II. Las revelaciones de Antonia de Narváez

A las nueve de la mañana del 17 de diciembre, mientras en Bogotá se le perdonaba la vida al general Melo, en el puerto fluvial de Honda mi padre subía al vapor inglés Isabel, de la compañía de John Dixon Powles, que hacía de manera corriente la ruta entre el interior y el Caribe. Ocho días más tarde, después de pasar la Nochebuena a bordo, llegaba a Colón, puerto panameño que por esos días no había cumplido todavía los tres años de edad y sin embargo ya hacía parte del Club de los Lugares Esquizofrénicos. Los fundadores habían escogido bautizar la ciudad con el nombre de don Cristóbal, el despistado genovés que por puro azar se dio de narices contra una isla caribeña y sin embargo pasó a la historia como descubridor del continente; pero los gringos que construían el ferrocarril no leyeron la ordenanza, o quizás la leyeron sin entenderla —su español, seguramente, no era tan bueno como creían—, y acabaron imponiendo su propio nombre: Aspinwall. Con lo cual Colón fue Colón para los nacionales y Aspinwall para los gringos, y Colón-Aspinwall para los demás (el espíritu de conciliación nunca ha faltado en Latinoamérica). Y a esa ciudad sin pasado, a esa ciudad embrionaria y ambigua, llegó Miguel Altamirano.

Pero antes de contar su llegada y todo lo que sucedió como consecuencia, quiero y debo hablar de una pareja sin cuya asistencia, puedo asegurarlo, yo no sería lo que soy. Y esto lo digo, como verán, literalmente.

Hacia 1835, el ingeniero William Beckman (Nueva Orleáns, 1801-Honda, 1855) había remontado el Magdalena en misión privada y con ánimo de lucro, y meses después fundaba una compañía de botes y champanes para la explotación comercial de la zona. Muy pronto el espectáculo se volvió cotidiano para los habitantes de los puertos: rubio, casi albino, Beckman llenaba la canoa con diez toneladas de mercancía, cubría las cajas de madera con cuero de res y se echaba a dormir sobre el cuero, debajo de las hojas de palma de las cuales dependía su piel y por lo tanto su vida, y así subía y bajaba por el río, de Honda a Buenavista, de Nare a Puerto Berrío. Al cabo de un lustro de no poco éxito, durante el cual había llegado a dominar el comercio de café y de cacao entre las provincias ribereñas, el ingeniero Beckman (fiel a su naturaleza de aventurero, al fin y al cabo) decidió invertir las breves riquezas acumuladas en la azarosa sociedad de don Francisco Montoya, que por esos días encargaba a Inglaterra un vapor que se adecuara al río. El Union, construido en los astilleros de la Mala Real Británica, entró en río en enero de 1842, subió hasta La Dorada, a seis leguas de Honda, y fue recibido por alcaldes y militares con honores que envidiaría un ministro. Se llenó de cajas de tabaco —«el suficiente para enviciar a todo el Reino Unido», contaría Beckman recordando esos años— y navegó sin contratiempos hasta la boca del río de la Miel… donde también ese vapor inglés, igual que los demás personajes de este libro, tuvo su encuentro con el siempre impertinente (el fastidioso, el metiche) Ángel de la Historia. Beckman ni siquiera se había enterado de que la guerra civil del momento (¿es otra o la misma?, preguntó) hubiera llegado hasta esos lugares; pero tuvo que rendirse a la evidencia, pues en cuestión de horas el Union se había enzarzado en un combate con bongos de filiación política indefinida, una bala de cañón le había roto las calderas, y así decenas de toneladas de tabaco, además de todo el capital del ingeniero, se iban a pique sin que se llegaran a conocer siquiera las razones del ataque.

He dicho que se fueron a pique. No es exacto: el Union alcanzó a acercarse a la orilla después del cañonazo, y no se hundió por completo. Durante años, sus dos chimeneas fueron visibles para los pasajeros que recorrían el río, rompiendo las aguas amarillas como ídolos perdidos de la isla de Pascua, como sofisticados menhires de madera. Mi padre las vio, de seguro; yo las vi cuando llegó mi turno… y el ingeniero Beckman las vio y las seguiría viendo con cierta frecuencia, pues nunca regresaría a Nueva Orleáns. Para el día del semi-hundimiento, ya se había enamorado, ya había pedido aquella mano —que para él no indicaba viajes, sino quietudes—, y se casaría en los primeros días de su quiebra, ofreciéndole a su nueva esposa una luna de miel barata en la otra orilla del río. Gran desilusión de parte de la (buena) familia de la damita, bogotanos de pocos medios y muchas aspiraciones, escaladores sociales que hubieran dejado en ridículo a cualquier Rastignac, que tenían por costumbre pasar largas temporadas en su hacienda de Honda y que se habían considerado tan bienaventurados cuando ese gringo rico había puesto los ojos, azules bajo las cejas blancas, sobre la niña rebelde de la casa. ¿Y quién era la afortunada muchachita? Una veinteañera de nombre Antonia de Narváez, torera aficionada en los encierros del Santo Patrón, jugadora ocasional y cínica por convicción.

¿Qué sabemos de Antonia de Narváez? Que había querido viajar a París, pero no para conocer a Flora Tristán, lo cual le parecía una pérdida de tiempo, sino para leer a Sade en su lengua original. Que se había hecho brevemente famosa en los salones de la capital por despreciar en público la memoria de Policarpa Salavarrieta («Eso de morir por la patria es cosa de desocupados», había dicho). Que había movido las pocas influencias de su familia para conocer por dentro el Palacio de Gobierno, que le concedieron el permiso y que la echaron a los diez minutos, cuando preguntó al obispo dónde estaba la famosa cama en que Manuela Sáenz, la amante más célebre de la historia colombiana, se había jodido al Libertador.

Lectores del Jurado: oigo desde aquí su perplejidad, y me preparo a paliarla. ¿Toleran ustedes que haga una breve revisión de ese fundamental momento histórico? Doña Manuela Sáenz, quiteña de nacimiento, ha dejado a su legítimo (y aburridísimo) esposo, un tal James o Jaime Thorne; en 1822, el Libertador Simón Bolívar hace su entrada triunfal en Quito; poco después, ídem en Manuela. Se trata de una mujer extraordinaria: es diestra sobre un caballo y magnífica con las armas, y durante la gesta de la Independencia Bolívar logra comprobarlo en carne propia: Manuela monta tan bien como tira. Pesimista ante la condena social, Bolívar le escribe: «Nada en el mundo puede unirnos bajo los auspicios de la inocencia y el honor». Manuela le responde llegando sin anunciarse a su casa y mostrándole, a golpes de cadera, lo que opina de los auspicios. Y el 25 de septiembre de 1828, mientras el Libertador y su Libertadora gozan de múltiples Libertinajes en el lecho presidencial de esa Colombia incipiente, un grupo de conspiradores envidiosos —generales de muchos soles cuyas mujeres ni montan ni tiran— deciden que aquel coitus quedará interruptus: intentan asesinar a Bolívar. Con la ayuda de Manuela, Simón da un salto, escapa por la ventana y va a esconderse debajo de un puente. Pues bien, es aquella nefanda cama septembrina la que Antonia de Narváez quiso conocer como si se tratara de una reliquia, lo cual, para ser sinceros, quizás era.

Y en diciembre de 1854, la noche en que mi padre celebra con trucha y con brandy la victoria de los ejércitos democráticos sobre la dictadura de Melo, Antonia de Narváez cuenta esa anécdota. Así de simple. Se acuerda de la anécdota de la cama, y la cuenta.

Para este momento, Antonia llevaba doce años de matrimonio con el señor William Beckman, es decir, los mismos que le llevaba el marido a su mujer. Tras el desastre del Union, Beckman había aceptado una parte de la hacienda de sus suegros —dos fanegadas ribereñas— y había construido en ella una casa de paredes blanqueadas y siete habitaciones en la cual recibía a pasajeros ocasionales, e incluso a los tripulantes de algún vapor norteamericano que quisieran volver a oír su lengua aunque sólo fuera por una noche. La casa estaba rodeada por una platanera y una labranza de yuca; pero sus ingresos más importantes, los que daban de comer a la pareja, provenían de uno de los leñateos más frecuentados del Magdalena. Así ocupaba sus días Antonia de Narváez de Beckman, la mujer que en otras tierras y en otra vida hubiera muerto en la hoguera o tal vez hecho una fortuna con novelas eróticas publicadas bajo seudónimo: dando posada y comida a los viajeros del río y dando madera para las calderas de los vapores. Ah, sí: los ocupaba también escuchando las canciones insoportables que su marido, enamorado del paisaje que le había tocado en suerte, sacaba de quién sabe dónde y acompañaba con un banjo desgraciado:

In the wilds of fair Colombia, near the equinoctial line,

Where the summer last forever and the sultry sun doth shine,

There is a charming valley where the grass is always green,

Through which flow the rapid waters of the Muddy Magdalene.

También mi padre conoció esa canción, también mi padre se enteró por ella de que Colombia es un lugar vecino del equinoccio donde el verano es eterno (el autor, visiblemente, nunca llegó a Bogotá) y donde se nos dice que el sol es sofocante para enseguida aclarar que el sol brilla. Pero hablábamos de mi padre. Miguel Altamirano nunca me dijo si había aprendido la canción la noche misma de la victoria, pero esa noche ocurrió lo inevitable: brandy, banjo, balada. La casa Beckman, espacio natural de foráneos, lugar de encuentro de gente de paso, fue anfitriona de aquella noche en la que soldados borrachos salieron a la playa de Caracolí y armaron, con la aquiescencia (y las camisas, y los pantalones) del dueño del lugar, un monigote lleno de paja que hizo las veces del dictador recién derrotado. No sé cuántas veces he imaginado las horas que siguieron. Los soldados comienzan a caer sobre la húmeda arena del río, vencidos por la chicha local —el brandy se reserva a los oficiales, cuestión de jerarquía—; los anfitriones y los dos o tres huéspedes de alto rango, entre los cuales está mi padre, apagan la fogata en la que yacen los restos del dictador calcinado y vuelven al salón. El servicio prepara un agua de panela fría; la conversación empieza a girar alrededor de las vidas bogotanas de los presentes. Y en ese momento, mientras Manuela Sáenz yace enferma en una remotísima ciudad peruana, Antonia de Narváez habla entre carcajadas del día en que fue a conocer la cama donde Manuela Sáenz amó a Bolívar. Y entonces es como si mi padre la viera por primera vez, como si ella, al ser vista, viera por primera vez a mi padre. El idealista y la cínica habían compartido alcohol y comida toda una tarde, pero al hablar de la amante del Libertador se percataron por primera vez de sus mutuas existencias. Alguno de los dos recordó el romance que ya circulaba por la República reciente:

Bolívar, enhiesta espada:

«Manuela, vendrás conmigo».

«Simón, tu espada yo sigo,

Mi vaina bien aceitada».

Y eso fue como el sello de lacre que se le pone a una carta secreta. No puedo asegurar que Antonia y mi padre se hayan sonrojado al percatarse del carácter (obscenamente) simbólico que las figuras de Manuela y Simón habían asumido para ellos; pero tampoco quiero tomarme el trabajo de imaginarlo, pues no los someteré, Lectores del Jurado, a las calidades y las formas con que ocurrió esa especie de danza, ese apareamiento completo que puede darse entre dos personas sin que ni por un instante despeguen las nalgas de las sillas. Pero en esas últimas horas, antes de que cada uno se retire a su habitación, sobre la mesa de nogal macizo vuelan comentarios ingeniosos (de parte del macho), carcajadas sonoras (de la otra parte), intercambios de agudezas que son la versión humana de los perros oliéndose las colas. Para el señor Beckman, que todavía no ha leído Las amistades peligrosas, esos rituales de apareamiento civilizado pasan desapercibidos.

Y todo por una simple anécdota sobre Manuela Sáenz.

Esa noche y las noches que siguen, mi padre, con esa capacidad que tienen los progresistas para encontrar grandes personalidades y causas loables donde no hay ni lo uno ni lo otro, piensa en lo que ha visto: una mujer inteligente y sagaz e incluso un poco pícara, una mujer que merecería un mejor destino. Pero mi padre es humano, a pesar de todo lo que se ha sugerido, y piensa también en el lado físico y potencialmente tangible del asunto: una mujer de cejas negras, delgadas pero densas como… La cara adornada por los zarcillos de oro que habían sido de… Y todo eso borroneado por un pañuelo de algodón que le cubría el pecho firme como… Ya lo ha percibido el lector: mi padre no era un narrador nato, como yo, y no hay que exigirle demasiada destreza a la hora de encontrar el mejor símil para unas cejas o unos senos, ni de recordar los orígenes de unas humildes joyas de familia; pero me complace dejar por sentado que mi padre nunca olvidó ese pañuelo, blanco y simple, que Antonia de Narváez siempre llevaba en las noches. Las temperaturas de Honda, que tan violentas son durante el día, bajan bruscamente cuando se hace oscuro, y traen enfriamientos y reumatismos a los desprevenidos. Un pañuelo blanco es una de las formas que los lugareños tienen de defenderse de aquellos crueles imprevistos tropicales: la indigestión, la fiebre amarilla y la perniciosa, la simple calentura. Es raro que un lugareño se vea afectado por estas dolencias (la residencia crea inmunidades); pero que le ocurran a un bogotano es normal, casi cotidiano, y las posadas, en estos lugares donde conseguir un médico puede tardar días, suelen estar preparadas para tratar los casos menos graves. Y una noche, mientras en el resto de Honda los cristianos terminan de rezar la novena, mi padre, que todavía no ha leído El enfermo imaginario, siente pesada la cabeza.

Y aquí, para nuestra (poca) sorpresa, las versiones se contradicen. Según mi padre, hacía dos noches que se había marchado de la posada Beckman, porque el vapor Isabel había llegado ya al puerto y la escala de aprovisionamiento —madera, café, pescado fresco— duraba más de lo previsto por cuenta de un daño en las calderas. Según Antonia de Narváez, el daño en las calderas nunca existió, mi padre era todavía su huésped, y esa tarde contrató a dos porteadores para que llevaran sus cosas al Isabel, pero todavía no había pasado la primera noche a bordo del vapor inglés. Según mi padre, eran las diez de la noche cuando le pagó a un niño de pantalones rojos, hijo de pescadores, para que fuera a la posada del gringo y avisara a la dueña que había un afiebrado a bordo. Según Antonia de Narváez, fueron los mismos porteadores los que se lo dijeron, mirándose con sorna entre ellos y jugando todavía con el medio real que habían recibido como propina. Las dos partes se ponen de acuerdo, por lo menos, sobre un hecho, que por lo demás ha dejado consecuencias verificables y cuya negación, desde un punto de vista histórico, es inútil.

Armada con un maletín de médico, Antonia de Narváez subió al Isabel y entre los doscientos cincuenta y siete camarotes encontró sin preguntar el del afiebrado; al entrar lo encontró acostado sobre un catre de lona, no sobre la cómoda cama principal, y cubierto con una frazada. Le puso una mano en la frente y no notó calenturas de ningún tipo; y sin embargo, sacó del maletín un frasco de quinina y le dijo a mi padre que sí, que tenía un poco de fiebre, que tomara cinco granos con el café de la mañana. Mi padre le preguntó si no era recomendable en estos casos un baño de fricción con agua y alcohol. Antonia de Narváez asintió, sacó dos frascos más del maletín, se remangó la blusa y le pidió al enfermo que se quitara la camisa, y para mi padre el olor penetrante del alcohol de farmacia quedaría para siempre asociado al momento en que Antonia de Narváez, con las manos húmedas todavía, apartaba la frazada, se desenredaba del cuello el pañuelo blanco y con un ademán levemente pornográfico se levantaba las enaguas y se sentaba a horcajadas sobre los calzoncillos de lana.

Era 16 de diciembre y el reloj daba las once de la noche; habían pasado exactamente cuarenta y nueve años —es una lástima que las simetrías que tanto gustan a la historia no nos hayan regalado la cifra redonda del medio siglo— desde que la ciudad de Honda, que en otro tiempo fue punto neurálgico del comercio colonial y niña malcriada de los españoles, cayera destruida por un terremoto a las once de la noche del 16 de junio de 1805. Las ruinas existían aún esa noche: a poca distancia del Isabel estaban las arcadas de los conventos, las esquinas de cal y canto que fueron antes paredes enteras; y ahora puedo imaginar, porque ninguna regla de la verosimilitud me lo prohíbe, que las violentas sacudidas del catre hayan evocado aquellas ruinas para los amantes. Ya lo sé, ya lo sé: puede que la Verosimilitud guarde silencio, pero el Buen Gusto da un brinco y me reprocha semejante concesión a la sensiblería. Pero prescindamos de su opinión por un instante: todo el mundo tiene derecho a un momento kitsch en la vida, y éste es el mío… Porque a partir de este instante ya estoy de cuerpo presente en mi relato. Aunque decir cuerpo sea quizás una hipérbole.

A bordo del Isabel, mi padre y Antonia de Narváez reproducen, en 1854, los temblores de 1805; a bordo de Antonia de Narváez, la biología, la traicionera biología, empieza a hacer de las suyas con calores y fluidos; y en su habitación, a bordo de su cama y protegido por la muselina, el señor Beckman, que todavía no ha leído Madame Bovary, suspira de contento sin albergar la más mínima sospecha, cierra los ojos para escuchar mejor el silencio del río, y casi sin querer comienza a canturrear:

The forest on your banks by the flood and earthquake torn

Is madly on your bosom to the mighty Ocean borne.

May you still roll for ages and your grass be always green

And your waters aye be cool and sweet, oh Muddy Magdalene.

Ah, los bosques de la ribera, las aguas frescas y dulces del Turbio Magdalena… Hoy, mientras escribo cerca del Támesis, mido la distancia que hay entre los dos ríos, y me maravilla que ésta sea la distancia de mi vida. He acabado mis días, Eloísa querida, en tierras inglesas. Y ahora me siento con derecho a preguntar: ¿no es muy apropiado que haya sido un vapor inglés el escenario de mi concepción? El círculo se cierra, la serpiente se muerde la cola, todos esos lugares comunes.

Lo anterior lo escribo para beneficio de los lectores más sutiles, los que aprecian el arte de la alusión y la sugerencia. Para los más brutos, escribo simplemente: sí, lo han comprendido ustedes. Antonia de Narváez era mi madre.

Sí, sí, sí: lo han comprendido ustedes.

Yo, José Altamirano, soy un hijo bastardo.

Después de su encuentro en el camarote del Isabel, de la fiebre fingida y los orgasmos genuinos, comenzó entre mi padre y Antonia de Narváez una brevísima correspondencia cuyas instancias más importantes debo presentar ahora como parte de mi argumento (i.e., raciocinio empleado para convencer a otro) y también de mi argumento (i.e., cuestión de que trata un relato). Pero debo hacerlo estableciendo previamente ciertas precisiones. Esta labor de arqueólogo familiar que he llevado a cabo —ya oigo las objeciones que he oído toda la vida: lo mío no fue realmente una familia; yo no tengo derecho a ese respetable sustantivo— se basa, de vez en cuando, en documentos tangibles; y es por eso que ustedes, Lectores del Jurado, tienen y tendrán en algunos pasajes de lo narrado las incómodas responsabilidades de un juez.

El periodismo es la corte de nuestros días. Así pues: declaro que los documentos que siguen son perfectamente genuinos. Es verdad que soy colombiano, y que todos los colombianos son mentirosos; pero debo hacer constar lo siguiente (y aquí levanto la mano derecha sobre la Biblia o el libro que haga sus veces): lo que transcribo a continuación es la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad. Nadie se opondrá a que glose aquí y allá ciertos pasajes que, fuera de contexto, pueden resultar oscuros. Pero no he interpolado una sola palabra, ni alterado un énfasis, ni cambiado un sentido. So help me God.

Carta de Miguel Altamirano a Antonia de Narváez

Barranquilla, sin fecha

Se burlará usted, pero no dejo de recordarla. Y de compadecerla, pues ha debido usted volver a quien no ama, mientras yo me alejo inexorablemente de quien idolatro[1]. ¿Son desmedidas mis palabras, es ilegítima esta emoción? […] Hemos desembarcado ayer; hoy atravesaremos la llanura arenosa que nos separa de Salgar, donde espera el vapor que nos llevará a destino. La visión del Gran Océano Atlántico, ruta de mi futuro, me proporciona un muy bienvenido sosiego. […] Viaja conmigo un extranjero simpático, ignorante de nuestra lengua pero bien dispuesto a aprenderla. Ha abierto su diario de viaje y me ha enseñado recortes del Panama Star que versan, he creído leer, sobre los avances del ferrocarril. En respuesta, he querido hacerle comprender que aquella oruga de hierro, capaz de conquistar palmo a palmo la jungla espesa, era también objeto de mis admiraciones más profundas; ignoro, sin embargo, si he logrado transmitírselo.

Carta de Antonia de Narváez a Miguel Altamirano

Sin lugar, día de Navidad

Son desmedidas sus palabras y es ilegítima su emoción. El nuestro, señor, ha sido un encuentro cuyas razones todavía no acierto a entender y además me niego a explorar; de nada me arrepiento, pero ¿a qué fingir interés por lo que no es más que un accidente? No parece que nuestro destino sea encontrarnos; le aseguro, en todo caso, que haré lo que de mi parte esté para que ello no suceda. […] Mi vida está aquí, señor mío, y aquí ha de permanecer, tal como he de permanecer yo al lado de mi marido. No puedo admitir que pretenda usted, en acto de increíble arrogancia, saber dónde se encuentra mi corazón. Me veo obligada a recordarle que a pesar del inefable suceso, usted, don Miguel, no me conoce. ¿Son crueles mis palabras? Tómelas como le plazca.

Carta de Miguel Altamirano a Antonia de Narváez

Colón, 29 de enero de 1855

Por fin ha sucedido: se ha inaugurado el ferrocarril, y ha sido mi privilegio ser testigo de tan inmenso paso hacia el Progreso. La ceremonia, en mi modestísima opinión, no ha sido tan fastuosa como conviene al acontecimiento; pero ha asistido a ella el Pueblo en pleno, los representantes extraoficiales de toda la Humanidad, y en estas calles se escucharon todas las lenguas que ha inventado el genio del hombre[2]. […] Entre la multitud, verdadera Arca de las razas humanas, me sorprendió reconocer a cierto teniente melista, cuyo nombre no vale la pena dejar por escrito. Fue expulsado a Panamá como pena por participar en el golpe de cuartel, sí, el mismo que mis humildes oficios contribuyeron a derrocar. Cuando me lo explicó, lo confieso, me quedé atónito. ¿Panamá, castigo de rebeldes? ¿El Istmo, esta Residencia del Futuro, convertido en destino para los enemigos de la democracia? Poco pude revirarle. Hube de rendirme a la evidencia; lo que yo considero un premio, uno de los más grandes que me ha concedido mi vida sin méritos, es para mi propio Gobierno una desgracia sólo menor que el cadalso. […] Sus palabras, señora, son dagas que se hunden en mi corazón. Desprécieme usted, pero no me desconozca; insúlteme, pero no me ignore. Soy, desde aquella noche, su servidor obsecuente, y no cierro las puertas a nuestro reencuentro. […] El clima en el Istmo es formidable. Sus cielos son limpios, el aire es dulce. Su reputación, puedo decirlo ahora, es una tremenda injusticia.

Carta de Miguel Altamirano a Antonia de Narváez

Colón, 1 de abril de 1855

El clima es mortal. Llueve sin parar, las casas se inundan; los ríos se desbordan y la gente duerme en las copas de los árboles; sobre los charcos de agua quieta flotan verdaderos enjambres de zancudos que parecen langostas de la vieja Babilonia; hay que cuidar los vagones como si fueran niños de brazos por miedo a que los devore la humedad. La peste reina en el Istmo, y los hombres se pasean enfermos por la ciudad, mendigando los unos el vaso de agua que les baje la fiebre, arrastrándose los otros hasta las puertas del hospital, con la ilusión de que un milagro les salve la vida. […] Hace ya unos días que hemos recuperado el cadáver del teniente Campillo; ahora es lícito poner su nombre sobre la página, pero no por ello es menos doloroso[3]. […] Debo considerar que se ha extraviado su respuesta; lo contrario sería inadmisible. Señora, hay una conspiración del destino que me prohíbe el olvido, pues en mi camino se cruzan constantemente mensajeros de la memoria. Las vidas de los lugareños comienzan cada mañana con el ritual sagrado del café y la quinina, que los protege de los fantasmas de la fiebre; y yo mismo he adoptado las costumbres de quienes frecuento, pues las juzgo saludables. Así, ¿qué puedo hacer si cada minúsculo grano me trae el sabor de nuestra noche? ¿Qué puedo hacer?

Carta de Antonia de Narváez a Miguel Altamirano

Honda, 10 de mayo de 1855

No me escriba, señor, y no me busque. Doy por cerrado este intercambio y por olvidado lo que hubo entre nosotros. Mi marido ha muerto; sepa, don Miguel Altamirano, que desde hoy yo he muerto para usted[4].

Carta de Miguel Altamirano a Antonia de Narváez

Colón, 29 de julio de 1855

Es con el rostro desfigurado por la incredulidad que repaso su escueto mensaje. ¿Espera usted, realmente, que acate sus órdenes? Al darlas, ¿pretende usted poner mis sentimientos a prueba? Me deja usted, señora mía, en situación imposible, pues obedecer su mandato sería destruir mi amor, y no hacerlo sería contrariarla. […] No tiene usted razones para dudar de mis palabras: la muerte de Mr. William Beckman, hombre honorable y huésped predilecto de nuestra patria, me ha conmovido profundamente. Peca usted por parquedad, señora mía, e ignoro si estaré cometiendo una imprudencia al inquirir sobre las circunstancias de la tragedia en el mismo folio que transmite a usted mis más sinceras condolencias. […] Deseo tanto volver a verla… Pero no puedo atreverme a solicitar su presencia, y en veces pienso que es acaso esto lo que la ha ofendido a usted. Si es así, le ruego me entienda: aquí no hay mujeres ni hijos. Tan insalubre es esta tierra, que los hombres prefieren la soledad durante el curso de su estadía. Saben, porque así lo ha dictado la experiencia, que traer consigo a su familia es condenarla a la muerte con tanta eficacia como si les clavaran un machete en el pecho[5]. Estos hombres, que han venido para cruzar de un océano al otro hacia las minas de oro del país de California, buscan la riqueza instantánea, es cierto, y están dispuestos a apostar la propia vida; pero no la de sus seres queridos, pues ¿a quién volverán con los bolsillos llenos de polvo de oro? No, señora mía; si hemos de vernos de nuevo, será en parajes más amables. Es por eso que espero un llamado suyo; una palabra, una sola, y acudiré a su lado. Mientras llega ese momento, mientras me concede usted la gracia de su compañía,

permanezco de usted,

Miguel Altamirano

Eloísa querida: esta carta no obtuvo respuesta.

Ni tampoco la siguiente.

Ni tampoco la siguiente.

Y así termina la correspondencia, por lo menos para efectos de este relato, entre los dos individuos que con el tiempo y ciertas circunstancias me he acostumbrado a llamar padres. El lector de las páginas precedentes buscará en vano una referencia al embarazo de Antonia de Narváez, ya no digamos al nacimiento de su hijo. También las cartas que no he copiado se preocupan por ocultar meticulosamente las primeras náuseas, el vientre crecido, y, por supuesto, los detalles del parto. Así que Miguel Altamirano tardaría mucho en saber que su esperma había hecho de las suyas, que un hijo de su sangre había nacido en el interior del país.

La fecha de mi nacimiento fue siempre un pequeño misterio doméstico. Mi madre celebró mi cumpleaños indistintamente el 20 de julio, el 7 de agosto y el 12 de septiembre; yo, por una simple cuestión de dignidad, nunca lo he celebrado. En cuanto a lugares, puedo decir lo siguiente: al contrario que la mayoría de seres humanos, yo conozco el de mi concepción, pero no el de mi nacimiento. Antonia de Narváez me dijo una vez, y luego se arrepintió de haberlo hecho, que había nacido en Santa Fe de Bogotá, en una cama gigantesca forrada de cuero sin curtir y junto a una silla en cuyo espaldar aparecía grabado un cierto escudo nobiliario. En días de tristeza, mi madre anulaba esa versión: yo había nacido en medio del Turbio Magdalena, en un bongo que navegaba de Honda a La Dorada, entre pacas de tabaco y remeros asustados ante el espectáculo de aquella blanca desquiciada y sus piernas abiertas. Pero lo más probable, visto todo con los ojos de la evidencia, es que el parto haya tenido lugar en tierras firmes y ribereñas de la predecible ciudad de Honda, y, para ser exactos, en esa misma habitación de la posada Beckman donde el dueño, el hombre bonachón que hubiera sido mi padrastro, se metió una escopeta en la boca y tiró del gatillo al saber que no era suyo lo que había en el vientre hinchado.

Siempre lo he pensado: es de admirar la frialdad con que mi madre cuenta en su carta que «mi marido ha muerto», cuando en realidad se refiere a un suicidio espantoso que la atormentó durante décadas y del cual nunca dejaría de sentirse en parte culpable. Desde mucho antes de su miserable destino de cornudo tropical, Beckman había pedido —ya se sabe cómo son las últimas voluntades de estos aventureros— que lo enterraran en el Muddy Magdalene; y una madrugada su cuerpo fue llevado, ya no en bongo sino en champán, a la mitad del río, y arrojado por la borda para que se hundiera en las aguas profusamente adjetivadas de aquella canción insoportable. Con los años se volvería protagonista de las pesadillas de mi niñez: una momia envuelta en lona que salía a la playa, echando agua por el hoyo de su nuca perforada y medio devorada por los bocachicos, para castigarme por mentir a mis mayores o por matar pájaros a pedradas, por decir malas palabras o por aquella vez en que le arranqué las alas a una mosca y la mandé a joder a pie. La figura blanca del suicida Beckman, mi padre putativo y muerto, fue la peor amenaza de mis noches hasta que pude leer, por la primera de muchas veces, la historia de un tal capitán Ahab.

(La mente genera asociaciones que la pluma no puede aceptar. Ahora, mientras escribo, recuerdo una de las últimas cosas que me contó mi madre. Poco antes de morir en Paita, Manuela Sáenz recibió la visita de un gringo medio loco que estaba de paso por el Perú. El gringo, sin siquiera quitarse el sombrero de ala ancha, le explicó que estaba escribiendo una novela sobre ballenas. ¿Se podían ver ballenas por allí? Manuela Sáenz no supo qué contestar. Murió el 23 de noviembre de 1856, pensando no en Simón Bolívar, sino en las ballenas blancas de un pobre novelista fracasado).

Así, sin coordenadas precisas, privado de lugares y fechas, comencé a existir. La imprecisión se hacía extensiva a mi nombre; y para no aburrir al lector nuevamente con el cliché narrativo de los problemas-de-identidad, del facilísimo what’s-in-a-name, me limitaré a decir que fui bautizado —sí, con chorro de agua bendita y todo: mi madre podía ser una iconoclasta convencida, pero no quería que su único hijo acabara en el Limbo por su culpa— como José Beckman, hijo del gringo loco que se mató de nostalgia antes de conocer su descendencia, y poco después, tras una o dos confesiones de mi madre atormentada, me transformé en José de Narváez, hijo de padre desconocido. Todo eso, claro, antes de llegar al apellido que por sangre me correspondía.

El asunto es que comencé, por fin, a existir; comienzo a existir en estas páginas, y mi relato se hará en adelante a través de la primera persona.

Yo soy el que cuenta. Yo soy el que soy. Yo. Yo. Yo.

Ahora, después de haber presentado la correspondencia escrita que tuvo lugar entre mis padres, debo ocuparme de otra forma muy distinta de correspondencias: aquella que se da entre dos almas gemelas, sí, esa correspondencia doppelgänger. Oigo murmullos en el público. Lectores inteligentes, lectores que siempre van un paso adelante del narrador, ya comienzan ustedes a intuir de qué se trata; ya adivinan que se comienza a proyectar sobre mi vida la sombra de Joseph Conrad.

Y así es: porque ahora que el tiempo ha pasado y puedo ver los hechos con claridad, disponerlos sobre el mapa de mi vida, me doy cuenta de las líneas trasversales, los sutiles paralelos que nos han mantenido conectados desde mi nacimiento. La prueba es ésta: no importa cuánto me empeñe en contar mi vida, hacerlo es, inevitablemente, contar la del otro. En virtud de afinidades físicas, según dicen los expertos, los gemelos que han sido separados al nacer se pasan la vida sintiendo los dolores y las angustias que agobian al otro, aunque nunca se hayan visto y aunque un océano los separe; en el plano de las afinidades metafísicas, que son propiamente las que me interesan, la cosa toma un cariz distinto, pero también ocurre. Sí, no hay duda de que también ocurre. Conrad y Altamirano, dos encarnaciones de un mismo José, dos versiones del mismo destino, dan fe de ello.

¡No más filosofía, no más abstracciones!, reclaman los más escépticos. ¡Ejemplos! ¡Queremos ejemplos! Pues bien, tengo los bolsillos llenos de ellos, y nada me parece más fácil que producir unos cuantos para saciar la sed periodística de ciertos espíritus inconformes… Puedo referir que en diciembre de 1857 nace un niño en Polonia, es bautizado Jozef Teodor Konrad Korzeniowski, y su padre le dedica un poema: «A mi hijo nacido en el 85.º aniversario de la opresión moscovita». Al mismo tiempo, en Colombia, un niño también llamado José recibe como regalo de Navidad una caja de pasteles, y durante varios días se dedica a dibujar soldados sin coraza que humillan a los opresores españoles. Mientras que yo, a los seis años de edad, escribía para un tutor bogotano mis primeras composiciones (una de ellas sobre un abejorro que sobrevolaba el río), Jozef Teodor Konrad Korzeniowski, que todavía no cumplía los cuatro, escribía a su padre: «No me gusta que me piquen los zancudos».

¿Más ejemplos, Lectores del Jurado?

En 1863, yo escuchaba a los adultos hablar de la revolución liberal y de su resultado, la Constitución de Rionegro, secular y socialista; en el mismo año, Jozef Teodor Konrad Korzeniowski también era testigo de una revolución en el mundo adulto que lo rodeaba, la de los nacionalistas polacos contra el zar ruso, revolución que llevaría a la cárcel, al destierro o al paredón a muchos de sus parientes. Mientras que yo, a los quince años, comenzaba a hacer preguntas sobre la identidad de mi padre —en otras palabras, comenzaba a traerlo a la vida—, Jozef Teodor Konrad Korzeniowski observaba al suyo abandonarse poco a poco a la tuberculosis —en otras palabras, entrar en la muerte—. Para 1871 o 1872, Jozef Teodor Konrad Korzeniowski ya ha empezado a anunciar el deseo de irse de Polonia y hacerse marinero, aunque nunca antes en su vida ha visto el mar. Y debió de ser por esa época de mis dieciséis o diecisiete años que comencé a amenazar a mi madre con largarme de su casa y de la ciudad de Honda, con desaparecer para siempre de su vista, a menos que… Si ella no quería perderme para siempre, lo mejor era que…

Así fue: de la duda pacífica pasé sin transición a la inquisición salvaje. Lo que sucedió en mi cabeza fue muy simple. Mis dudas de siempre, con las cuales había mantenido de niño una relación cordial y diplomática, una especie de pacto de no agresión, comenzaron de repente a rebelarse contra todo intento de paz y a lanzar ofensivas cuyo objetivo, invariablemente, era mi pobre madre chantajeada. ¿Quién?, preguntaba yo. ¿Cuándo? ¿Por qué?

¿Quién? (Tono testarudo).

¿Cómo? (Tono irreverente).

¿Dónde? (Tono francamente agresivo).

Nuestras negociaciones progresaron a lo largo de meses; las conferencias en la cumbre tenían lugar en la cocina de la posada Beckman, entre cacerolas y aceite quemado y el olor penetrante de la mojarra frita, mientras mi madre daba instrucciones de capataz a Rosita, la cocinera de la casa. Antonia de Narváez nunca cometió la cursilería de decirme que mi padre había muerto, de transformarlo en héroe de guerra civil —posición a la cual todo colombiano puede aspirar tarde o temprano— o en víctima de accidentes poéticos, la caída de un caballo fino, el duelo de honor perdido. No: desde siempre supe que el hombre existía en alguna parte, y mi madre resumía y sentenciaba el asunto con una perogrullada: «Lo que pasa es que esa parte no está aquí». Me costó una tarde entera, el tiempo que tarda en cocinarse el puchero para la comida, averiguar dónde estaba esa parte. Entonces, por primera vez, esa palabra que de niño me había resultado tan difícil (itsmo, decía yo, con la lengua enredada, en mis estudios de geografía) adquirió para mí una cierta realidad, se volvió tangible. Allí, en ese brazo torcido y deforme que le había salido al territorio de mi país, en ese apéndice inaccesible y dejado de la mano de Dios y separado del resto de la patria por una selva que mataba de fiebre con sólo nombrarla, en ese pequeño infierno donde había más enfermedades que pobladores, y donde el único atisbo de vida humana era un tren primitivo que les servía a los cazadores de fortuna para ir de Nueva York a California en menos tiempo del que emplearían cruzando su propio país, allí, en Panamá, vivía mi padre.

Panamá. Para mi madre, como para todos los colombianos —que suelen actuar a imagen y semejanza de sus Gobiernos, albergar las mismas irracionalidades, sentir las mismas antipatías—, Panamá era un lugar tan real como Calcuta o Berdichev o Kinshasa, una palabra que mancha un mapa, y poco más. El ferrocarril había sacado a los panameños del olvido, cierto, pero sólo de manera momentánea y dolorosamente breve. Un satélite: eso era Panamá. Y el régimen político no la ayudaba demasiado. El país andaba por los cincuenta años, más o menos, y he aquí que empezaba a comportarse según su edad. La crisis de madurez, esa edad misteriosa en que los hombres se echan amantes que podrían ser sus hijas y las mujeres se acaloran sin motivo, afectó al país a su manera: la Nueva Granada se volvió federal. Como un poeta o un artista de cabaret, tomó un nuevo seudónimo: Estados Unidos de Colombia. Pues bien, Panamá era uno de esos Estados, y flotaba en la órbita de la Gran Dama en Crisis más por mera gravedad que otra cosa. Lo cual es una manera elegante de decir que a los poderosos colombianos, a los adinerados comerciantes de Honda o de Mompós, a los políticos de Santa Fe o a los militares de todas partes, el Estado de Panamá, al igual que el estado de Panamá, les importaba un carajo.

Y en ese sitio vivía mi padre.

¿Cómo?

¿Por qué?

¿Con quién?

Durante un par de años largos como siglos, durante eternas sesiones de cocina que acababan con una complicadísima ternera asada o una simple sopa de arroz con agua de panela, fui perfeccionando poco a poco la técnica del interrogador, y Antonia de Narváez se fue reblandeciendo como las papas del guiso ante la insistencia de mis preguntas. Así la escuché hablar de La Opinión Comunera o de El Granadino Temporal; así supe del semi-hundimiento del Union, e incluso pagué buen dinero para que un remero me llevara en bongo a ver las chimeneas; así supe también del encuentro en el Isabel, y el relato de mi madre tenía el sabor de la quinina y el olor del alcohol aguado. Nuevo asalto de las preguntas. ¿Qué había ocurrido en las dos décadas transcurridas desde entonces? ¿Qué más se había sabido de él, no se habían dado otros contactos en todos estos años? ¿Qué estaba haciendo mi padre en 1860, mientras el general Mosquera se declaraba Supremo Director de la Guerra y el país entero se hundía —sí, Eloísa querida: una vez más— en la sangre de los dos partidos? ¿Qué hacía él, con quién comía, de qué hablaba, mientras a la posada Beckman llegaban soldados liberales una semana y conservadores la siguiente, mientras mi madre daba de comer a los unos y vendaba las heridas de los otros como una perfecta Nightingale de Tierra Caliente? ¿Qué pensó y escribió durante los años siguientes, en los cuales sus camaradas radicales, ateos y racionalistas, se hicieron con el poder que mi padre había perseguido desde su juventud? Sus ideales campeaban, el clero (lacra de nuestro tiempo) se había visto despojado de sus hectáreas inútiles e improductivas, el ilustrísimo arzobispo (director en jefe de la lacra) era debidamente encarcelado. ¿Acaso la pluma de mi padre no había dejado rastro de ello en la prensa? ¿Cómo era eso posible?

Empecé a enfrentarme a una posibilidad de espanto: mi padre, que apenas comenzaba a nacer para mí, podía estar ya muerto. Y Antonia de Narváez debió de verme desesperado, debió de temer que comenzara a llevar un luto hamletiano y absurdo por un padre que nunca había conocido, y quiso evitarme esos lamentos gratuitos. Compasiva o tal vez chantajeada, o tal vez ambas cosas al mismo tiempo, mi madre confesó que todos los años, alrededor del 16 de diciembre, había recibido un par de folios en que Miguel Altamirano la ponía al tanto de su vida. Ninguna de las cartas obtuvo respuesta, me siguió confesando (me chocó ver que no sentía la más mínima vergüenza). Antonia de Narváez las había quemado todas, hasta la última, pero no sin antes leerlas como se lee un folletín de Dumas o de Dickens: interesándose por la suerte del protagonista, sí, pero siempre manteniendo la conciencia de que ni el tarado patético de David Copperfield ni la pobre y lacrimosa Dama de las Camelias existen en realidad, de que sus felicidades o sus desgracias, por más conmovedoras que nos parezcan, no tienen efecto alguno sobre la vida de la gente de carne y hueso.

«Bueno, pues cuéntame», le dije.

Y me contó.

Me contó que pocos meses después de su llegada a Colón, Miguel Altamirano se había encontrado con que su reputación como escritor incendiario y adalid del Progreso lo precedía, y casi sin darse cuenta se vio contratado por el Panama Star, el mismo periódico que iba leyendo en el Isabel el malogrado Mr. Jennings. Me contó que la misión encomendada a mi padre fue muy simple: debía pasearse por la ciudad, visitar las oficinas de la Panama Railroad Company, incluso montarse en todos los trenes que quisiera para cruzar el Istmo hasta Ciudad de Panamá, y luego escribir sobre la gran maravilla que era el ferrocarril y los beneficios inconmensurables que había traído y seguiría trayendo tanto a los inversores extranjeros como a los habitantes del lugar. Me contó que mi padre se daba perfecta cuenta de que lo utilizaban como propagandista, pero que no le importaba, porque la bondad de la causa, desde su punto de vista, lo justificaba todo; y con el tiempo se fue dando cuenta, también, de que años después de inaugurado el ferrocarril las calles seguían sin pavimentar, y sus únicos adornos seguían siendo animales muertos y basura en descomposición. Lo repito: se dio cuenta. Pero nada de eso afectaba a su fe inquebrantable, como si la simple imagen del tren yendo de un lado al otro borrara esos elementos del paisaje. Este síntoma, mencionado al pasar como un simple rasgo de carácter, cobraría años después una importancia extraordinaria.

Todo eso me contó mi madre.

Y me siguió contando.

Me contó que en cosa de cinco años mi padre se había transformado en una especie de niño consentido de la sociedad panameña: los accionistas de la Company lo agasajaban como a un embajador, los senadores bogotanos lo invitaban a almorzar para hacerle consultas, y cada oficial del Gobierno estatal, cada miembro de la rancia aristocracia istmeña, de los Herrera a los Arosemena, de los Arango a los Menocal, lo quería para marido de su hija. Me contó, en fin, que lo que le pagaban a Miguel Altamirano por sus columnas era apenas suficiente para su vida de soltero empedernido, pero que eso no le impedía pasar las mañanas ofreciendo sus servicios gratuitos como cuidador de enfermos en el Hospital de Colón. «El hospital es el edificio más grande de la ciudad», recordó mi memoriosa madre que había escrito mi padre en alguna de esas cartas perdidas. «Ello dará una idea de la salubridad del ambiente. Pero todo proceso hacia el futuro tiene sus bemoles, querida mía, y éste no iba a ser la excepción».

Pero eso no fue todo lo que me contó Antonia de Narváez. Como cualquier novelista, mi madre había dejado lo más importante para el final.

Miguel Altamirano estaba con Blas Arosemena la mañana de febrero en que el Nipsic, un balandro cargado de marines norteamericanos y de macheteros panameños, lo recogió en Colón y lo llevó a la bahía de Calidonia. Don Blas se había presentado en su casa la noche anterior, y le había dicho: «Empaque para unos cuantos días. Mañana nos vamos de expedición». Miguel Altamirano obedeció, y cuatro días después estaba entrando en la selva del Darién, acompañado de noventa y siete hombres, y durante una semana caminó detrás de ellos en la noche perpetua de la selva, y vio a los hombres descamisados abrirse paso a machetazo limpio mientras otros, los blancos de sombrero de paja y camisas de franela azul, anotaban en sus cuadernos todo lo que veían: la profundidad del río Chucunaque al tratar de vadearlo, pero también el cariño que los escorpiones sentían por los zapatos de lona; la constitución geológica de un desfiladero, pero también el sabor de los micos asados y pasados con whisky. Un gringo llamado Jeremy, veterano de la Guerra de Secesión, le prestó su rifle a mi padre, porque ningún hombre debía andar desarmado en estos lugares, y le explicó que ese rifle había peleado en Chickamauga, donde los bosques no eran menos densos que aquí y donde la visibilidad era menor que la distancia que recorre una flecha. Mi padre, víctima de sus instintos aventureros, estaba fascinado.

Una de esas noches acampaban junto a una roca pulida por los indios y cubierta de jeroglíficos del color del vino —los mismos indios que, armados con flechas envenenadas, con los rostros contaminados por una seriedad que mi padre nunca había visto, los habían guiado durante buena parte del camino—; mi padre estaba de pie, observando en silencio pasmado la figura de un hombre que alzaba ambos brazos frente a un jaguar o tal vez un puma; y entonces, mientras escuchaba las discusiones que podían darse entre un teniente confederado y un botanista pequeño y de gafas, sintió de repente que esa travesía justificaba su vida. «El entusiasmo no me dejaba dormir», escribió a Antonia de Narváez. Y aunque Antonia de Narváez opinara que no era el entusiasmo, sino los jejenes, a mí me pareció en ese instante entender a mi padre. En ese folio, perecido hacía mucho tiempo en las purgas de mi madre, redactado deprisa seguramente y todavía bajo el influjo de la expedición, Miguel Altamirano había encontrado el sentido profundo de su existencia. «Quieren abrir la tierra como Moisés abrió el mar. Quieren separar el continente en dos y realizar el viejo sueño de Balboa y de Humboldt. El sentido común y todas las exploraciones realizadas dictan que la idea de un canal entre los dos océanos es imposible. Querida señora, le hago a usted esta promesa con toda la solemnidad de que soy capaz: no moriré sin haber visto ese canal».

Lectores del Jurado: ustedes conocen, igual que todo el Imperio Británico, la famosa anécdota que tantas veces nos contó el mundialmente famoso Joseph Conrad acerca de los orígenes de su pasión por África. ¿La recuerdan ustedes? La escena es de un romanticismo exquisito, pero no seré yo quien ironice al respecto. Joseph Conrad es todavía un niño, es todavía Jozef Teodor Konrad Korzeniowski, y el mapa de África es un espacio en blanco cuyo contenido —sus ríos, sus montañas— se ignora por completo; un lugar de clara oscuridad, un verdadero depósito de misterios. El niño Korzeniowski pone un dedo sobre el mapa vacío y dice: «Iré allí». Pues bien, lo que el mapa de África era para el niño Korzeniowski, la imagen de mi padre en Panamá era para mí. Mi padre atravesando la selva del Darién, junto a un grupo de locos que se preguntaban si por allí podría construirse un canal; mi padre sentado en el Hospital de Colón junto a un enfermo de disentería. Las cartas que Antonia de Narváez había revivido de memoria, probablemente equivocándose en la precisión de los detalles, en la cronología y en uno que otro nombre propio, se habían convertido en mi cabeza en un espacio comparable al África de mi amigo Korzeniowski: un continente sin contenido. La narración de mi madre había dibujado una frontera alrededor de la vida de Miguel Altamirano; pero lo que esa frontera circunscribía se convirtió, conforme pasaron los meses y los años, en mi propio corazón de las tinieblas. Lectores del Jurado: yo, José Altamirano, tenía veintiún años cuando puse un dedo sobre mi propio mapa en blanco y pronuncié, emocionado y tembloroso, mi propio iré allí.

A finales de agosto de 1876 abordé el vapor norteamericano Selfridge, a pocas leguas de la puerta de mi casa y sin despedirme de Antonia de Narváez, y repetí el trayecto que mi padre había cubierto después de dejar su esperma regada en cualquier parte. Dieciséis años habían pasado desde la última guerra civil, en la cual los liberales habían matado más, no porque su ejército fuera mejor o más valiente, sino porque les tocaba el turno. La matanza regular entre compatriotas es la versión nacional del cambio de guardia: se hace cada cierto tiempo, generalmente siguiendo los mismos criterios de los niños jugando («me toca gobernar», «no, me toca a mí»); y así ocurrió que en el momento de mi partida hacia Panamá un nuevo cambio de guardia se llevaba a cabo, siempre bajo la dirección escénica del Ángel de la Historia. Navegué un Magdalena colonizado o dominado por la circulación alternativa de los dos partidos combatientes, o por champanes llenos ya no de cacao ni de tabaco, sino de soldados muertos cuyo hedor putrefacto viajaba sobre el humo de las chimeneas. Y salí al mar Caribe por Barranquilla, y avisté desde cubierta el cerro de la Popa y después las murallas de Cartagena, y es probable que haya tenido algún pensamiento inocente (que me haya preguntado, por ejemplo, si mi padre había visto el mismo paisaje, y qué habría pensado al verlo).

Pero no podía imaginarme que por ese puerto amurallado acababa de pasar un velero de bandera francesa, originario de Marsella, que había hecho escalas en Saint-Pierre, Puerto Cabello, Santa Marta y Sabanilla, y ahora se dirigía a la ciudad que algunos de sus pasajeros conocían como Aspinwall y otros como Colón. Navegué sobre la estela del Saint-Antoine, pero no supe que lo hacía; y al llegar de noche a Colón no supe tampoco que mi vapor había pasado a menos de dos leguas de ese velero cómodamente anclado en Bahía Limón. Otras cosas no supe: que el Saint-Antoine hacía ese recorrido de manera clandestina, y no lo haría constar en su bitácora; que su carga tampoco era la declarada, sino un contrabando de siete mil rifles para los revolucionarios conservadores; y que uno de los contrabandistas era un joven dos años menor que yo, camarero con salario nominal, de origen noble, de creencias católicas y de aires tímidos, cuyo apellido le resultaba impronunciable al resto de la tripulación y cuya cabeza ya comenzaba, clandestinamente, a archivar lo visto y lo oído, a conservar anécdotas, a clasificar personajes. Porque su cabeza (aunque el jovencito aún no lo supiera) era ya la cabeza de un contador de historias. ¿Será preciso que diga lo que es obvio? Era un tal Korzeniowski, de nombre Jozef, de nombre Teodor, de nombre Konrad.