera puede fundar una utopía con sólo armarse de buena retórica. En el principio fue el verbo: el contenido de esa vacuidad bíblica me fue revelado allí, en el puerto de Colón, frente a la escritura de mi padre. La realidad real como criatura de tinta y papel: este descubrimiento, para alguien de mi edad, es de los que sacuden mundos, transforman creencias, convierten al ateo en devoto y viceversa.

Aclarémoslo de una vez: no es que mi padre escribiera mentiras. Sorprendido y al mismo tiempo admirado, me fui percatando a lo largo de los primeros meses de vida con mi padre de la curiosa enfermedad que de unos años para acá había comenzado a regir su percepción y, por lo tanto, su pluma. La realidad panameña entraba por sus ojos como una vara de medir en las aguas de la orilla: se doblaba, se quebraba, se doblaba al principio y se quebraba después, o viceversa. Refracción se llama el fenómeno, según me lo explican personas más competentes. Pues bien, la pluma de mi padre era el más grande lente refractor del Estado Soberano de Panamá; sólo el hecho de que Panamá fuera en sí mismo un lugar tan propenso a la refracción puede explicar que nadie, quiero decir nadie, pareciera darse cuenta de ello. Al comienzo pensé, como lo hubiera hecho todo hijo respetuoso, que la culpa era mía, que yo había heredado la peor de las distorsiones: el cinismo de mi madre. Pero pronto acepté lo evidente.

En las primeras crónicas de Miguel Altamirano, los muertos del ferrocarril habían sido casi diez mil; en alguna de 1863 los cifra en menos de la mitad, y hacia 1870 escribe sobre «los dos mil quinientos mártires de nuestro actual bienestar». En 1856 mi padre fue uno de los que narraron con indignado lujo de detalles un incidente ocurrido cerca de la estación, cuando un tal Jack Oliver se negó a pagarle a un tal José Luna el importe de una tajada de sandía, y a lo largo de varias horas panameños del arrabal y pasajeros gringos se enfrentaron a tiros, con saldo de quince muertos y una multa que el Gobierno colombiano tuvo que pagar por cuotas al Gobierno de los ofendidos. Examen de las columnas de mi padre: en una de 1867, los quince muertos se han convertido en nueve; en 1872 se habla de diecinueve heridos, siete de ellos graves, pero de muertos ni una palabra; y en uno de sus últimos textos publicados —el 15 de abril del año de mi llegada—, mi padre recordaba «la tragedia de los nueve damnificados» (e inclusive transformaba la sandía en una naranja, aunque ignoro qué pueda eso significar). Lectores del Jurado, ahora echo mano de esa frase que es recurso de los escritores perezosos, y digo: los ejemplos abundan. Pero me interesa dejar constancia de uno en particular: el primero de los ocurridos en mi presencia.

Ya he mencionado al teniente Lucien Napoleón Bonaparte Wyse y su expedición por el Darién; pero no he mencionado sus resultados. Aquella mañana de noviembre, mi padre se hizo presente en el fondeadero del puerto de Colón para despedir al Lafayette y a los dieciocho expedicionarios, y luego escribió para el Star & Herald (que así se llamaba ahora el Panama Star) un panegírico de folio y medio, deseándoles suerte de pioneros y coraje de conquistadores en aquel primer paso hacia el canal interoceánico. Yo estuve con él en esos momentos; yo fui a acompañarlo. Seis meses después, mi padre regresó al puerto para darle la bienvenida a la comitiva de conquistadores y pioneros, y de nuevo lo acompañé; y allí, en el puerto mismo, se encontró o nos encontramos con que dos de los hombres habían muerto de malaria en la selva, y otros dos en alta mar, y con que la lluvia había vuelto intransitables varios pasajes, de manera que los terrenos que la expedición quería investigar permanecieron convencidamente vírgenes. Los conquistadores regresaron a Colón deshidratados, enfermos y deprimidos, y sobre todo víctimas del más sonoro fracaso; pero dos días después aparecía en el diario la versión de Miguel Altamirano:

ÉXITO ROTUNDO DE LA EXPEDICIÓN WYSE

Comienza el largo camino hacia el Canal

El teniente francés no había logrado establecer la mejor ruta para una obra de semejante magnitud, pero mi padre escribió: «Todas las dudas se han disipado». El teniente francés no había logrado siquiera establecer si era mejor un canal con túneles y esclusas o uno a nivel del mar, pero mi padre escribió: «Para la ciencia de la ingeniería, la selva del Darién ha dejado de tener secretos». Y nadie lo contradijo. Las leyes de la refracción son asunto complicado…

Pero en todas partes se cuecen habas, y por esos días las habas se cocían, también, del otro lado del Atlántico. Pues ahora viajamos a Marsella. ¿La razón? Me interesa demostrar, por pura justicia, que también otros tienen la envidiable capacidad de distorsionar verdades (es más: logran hacerlo con mayor éxito, con mejores garantías de impunidad). Ahora vuelvo a Korzeniowski, y lo hago más bien agobiado por el pudor y disculpándome de antemano por el cariz que este relato está a punto de asumir. ¿Quién me hubiera dicho que un día mi pluma se ocuparía de temas tan escabrosos? Pero no hay manera de evitarlo. Lectores sensibles, gentes de estómago frágil, señoras recatadas y niños inocentes: les pido o les sugiero que cierren los ojos, que se cubran los oídos (en otras palabras: que salten al capítulo siguiente), porque aquí me referiré, más que al joven Korzeniowski, a la más privada de sus partes.

Estamos en el mes de marzo de 1877, y en la ciudad de Marsella el ano de Korzeniowski está sufriendo. No, seamos más francos o, por lo menos, más científicamente precisos: hay un absceso en él. Se trata, con toda probabilidad, del absceso anal más documentado de la historia de los abscesos anales, pues aparece, al menos, en dos cartas del joven marinero, dos de un amigo, una de su tío y el informe de un segundo de a bordo. Ante semejante proliferación, muchas veces me he hecho esta inevitable pregunta: ¿Hay alusiones al absceso anal en la obra literaria de Joseph Conrad? Queridos lectores, lo confieso: si las hay, no las he encontrado. Desde luego, no comparto la opinión de cierto crítico (George Gallaher, Illustrated London News, noviembre de 1921, página 199) según la cual aquel absceso es «el verdadero corazón de las tinieblas», ni creo que en la vida real haya sido Korzeniowski quien, en un ataque de molestias íntimas, haya gritado: «¡El horror! ¡El horror!». Sea como sea, ningún absceso, ni anal ni de otra naturaleza, ha tenido consecuencias tan intensas desde un punto de vista metafísico como el que agobia a Korzeniowski durante aquella primavera. Pues es debido a su dolencia que se ve obligado a permanecer en tierra mientras su velero, el Saint-Antoine, zarpa nuevamente hacia el Caribe.

En esos días de tierra forzosa, un Korzeniowski desconsolado y mortalmente aburrido se dedica a recibir formación teórica como oficial de cubierta. Pero esa formación es teórica en más de un sentido, pues lo que sucede en la práctica es bien distinto: Korzeniowski pasa el tiempo caminando por el vieux port y frecuentando a gente de reputación mejorable. Empieza el verano y Korzeniowski trata de complementar su educación: en su pobrísima habitación del número 18 de la Rue Sainte, entre dos aplicaciones de la pomada de Madame Fagot, recibe clases de inglés de un tal Henry Grand que vivía en el número 22 de la misma calle; en el café Bodoul, entre dos copas o dos habanos, recibe clases de política de los Nostálgicos Realistas. El absceso anal no le impide darse cuenta de que los seguidores de Monsieur Delestang tienen razón: el rey español Alfonso XII, que por esos días tiene la misma edad que nuestro marinero polaco, no es más que un títere de los republicanos ateos, y el único dueño legítimo del trono de España es don Carlos, el pobre católico perseguido que ha debido esconderse del otro lado de la frontera francesa. Ésta, por supuesto, es apenas una manera de ver el asunto: la otra es que a Korzeniowski los carlistas, la monarquía, la República y España en general le importan un comino; pero el absceso anal que lo ha dejado en tierra lo ha privado, además, del sueldo que tenía previsto…

Korzeniowski se ve, de repente, corto de fondos. ¿Con qué comprará su buen brandy, sus buenos habanos, a los cuales se ha acostumbrado en los últimos viajes? La política europea le brinda entonces una oportunidad que no se puede desaprovechar: el contrabando de fusiles para los conservadores colombianos ha ido tan bien, ha funcionado tan fácilmente, que ahora Korzeniowski acepta la invitación de un tal capitán Duteuil. Pone sobre la mesa mil francos para ayudar con armas a los carlistas; después de unos días, la inversión produce un rendimiento de cuatrocientos. ¡Viva don Carlos!, grita Korzeniowski por las calles marsellesas, produciendo una especie de eco involuntario de cierto general belicoso, conservador y colombiano. ¡Muera la República! ¡Muera Alfonso XII! Korzeniowski, entusiasmado por su talento para los negocios, invierte por segunda vez en la cruzada carlista. Pero la bolsa del contrabando con fines políticos es caprichosa y variable, y esta vez el joven inversionista lo pierde todo. Mientras se unta una nueva pomada, preparada esta vez por una amiga de Madame Fagot, Korzeniowski piensa: la culpa de todo es del absceso. ¡Viva la amiga de Madame Fagot! ¡Mueran los abscesos anales!

Es por esos días que conoce a Paula de Somogyi, actriz húngara, amante del aspirante don Carlos, activista de su reinstalación en el trono y belle dame sans merci. Paula es hermosa, y por edad está más cerca del contrabandista que del aspirante; y lo que sucede en las novelas románticas sucede en la vida de Korzeniowski, cuando el joven desorientado y la descocada amante de don Carlos acaban por enredarse. Tienen encuentros clandestinos y frecuentes en moteles de marineros. Para no ser reconocida, Paula se cubre la cabeza con una capucha, al mejor estilo de Milady de Winter; Korzeniowski entra y sale por las ventanas, y se convierte en habitante de los tejados marselleses… Pero el paraíso de los amores clandestinos no puede durar (es una de las leyes del romanticismo). Entonces entra en escena John Young Mason Key Blunt, aventurero norteamericano que había vivido en Panamá durante la fiebre del oro y se había hecho rico, en aquellos días previos al ferrocarril, llevando buscadores de un lado al otro del Istmo. Blunt —quién lo creyera— ha empezado a tomarle gusto a la húngara. La persigue, la acosa en escenas dignas de un cabaret (ella con la espalda pegada a la pared, él encerrándola entre los brazos mientras le dice muy de cerca obscenidades que huelen a pescado). Pero doña Paula es una mujer virtuosa, y su religión sólo le permite tener un amante; así que se lo cuenta todo a Korzeniowski, llevándose el dorso de la mano a la frente y echando la cabeza hacia atrás. El joven sabe que su honor y el de la mujer de la que se ha enamorado no tienen alternativa. Reta a Blunt a duelo a muerte. En la quietud de la siesta marsellesa, de repente se oyen disparos. Korzeniowski se lleva una mano al pecho: «Muero», dice. Y luego, como es apenas evidente, no muere.

Ah, querido Conrad, qué muchachito impetuoso fuiste… (No te molesta que te tutee, ¿verdad, querido Conrad? Nos conocemos tan bien, al fin y al cabo, y es tanta la intimidad que hay entre nosotros…) Más tarde dejarás constancia escrita de esas actividades, de tu propio viaje como contrabandista mediterráneo en el Tremolino, del encuentro con la patrulla costera —alguien había delatado a los contrabandistas— y de la muerte del delator César a manos de su propio tío, nada más y nada menos que Dominic Cervoni, el Ulises de Córcega. Pero «constancia escrita» es sin duda una expresión condescendiente y generosa, querido Conrad, porque la verdad es ésta: por más que pasan los años, que todo lo vuelven verdadero, no logro creer una sola palabra de lo que has contado. No creo que hayas sido testigo del momento en que Cervoni asesinaba a su propio sobrino echándolo por la borda; no creo que el sobrino se haya hundido en el Mediterráneo bajo el peso de los diez mil francos que había robado. Admitamos, querido Conrad, que has sido diestro en el arte de reescribir tu propia vida; tus mentirillas blancas —y otras tantas que tiran más a beige— han pasado a tu biografía oficial sin ser cuestionadas. ¿Cuántas veces hablaste de tu duelo de honor, querido Conrad? ¿Cuántas veces contaste esa historia romántica y a la vez esterilizada a tu mujer y a tus hijos? Hasta el fin de sus días Jessie creyó en ella, y así crecieron también Borys y John Conrad, convencidos de que su padre era un mosquetero para los tiempos modernos: noble como Athos, simpático como Porthos y religioso como Aramis. Pero la verdad es distinta y, sobre todo, harto más prosaica. Es cierto, Lectores del Jurado, que en el pecho de Conrad había una cicatriz de bala; pero las similitudes entre la realidad conradiana y la realidad real se acaban ahí. Como en tantos otros casos, la realidad real ha quedado sepultada bajo la hojarasca de la profusa imaginación del novelista. Lectores del Jurado: aquí estoy yo, nuevamente, para dar una versión contradictoria, para despejar la hojarasca, para crear discordia en la casa pacífica de las verdades recibidas.

El joven Korzeniowski. Ahora lo veo, y quisiera que los lectores lo vieran también. Las fotos de esa época muestran a un muchacho imberbe, de pelo liso, de cejas largas y rectas, de ojos color de avellana: un joven que mira sus orígenes aristócratas al mismo tiempo con orgullo y con afectado desprecio; que mide un metro setenta, pero que en esta época parece más bajito de puro apocamiento. Véanlo, lectores: Korzeniowski es ante todo un muchacho que ha perdido la brújula… y no es lo único. Ha perdido la confianza en la gente; ha perdido todo su dinero, apostándole al resabiado caballo del contrabando. El capitán Duteuil lo ha traicionado: ha tomado el dinero y se ha largado a Buenos Aires. ¿Lo ven ustedes, lectores? Korzeniowski, desorientado, vaga por el puerto de Marsella con un absceso en el ano y ni una moneda en los bolsillos… El mundo, piensa Korzeniowski, se ha transformado de repente en un lugar difícil, y todo por culpa del dinero. Se ha peleado con Monsieur Delestang; ya nunca más pisará un barco de su firma. Todos los caminos parecen cerrarse. Korzeniowski piensa —es de pensar que piensa— en su tío Tadeusz, el hombre cuyo dinero lo ha mantenido a flote desde que salió de Polonia. El tío Tadeusz escribe regularmente; para Korzeniowski, sus cartas deberían ser motivo de alegría (el contacto con la patria, etcétera), pero lo cierto es que lo atormentan. Cada carta es un juicio; tras cada lectura, Korzeniowski es hallado culpable y condenado. «Con tus transgresiones, en dos años has despilfarrado tu manutención del tercer año», le escribe el tío. «Si la mesada que te doy no es suficiente, gana tú algo de dinero. Si no puedes ganarlo, conténtate con lo que te proporciona el trabajo ajeno, hasta que seas capaz de suplantarlo con el tuyo propio». El tío Tadeusz lo hace sentirse inútil, infantil, irresponsable. El tío Tadeusz, de repente, ha comenzado a representar todo lo que Polonia tiene de detestable, cada constreñimiento y cada restricción que han obligado a Korzeniowski a escapar. «Esperando que sea ésta la primera y última vez que me causes tantos problemas, te envío mi bendición y mi abrazo». Primera vez, piensa Korzeniowski, última vez. Primera. Última.

A sus veinte años, Korzeniowski ha aprendido lo que es endeudarse hasta el cuello. Mientras esperaba los resultados del contrabando, había vivido con dinero de otros; con dinero de otros había comprado los enseres básicos para un viaje que nunca se llegó a realizar. Y es entonces que acude, por última vez —primera, última—, a su amigo Richard Fecht. Toma prestados ochocientos francos y parte rumbo a Villa Franca. Su intención: unirse a un escuadrón norteamericano que se encuentra anclado allí. Lo que sigue sucede muy rápido, y así seguirá sucediendo en la mente de Korzeniowski, y también en la de Conrad, durante el resto de la vida. En los barcos norteamericanos no hay plazas disponibles: Korzeniowski, ciudadano polaco sin papeles militares, sin empleo estable, sin certificados de buena conducta, sin testimonio alguno de sus habilidades en cubierta, es rechazado. La estirpe Korzeniowski es irreflexiva, apasionada, impulsiva: Apollo, el padre, había sido condenado por conspirar contra el Imperio Ruso, por organizar motines varios, y se había jugado la vida por un ideal patriótico; pero el joven marinero desesperado no piensa en él cuando consigue que un transporte público lo lleve a Montecarlo, donde se jugará la vida por motivos —digamos— menos altruistas. Korzeniowski cierra los ojos. Cuando vuelve a abrirlos, se encuentra de pie frente a una ruleta. «Bienvenido a Ruletenburgo», piensa irónicamente. No sabe dónde ha escuchado ese nombre antes, cifra burlona de jugadores enviciados. Pero no se esfuerza por perseguir el recuerdo, porque su concentración está en otra parte: la bola ha comenzado a girar.

Korzeniowski toma su dinero, todo su dinero. Luego mueve las fichas sobre la suave superficie de la mesa; las fichas se acomodan a gusto sobre un rombo de color negro. Les jeux sont faits, grita una voz. Y mientras gira la ruleta, y sobre ella la bola negra, negra como el rombo que hay bajo las fichas, Korzeniowski se sorprende recordando unas palabras que no son suyas y cuya proveniencia es desconocida.

No, no las recuerda: las palabras lo han invadido, lo han tomado por asalto. Son palabras rusas: la lengua del imperio que ha matado a su padre. ¿De dónde vienen? ¿Quién habla, a quién se dirige? «Bastaría ser cauteloso», dice la nueva y misteriosa voz que surge en su cabeza. «Pero ¿acaso soy un niño pequeño? ¿No me doy cuenta acaso de que soy un hombre perdido?» La ruleta gira, los colores desaparecen, pero en la cabeza de Korzeniowski la voz persiste y sigue hablando. «Pero ¡por qué no voy a poder resucitar! Bastaría con ser una sola vez en la vida calculador y paciente, bastaría con ser perseverante una vez, ¡y en una hora podría cambiar mi destino! Lo esencial es el carácter. No tengo más que acordarme de lo que me sucedió hace siete meses en Ruletenburgo, antes de arruinarme definitivamente». Ahí está, piensa Korzeniowski: la extraña palabra. No sabe qué es Ruletenburgo; no sabe dónde queda, no sabe quién menciona, desde el fondo de su cabeza, ese lugar ignoto. ¿Es algo que ha escuchado, es algo que ha leído, es algo que ha soñado? ¿Quién está ahí?, pregunta Korzeniowski. Y la voz: «¡Fue un caso excepcional de resolución! Había perdido todo, todo». ¿Quién es, quién habla?, pregunta Korzeniowski. Y la voz: «Salí del casino, miré: en el bolsillo del chaleco había una moneda. Tendré con qué comer, pensé, pero apenas hube dado cien pasos, cambié de idea y regresé a la sala de juego». La ruleta empieza a detenerse. ¿Quién eres?, pregunta Korzeniowski. Y la voz: «Puedo jurar que se experimenta una sensación particular cuando uno que está solo, en un país extraño, lejos de la patria, de los amigos, sin saber si comerá ese día, arriesga su última moneda. Y… gané, y a los veinte minutos salía del casino con ciento setenta florines en el bolsillo. ¡Es un hecho! He aquí lo que a veces puede significar una última moneda. ¿Y si me hubiera amilanado y no hubiera tenido el valor de decidirme?». Pero ¿quién eres?, pregunta Korzeniowski. Y la voz: «Mañana, mañana todo habrá terminado».

La ruleta se ha detenido.

«Rouge!», grita el corbatín de un hombre.

«Rouge», repite Korzeniowski.

Rouge. Red. Rodz.

Lo ha perdido todo.

De regreso en Marsella, sabe muy bien qué debe hacer. Invita al amigo Fecht, su acreedor principal, a tomar el té en su departamento de la Rue Sainte. En su casa no hay té, ni dinero con que comprarlo, pero eso no importa. Rouge, Red, Rodz, piensa. Mañana todo habrá terminado. Sale a dar una vuelta por el puerto, se acerca al casco de un velero inglés y alarga un brazo, como para tocarlo, como si el velero fuera un burro recién nacido. Allí, frente al velero y frente al Mediterráneo, Korzeniowski sufre un violento ataque de tristeza. Su tristeza es la del escepticismo, la desorientación, la pérdida total de un lugar en el mundo. Ha llegado a Marsella atraído por la aventura, y por el deseo de romper con una vida en la que esa aventura no existe, pero ahora se siente extraviado. Un cansancio que no es físico lo mina por dentro. Ahora se da cuenta por primera vez de que entre los últimos siete días no ha dormido más de siete horas. Levanta la cara y busca el cielo nublado que se extiende tras los tres mástiles del velero; allí, en medio del sutil barullo del puerto, el universo se le presenta como una sucesión de imágenes incomprensibles. Minutos antes de las cinco, Korzeniowski está de regreso en su habitación. Madame Fagot le pregunta si no tendrá por casualidad el dinero que le debe. «Un día más, por favor», le dice Korzeniowski, «un día más». Y piensa: Mañana todo habrá terminado.

Lo primero que hace al entrar en su habitación es abrir la única ventana. El olor del mar entra en una ráfaga solitaria y densa que por poco lo lleva al llanto. Abre su baúl personal y del fondo saca una libreta con nombres y direcciones —toda la gente que ha conocido en su breve vida—, y la pone con delicadeza, como a un niño dormido, sobre la colcha de la cama, de manera que resulte bien visible para cualquier visitante. En el baúl también ha encontrado un revólver: es un Chamelot-Delvigne de seis cartuchos metálicos, pero Korzeniowski abre el tambor y saca cinco de ellos. En ese momento escucha voces: es Fecht, que ha llegado para tomar el té sin saber que no hay té que tomar; Fecht que, cortés como siempre, saluda a Madame Fagot y le pregunta por sus hijas. Korzeniowski escucha los pasos que suben las escaleras y se sienta en la cama. Se recuesta contra la pared, levantándose al tiempo la camisa, y al ponerse el cañón frío del revólver contra el pecho, allí donde supone que ha de estar el corazón, siente que las tetillas se le endurecen y la piel de su nuca se eriza como la de un gato rabioso. Mañana todo habrá terminado, piensa, y en ese momento se hace la luz en su cabeza: es una frase de novela, sí, la última frase de una novela rusa, y las palabras misteriosas que había estado escuchando en el casino son las últimas de esa novela. Piensa en el título, Igrok, y le parece demasiado elemental, casi insípido. Se pregunta si Dostoievski estará vivo todavía. Curioso, piensa, que la imagen de un autor que le resulta antipático vaya a ser la última cosa que pase por su cabeza.

Konrad Korzeniowski sonríe al considerar esta idea, y entonces dispara.

La bala del Chamelot-Delvigne atraviesa el cuerpo de Korzeniowski sin tocar un solo órgano vital, haciendo improbables zigzags para sortear arterias, trazando ángulos de noventa grados si es necesario para evitar pulmones y postergar así la muerte del jovencito desesperado. La colcha y la almohada quedan empapadas en sangre, la sangre salpica la pared y el cabezal. Minutos más tarde, el amigo Fecht encontrará al herido primero y la libreta de direcciones después, y escribirá al tío Tadeusz ese famoso telegrama que luego se volverá síntesis de la situación del joven: KONRAD BLESSÉ ENVOYEZ ARGENT. El tío Tadeusz viajará de Kiev a Marsella en trenes urgentes, y al llegar pagará las deudas que es preciso pagar —encontrándose de paso con que los acreedores son más de uno—, y también los gastos médicos. Korzeniowski se recuperará poco a poco, y en cuestión de años, cuando ya haya hecho del mentir una profesión más o menos rentable, comenzará a mentir también sobre el origen de la herida en el pecho. No confesará jamás las verdaderas circunstancias de la herida; nunca se verá obligado a hacerlo… Vayamos al grano: muerto el tío Tadeusz, muerto Richard Fecht, el fallido suicidio de Joseph Conrad desapareció de entre los sucesos del mundo. Y yo mismo me vi engañado… pues a comienzos de 1878 fui víctima de un agudo dolor de pecho que en aquel momento, antes de que me fuera revelada la imprevisible ley de mis correspondencias con Joseph Conrad, fue diagnosticado como síntoma principal de una forma leve de neumonía. Muchos años después —cuando conocí por fin los lazos invisibles que me unían a mi alma gemela, y pude interpretar correctamente y por primera vez los hechos más importantes de mi vida— me enorgulleció en un principio que aquel dolor monstruoso, que me atacó acompañado de tos seca (al comienzo) y productiva (al final), que me agobió con dificultades para respirar y pérdida de sueño, hubiera sido el eco noble de un duelo de honor, una especie de participación en la historia caballeresca de la humanidad. Conocer la verdad, lo confieso, fue una leve desilusión. El suicidio no es noble. Como si eso fuera poco: el suicidio no es demasiado católico. Y Korzeniowski/Conrad, católico y noble, lo sabía. De lo contrario, Lectores del Jurado, no se hubiera molestado en ocultarlo.

La supuesta neumonía me tumbó en cama durante diez semanas. Sufrí los escalofríos sin pensar y sin saber que otro hombre, en otra parte del mundo, los sufría también en ese preciso instante; y cuando sudaba ríos enteros, ¿no era más sensato imputarlos a la supuesta neumonía en vez de pensar en las resonancias metafísicas de remotos sudores ajenos? Los días de la supuesta neumonía están asociados en mi memoria con la pensión Altamirano: mi padre me recluyó en su casa —me secuestró, me mantuvo en cuarentena—, pues sabía lo que tanta gente decía con tantas palabras distintas pero que puede ser sintetizado en éstas: en Panamá, la Panamá insalubre y afiebrada y contagiosa de esa época, entrar al hospital equivalía a no volver a salir jamás. «Enfermo al llegar, muerto al partir», era el refrán que resumía el asunto (y que circulaba por Colón en todas las lenguas, del inglés al papiamento). De manera que la casa de paredes blancas y techos rojos, bañada por los aires del mar y los cuidados del médico amateur que era Miguel Altamirano, se convirtió en mi pequeño sanatorio privado. Mi Montaña Mágica, por decirlo con otras palabras. Y yo, Juan Castorp o Hans Altamirano, recibía en el sanatorio las diversas lecciones que mi padre prodigaba.

Así pasaba el tiempo, como se dice en las novelas.

Y así (tercamente) siguió pasando.

Allí, al lugar de mi aislamiento o tal vez mi asilamiento, llegaba mi padre a contarme de las cosas magníficas que ocurrían en el mundo entero. Aclaración pertinente: por cosas magníficas el optimista de mi padre se refería a casi cualquier cosa relacionada con el tema, ya por entonces ubicuo, del canal interoceánico; por el mundo entero se refería a Colón, Ciudad de Panamá y el pedazo de tierra más o menos firme que se desplegaba entre ambas, esa franja por donde corría el ferrocarril y que pronto, por razones que ya el lector se imagina, sería algo así como la Manzana de la Discordia Occidental. Nada más existía entonces. De nada más valía la pena hablar, o tal vez era que nada ocurría en ningún otro lugar del mundo. Por ejemplo (es sólo un ejemplo), mi padre no me contó que por esos días había llegado a Bahía Limón un buque de guerra norteamericano, armado hasta las banderas y decidido a atravesar el Istmo. No me contó que el coronel Ricardo Herrera, comandante del batallón Zapadores de Colón, tuvo que declarar que «no consentiría en que atravesaran el territorio de Colombia como pretendían hacerlo», y llegó a amenazar a los gringos con «defender la soberanía de Colombia por medio de las armas». No me contó que el comandante de las tropas norteamericanas acabó por desistir de su intento, y atravesó el Istmo en tren, como cualquier hijo de vecino. Fue un incidente banal, claro; años después, como se verá, ese inusual ataque de Orgullo Soberano cobraría importancia (una importancia metafórica, digamos), pero mi padre no podía saberlo, y así me condenó a mí también a la ignorancia.

En cambio fui uno de los primeros en saber, a través de las noticias de mi padre y con lujo de detalles, que el teniente Lucien Napoleón Bonaparte Wyse había viajado a Bogotá en misión urgente, haciendo los cuatrocientos kilómetros en diez días y por la ruta de Buenaventura, y que había llegado oliendo a mierda y terriblemente necesitado de una cuchilla de afeitar. Así supe también que dos días después, afeitado y oloroso a agua de colonia, se había entrevistado en Bogotá con don Eustorgio Salgar, secretario de Relaciones Exteriores, y que había conseguido del Gobierno de los Estados Unidos de Colombia el privilegio exclusivo, válido por noventa y nueve años, para construir el Jodido Canal. Así me enteré de que Wyse, con la concesión en el bolsillo, había viajado a Nueva York para comprarles a los gringos los resultados de sus expediciones istmeñas; así me enteré de que los gringos se habían negado de plano a venderlas y, lo que es más, se habían negado a enseñar un solo mapa o revelar una sola medición, a compartir un dato geológico y a escuchar siquiera las propuestas de los franceses. «Las negociaciones avanzan», escribió mi padre refractor en el Star & Herald. «Avanzan como un tren, y nada podrá detenerlas».

Ahora, cuando recuerdo esos días remotos, los veo como la última época de tranquilidad que conoció mi vida. (Esta declaración melodramática contiene menos melodrama de lo que parece a primera vista: para alguien que ha nacido en el aislamiento tropical en que nací yo, en ese Remoto Reino de Humedad que es la ciudad de Honda, cualquier experiencia medianamente mundana es ejemplo de rara intensidad: en manos de alguien menos tímido, esa niñez pastoral y ribereña habría podido ser materia de muchos endecasílabos baratos, cosas como Las aguas turbias de mi llana infancia o La infancia turbia de esas aguas llanas o aun El agua infante y llanamente turbia.) Pero lo que quiero decir es esto: aquellos primeros años de mi vida en Colón, junto a mi padre reciente —que no me parecía menos improvisado y hechizo que la casa de pilotes en que vivía—, fueron momentos de relativa paz, aunque entonces no me diera cuenta de ello. Mi bola de cristal no me permitió ver lo que se venía encima. ¿Cómo habría podido prever lo que sucedería, anticiparme a la Cascada de Grandes Acontecimientos que nos esperaba a la vuelta de la esquina, concentrado como estaba en esa novedad que arrinconaba todas las demás: la adquisición de un padre? Enseguida escribiré una temeridad, y espero que me sea tolerada: en aquellos días, hablando con Miguel Altamirano y compartiendo sus actividades y disfrutando de sus cuidados, sentí que había dado con mi lugar en el mundo. (No lo sentí con mucha convicción; no llegué a regodearme en semejante osadía. Al final, como suele suceder, resultó que estaba equivocado).

A cambio de sus cuidados, Miguel Altamirano me exigía tan sólo mi atención incondicional, la presencia de la cara en blanco del auditorio. Mi padre era un hablador en busca de público; perseguía al escucha ideal dotado de un no menos ideal insomnio, y todo parecía indicar que lo había encontrado en su hijo. Pues durante meses, mucho después de que mi pecho superara la supuesta neumonía, mi padre me siguió hablando como lo había hecho mientras yo estaba enfermo. Ignoro las razones, pero mi enfermedad y mi reclusión en la Montaña Mágica le habían provocado curiosos afanes pedagógicos, y esos afanes se prolongaron después. Mi padre me cedía la hamaca, como lo hubiera hecho con un convaleciente, y acercaba una silla a los escalones de madera del porche; y allí, hundidos ambos en el calor denso y mojado de las noches panameñas, tan pronto como lo permitían las costumbres de los zancudos y bajo el aleteo ocasional de un murciélago hambriento, comenzaba el monólogo. «Como la mayor parte de sus compatriotas, se dejaba llevar por el sonido de una palabra elegante, especialmente si quien la pronunciaba era él mismo», escribió mucho después en cierto Libro del Carajo cierto novelista que ni siquiera conoció a mi padre. Pero la descripción es apta: mi padre, enamorado de su propia voz y sus propias ideas, me utilizaba como un tenista utiliza un frontón.

De manera que una extraña rutina se instaló sobre mi vida nueva. Durante el día me dedicaba a caminar por las calles ardientes de Colón, acompañando a mi padre en su labor de Cronista del Istmo como un testigo del testigo, visitando y volviendo a visitar las oficinas de la Compañía del Ferrocarril con tanta asiduidad que se convirtieron para mí en un segundo hogar (como la casa de la abuela, por ejemplo, un lugar donde siempre somos bienvenidos y siempre hay un plato para nosotros en la mesa), y por las noches no menos ardientes asistía a la Cátedra Altamirano sobre el Canal Interoceánico y el Futuro de la Humanidad. Durante el día visitábamos las oficinas de madera blanca del Star & Herald, y mi padre recibía encargos o sugerencias o misiones que enseguida salíamos a cumplir; durante la noche, mi padre me explicaba por qué un canal construido a nivel era mejor, más barato y menos problemático que uno construido con esclusas, y cómo todo el que dijera lo contrario era un simple enemigo del progreso. Durante el día, mi figura empapada en sudor acompañaba a la figura de mi padre a visitar a un maquinista de ferrocarril, y lo escuchaba hablar de la manera en que la Company le había cambiado la vida, a pesar de que en sus años de trabajo lo hubieran asaltado más veces de las que recordaba y tuviera, para probarlo, una docena de navajazos aún vivos en el torso («Tóquelos, mi don, tóquelos no más, que a mí no me importa»); durante la noche me enteraba con lujo de detalles de que Panamá era mejor territorio que Nicaragua para la apertura del Canal, a pesar de que las expediciones gringas hubieran arrojado los resultados opuestos («Por puras ganas de joder a Colombia», según mi padre). Durante el día… Durante la noche… Durante el día… etcétera.

Yo no tenía por qué saberlo, pero por esos días se reunían, en el 184 del Boulevard Saint-Germain, en París, representantes de más de veinte países, incluidos los Estados Unidos de Colombia. Durante dos semanas se habían dedicado a hacer lo mismo que mi padre y yo hacíamos en las noches colonenses: discutir la plausibilidad (y las dificultades, y las implicaciones) de construir un canal a nivel en el Istmo de Panamá. Entre los distinguidos oradores estaba el teniente Lucien Napoleón Bonaparte Wyse, que todavía se detenía en mitad de la calle, como un perro sarnoso, para rascarse las picaduras de los zancudos istmeños, o se despertaba dando alaridos de horror tras ser visitado, durante un sueño sudoroso, por uno de los ingenieros muertos en la selva del Darién. A pesar de haber fracasado en su expedición, a pesar de carecer de conocimientos de ingeniería, el teniente Wyse —recién afeitado y con la concesión firmada por Eustorgio Salgar bien guardada en el bolsillo del saco— opinó que Panamá era el único lugar de la Tierra susceptible de albergar la empresa descomunal de un canal interoceánico. Opinó también que el canal a nivel era el único método susceptible de llevar esa empresa a buen término. Ante una pregunta sobre el caudal monstruoso del río Chagres, su historial de inundaciones que parecían salidas del Génesis y el inventario de naufragios que yacían en su lecho como si no se tratara de un río sino de un pequeño Triángulo de las Bermudas, contestó: «Un ingeniero francés no conoce la palabra problema». Su opinión, respaldada por la figura heroica de Ferdinand de Lesseps, hacedor del Suez, convenció a los delegados. Setenta y ocho de ellos, de los cuales setenta y cuatro eran amigos personales de Lesseps, votaron sin reticencias a favor del proyecto de Wyse.

Siguieron varios homenajes, siguieron banquetes en uno y otro lado de París, pero hay uno que me interesa en particular. En el café Riche, y en representación de la ilustre colonia colombiana, un tal Alberto Urdaneta organizó un banquete de lujo: dos orquestas, vajilla y recado de plata, criado de librea para cada comensal, e incluso un par de intérpretes que daban vueltas por el salón para facilitar la comunicación entre los invitados. Su intención era conmemorar a la vez la Independencia colombiana y la victoria de Lesseps ante los delegados del Congreso. El banquete fue una especie de quintaesencia de lo colombiano y de Colombia, este país donde todo el mundo —quiero decir: todo el mundo— es poeta, y el que no es poeta es orador. Y así fue: hubo poesía, y hubo también discursos. En el anverso del menú litografiado en oro aparecían los retratos de Bolívar o Santander. Detrás de Bolívar, tres versos que parecían ellos mismos litografías doradas y que eran, mirados por cualquier parte, lo más parecido a una masturbación política, tanto así que me parecen prescindibles. Detrás de Santander, en cambio, había esta joya de la versificación adolescente, un cuarteto que habría podido salir del libro de composiciones de una fina señorita de La Presentación.

Capitán valeroso y denodado,

abatiste el poder de altivos reyes.

Y, sabio en la curul del Magistrado,

fuiste llamado el hombre de las leyes.

El discurso fue responsabilidad (es un decir) de un tal Quijano Wallis. Dijo el orador: «Así como los hijos de la Arabia que, en cualquier punto de la Tierra donde se hallen, y salvando con su espíritu las distancias, se prosternan ante la ciudad santa, hagamos que nuestro pensamiento atraviese el Atlántico, se recaliente con el sol de los trópicos y caiga de rodillas sobre nuestras queridas playas para saludar y bendecir a Colombia en su día de regocijo. Nuestros padres nos independizaron de la Metrópoli; Monsieur de Lesseps independizará el comercio universal del obstáculo del Istmo y quizás a Colombia para siempre de la discordia civil».

Su pensamiento, supongo yo, atravesó el Atlántico, se recalentó y se arrodilló y saludó y bendijo y todas esas cosas… Y a finales de ese año, en el momento de más calor y de menos lluvia, quienes atravesaron el Atlántico (sin arrodillarse, eso sí) fueron los franceses. El Star & Herald le encargó a mi padre escribir —en prosa, si era posible— sobre Ferdinand de Lesseps y su equipo de héroes galos. Después de todo, los representantes del Gobierno, los banqueros y los periodistas, los analistas de nuestra incipiente economía y los historiadores de nuestra incipiente República, todos estaban por una vez perfectamente de acuerdo: para Colón, aquélla era la Visita más Importante desde el remoto día en que Cristóbal Ídem descubriera por accidente nuestras convulsas tierras.

Desde que Lesseps bajó del Lafayette, hablando en español perfecto con todo el mundo, mirando con la mirada curiosa que le daban sus ojos de gato cansado, lanzando a izquierda y a derecha una sonrisa que los panameños no habían visto nunca en su vida, ostentando un pelo generoso y blanco que lo hacía verse como un Papá Noel a medio hacer, mi padre no lo perdió de vista ni por un instante. Por la noche caminó a pocos pasos de su presa por la calle principal de Colón, pasando debajo de lámparas chinas de papel de seda que parecían a punto de causar un incendio, frente a la estación del ferrocarril y luego frente al muelle donde Korzeniowski había desembarcado los fusiles de contrabando, frente al hotel donde su hijo se había quedado la primera noche en Colón, cuando todavía no era su hijo, y junto al local donde se vendió la sandía más famosa del mundo y murieron a tiros sus comensales y otros curiosos. A la mañana siguiente lo espió desde una distancia prudente y lo vio salir con sus tres niños vestidos de terciopelo bajo el sol insoportable, y vio a los niños correr felices entre la carroña de las calles y el olor de las frutas descompuestas, y espantar al correr a una bandada de chulos que se merendaba un burro recién nacido a pocos pasos del mar. Lo vio tomar por sorpresa a una india en el muelle de la Pacific Mail (cuando la banda contratada por el alcalde estalló en sonidos metálicos para celebrar su llegada) y tratar de bailar con ella una música que no era bailable, sino marcial, y cuando la india se separó a la fuerza y se agachó junto al mar para lavarse las manos con una mueca de asco, Lesseps siguió sonriendo, es más, empezó a carcajearse al tiempo que gritaba su amor por todos los trópicos y el brillante, el luminoso (lumineux) futuro que les esperaba.

Lesseps subió al tren que iba a Ciudad de Panamá y mi padre subió tras él, y cuando el tren llegó al río Chagres lo vio llamar a gritos al encargado y ordenarle que detuviera la locomotora porque él, Ferdinand de Lesseps, tenía que llevarse a casa un vaso de agua del enemigo, y la comitiva entera —los gringos, los colombianos, los franceses— levantó copas y brindó por la victoria del Canal y la derrota del río Chagres, y mientras chocaban en el aire las copas tintineantes un enviado de Lesseps atravesaba al trote el caserío de Gatún, por senderos de tierra mojada y pastizales que le llegaban a la rodilla, y llegaba a un planchón improvisado donde una canoa descansaba, y se agachaba junto a la canoa como la india se había agachado en el muelle y recogía en una copa de champaña recién vaciada un líquido verdoso que salió lleno de algas babosas y de moscas muertas. La única vez que mi padre habló con Lesseps fue cuando el tren pasó junto a Mount Hope, donde en tiempos de la construcción los empleados del ferrocarril habían enterrado a sus muertos, y decidió hablarle en un arranque de entusiasmo acerca de los chinos metidos en baúles de hielo que tanto tiempo atrás había hecho llevar a Bogotá —«¿Adónde?», preguntó Lesseps, «A Bogotá», repitió mi padre—, y que si no hubieran servido a los médicos aprendices de la universidad capitalina, habrían de seguro terminado aquí, bajo estas tierras, debajo de las orquídeas y los hongos. Entonces le dio la mano a Lesseps y le dijo Mucho gusto o Tanto gusto o quizás Cuánto gusto (el gusto, en todo caso, estuvo presente en su frase) y volvió enseguida al margen del grupo, tratando de no molestar, y desde el margen siguió observando a Lesseps durante el resto del trayecto que llevó a ese tren afortunado, a ese tren histórico, a través de las frondosas oscuridades de la selva.

Lo siguió de cerca mientras Lesseps visitaba la vieja iglesia de Santo Domingo, cuyo arco desafía las leyes de la gravedad y de la arquitectura, y tomó nota de cuanto comentario admirado soltaba el admirado turista. Lo siguió mientras Lesseps apretaba las manos del alcalde y de los militares en la estación de Ciudad de Panamá (ni los militares ni el alcalde se lavarían la mano en el resto del día). Lo siguió mientras caminaban por las calles recién barridas y lavadas, bajo banderas francesas confeccionadas ad hoc por las esposas de los políticos más prestantes (igual que años más tarde sería confeccionada otra bandera, la primera de un país que tal vez empezó a existir esa misma tarde en que Lesseps visitaba la ciudad, pero no nos adelantemos ni saquemos conclusiones anticipadas), y lo acompañó al Grand Hotel, un claustro colonial recién inaugurado con todo lujo sobre uno de los flancos más largos de la plaza de la Catedral, cuyo adoquinado —el de la plaza, claro, no el del hotel— era normalmente habitado por calesas tiradas por caballos viejos, por el ruido de los cascos sobre los adoquines, y esta vez, en cambio, por soldaditos imberbes vestidos de blanco y silenciosos como niños nerviosos a punto de hacer la primera comunión. En el Grand Hotel, ante la mirada fascinada de mi padre, tuvo lugar el banquete de bienvenida con comida francesa y un pianista traído desde Bogotá —«¿Desde dónde?», preguntó Lesseps, «Desde Bogotá», le dijeron— para que tocara la Barcarolle o alguna polonesa más bien suave mientras los líderes locales del Partido Liberal le contaban a Lesseps lo que había dicho Víctor Hugo, que la constitución de los Estados Unidos de Colombia estaba hecha para un país de ángeles, no de seres humanos, o algo por el estilo. Para aquellos políticos colombianos, que apenas sesenta años atrás eran habitantes de una colonia, la mera atención de aquel profeta, autor de Último día de un condenado a muerte y de Los miserables, abogado de la humanidad, era el mejor halago del mundo, y querían que Lesseps la conociera: porque la atención de Lesseps también era el mejor halago del mundo. Lesseps hacía una pregunta banal, abría levemente los ojos ante una anécdota, y los colonizados sentían de repente que su vida entera adquiría un renovado sentido. Si Ferdinand de Lesseps lo hubiera querido, ahí mismo habrían bailado para él un mapalé o una cumbia, o mejor un cancán, para que no fuera a creer que aquí todos éramos indios. Pues allí, en el Istmo panameño, el espíritu colonial flotaba en el aire, como la tuberculosis. O tal vez, se me ocurrió en algún momento, Colombia nunca había dejado de ser una colonia, y el tiempo y la política simplemente cambiaban un colonizador por otro. Pues la colonia, igual que la belleza, está en el ojo de quien la admira.

Cuando terminó el banquete, mi padre, que ya había reservado una habitación con vista al patio interior y a su fuente donde nadaban peces de colores, siguió a Lesseps hasta que lo vio retirarse por fin, y se disponía a retirarse él mismo cuando se abrió la puerta del salón de billar y salió al corredor un hombre joven, de bigote encerado y manchas de tiza en las manos, que empezó a hablarle como si lo conociera de toda la vida. Formaba parte de la comitiva del Lafayette, había llegado con Monsieur de Lesseps y haría parte en París del gabinete de prensa de la Compagnie. Le habían hablado muy bien de la labor periodística de mi padre, dijo, e incluso Monsieur de Lesseps se había llevado una muy buena impresión al conocerlo. Había leído algunas de sus crónicas sobre el ferrocarril, las crónicas del Star & Herald, y ahora quería proponerle una vinculación permanente a la Grandiosa Empresa del Canal. «Una pluma como la suya nos será de gran ayuda en la lucha contra el Escepticismo, que es, como usted sabe bien, el peor enemigo del Progreso». Y antes de terminar la noche mi padre se encontró jugando un chico a tres bandas con un grupo de franceses (y, dicho sea de paso, perdiéndolo por varias carambolas y llegando a rasgar el paño importado), y asociaría para siempre el verde refulgente de aquel paño y el tintineo de marfil de las bolas inmaculadas con el momento en que dijo que sí, que aceptaba y sentía que era un honor hacerlo, que a partir de mañana sería corresponsal en Panamá del Boletín del Canal Interoceánico. El Bulletin, para los amigos.

Y a la mañana siguiente, antes de pararse en la puerta del hotel para esperar la salida de Lesseps, antes de acompañarlo al comedor del hotel donde lo esperaban tres ingenieros de élite para hablar del Canal y sus problemas y sus posibilidades, antes de salir con él y montarse en su misma canoa para recorrer bajo un sol tronchante dos o tres curvas del enemigo Chagres, antes de todo eso, mi padre me contó lo que yo no había visto con mis propios ojos. Lo hizo con la evidente (y muy problemática) sensación de haber comenzado a formar parte de la historia, de haber comenzado a intimar con el Ángel, y quizás, en cierto sentido, no se equivocaba. Por supuesto que no le hablé a mi padre del Efecto Refractor de su periodismo ni de la posible incidencia que ese efecto podía haber tenido en la decisión de aquellos franceses sedientos de propaganda contratada; le pregunté, en cambio, qué opinión le había merecido el Viejo Lobo Diplomático, ese hombre que para mí era portador de una sonrisa mucho más peligrosa que cualquier ceño fruncido, autor de apretones de manos más letales que una franca puñalada, y ante mi pregunta y mis comentarios imprudentes mi padre se puso serio, muy serio, más serio de lo que lo había visto nunca, y me dijo, con algo que mediaba entre la frustración y el orgullo:

«Es el hombre que yo habría querido ser».