Sí, mi querido Joseph, sí: yo estaba allí, en Colón, mientras usted… Yo no fui testigo, pero eso, dada la naturaleza de nuestra relación casi telepática, de los hilos invisibles que nos mantenían en constante sintonía, no era necesario. ¿Por qué le parece tan inverosímil, mi querido Joseph? ¿No sabe usted, como sé yo, que ese encuentro había sido programado por el Ángel de la Historia, grandísimo metteur-en-scène, experto titiritero? ¿No sabe usted que nadie huye de su destino, y no lo escribió usted varias veces y en varios lugares? ¿No sabe usted que nuestra relación forma ya parte de la historia, y la historia se distingue por no tener nunca la cargante obligación de ser verosímil?
Pero ahora debo volver atrás en el tiempo. Desde ya aviso que luego volveré adelante, y luego atrás de nuevo, y así alternativa, sucesiva y testarudamente. (Esta navegación temporal acabará por agotarme, pero no tengo demasiadas opciones. ¿Cómo recordar sin quedar desgastado por el recuerdo? Dicho de otra forma: ¿cómo logra un cuerpo sobrellevar el peso de su memoria?) En fin. Que vuelvo atrás.
Poco antes de atracar, el joven Korzeniowski aprovecha un momento de mar tranquila, se asoma a la borda del Saint-Antoine y deja que la mirada recorra con descuido el paisaje. Es su tercer viaje al Caribe, pero nunca antes ha pasado por el golfo de Urabá, nunca ha visto las costas del Istmo. Tras pasar junto al golfo, al acercarse a Bahía Limón, Korzeniowski alcanza a divisar tres islas deshabitadas, tres caimanes echados en medio del agua, disfrutando del sol y persiguiendo el rayo que atraviesa el velo de nubes en esta época del año. Después preguntará y le responderán: sí, las tres islas, sí, tienen nombre. Le dirán: el archipiélago de las Mulatas. Le dirán: Gran Mulata, Pequeña Mulata, Isla Hermosa. O eso, por lo menos, es lo que recordará Korzeniowski años después, en Londres, cuando intente revivir los detalles de ese viaje… Y entonces se preguntará si su propia memoria le ha sido fiel, si no le ha fallado, si en realidad vio una palmera desgreñada sobre la Pequeña Mulata, si alguien le dijo que en la Gran Mulata había una fuente de agua fresca rompiendo el costado de un barranco. El Saint-Antoine sigue acercándose a Bahía Limón; cae la noche, y Korzeniowski siente que los juegos de luz del mar empiezan a burlar sus ojos, pues Isla Hermosa le parece poco más que una roca gris y plana, humeante (¿o es un espejismo?) por el calor acumulado a lo largo del día. Después, la noche se traga la tierra, y a la costa le han salido ojos: las hogueras de los indios cunas son lo único visible desde el barco, faros que no orientan ni ayudan, sino que confunden y asustan.
También yo vi las hogueras de los cunas iluminando la noche, claro, pero déjenme que lo diga en voz bien alta: no vi nada más. Ni islas, ni palmeras, ni mucho menos rocas humeantes. Porque esa noche, la de mi llegada a Colón horas después de que llegara el joven Korzeniowski, había caído sobre la bahía una sopa de niebla que sólo cedió el espacio al aguacero más portentoso que me había tocado ver hasta ese instante. El agua bañó la cubierta del vapor con latigazos inclementes, y juro que en algún momento temí, en medio de mi ignorancia, que apagara las calderas. Por si fuera poco, eran tantos los buques que ocupaban los escasos muelles de Colón, que el Selfridge no pudo atracar, y esa noche la pasamos todavía a bordo. Empecemos, lectores, a echar por tierra algunos mitos tropicales: no es cierto que lejos de la tierra ya no haya zancudos. Los de la costa panameña son capaces, a juzgar por lo visto esa noche, de atravesar bahías enteras para obligar a los pasajeros incautos a guarecerse bajo sus toldillos. En cuatro palabras: fue una noche insoportable.
Amaneció por fin, por fin se desperdigaron las nubes de zancudos y las nubes de verdad, y pasajeros y tripulantes del Selfridge pasaron el día en cubierta, tomando el sol igual que los caimanes o las Mulatas, esperando la buena nueva de que podían atracar. Pero volvió a anochecer, y las nubes regresaron, las de verdad y las otras; y los muelles de Colón seguían llenos como un prostíbulo de marineros. La resurrección ocurrió al tercer día. El cielo, milagrosamente, se había secado; y, en el fresco de la noche (ese artículo de lujo), el Selfridge consiguió cama en el prostíbulo. Pasajeros y tripulantes se echaron a tierra como un aguacero, y yo pisé por primera vez el territorio de mis maldiciones.
Vine a Colón porque me dijeron que aquí encontraría a mi padre, el conocido Miguel Altamirano; pero al poner mis pies olorosos, mis botas húmedas y tiesas, en la Ciudad Esquizofrénica, toda la nobleza del tema clásico —todos los Edipos y los Layos, los Telémacos y Odiseos— se fue muy pronto a la mierda. No seré yo quien intente maquillar las verdades a estas horas de la vida: al entrar en el escándalo de la ciudad, la Búsqueda del Padre se convirtió en la menor de mis prioridades. Lo confieso, sí, confieso que me distraje. Permití que Colón me distrajera.
Mi primera impresión fue la de una ciudad demasiado pequeña para el caos que albergaba. La serpiente de la línea férrea descansaba a unos diez metros del agua de la bahía, y parecía dispuesta a deslizarse en ella y hundirse para siempre al menor temblor de la tierra. Los cargadores se gritaban sin comprenderse y, al parecer, sin que eso los preocupara: la Babel que mi padre había evocado, lejos de haber sido derrotada, seguía vivita y coleando en los muelles que separaban el ferrocarril de la orilla. Pensé: esto es el mundo. Hoteles que no recibían al pasajero, sino que salían a su caza; saloons americanos donde se bebía whisky, se jugaba al póquer, se dialogaba a tiros; tabucos de jamaiquinos; carnicerías regentadas por chinos; en medio de todo, la casa particular de un viejo empleado del ferrocarril. Yo tenía veintiún años, querido lector, y la coleta negra y larga del chino que vendía carne por encima del mostrador y licor a los marineros por debajo, o la casa de empeño de Maggs & Oates y su vitrina de la calle principal con las joyas más gigantescas que jamás había visto, o la zapatería antillana donde se bailaba la soca, eran para mí como intimaciones de un mundo desordenado y magnífico, alusiones a pecados sin cuento, bienvenidas cartas desde Gomorra.
Esa noche hice por primera vez algo que repetiría muchos años más tarde y en otro continente: llegar a una ciudad desconocida y buscar un hotel en la noche. Lo confieso: no me fijé demasiado dónde me alojaba, y no me intimidó el hecho de que el dueño/recepcionista estuviera acompañado de un Winchester al momento de alargarme el libro de visitas. Sonámbulo, volví a salir a la calle, y me abrí paso entre mulas y carretas y carretas con mulas hasta un saloon de dos pisos. Sobre la enseña de madera —General Grant, se leía en ella— ondeaba la bandera de rayas y estrellas. Me acodé en la barra, pedí lo que había pedido el hombre de al lado, pero antes de que el bigotudo me hubiera servido el whisky ya me había dado la vuelta: el salón y sus clientes eran mejor espectáculo.
Vi dos gringos que se liaban a puñetazos con tres panameños. Vi una puta a la que llamaban la Francesa —caderas que ya se habían abierto para uno o más niños, tetas desgastadas, una cierta amargura en la boca y un peine fuera de lugar en el pelo—, e imaginé que había cometido el error de acompañar a su marido en la aventura panameña y que en cuestión de meses el pobre hombrecito había entrado a engrosar las estadísticas del Hospital de Colón. Vi a un grupo de marineros, matones de pecho desnudo y camisa oscura de punto de lana, que la rodeaban y la solicitaban en su lengua, con insistencia pero no sin educación, y vi o noté que la mujer disfrutaba ese momento inusual y ya exótico en que un hombre la trata con algo parecido al respeto. Vi a un carretero entrar y empezar a pedir ayuda para retirar una mula muerta de los rieles del ferrocarril; vi a un grupo de americanos echarle una mirada, bajo sus sombreros de alas angostas, antes de remangarse los puños relucientes de las camisas y salir a ayudarlo.
Todo eso vi.
Pero hay algo que no vi. Y las cosas que no vemos suelen ser las que más nos afectan. (Este epigrama ha sido patrocinado por el Ángel de la Historia).
No vi que un hombre pequeño, un ratón con aires de notario, se acercaba a la barra y pedía la atención de los bebedores. No lo escuché explicar en un inglés trabajoso que había comprado dos tiquetes para el tren de la mañana a Ciudad de Panamá, que en el curso del día su hijo pequeño había muerto de cólera, y que ahora quería recuperar los cincuenta dólares de los tiquetes para evitar que al niño lo echaran en una fosa común. No vi que el capitán de los marineros franceses se le acercó y le pidió que repitiera todo lo que acababa de decir, para asegurarse de haberle entendido bien, y no vi el momento en que uno de sus subalternos, un hombre corpulento de unos cuarenta años, registraba el fondo de una bolsa de cuero, se acercaba al capitán y le ponía en la mano el dinero de los dos tiquetes, en billetes americanos atados con una cinta de terciopelo. La transacción no duró más de lo que dura un whisky (yo, ocupado con el mío, no la vi). Pero en ese breve lapso algo había pasado a mi lado, casi tocándome, algo… Busquemos la figura apropiada: ¿el ala del destino me rozó la cara? ¿El fantasma de los encuentros por venir, cortesía de Charles Dickens? No, lo explicaré como ocurrió, sin figuras entrometidas. Lectores, compadézcanse de mí, o búrlense si quieren: no vi la escena, la escena me pasó al lado, y, como es lógico, no supe lo que había ocurrido. No supe que aquel hombre se llamaba Escarras y era el capitán del Saint-Antoine. Esto puede no parecer gran cosa; el problema es que tampoco supe que su mano derecha, el cuarentón corpulento, se llamaba Dominic Cervoni, ni que uno de sus acompañantes de esa noche de juerga y negocios, un joven camarero que observaba distraídamente la escena, se llamaba Jozef Korzeniowski, ni que muchos años después aquel joven distraído —cuando ya no se llamaba Korzeniowski, sino Conrad— usaría al marinero —llamándolo no Cervoni, sino Nostromo— para los fines con que se haría célebre… «Ni un cíclope habría tenido la más mínima oportunidad frente a Dominic Cervoni, el Ulises de Córcega», escribiría años después un novelista maduro y prematuramente nostálgico. Conrad admiraba a Cervoni como cualquier discípulo admira a cualquier maestro; Cervoni, por su parte, había tomado voluntariamente la posición de padrino de aventuras para el joven polaco desorientado. Ésa era la relación que los unía: Cervoni como encargado de la educación sentimental de aquel aprendiz de marinero y contrabandista amateur. Pero esa noche yo no supe que Cervoni era Cervoni, ni que Conrad era Conrad.
Yo soy el hombre que no vio.
Yo soy el hombre que no supo.
Yo soy el hombre que no estuvo allí.
Sí, ése soy yo: el anti-testigo.
La lista de las cosas que no vi y tampoco supe es mucho más larga: podría llenar con ella varios folios, y titularlos Cosas importantes que me pasaron sin que me diera cuenta. No supe que después de comprar los tiquetes el capitán Escarras y su tripulación volverían al Saint-Antoine para descansar unas horas. No supe que antes de la madrugada Cervoni cargaría cuatro botes y, acompañado por seis remeros más (Korzeniowski entre ellos), regresaría al puerto más o menos al mismo tiempo que yo salía del General Grant, no borracho pero sí algo mareado. Mientras yo pasaba un par de horas vagabundeando todavía por las calles atiborradas de Colón-Aspinwall-Gomorra, Dominic Cervoni dirigía la maniobra de los cuatro botes frente a los muelles de carga del ferrocarril, donde un grupo de cargadores lo esperaba entre las sombras; y mientras yo volvía al hotel, dispuesto a despertarme temprano y empezar mi Búsqueda del Padre, los cargadores trasteaban el contenido de esos sigilosos transportes nocturnos, lo pasaban por debajo de las arcadas del depósito, lo acomodaban en los vagones del tren a Panamá (y al hacerlo escuchaban el traqueteo metálico de los cañones y el choque de la madera, sin preguntarse qué, ni para quién, ni de dónde) y lo cubrían con lonas, no fuera a ser que lo echara a perder uno de aquellos aguaceros instantáneos, marca de fábrica de la vida en el Istmo.
Todo eso me pasó al lado, casi sin tocarme. En la voz culta: el ala del ángel me rozó, etcétera. En la voz popular: agua pasó por aquí, cate que no la vi. Es un frágil consuelo pensar que, si bien no estuve presente, hubiera podido estarlo (como si eso me legitimara). Si unas horas más tarde, en lugar de dormir a pierna suelta en el catre incómodo de mi habitación, me hubiera asomado por el balcón del hotel, habría visto a Korzeniowski y a Cervoni, el Ulises de Córcega y el Telémaco de Berdichev, montarse en el último vagón del tren con los tiquetes comprados la noche anterior al pobre ratoncito del saloon. Si me hubiera quedado en el balcón hasta las ocho de la mañana, habría visto a los controladores asomarse entre los vagones —bien puestos los sombreros sobre las cabezas— para anunciar puntualmente la partida, y habría sentido el humo de la locomotora y escuchado el alarido de su chimenea. Los vagones se habrían arrastrado debajo de mis narices, llevando entre sus pasajeros a Cervoni y a Korzeniowski, y, en sus vagones de carga, los mil doscientos noventa y tres fusiles Chassepot, de sistema de aguja y carga por la culata, que habían cruzado el océano Atlántico a bordo del Saint-Antoine y que tenían, ellos mismos, una buena historia que contar.
Sí, Lectores del Jurado, en mi relato democrático también las cosas tienen voz, y habrán de recibir turno de palabra. (Ah, las artimañas a que debe recurrir un pobre narrador para contar lo que no sabe, para rellenar sus incertidumbres con algo interesante…) Pues me pregunto: si, en lugar de roncar en mi habitación, ad portas de un terrible dolor de cabeza, hubiera bajado a la estación y me hubiera mezclado con los viajantes, y me hubiera inmiscuido en el vagón de carga e interrogado a uno de los Chassepot, uno cualquiera, uno escogido al azar para los objetivos de mi curiosidad sin límites, ¿qué historia me habría contado? En cierta novela conradiana de cuyo nombre no quiero acordarme, cierto personaje más bien cursi, cierto criollo afrancesado, se pregunta: «¿Qué sé yo de rifles militares?». Y yo, ahora, me pongo del otro lado con una pregunta (perdonen la modestia) harto más interesante: ¿Qué saben los rifles de nosotros?
El Chassepot traído por Korzeniowski a tierras colombianas fue fabricado en las armerías de Toulon, en 1866. En 1870 fue llevado como arma de dotación a la batalla de Wissembourg y utilizado, bajo el mando del general Douay, por el soldado Pierre-Henri Desfourgues, que diestramente lo apuntó hacia Boris Seeler (1849) y Karl-Heinz Waldraff (1851). Pierre-Henri Desfourgues fue herido por un Dreyse, y retirado del frente; en el hospital recibió la noticia de que Mademoiselle Henriette Arnaud (1850), su prometida, rompía el compromiso para casarse con Monsieur Jacques-Philippe Lambert (1821), presumiblemente por razones monetarias. Pierre-Henri Desfourgues lloró veintisiete noches seguidas, al cabo de las cuales introdujo el cañón del Chassepot (11 milímetros) en su propia boca, hasta tocarse la úvula (7 milímetros) con la mirilla (4 milímetros), y apretó el gatillo (10 milímetros).
El Chassepot fue heredado por Alphonse Desfourgues, primo hermano de Pierre-Henri, que se presentó así armado en la defensa de Mars-la-Tour. Alphonse lo disparó diecisiete veces en el curso de la batalla; ni una sola vez dio en el blanco. El Chassepot le fue entonces arrebatado (de mala manera, se dice) por el capitán Julien Roba (1839), que desde la fortaleza de Metz disparó con éxito a los jinetes Friedrich Strecker, Ivo Schmitt y Dieter Dorrestein (todos de 1848). Envalentonado, el capitán Roba se unió a la vanguardia y soportó durante cinco horas el ataque de dos regimientos prusianos. Murió tras ser alcanzado por el tiro de un Snider-Enfield. Nadie ha podido explicar qué hacía un Snider-Enfield en manos de un prusiano del 7.º de Acorazados (Georg Schlink, 1844).
Durante la batalla de Gravelotte, el Chassepot cambió de manos ciento cuarenta y cinco veces y fue disparado quinientas noventa y nueve, de las cuales doscientas treinta y una fallaron, ciento noventa y siete mataron y ciento setenta y una causaron heridas. Entre las 14.10 y las 19.30 quedó abandonado en una trinchera de Saint-Privat. Jean-Marie Ray (1847), a las órdenes del general Canrobert, había reemplazado en una mitrailleuse al tirador muerto, y murió a su turno. Recuperado tras la batalla, el Chassepot tuvo la suerte de pelear en Sedan, bajo Napoleón III; igual que Napoleón III, fue derrotado y tomado preso. Diferencia: mientras Napoleón se exiliaba en Inglaterra, el Chassepot sirvió bien a Konrad Deresser (1829), capitán de artillería del 11.º Regimiento prusiano, durante el sitio de París. En manos de Deresser asistió al Salón de Espejos del Palacio de Versalles y fue testigo de la proclamación del Imperio Germánico; colgado a la espalda de Deresser, asistió al Salón Louis XIV y fue testigo de las miradas sugestivas de Madame Isabelle Lafourie; a los pies de Deresser, asistió a los bosques detrás del Palacio, y fue testigo de la manera en que la pelvis del capitán respondía a esas miradas. Días después, Deresser se instaló en París, como parte de la ocupación alemana; Madame Lafourie, en calidad de territorio ocupado, se hizo acreedora regular de sus favores (29 de enero, 12 de febrero, 13 de febrero, 2 de marzo, 15 de marzo a las 18.30 y a las 18.55, 1 de abril). 2 de abril: Monsieur Lafourie entra por sorpresa y a la fuerza en una habitación de la Rue de l’Arcade. 3 de abril: Konrad Deresser recibe a los padrinos de Monsieur Lafourie. 4 de abril: el Chassepot espera al margen, mientras Monsieur Lafourie y el capitán Deresser toman sendos revólveres Galand (1868, fabricación belga). Ambos Galand disparan, pero sólo Deresser es alcanzado por la bala (10,4 milímetros) y cae cuan largo es (1.750 milímetros). El 5 de abril de 1871, Monsieur Lafourie vende el Chassepot del vencido en el mercado negro. Lo cual dista mucho de ser una actitud honorable.
Durante cinco años, dos meses y veintiún días, el Chassepot desaparece. Pero a finales de junio de 1876 es adquirido, junto con otros mil doscientos noventa y dos fusiles, veteranos como él de la guerra franco-prusiana, por Frédéric Fontaine. Fontaine —no es secreto para nadie— trabaja como encargado de asuntos varios para la firma Delestang & Fils, dueña de una flota de veleros con sede en Marsella; además, se desempeña como testaferro de Monsieur Delestang, aristócrata y banquero aficionado, conservador fanático, nostálgico realista y ardiente ultracatólico. Monsieur Delestang ha decidido dar al Chassepot un destino particular. Después de pasar catorce días con sus noches en un depósito del vieux port marsellés, el fusil se embarca en uno de los veleros de la compañía de marras: el Saint-Antoine.
Sigue la travesía del Atlántico, sin incidentes. Sigue el anclaje en Bahía Limón, Panamá, Estados Unidos de Colombia. El Chassepot se traslada en bote a los depósitos del ferrocarril (esto ya se ha mencionado). A bordo del vagón de carga número 3 (esto, en cambio, todavía no), cubre el trayecto de quince leguas entre Colón y Ciudad de Panamá, donde es objeto de una transacción de carácter clandestino. Acaba de caer la noche. En el Mercado de Playa, debajo de un toldo y entre racimos de bananos tropicales, se dan cita el camarero polaco Jozef Teodor Konrad Korzeniowski, el aventurero corso Dominic Cervoni, el general conservador Juan Luis de la Pava y el intérprete Leovigildo Toro. Mientras el general De la Pava hace entrega de la suma convenida, a través de múltiples intermediarios, con Delestang & Fils, el Chassepot y los mil doscientos noventa y dos como él son llevados al puerto en carretas de madera tiradas por mulas y embarcados a bordo del vapor Helena, cuya ruta por el Pacífico viene de California, vía Nicaragua, y tiene como destino final el puerto de Lima, Perú. Horas después, ya a bordo del Helena, el general De la Pava se emborracha repetidamente y, al grito de «¡Muera el Gobierno! ¡Muera el presidente Aquileo Parra! ¡Muera el condenado Partido Liberal!», dispara al aire seis tiros del revólver Smith & Wesson modelo 3 que le compró en Panamá a un minero californiano (Bartholomew J. Jackson, 1834). El 24 de agosto, el vapor toca puerto en la ciudad de Buenaventura, en la costa pacífica colombiana.
Y así, cubriendo a lomo de mula —y las mulas pasan a veces dos o tres días seguidos sin descansar, y una de ellas revienta subiendo la Cordillera— el trayecto difícil entre Buenaventura y Tuluá, el contrabando llega, bajo la supervisión del general De la Pava, al frente de Los Chancos. Es el 30 de agosto, y es casi medianoche; el general Joaquín María Córdoba, que dirigirá la batalla contra el monstruo del liberalismo ateo, duerme plácidamente en su tienda de campaña, pero se despierta al escuchar el rumor de las mulas y las carretas. Felicita a De la Pava; hace que sus generales se arrodillen y oren por la familia Delestang, cuyo apellido es variamente pronunciado como Delestón, Colestén y Del Hostal. En cuestión de minutos, los cuatro mil cuarenta y siete soldados conservadores están diciéndole al Sagrado Corazón de Jesús que en él confían, y pidiéndole salud eterna para los cruzados marselleses, sus remotos benefactores. A la mañana siguiente, después de años de inactividad en los nobles escenarios de la guerra, el Chassepot es puesto en manos de Ruperto Abello (1849), cuñado del párroco de Buga, y vuelve a combatir.
A las 6.47, su disparo atraviesa la garganta de Wenceslao Serrano, artesano de Ibagué. A las 8.13, da en el cuádriceps derecho de Silvestre E. Vargas, pescador de La Dorada, obligándolo a caer; y a las 8.15, tras una fallida maniobra de recarga, su bayoneta se hunde en el tórax del mismo Vargas, entre la segunda y la tercera costillas. Son las 9.33 cuando su disparo perfora el pulmón derecho de Miguel Carvajal Cotes, productor de chicha; son las 9.54 cuando revienta la nuca de Mateo Luis Noguera, joven periodista payanés que hubiera escrito grandes novelas de haber vivido más tiempo. El Chassepot mata a Agustín Iturralde a las 10.12, a Ramón Mosquera a las 10.29, a Jesús María Santander a las 10.56. Y a las 12.44, Vicente Noguera, hermano mayor de Mateo Luis y primer lector de sus primeros poemas —Elegía para mi burro y Júbilo inmortal—, que durante casi tres horas ha perseguido a Ruperto Abello por el campo de batalla, desobedeciendo las órdenes del general Julián Trujillo y exponiéndose a juicios militares que posteriormente lo absolverán, se parapeta detrás de Barrabás, su propio caballo muerto, y dispara. No lo hace con el fusil Spencer que le ha sido entregado antes de la batalla, sino con el Remington calibre 20 que su padre solía llevar cuando cazaba en el valle del río Cauca. La bala golpea la oreja izquierda de Ruperto Abello, destroza el cartílago, rompe el pómulo y sale por el ojo (de color verde y famoso en su familia). Abello muere en el acto; el Chassepot queda en el pasto, entre dos boñigas de vaca lechera.
Como Abello, dos mil ciento siete soldados conservadores, muchos de ellos portadores de Chassepots contrabandeados, mueren en Los Chancos. De otra parte, mil trescientos treinta y cinco soldados liberales mueren bajo las balas contrabandeadas de esos fusiles. Al recorrer el campo de batalla como parte del ejército victorioso, el joven Fidel Emiliano Salgar, antiguo esclavo del general Trujillo, recoge el Chassepot y se lo lleva consigo mientras los liberales avanzan hacia el Estado de Antioquia. La batalla de Los Chancos, una de las más sangrientas de la guerra civil de 1876, ha dejado una marca profunda en el alma de Salgar, además de un profundo agujero en su mano izquierda (producido por la bayoneta oxidada de Marceliano Jiménez, peón de hacienda). Si Fidel Emiliano Salgar fuera poeta y francés, sin duda ya se habría lanzado con un soneto titulado L’ennui de la guerre. Pero Salgar no es ni francés ni poeta, y no tiene manera de sublimar la insoportable tensión de los últimos días, ni la imagen persistente de cada uno de los muertos que ha visto. Armado con el Chassepot, Salgar empieza a hablar solo; y esa noche, tras utilizar la misma bayoneta que mató a Silvestre E. Vargas para matar al centinela (Estanislao Acosta González, 1859), Salgar hace —con su mirada, con sus acciones— esta revelación sorprendente: ha enloquecido.
La vida del Chassepot termina poco después.
Correctamente empuñado, el fusil le permite a Salgar atemorizar a varios de sus compañeros de batallón, y gozar haciéndolo (es como una pequeña venganza). Muchos de ellos lo dejan estar, a pesar del peligro que representa un hombre inestable y armado para un contingente militar, porque la magnitud de su locura no es visible desde afuera. La noche del 25 de septiembre, el batallón, Salgar y el fusil ya han cruzado el Estado de Antioquia y llegado a la orilla del río Atrato, como parte de su reconquista de territorios conservadores. La noche los sorprende en la Hacienda Miraflores. Salgar, descalzo y sin camisa, encañona al general Anzoátegui, que dormía en su tienda, y empieza a caminar hacia el río; alcanza a empujar una canoa que encuentra en la orilla, todo el tiempo con la bayoneta fija en las costillas del general y la mirada suelta y azarosa como la de un muñeco dañado. Pero la canoa apenas se ha internado diez metros en la corriente del Atrato cuando ya los guardias han llegado a la orilla y forman un verdadero pelotón de fusilamiento. En medio de sus razonamientos nublados, Salgar levanta el Chassepot, apunta a la cabeza del general y su último disparo le atraviesa el cráneo antes de que nadie tenga tiempo de hacer nada. Los demás soldados, cuyos nombres ya no importan, abren fuego.
Las balas —de diversos calibres— alcanzan a Salgar en diversas partes del cuerpo: perforan ambos pulmones, la mejilla y la lengua, le destrozan una rodilla y le abren la herida ya casi cerrada de la mano izquierda, quemando nervios, chamuscando tendones, cruzando el túnel carpiano como cruza un barco un canal. El Chassepot flota en el aire un segundo y cae a las aguas revueltas del Atrato; se hunde, y antes de tocar fondo alcanza a avanzar unos metros sobre la fuerza de la corriente. Lo sigue, cayendo de espaldas, el cadáver de un hombre (69 kilogramos de peso) que fue esclavo y que ya no será libre.
En el momento en que Fidel Emiliano Salgar llega al lecho arenoso del río, asustando a una raya y recibiendo un aguijonazo —sin que el cuerpo muerto sienta nada, sin que sus tejidos se retraigan con la acción del veneno, sin que sus músculos sufran calambres ni se contamine su sangre—, en ese mismo momento, el aprendiz de marinero Korzeniowski, a bordo del Saint-Antoine, echa un último vistazo a la línea costera del puerto de Saint-Pierre, en Martinica. Hace varios días que, cumplida la misión de los fusiles-para-derrocar-Gobiernos-liberales, se ha marchado de Colón y de los mares territoriales de los Estados Unidos de Colombia. Y, puesto que éste parece ser el capítulo de las cosas que no se saben, yo debo hacer constar lo que Korzeniowski no sabe en ese momento.
No sabe los nombres ni las edades de las mil trescientas treinta y cinco víctimas de los Chassepots. No sabe ni siquiera que hubo mil trescientas treinta y cinco víctimas de los Chassepots. No sabe que el contrabando habrá sido inútil, que el Gobierno liberal y masón ganará la guerra contra los conservadores católicos y habrá que esperar otra guerra —o una reedición de la misma— para que se modifique ese estado de las cosas. No sabe qué pensará Monsieur Delestang, en Marsella, cuando se entere de ello, ni si volverá a inmiscuirse en otras cruzadas. No sabe que un diario amarillista, La Justicia, inventará muchos años después una versión absurda de su paso por la costa colombiana: en ella, Korzeniowski toma toda la negociación en sus manos y vende las armas a un tal Lorenzo Daza, delegado del Gobierno liberal que después las «dará por perdidas» y las venderá de nuevo, «por el doble de su precio», a los conservadores revolucionarios. Korzeniowski, que ni siquiera sabe quién es el tal Daza, sigue con la mirada fija en Martinica, y sigue sin saber cosas. No sabe que la línea costera de Saint-Pierre no volverá a ser la misma, por lo menos para él, pues la ciudad conocida como el Viejo París será borrada del mapa en cosa de un cuarto de siglo, obliterada por completo, como un hecho histórico indeseable (pero no es tiempo todavía de hablar de ese desastre). No sabe que en cuestión de horas, cuando navegue entre Saint-Thomas y Puerto Príncipe, conocerá la violencia del Viento del Este y del Viento del Oeste, y no sabe que mucho más tarde escribirá sobre esa violencia. Entre Puerto Príncipe y Marsella cumplirá diecinueve años, y no sabrá que en casa le aguarda la cadena de sucesos más difícil de su juventud, sucesos que acabarán, para él, con un tiro en el corazón.
Y mientras ese cumpleaños se desarrolla a bordo del Saint-Antoine, con canciones y abrazos de parte de Cervoni, en otra nave de otra parte pasan otras cosas (o diré: correspondencias). Les presento al Lafayette, vapor francés con bandera de las Indias Occidentales que jugará papeles importantísimos en nuestra pequeña tragedia. A bordo, el teniente Lucien Napoleón Bonaparte Wyse, hijo ilegítimo de madre célebre (en el peor sentido) y padre desconocido (en sentido único), ese teniente Wyse, queridos lectores, se prepara para salir de expedición. Su misión es buscar en la selva colombiana del Darién la mejor ruta para abrir un canal interoceánico, aquello que algunos —en París, en Nueva York, en la misma Bogotá— han comenzado a llamar Ese Jodido Canal. Lo digo de una vez por todas: por razones que pronto serán aparentes, por razones imposibles de reducir a la jaula de oro de una sola frase bella, en ese momento se empezó a joder, ya no el Canal, sino mi vida entera.
La cronología es una bestia indómita; no sabe el lector los trabajos inhumanos por los que he pasado para darle a mi relato un aspecto más o menos organizado (no descarto haber fracasado en el intento). Mis problemas con la bestia se reducen a uno solo. Verán ustedes, con el paso de los años y la reflexión sobre los temas de este libro que ahora escribo, he comprobado lo que sin duda no es sorpresa para nadie: que en el mundo las historias, todas las historias que se saben y se narran y se recuerdan, todas esas pequeñas historias que por alguna razón nos importan a los hombres y que van componiendo sin que uno se dé cuenta el temible fresco de la Gran Historia, se yuxtaponen, se tocan, se cruzan: ninguna existe por su cuenta. ¿Cómo lidiar con eso en un relato lineal? Es imposible, me temo. He aquí una humilde revelación, la lección que he aprendido a fuerza de rozarme con los hechos del mundo: callar es inventar, las mentiras se construyen con lo no dicho, y, puesto que mi intención es contar con fidelidad, mi relato caníbal habrá de incluirlo todo, todas las historias que buenamente le quepan en la boca, las grandes y las pequeñas. Pues bien, en los días previos a la partida del Lafayette ocurrió una de las últimas: el encuentro de otros dos viajeros. Fue a pocos metros del puerto de Colón y, por lo tanto, del teniente Wyse y sus hombres. Y en el siguiente capítulo, si la vida no se me ha acabado para entonces, si todavía hay en mi mano fuerzas para mover la pluma, habré de concentrarme en él. (A mi edad, que es más o menos la edad de un novelista muerto, polaco de nacimiento y marinero antes que escritor, no hay que hacer planes con demasiada anticipación).
Pero antes, respondiendo al orden peculiar que los hechos tienen en mi relato, el orden que yo, dueño omnipotente de mi experiencia, he decidido darle para que sea mejor comprendida por ustedes, debo ocuparme de otro asunto, o más bien de otro hombre. Llamémoslo facilitador; llamémoslo intermediario. Es evidente, me parece: si voy a dedicar tantas páginas a contar mi encuentro con Joseph Conrad, es apenas necesario que explique un poco quién era la persona responsable de que nos conociéramos, el anfitrión de mi desgracia, el hombre que auspició el robo…
Pero todavía es pronto para hablar del robo.
Regresemos, lectores, al año de 1903. El lugar es un muelle cualquiera del Támesis: un vapor de pasajeros ha llegado del puerto caribeño de Barranquilla, en la convulsa República de Colombia. Del vapor baja un pasajero que trae, por todo ajuar, un baúl pequeño de ropa y enseres, más conveniente para quien va a pasar quince días lejos de casa que para quien ya no regresará nunca a su tierra. Digamos que no es el baúl de un emigrado, sino el de un viajero, y no sólo por su tamaño humilde, sino porque su dueño no sabe todavía que ha llegado para quedarse… De aquella primera noche en Londres recuerdo detalles: el anuncio publicitario, recibido de una mano oscura en el muelle mismo, en el cual se detallaban los servicios y las virtudes del Trenton’s Hotel, Bridgewater Square, Barbican; los suplementos que hube de pagar, uno por el uso de la electricidad, otro por la limpieza de mis botas; la infructuosa negociación con el portero de noche, a quien exigí la tarifa especial, con desayuno incluido, a pesar de que los documentos que me identificaban no eran norteamericanos ni coloniales. A la mañana siguiente, más recuerdos: un mapa de bolsillo que compré por dos peniques, un mapa desplegable de tapas del color de la bilis; el pan con mermelada y las dos tazas de cocoa que tomé en el comedor del hotel mientras buscaba entre esas calles blancas o amarillas la dirección que traía anotada en el cuaderno de periodista. Un bus me dejó en Baker Street; crucé Regent’s Park por dentro, en lugar de dar la vuelta, y entre árboles ya desnudos y senderos de aguanieve llegué a la calle que buscaba. No fue difícil encontrar el número.
Todavía conservo el mapa que usé esa mañana: su lomo delgado ha sido devorado por las polillas, sus páginas veteadas parecen un cultivo de hongos para fines científicos. Pero los objetos me hablan, me dictan cosas; me reclaman cuando miento, y en caso contrario se prestan de buena voluntad para servir de prueba. Pues bien, lo primero que me dicta este viejo mapa, inservible y desactualizado (Londres cambia todos los años), es el encuentro con el intermediario de marras. Pero ¿quién era Santiago Pérez Triana, el célebre negociante colombiano que con el tiempo se volvería embajador plenipotenciario ante las cortes de Madrid y Londres? ¿Quién era ese hombre, uno de tantos que en Colombia reciben como legado aquel monstruo indeseable y peligroso: una Vida Política? La respuesta, que a algunos les parecerá curiosa, es: no me importa. Lo importante no es quién era aquel hombre, sino qué versión estoy dispuesto a dar de su vida, qué papel quiero que juegue en el relato de la mía. De manera que ahora mismo hago uso de mis prerrogativas como narrador, me tomo la poción mágica de la omnisciencia y entro, no por primera vez, en la cabeza —y en la biografía— de otra persona.
(Sí, queridos historiadores escandalizados: las vidas ajenas, aun las de las figuras más prominentes de la política colombiana, también están sujetas a la versión que yo tenga de ellas. Y será mi versión la que cuente en este relato; para ustedes, lectores, será la única. ¿Exagero, distorsiono, miento y calumnio descaradamente? No tienen ustedes manera de saberlo).
En aquellos años, un colombiano que llegara a Londres pasaba necesariamente por la casa de Santiago Pérez Triana, en el número 45 de Avenue Road. Pérez Triana, hijo de ex presidente y escritor secreto de cuentos para niños, perseguido político y tenor aficionado, había llegado a la ciudad varios años atrás, y presidía con su cara de sapo y sus anécdotas en cuatro idiomas una mesa diseñada como un auditorio: sus cenas, sus reuniones en el salón victoriano, eran pequeños homenajes a su propia persona, conferencias magistrales destinadas a exhibir su talento de orador ateniense mucho antes de que sus discursos lo distinguieran en las cortes de La Haya. Las tardes, en ese salón o en el cuarto especial donde se tomaba el café, eran todas iguales: Pérez Triana se quitaba las gafas de montura redonda para encender un habano, se arreglaba el corbatín mientras las tazas de su público privado se llenaban hasta el borde y comenzaba a hablar. Hablaba de su vida en Heidelberg o de la ópera en Madrid, de sus lecturas de Henry James, de su amistad con Rubén Darío y Miguel de Unamuno. Recitaba sus propios versos: Hay sepulcros que guardan mis secretos, podía soltar de repente, o también: He sentido gemir las muchedumbres. Y sus invitados, políticos liberales o empresarios ilustrados de la burguesía bogotana, lo aplaudían como focas amaestradas. Pérez Triana asentía con modestia, cerraba los ojos ya desgastados como las ranuras de una hucha, apaciguaba los ánimos con un ademán de la mano regordeta como si arrojara a las focas un par de sardinas. Y seguía sin perder tiempo hacia la anécdota siguiente, hacia el siguiente verso.
Pero en las noches, cuando ya todo el mundo se había ido, a Pérez Triana lo envolvía un miedo lejano y casi cariñoso, una especie de animal domesticado pero tremendo que lo seguía acompañando aun después de todos estos años. Era una sensación física bien definida: un desarreglo intestinal parecido a los momentos previos al hambre. Al sentirlo venir, lo primero que hacía el hombre era asegurarse de que Gertrud dormía; enseguida salía de la habitación oscura y bajaba a la biblioteca, en bata verde y pantuflas de cuero, y encendía todas las lámparas del lugar. Desde su salón se veía la mancha negra que en la mañana sería Regent’s Park, pero a Pérez Triana le gustaba poco mirar hacia la calle, como no fuera para constatar el rectángulo de claridad que su ventana proyectaba sobre la calzada penumbrosa y la presencia reconfortante de su propia silueta despeinada. Se acomodaba en su escritorio, abría un cajón de madera de compartimentos ajustables, tomaba unos cuantos folios en blanco y unos cuantos sobres Perfection y escribía cartas largas y siempre solemnes en las que preguntaba cómo iban las cosas en Colombia, quién más había muerto tras la última guerra civil, qué estaba ocurriendo realmente en Panamá. Y las noticias le llegaban en sobres norteamericanos: de Nueva York, de Boston, incluso de San Francisco. Ésta era, como lo sabían todos, la única forma de evitar la censura. Pérez Triana sabía igual que sus corresponsales que una carta dirigida a su nombre podía ser abierta sin remedio y su contenido revisado por las autoridades del Gobierno; si la autoridad lo consideraba necesario, la carta se perdería antes de llegar a su destino, y aun podría provocar inquisiciones más o menos molestas para el remitente. Así que sus cómplices bogotanos se acostumbraron pronto a la rutina de transcribir a mano las noticias; se acostumbraron, también, a recibir sobres con estampillas de Estados Unidos dentro de los cuales aparecía, como jugando al escondite, la caligrafía del amigo proscrito. Y una de las preguntas que más se repetían en sus cartas clandestinas desde Londres era ésta: ¿Creen ustedes que ya pueda volver? No, Santiago, contestaban los amigos. No debes volver todavía.
Lectores del jurado: permítanme que les dé una brevísima lección de política colombiana, para sintetizar las páginas transcurridas hasta ahora y prepararlos a ustedes para las que vienen. El hecho más importante en la historia de mi país, como acaso se habrán dado cuenta, no fue el nacimiento de su Libertador, ni su Independencia, ni ninguna de esas fabricaciones de manual de bachillerato. Ni tampoco fue una catástrofe a escala individual como las que marcan con frecuencia los destinos de otras tierras: ningún Henry se quiso casar con ninguna Bolena, ningún Booth mató a ningún Lincoln. No: el momento que definiría la suerte de Colombia para toda la historia, como sucede siempre en esta tierra de filólogos y gramáticos y dictadores sanguinarios que traducen la Ilíada, fue un momento hecho de palabras. Más exactamente: de nombres. Un doble bautismo, ocurrido en algún momento impreciso del siglo XIX. Reunidos los padres de las dos criaturas carigordas y ya malcriadas, aquellos dos varoncitos olorosos desde su nacimiento a vómitos y a mierda líquida, se convino que al más tranquilo se le diera el nombre de Conservador. El otro (que lloraba un poco más) se llamó Liberal. Esos niños crecieron y se reprodujeron en constante rivalidad, y las generaciones rivales se han sucedido unas a otras con la energía de los conejos y la terquedad de las cucarachas… y en agosto de 1893, como parte de esa herencia incontestable, el ex presidente —liberal— Santiago Pérez Manosalba, el hombre que en otro tiempo había conquistado el respeto del general Ulysses Grant, era desterrado sin miramientos por el régimen —conservador— de Miguel Antonio Caro. Su hijo, Santiago Pérez Triana, heredaba la condición de indeseable, más o menos como se hereda una calva prematura o una nariz ganchuda.
Acaso un recuento no esté fuera de lugar, pues no olvido que algunos de mis lectores no tienen la suerte de ser colombianos. La culpa de todo había sido de las columnas subversivas que el ex presidente —liberal— escribía en El Relator, verdaderas cargas de profundidad que hubieran abierto boquetes y hundido en cuestión de segundos cualquier Gobierno europeo. El Relator era el hijo consentido de la familia: un periódico fundado sólo para echar a los conservadores del poder y oportunamente cerrado, con decretos dignos de una tiranía, por los que no querían ser echados. No era el único: el ex presidente Pérez —los párpados caídos, la barba tan cerrada que ocultaba la boca por completo— solía convocar reuniones clandestinas con otros conspiradores periodísticos en su casa de la Carrera Sexta de Santa Fe de Bogotá. Y así, mientras del otro lado de la calle la iglesia de la Bordadita se llenaba de godos rezando, en el salón de los Pérez se reunían los directores de El Contemporáneo, El Tábano y El 93, todos periódicos clausurados bajo el cargo de apoyar al bando anarquista y preparar la guerra civil.
Ahora bien: la política en Colombia, Lectores del Jurado, es un curioso juego de clase. Detrás de la palabra Motivación está la palabra Capricho; detrás de Decisión está Pataleta. El asunto que nos ocupa ocurrió según estas sencillísimas reglas, y ocurrió además con toda la rapidez con que suelen ocurrir las equivocaciones… A principios del mes de agosto, Miguel Antonio Caro, Supremo Caprichoso de la Nación, ha escuchado por casualidad que El Relator estaría dispuesto a moderar sus posiciones si se le permitiera volver a circular. Hay algo en esa noticia que le sabe a victoria: la Regeneración conservadora, que ha dispuesto leyes de censura cuya dureza no tiene parangón en el mundo de la democracia, ha vencido a la subversión escrita del liberalismo ateo. Eso piensa Caro; pero El Relator lo saca del engaño con la edición del día siguiente, desafiando la censura con una de las invectivas más poderosas que jamás han recibido las instituciones de la Regeneración conservadora. El presidente Caro —inevitablemente— se siente engañado. Nadie le ha prometido nada, pero ha ocurrido en su mundo, en su pequeño mundo privado, hecho de clásicos latinos y de un profundo desprecio por todo lo que no esté de su parte, algo terrible: la realidad no se ha acomodado a sus fantasías. El presidente manotea, patalea furioso sobre la madera del Palacio de San Carlos, tira el sonajero al suelo, hace pucheros y berrinches y se niega a terminarse el almuerzo… y sin embargo la realidad sigue ahí: El Relator sigue existiendo y sigue siendo su enemigo. Los que lo acompañan lo escuchan decir entonces que Santiago Pérez Manosalba, ex presidente de Colombia, es un mentiroso y un farsante y un hombre sin palabra. Lo escuchan predecir con la certidumbre de un oráculo que aquel liberal sin patria ni dios llevará al país a la guerra, y que su extradición es la única forma de evitarlo. El decreto definitivo, el decreto que señala el destierro, se fecha el 14 de agosto.
El padre lo acató, por supuesto —la pena de muerte para desterrados que no cumplían con su destierro era moneda corriente en la Colombia de Caro—, y marchó a París, querencia natural de las altas burguesías latinoamericanas. El hijo, tras recibir las primeras amenazas, intentó salir del país bajando de Bogotá hasta el río Magdalena y embarcándose en el puerto de Honda con el primer vapor dispuesto a llevarlo a Barranquilla, y por esa vía al exilio europeo. «Yo, la verdad, no me sentía en peligro», me diría mucho más tarde, cuando ya nuestra relación permitía este tono y estas confidencias. «Me iba de Colombia porque, tras la afrenta a mi padre, el ambiente se me había vuelto irrespirable; me iba para castigar, a mi modo, la ingratitud del país. Pero al llegar a Honda, un pueblo infecto de tres habitantes y temperaturas salvajes, me di cuenta de lo equivocado que estaba». En las noches de Londres, Pérez Triana seguía soñando que los policías lo detenían en Honda, que volvían a llevarlo a la Ciega —la cárcel más temida del Magdalena—; pero en el sueño el policía más joven le explicaba, atusándose el bozo, lo que no le habían explicado en la realidad: que las órdenes habían venido de la capital. Pero ¿qué órdenes? Pero ¿en qué términos? En el sueño era imposible saberlo, como lo había sido en la realidad. Pérez Triana nunca había hablado con nadie, ni siquiera con Gertrud, de las horas que pasó en la Ciega, metido en la oscuridad de un calabozo, con los ojos llorosos por los vapores de la mierda humana y las ropas penetradas por la humedad corrompida del trópico. Había llegado a necesitar más de una mano para contar los casos de fiebre amarilla de que tuvo noticia durante su brevísimo encarcelamiento. En algún momento, pensó, le llegaría el turno: cada mosquito, cada microbio era su enemigo. Tuvo entonces la certeza de que había sido condenado a muerte.
El prisionero no podía saberlo, pero al amanecer de su segundo día en la Ciega, mientras aceptaba de mala gana una arepa sin queso como todo desayuno, el abogado bogotano Francisco Sanín, que por esos días se encontraba veraneando en Honda, recibía la noticia del encarcelamiento. Para cuando Sanín llegó a la Ciega, Pérez Triana había sudado tanto que el cuello almidonado de su camisa ya no le oprimía la garganta; tenía la sensación, imposible de confirmar, de que le colgaban los carrillos, pero se pasaba la mano por la cara y sólo encontraba los rastros ásperos de la barba nueva. Sanín apreció la situación, preguntó por los cargos y recibió evasivas, y sus reclamos llegaron a Bogotá y regresaron sin respuestas ni soluciones. Entonces se le ocurrió que la única solución pasaba por la mentira. En cierta ocasión, actuando como comerciante en Estados Unidos, Pérez Triana debió firmar unas cartas de lealtad. Sanín escribió al ministro norteamericano, un tal MacKinney, citando esas cartas y diciéndole que uno de sus ciudadanos estaba en peligro de muerte en una prisión insalubre. Era una mentira arriesgada, pero funcionó: McKinney se creyó cada palabra con el candor de un niño pequeño y protestó ante el juez correspondiente, levantando la voz y dando palmadas sobre la mesa, y en cuestión de horas Pérez Triana se encontró de camino a Bogotá, mirando hacia atrás por encima del hombro, confusamente agradecido por el poder que tiene la voz ronca del Tío Sam en estas latitudes sumisas. Esta vez (iba pensando) no había duda posible, no había nostalgias anticipadas. Tenía que huir; cada detalle de su persona maltratada le señalaba el camino de la huida. Si la vía del río Magdalena le estaba vedada, buscaría otros caminos menos evidentes. Así que huyó por los Llanos Orientales, se hizo pasar por cura y anduvo bautizando indios incautos, navegó por tres ríos y vio animales que nunca había visto y alcanzó el Caribe sin ser reconocido por nadie pero sintiendo también que ya no se reconocía a sí mismo. Y luego lo contó todo en un libro.
De Bogotá al Atlántico fue traducido al inglés y publicado por Heinemann, con prólogo del aventurero escocés, escritor diletante y líder socialista Robert Cunninghame-Graham, cuya percepción de Bogotá como la Atenas chibcha me sigue pareciendo más ingeniosa que justa. El libro apareció en 1902; en noviembre de 1903, pocas horas antes de que yo tocara a su puerta —un exiliado que pide ayuda a otro, un discípulo en busca de maestro—, Pérez Triana había recibido carta de Sydney Pawling, su editor. «Un último asunto quería comentarle, Mr. Triana», se leía en ella. «Como sin duda sabrá usted, Mr. Conrad, cuyo magnífico Typhoon hemos publicado el pasado mes de abril, está inmerso en un difícil proyecto relativo a la realidad latinoamericana. Consciente de su limitado conocimiento del tema, Mr. Conrad ha buscado y recibido la ayuda de Mr. Cunninghame-Graham para llevar adelante la obra; pero también ha leído su libro, y ahora me ha pedido que le pregunte a usted, Mr. Triana, si estaría dispuesto a responder a un breve cuestionario que Mr. Conrad le haría llegar por intermedio de nosotros».
Joseph Conrad me ha leído, piensa Pérez Triana. Joseph Conrad quiere mi ayuda.
Pérez Triana abrió el cajón y sacó un folio en blanco y un nuevo sobre Perfection. (Le gustaba ese invento, tan simple y tan ingenioso a la vez: había que pasar la lengua por la solapa, como siempre, pero el pegamento no estaba en ella, sino en el cuerpo del sobre. Su médico de cabecera, el doctor Thomas Wilmot, le había hablado del asunto después de describir diversas infecciones de la lengua, y Pérez Triana había salido de inmediato para la papelería de Charing Cross. Tenía que cuidarse la salud, claro, ¿cuántos sobres al día llegaba a lamer un hombre como él?) Escribió: «Mi tardanza en responder a su carta, Mr. Pawling, es completamente inexcusable. Comunique usted a Mr. Conrad mi absoluta disponibilidad para contestar a cuantos cuestionarios me envíe, sin importar su extensión». Y luego metió el papel en el sobre y lamió la solapa.
Pero no envió la carta de inmediato. Unas horas más tarde se alegraría de no haberlo hecho. Tiró esa carta a la basura, sacó otro folio y volvió a escribir las mismas frases sobre la tardanza y la disponibilidad, pero añadiendo al final: «Transmítale a Mr. Conrad, sin embargo, que ciertos sucesos recientes me permiten ahora contar con otras maneras de ayudarle. No pretendo conocer mejor que el autor cuáles son sus necesidades, pero la información que podría obtener de un emigrado ya antiguo, a través de un cuestionario remitido por interpuesta persona, es invariablemente inferior a la que podría darle de viva voz un testigo directo de los hechos. Pues bien, lo que puedo ofrecerle es incluso mejor que un testigo. Le ofrezco una víctima, Mr. Pawling. Una víctima».
¿Qué había ocurrido entre las dos cartas?
Un hombre había llegado a visitarlo desde su país remoto.
Un hombre le había contado una historia.
Ese hombre, por supuesto, era yo.
Esa historia es la que tú, Eloísa querida, estás leyendo en este momento.