I. Ranas boca arriba, chinos y guerras civiles

Digámoslo de una vez: el hombre ha muerto. No, no es suficiente. Seré más preciso: ha muerto el Novelista (así, con mayúscula). Ya saben ustedes a quién me refiero. ¿No? Bien, lo intentaré de nuevo: ha muerto el Gran Novelista de la lengua inglesa. Ha muerto el Gran Novelista de la lengua inglesa, polaco de nacimiento y marinero antes que escritor. Ha muerto el Gran Novelista de la lengua inglesa, polaco de nacimiento y marinero antes que escritor, que pasó de suicida fracasado a clásico vivo, de vulgar contrabandista de armas a Joya de la Corona Británica. Señoras, señores: ha muerto Joseph Conrad. Recibo la noticia con familiaridad, como se recibe a un viejo amigo. Y entonces me doy cuenta, no sin cierta tristeza, de que me he pasado la vida esperándola.

Comienzo a escribir con todos los diarios londinenses (sus letras microscópicas, sus columnas abigarradas y estrechas) desplegados sobre el cuero verde de mi escritorio. A través de la prensa, que ha jugado papeles tan diversos a lo largo de mi vida —amenazando con arruinarla a veces, y a veces otorgándole el poco brillo que tiene—, me entero del infarto y de sus circunstancias: la visita de la enfermera Vinten, el grito que se oye desde el piso de abajo, el cuerpo que cae de la silla de lectura. A través del periodismo oportunista asisto al entierro en Canterbury; a través de las impertinencias de los reporteros los veo bajar el cuerpo y poner la lápida, esa lápida plagada de errores (una ka fuera de lugar, una vocal intercambiada en uno de los nombres). Hoy, 7 de agosto de 1924, mientras en mi remota Colombia se celebran ciento cinco años de la batalla de Boyacá, aquí en Inglaterra se lamenta, con pompa y ceremonia, la desaparición del Gran Novelista. Mientras en Colombia se conmemora la victoria de los ejércitos independentistas sobre las fuerzas del Imperio Español, aquí, en este suelo de este otro Imperio, ha sido enterrado para siempre el hombre que me robó…

Pero no.

Todavía no.

Todavía es pronto.

Es pronto para explicar las formas y las calidades de ese robo; es pronto para explicar cuál fue la mercancía robada, qué motivos tuvo el ladrón, qué daños sufrió la víctima. Ya oigo las preguntas que resuenan en la platea: ¿qué pueden tener en común un novelista famoso y un pobre colombiano anónimo y desterrado? Lectores: tengan paciencia. No quieran saberlo todo desde el principio, no investiguen, no pregunten, que este narrador, como un buen padre de familia, irá proveyendo lo necesario a medida que avance el relato… En otras palabras: déjenlo todo en mis manos. Yo decidiré cuándo y cómo cuento lo que quiero contar, cuándo oculto, cuándo revelo, cuándo me pierdo en los recovecos de mi memoria por el mero placer de hacerlo. Aquí les hablaré de asesinatos inverosímiles y de ahorcamientos impredecibles, de elegantes declaraciones de guerra y desaliñados acuerdos de paz, de incendios y de inundaciones y de barcos intrigantes y trenes conspiradores; pero de alguna manera todo lo que les cuente a ustedes estará dirigido a explicar y explicarme, eslabón por eslabón, la cadena de sucesos que provocó el encuentro al que mi vida estaba predestinada.

Pues así es: el antipático asunto del destino tiene su cuota de responsabilidad en todo esto. Conrad y yo, que nacimos separados por incontables meridianos, nuestras vidas marcadas por la diferencia de los hemisferios, teníamos un futuro común que hubiera resultado evidente desde el primer momento hasta para el más escéptico. Cuando esto sucede, cuando dos hombres nacidos en lugares apartados están destinados a cruzarse, un mapa puede trazarse a posteriori. La mayoría de las veces el cruce es sólo uno: Francisco Fernando se cruza en Sarajevo con Gavrilo Princip, y mueren a tiros él, su esposa, el siglo XIX y todas las certidumbres europeas; el general Uribe Uribe se cruza en Bogotá con dos campesinos, Galarza y Carvajal, y poco después muere cerca de la plaza de Bolívar, con un hacha clavada en el cráneo y el peso de varias guerras civiles sobre la espalda. Conrad y yo nos cruzamos una sola vez, pero ya mucho antes habíamos estado a punto de hacerlo. Veintisiete años pasaron entre los dos eventos. El cruce abortado, el que estuvo a punto de producirse pero no llegó a hacerlo, ocurrió en 1876, en la provincia colombiana de Panamá; el otro cruce —el verdadero, el fatídico— ocurrió a finales de noviembre de 1903. Y ocurrió aquí: en la babélica, imperial y decadente ciudad de Londres. Aquí, en la ciudad donde escribo y donde previsiblemente me espera la muerte, la ciudad de cielos grises y olor a carbón a la cual llegué por razones cuya explicación no es fácil, pero es obligatoria.

Vine a Londres, como tanta gente ha venido de tantos lugares, huyendo de la historia que me tocó en suerte, o, mejor dicho, de la historia del país que me tocó en suerte. En otras palabras: vine a Londres porque la historia de mi país me había expulsado. Y aun en otras palabras: vine a Londres porque aquí la historia había cesado tiempo atrás: ya nada pasaba en estas tierras, ya todo estaba inventado y hecho, ya se habían tenido todas las ideas, ya habían surgido todos los imperios y se habían luchado todas las guerras, y yo estaría para siempre a salvo de los desastres que los Grandes Momentos pueden imprimir en las Vidas Pequeñas. Venir fue, por lo tanto, un acto de legítima defensa; el jurado que me juzgue habrá de tenerlo en cuenta.

Pues también yo seré acusado en este libro, también yo me sentaré en el consabido banquillo, aunque el paciente lector habrá de recorrer varias páginas para descubrir de qué me acuso. Yo, que he venido huyendo de la Gran Historia, retrocedo ahora un siglo entero para ir hasta el fondo de mi historia pequeña, e intentaré investigar en las raíces de mi desgracia. Durante aquella noche, la noche de nuestro encuentro, Conrad me escuchó contar esta historia; y ahora, queridos lectores —lectores que me juzgarán, Lectores del Jurado—, es su turno. Pues el éxito de mi relato se basa en este presupuesto: todo lo que supo Conrad habrán de saberlo ustedes.

(Pero hay otra persona… Eloísa, también tú habrás de conocer estas memorias, estas confesiones. También tú habrás de emitir, cuando sea oportuno, tu propia absolución o tu propia condena).

Mi historia comienza en febrero de 1820, cinco meses después de que Simón Bolívar entrara victorioso en la capital de mi país recién liberado. Toda historia tiene un padre, y ésta comienza con el nacimiento del mío: don Miguel Felipe Rodrigo Lázaro del Niño Jesús Altamirano. Miguel Altamirano, conocido por sus amigos como el Último Renacentista, nació en Santa Fe de Bogotá, ciudad esquizofrénica que en adelante se llamará indistintamente Santa Fe o Bogotá e incluso Esa Mierda de Sitio; mientras mi abuela tiraba con fuerza del pelo de la partera y profería gritos que espantaban a los esclavos, a pocos pasos de allí se recibía la ley por la cual Bolívar, en calidad de padre de la patria, escogía el nombre de aquel país recién sacado del horno, y el país quedaba solemnemente bautizado. De manera que la República de Colombia —país esquizofrénico que más tarde se llamará Nueva Granada o Estados Unidos de Colombia e incluso Esa Mierda de Sitio— era una niña de brazos, y todavía estaban frescos los cadáveres de los españoles fusilados; pero no hay hecho histórico que marque o señale el nacimiento de mi padre, como no sea la ceremonia superflua de ese bautizo. Sí, lo confieso: he tenido la tentación de hacerlo coincidir con la Independencia, cosa de desplazarlo apenas algunos meses en el tiempo. (Y ahora no evito preguntarme: ¿a quién le hubiera importado? Más aún: ¿quién se hubiera dado cuenta?) Hago esta confesión y espero que no pierdan ustedes la confianza en mí. Lectores del Jurado: sé que soy propenso al revisionismo y a la mitografía, sé que a veces puedo descarriarme; pero pronto vuelvo al redil narrativo, a las difíciles reglas de la exactitud y la veracidad.

Mi padre era —ya lo he dicho— el Último Renacentista. No puedo decir que fuera de sangre azul, porque ese tono ya no era de recibo en la nueva República, pero lo que le corría por las venas tenía un color magenta, digamos, o tal vez púrpura. Su tutor, un hombre frágil y enfermizo que había sido educado en Madrid, educaba a su vez a mi padre con el Quijote y Garcilaso; pero el joven Altamirano, que a los doce años era ya un rebelde consumado (además de un pésimo crítico literario), se esforzó por rechazar la literatura de los chapetones, la Voz de la Ocupación, y acabó por lograrlo. Aprendió inglés para leer a Thomas Malory, y uno de sus primeros poemas publicados, un artefacto hiperromántico y sensiblero que comparaba a Lord Byron con Simón Bolívar, apareció firmado por Lanzarote del Lago. Mi padre supo más tarde que Byron había querido en realidad venir a luchar con Bolívar y fue sólo el azar lo que lo acabó llevando a Grecia; y lo que sintió en adelante por los románticos, ingleses y de todas partes, fue reemplazando poco a poco las devociones y lealtades que sus mayores le habían dejado como herencia.

Lo cual, por lo demás, no fue difícil, pues a los veinte años el Byron Criollo ya era huérfano. Su madre había sido asesinada por la viruela; su padre (de forma mucho más elegante), por el cristianismo. Mi abuelo, coronel de prestigio que había combatido a los dragones de varios regimientos españoles, estaba destacado en las provincias del sur cuando el Gobierno progresista decretó el cierre de cuatro conventos, y vio los primeros motines que defendían la religión a bayonetazos. Una de esas bayonetas católicas, apostólicas y romanas, una de esas puntas de acero comprometidas con la cruzada por la fe, lo atravesó meses después; la noticia de su muerte llegó a Bogotá al mismo tiempo que la ciudad se preparaba para rechazar el ataque de aquellos revolucionarios cristeros. Pero Bogotá o Santa Fe estaba, como el resto del país, dividida, y mi padre lo recordaría siempre: asomado a la ventana de la universidad, veía a los santafereños llevar en procesión a un Cristo vestido con traje de general, oía los gritos de muerte a los judíos y se maravillaba de que se refirieran a su padre atravesado, y luego regresaba a la rutina de las aulas, para observar a un compañero atravesar con algún instrumento puntiagudo y filoso los cadáveres recién llegados de los combates. Porque nada en esa época, absolutamente nada, le gustaba más al Byron Criollo que ser testigo de primera mano de los progresos fascinantes de la medicina.

Se había inscrito en los estudios de Jurisprudencia, para obedecer la voluntad de mi abuelo, pero a partir de cierto momento sólo dedicó a los códigos la primera parte de la jornada. Dividido donjuanescamente entre dos amantes, mi padre pasaba por el suplicio de levantarse a las cinco de la mañana para oír hablar de tipos penales y modos de apropiación del dominio; después de la hora de almuerzo, comenzaba una vida oculta o secreta o paralela. Mi padre había comprado por el precio desmedido de medio real un sombrero con escarapela de médico, para no ser detectado por las policías disciplinarias, y cada día, hasta las cinco de la tarde, se escondía en la facultad de Medicina y pasaba las horas viendo a jóvenes como él, jóvenes de su edad y que no eran más inteligentes, llevar a cabo exploraciones osadas en los territorios desconocidos del cuerpo humano. Mi padre quiso ver cómo su amigo Ricardo Rueda era capaz de recibir él solo a las mellizas que una gitana andaluza dio a luz clandestinamente, pero también de operar del apéndice al sobrino de don José Ignacio de Márquez, profesor de Derecho Romano de la universidad. Y mientras esto sucedía, a pocas cuadras de la universidad se llevaban a cabo otros procedimientos que no eran quirúrgicos pero cuyas consecuencias no eran menos graves, pues en los sillones aterciopelados de un ministerio se sentaban dos hombres con una pluma de ganso y firmaban el tratado Mallarino-Bidlack. En virtud del artículo XXXV, el país que ahora se llamaba Nueva Granada otorgaba a los Estados Unidos derecho exclusivo de tránsito sobre el Istmo de la provincia panameña, y los Estados Unidos se obligaban, entre otras cosas, a mantener estricta neutralidad en cuestiones de política interior. Y aquí empieza el desorden, aquí empieza…

Pero no.

Todavía no.

Contaré más sobre el tema dentro de pocas páginas.

El Último Renacentista obtuvo el título de jurisconsulto, sí, pero me apresuro a decir que nunca llegó a ejercer: estaba demasiado ocupado en el absorbente oficio de la Ilustración y del Progreso. A los treinta años no se le había conocido novia alguna, y en cambio su prontuario como fundador de periódicos benthamianos/revolucionarios/socialistas/girondinos se ampliaba escandalosamente. No había obispo al que no hubiera insultado; no había familia respetable que no le hubiera vetado la entrada a su casa, el cortejo de sus niñas. (En el colegio La Merced, recién fundado para las señoritas más prestantes, su nombre era anatema). Poco a poco mi padre se especializó en el delicado arte de granjearse antipatías y cerrarse puertas, y la sociedad santafereña participó de buena gana en la cerrazón masiva. Mi padre no se inquietó: para este momento, el país en que vivía se había vuelto irreconocible —sus fronteras habían cambiado o amenazaban con cambiar, se llamaba con distinto nombre, su constitución política era mobile como una donna—, y el Gobierno por el cual mi abuelo había muerto se había convertido, para este lector de Lamartine y Saint-Simon, en la más reaccionaria de las lacras.

Entra en escena Miguel Altamirano, activista, idealista, optimista; Miguel Altamirano, más que liberal, radical, anticlerical. Durante las elecciones del 49, mi padre fue uno de los que compraron las telas para los pendones que colgaron por todo Bogotá con la leyenda Viva López, terror de los conserveros; fue uno de los que se agolparon frente al Congreso para intimidar (con éxito) a los hombres que iban a elegir nuevo presidente; elegido López, candidato de los jóvenes revolucionarios, fue uno de los que pidió —desde el periódico de turno: no recuerdo cuál era en este momento, si El Mártir o La Batalla— la expulsión de los jesuitas. Reacción de la reaccionaria sociedad: ochenta niñas vestidas de blanco y con flores en la mano se agolparon frente a Palacio para oponerse a la medida; en su periódico, mi padre las llamó Instrumentos del Oscurantismo. Doscientas damas de incuestionable alcurnia repitieron la manifestación, y mi padre repartió un panfleto titulado Cría jesuitas y te sacarán las madres. Los curas de aquella Nueva Granada, privados de fueros y privilegios, endurecieron sus posiciones conforme pasaron los meses y aumentó la sensación de acoso. Mi padre, en respuesta, se unió a la logia francmasona Estrella del Tequendama: las reuniones secretas le daban la sensación de estar conspirando (ergo de estar vivo), y el hecho de que sus superiores lo eximieran de las pruebas físicas le hizo pensar que la masonería era para él una especie de hábitat natural. Por gestiones suyas, el templo logró catequizar a dos sacerdotes jóvenes; sus vigilantes le reconocieron esos éxitos con ascensos anticipados. Y en algún momento de ese breve proceso, mi padre, joven soldado en busca de batallas, encontró una que en un principio le pareció menor, casi nimia, pero que acabaría, mediante vías indirectas, por cambiarle la vida.

En septiembre de 1852, mientras en toda la Nueva Granada caían pequeños diluvios universales, mi padre se enteraba por boca de un antiguo compañero de Medicina, liberal como él pero menos pendenciero, del Más Reciente Atropello Contra el Dios Progreso: el padre Eustorgio Valenzuela, que se había autodenominado guardián espiritual de la Universidad de Bogotá, había prohibido extraoficialmente el uso de cadáveres humanos con fines pedagógicos y anatómicos y académicos. Los aprendices de cirujanos practicarían con ranas o ratas o conejos, decía el padre, pero el cuerpo humano, creación de la mano y la voluntad divinas, sagrado receptáculo del alma, era inviolable y debía ser respetado.

¡Medieval!, gritó mi padre desde algún impreso. ¡Rancio apostólico! Pero no había caso: la red de lealtades del padre Valenzuela era sólida, y pronto los párrocos de los pueblos vecinos, Chía y Bosa y Zipaquirá, hicieron lo propio para evitar que los estudiantes de la capital pecadora recurrieran a otros tanatorios. Las autoridades civiles de la universidad empezaron a recibir presiones de los padres de (buena) familia, y antes de que se dieran cuenta habían cedido al chantaje. Sobre las mesas de disección de la universidad se agolparon las ranas abiertas —la panza blanca y porosa dividida por el escalpelo con una línea violeta—, y en la cocina la mitad de las gallinas se destinaba al sancocho y la otra mitad a la oftalmología. El Embargo de Cuerpos se volvió tema de conversación en los salones y en cuestión de semanas ocupaba secciones de importancia en los periódicos. Mi padre declaró fundado el Nuevo Materialismo, y en varios manifiestos citaba conversaciones con distintas autoridades: «En la mesa de disección», decían algunos, «la punta de mi escalpelo jamás ha tropezado con el alma». Otros, más osados (y no pocas veces anónimos): «La Santísima Trinidad ya es otra: el Espíritu Santo ha sido reemplazado por Laplace». Los seguidores, voluntarios o no, del padre Valenzuela fundaron a su turno el Viejo Espiritualismo, y produjeron su propia dosis de testigos y frases publicitarias. Podían soltar un dato fáctico y convincente: Pascal y Newton habían sido cristianos fieles y practicantes. Podían soltar un refrán barato, pero no por ello menos eficaz: Dos copas de ciencia llevaban al ateísmo, pero tres copas llevaban a la fe. Y así avanzaba (o más bien no lo hacía) el asunto.

La ciudad se convirtió en una disputa de buitres. Los muertos de cólera que desde el año anterior salían, esporádicamente, del Hospital San Juan de Dios, eran vistos con codicia de mercaderes por los estudiantes radicales, pero también por los seguidores cruzados del padre Valenzuela. Cuando alguno de los pacientes ingresados con vómito y calambres comenzaba a sentir demasiada sed o demasiado frío, la voz empezaba a correr y las fuerzas políticas a prepararse: el padre Valenzuela venía a dar extremaunciones, y en medio de ellas obligaba al enfermo (la piel azulada, los ojos hundidos al fondo de la cabeza) a firmar un testamento en que se apreciaba sin ambigüedades la cláusula YO MUERO EN CRISTO; YO NIEGO MI CUERPO A LA CIENCIA. Mi padre publicó un artículo en que acusaba a los curas de negarles el perdón divino a los enfermos a menos que firmaran esos testamentos prefabricados; y los curas respondieron acusando a los Materialistas de negarles a esos mismos enfermos, ya no el perdón divino, sino el tártaro emético. Y en medio de esos debates carroñeros, nadie se paró a preguntarse cómo había hecho la enfermedad para subir a dos mil seiscientos metros sobre el nivel del mar, ni desde dónde había llegado.

Entonces intervino el azar, como suele ocurrir en la historia y ocurrirá a menudo en la mía, y lo hizo disfrazado de extranjero, de hombre-de-otra-parte. (Lo cual aumentó los miedos de los Espiritualistas. Encerrados como estaban en un páramo inaccesible, a unos diez días de viaje de la costa Caribe —que en invierno podían duplicarse—, los seguidores del padre Valenzuela se habían apoltronado en cierta condición de caballos con anteojeras, y todo lo proveniente de fuera les parecía digno de la más meticulosa desconfianza). Por esos días a mi padre se le vio reuniéndose con un hombre que no era de la ciudad. Se les veía saliendo del Observatorio, o acudiendo juntos a la Comisión de Aseo y Salubridad, o aun entrando en casa de mis abuelos para sostener conversaciones secretas entre las ortigas del solar, lejos del servicio. Pero el servicio, que se componía de dos libertas viudas y sus hijos adolescentes, tenía artes que mi padre no podía anticipar, y así la calle, y después la cuadra, y después el barrio, se fueron enterando de que el hombre aquel hablaba con la lengua enredada (por Belcebú, decía Valenzuela), de que era dueño de un tren, y de que venía a venderle a la Universidad de Bogotá todos los chinos muertos que la universidad quisiera comprar.

«Si están prohibidos los muertos de aquí», se oyó decir a mi padre, «habrá que usar muertos foráneos. Si están prohibidos los muertos cristianos, habrá que echar mano de los demás».

Y eso pareció confirmar las peores sospechas del Viejo Espiritualismo.

Entre los suspicaces estaba incluido el presbítero Echavarría, de la iglesia de Santo Tomás, hombre más joven que Valenzuela y más, sí, mucho más enérgico.

¿Y el extranjero?

¿Y el hombre-de-otra-parte?

Algunas palabras sobre el personaje aquel, o, mejor, algunas aclaraciones. No hablaba con la lengua enredada, sino con acento de Boston; no era dueño de un tren, sino representante de la Compañía del Ferrocarril de Panamá, y no venía a venderle chinos muertos a la universidad, sino que… Está bien, está bien: sí, venía a venderle chinos muertos a la universidad, o por lo menos ésa era una de sus varias misiones como embajador en la capital. ¿Debo decir lo obvio: que su embajada tuvo éxito? Mi padre y los Materialistas se habían visto contra la pared, o más bien el bando opuesto los había puesto allí; estaban desesperados, claro, porque aquello era más que un debate de prensa: era una batalla fundamental de la larga lucha de la Luz versus la Oscuridad. La aparición del hombre de la Compañía —Clarence, se llamaba, y era hijo de protestantes— fue providencial. El arreglo no fue inmediato: fueron precisas unas cuantas cartas, unas cuantas autorizaciones, unos cuantos incentivos (Valenzuela dijo: sobornos). Pero en julio llegaban desde Honda, y antes de eso desde Barranquilla, y antes de eso desde la novísima ciudad de Colón, que tenía apenas meses de fundada, quince barriles repletos de hielo. En cada uno venía un coolie chino doblado sobre sí mismo y muerto recientemente de disentería o de malaria, o incluso del cólera que ya para los bogotanos era cosa del pasado. Desde Panamá, otros muchos cadáveres sin nombre partían hacia otros muchos destinos, y así seguiría sucediendo mientras las obras del ferrocarril no salieran del pantano en que se movían en ese instante, mientras no llegaran a un terreno en el cual fuera posible construir un cementerio capaz de soportar los embates del clima hasta el Día del Juicio.

Y los chinos muertos tenían una historia que contar. Tranquilízate, querida Eloísa: éste no es uno de esos libros donde los muertos hablan, ni las mujeres hermosas suben al cielo, ni los curas se levantan del suelo al tomar un brebaje caliente. Pero espero que me sea acordada una licencia, y espero que no sea la única. La universidad pagó por los chinos muertos una cantidad que nunca fue revelada, pero que según algunos no superó los tres pesos por muerto, es decir que una costurera podía comprarse un cadáver con tres meses de trabajo. Pronto los jóvenes cirujanos pudieron hundir escalpelos en la piel amarilla; y allí acostados, fríos y pálidos, librando una carrera contra su propio tiempo de descomposición, los chinos comenzaron a hablar del Ferrocarril de Panamá. Dijeron las cosas que ya todo el mundo sabe, pero que por esos días eran noticia fresca para la gran mayoría de los treinta mil habitantes capitalinos. La escena se mueve ahora avanzando hacia el norte (en el espacio) y retrocediendo unos cuantos años (en el tiempo). Y así, sin más trucos que mi propia soberanía sobre este relato, llegamos a Coloma, California. El año es 1848. Más exactamente: es el 24 de enero. El carpintero James Marshall ha recorrido el largo y sinuoso camino desde Nueva Jersey para conquistar la frontera del mundo y construir allí un aserradero. Mientras excava, nota que algo brilla en la tierra.

Y el mundo enloquece. De repente, la costa este de los Estados Unidos se da cuenta de que la Ruta hacia el Oro pasa por esa oscura provincia istmeña de ese oscuro país que cambia de nombre, ese pedazo de selva asesina cuya particular bendición es ser el punto más angosto de la América Central. No ha pasado un año y ya el vapor Falcon está acercándose a la panameña Bahía Limón, entrando solemnemente por la boca del panameño río Chagres, cargado con cientos de gringos que al moverse agitan cacerolas y rifles y zapapicos como cacofónicas orquestas móviles y que preguntan a gritos dónde carajos queda el Pacífico. Algunos lo averiguan; de éstos, los hay que llegan a su destino. Pero otros se quedan en el camino, muertos de fiebre —no la del oro, sino la otra— junto a las mulas muertas, hombres y mulas muertos espalda contra espalda entre el barro verde del río, derrotados por el calor de esos pantanos donde los árboles no dejan pasar la luz. Así es: esta versión corregida de El Dorado, esta Ruta del Oro en trance de ser estrenada, es un lugar donde el sol no existe, donde el calor marchita los cuerpos, donde uno sacude un dedo en el aire y el dedo queda empapado como si acabara de salir del río. Este lugar es el infierno, pero es un infierno de agua. Y mientras tanto el oro llama, y hay que hacer algo para cruzar el infierno. Englobo el país de una sola mirada: al mismo tiempo que en Bogotá mi padre reclama la expulsión de los jesuitas, en la selva panameña se empieza a abrir paso, traviesa a traviesa, obrero muerto a obrero muerto, el milagro del ferrocarril.

Y los quince coolies chinos que descansan después en las largas camas de disección de la Universidad de Bogotá, tras haberle enseñado a un aprendiz distraído dónde queda el hígado y cuánto mide el intestino grueso, esos quince chinos que ya empiezan a desarrollar manchas oscuras en la espalda (si están boca arriba) o en el pecho (si lo contrario), esos quince chinos dicen a coro y con orgullo: allí estuvimos. Nosotros nos abrimos paso en la selva, cavamos en esos pantanos, pusimos el hierro y las traviesas. Uno de esos quince chinos cuenta su historia a mi padre, y mi padre, inclinado sobre el rigor mortis mientras examina por pura curiosidad renacentista lo que hay debajo de una costilla, escucha con más atención de la que cree. ¿Y qué hay debajo de esa costilla? Mi padre pide unas pinzas, y al cabo de un rato las pinzas salen del cuerpo llevando una astilla de bambú. Y ahora ese chino locuaz y desvergonzado comienza a explicarle a mi padre con qué paciencia afiló ese palo, con qué delicadeza artesanal lo clavó en la tierra fangosa, con qué fuerza se dejó caer sobre la punta filosa.

¿Un suicida?, pregunta mi padre (admitamos que no es una pregunta muy inteligente). No, responde el chino, él no se había matado, lo había matado la melancolía, y antes que la melancolía la malaria… Lo había matado el ver a sus compañeros enfermos ahorcarse con las sogas del ferrocarril, robar las pistolas del capataz para pegarse un tiro, lo había matado ver que en esos terrenos pantanosos no era posible construir un cementerio decente, y así las víctimas de la selva acababan desperdigadas por el mundo en barriles de hielo. Yo, dice el chino de piel ya casi azul y olor ya casi insoportable, yo que en vida he construido el Ferrocarril de Panamá, muerto ayudaré a financiarlo, igual que los otros nueve mil novecientos noventa y ocho obreros muertos, chinos, negros e irlandeses, que ahora mismo visitan las universidades y los hospitales del mundo. Ah, cómo viaja un cuerpo…

Todo eso le cuenta a mi padre el chino muerto.

Pero lo que mi padre escucha es ligeramente distinto.

Mi padre no escucha una historia de tragedias personales, no ve al chino muerto como el obrero sin nombre y sin residencia conocida al cual es imposible dar una tumba. Lo ve como un mártir, y ve la historia del ferrocarril como una verdadera epopeya. El tren contra la selva, el hombre contra la naturaleza… El chino muerto es un emisario del futuro, una avanzada del Progreso. El chino le cuenta que en ese barco, el Falcon, iba el pasajero infectado de cólera, el responsable directo de los dos mil muertos de Cartagena y los cientos de Bogotá; pero mi padre admira al pasajero que lo ha dejado todo para perseguir la promesa del oro a través de la selva asesina. El chino le cuenta a mi padre de las cantinas y los burdeles que han proliferado en Panamá con la llegada de los extranjeros; para mi padre, cada obrero borracho es un caballero artúrico, cada puta es una amazona. Las setenta mil traviesas del ferrocarril son setenta mil profecías de la vanguardia. La línea férrea que cruza el Istmo es el ombligo del mundo. El chino muerto ya no es simplemente un emisario del futuro: es un ángel de la anunciación, piensa mi padre, y ha venido para hacerle ver, entre la hojarasca de su triste vida en Bogotá, la vaga pero luminosa promesa de una vida mejor.

Tiene la palabra la defensa: no fue por locura que mi padre cortó la mano del chino muerto. No fue por locura —mi padre nunca se había sentido más cuerdo en su vida— que la hizo limpiar por unos carniceros de Chapinero, ni que la puso al sol (al escaso sol bogotano) para secarla. La hizo acomodar con tornillos de bronce sobre un pequeño pedestal que parecía de mármol, y la conservó en uno de los estantes de la biblioteca, entre una edición descuadernada de La guerra de los campesinos en Alemania, de Engels, y una miniatura al óleo de mi abuela con peinetón, de la escuela de Gregorio Vásquez. El dedo índice, levemente estirado, señalaba con cada una de sus falanges desnudas el camino que mi padre habría de tomar.

Los amigos que visitaron a mi padre durante esa época decían que sí, que era cierto, que carpio y metacarpio señalaban el Istmo panameño como un musulmán se agacha en dirección a La Meca. Y yo, a pesar de lo mucho que quisiera lanzar mi relato en la dirección que indica el dedo seco y descarnado, debo antes concentrarme en otros incidentes de la vida de mi padre, que un buen día de aquel año del Señor de 1854 salió a la calle para descubrir por boca de testigos que lo habían excomulgado. Había pasado tanto tiempo desde la Batalla por los Cuerpos que se tardó en asociar un asunto con el otro. Un domingo, mientras mi padre recibía el título de Venerable pro Tempore en la logia masónica, el presbítero Echavarría lo mencionaba con nombre propio desde el púlpito fiscalizador de la iglesia de Santo Tomás. Miguel Altamirano tenía las manos tintas en sangre de inocentes. Miguel Altamirano traficaba con el alma de los muertos y su socio era el Demonio. Miguel Altamirano, declaró el cura Echavarría ante su audiencia de fieles y fanáticos, era enemigo formal de Dios y de la Iglesia.

Mi padre, como convenía a las circunstancias y como lo exigían los antecedentes, se tomó el asunto en broma. A pocos metros del ostentoso portal de la iglesia quedaba la más humilde y sobre todo non sancta puerta de la imprenta; el mismo domingo, a últimas horas de la noche, mi padre entregó la columna para El Comunero.

(¿O era El Temporal? Estas precisiones son superfluas, tal vez, pero no deja de atormentarme ser incapaz de llevar el rastro de las hojas y los periódicos publicados por mi padre. ¿La Opinión? ¿El Granadino? ¿La Opinión Granadina o El Comunero Temporal? Es inútil. Lectores del Jurado, perdonen ustedes la desmemoria).

En fin: sea al periódico que fuere, mi padre entregó la columna. Lo siguiente no es la reproducción textual, sino la que mi memoria ha conservado, pero creo que responde bastante bien al espíritu de aquellas palabras. «Un cierto cuervo rezagado, de esos que han transformado la fe en superstición y el rito cristiano en paganismo sectario, se ha arrogado el derecho de excomulgarme, pasando por encima del juicio del prelado y, sobre todo, del sentido común», escribió para toda la sociedad bogotana. «El abajo firmante, en calidad de Doctor en Leyes Terrenales, Vocero de la Opinión Pública y Defensor de los Valores Civilizados, ha recibido autoridad amplia y suficiente de la comunidad a la cual representa, que ha decidido pagar al cuervo con la misma moneda. Y así el presbítero Echavarría, a quien Dios no tenga en su Gloria, queda por virtud de estas líneas excomulgado de la comunión de los hombres civilizados. Desde el púlpito de Santo Tomás, él nos ha expulsado de su sociedad; nosotros, desde el púlpito de Gutenberg, lo expulsamos de la nuestra. Ejecútese».

El resto de la semana transcurrió sin incidentes. Pero el sábado siguiente, mi padre y sus camaradas radicales se habían reunido en el café Le Boulevardier, cerca del claustro de la Universidad de Bogotá, con los miembros de una compañía de teatro española que andaba por esos días de gira latinoamericana. La obra que habían puesto en escena, una especie de El burgués gentilhombre donde el burgués era reemplazado por un seminarista aquejado de dudas, había sido denunciada ya por el Arzobispado, y eso para El Comunero o El Granadino era suficiente. Mi padre, como redactor (también) de la sección de Variedades, les había propuesto a los actores una larga entrevista; esa tarde, ya la entrevista había terminado —el redactor guardaba su cuaderno de notas y la pluma Waterloo que un amigo le había traído de Londres—, y los reunidos hablaban entre un brandy y el siguiente del asunto del cura Echavarría. Los actores hacían sus propias cábalas sobre la misa del domingo, comenzaban a apostar reales enteros sobre el contenido de la próxima prédica, cuando empezó a caer un violento aguacero, y la gente de la calle se agolpó como gallinas: bajo el alerón, junto a las puertas, tapando francamente la entrada del café. El lugar se llenó con el olor de las ruanas mojadas; bajo los pantalones y las botas que escurrían agua, el suelo del café se hizo resbaloso. Y entonces una voz de soprano le ordenó a mi padre que se pusiera de pie, que cediera su asiento.

Mi padre nunca había visto al presbítero Echavarría: las noticias de su excomunión le habían llegado por intermedio de terceros, y la disputa, hasta ese momento, no había salido de los límites de la página impresa. Al levantar la cara, se encontró frente a una larga sotana perfectamente seca y un paraguas negro y ya cerrado, la punta sobre un charco de agua plateada y luminosa como el mercurio, el mango soportando sin problema el peso de las manos femeninas. El soprano habló de nuevo: «El asiento, hereje». Debo creer lo que mi padre me contaría años después: que si no respondió no fue por insolencia, sino porque la situación vodevilesca —el cura que entra a un café, el cura seco donde todos estaban mojados, el cura cuya voz de mujer traicionaba sus ademanes retadores— lo sorprendió tanto que no supo cómo hacerlo. Echavarría interpretó el silencio como desprecio, y volvió a la carga:

«El asiento, impío».

«¿Cómo dice?»

«El asiento, blasfemo. El asiento, judío asesino».

Entonces le pegó a mi padre un golpecito en la rodilla con la punta del paraguas, o tal vez fueron dos; y en ese momento todo se vino abajo.

Como un muñeco de resorte, mi padre apartó de un manotazo el paraguas (la palma de su mano quedó mojada y un poco roja) y se puso de pie. Echavarría soltó alguna reacción entre dientes indignados, un «Pero cómo se atreve» o algo por el estilo. Mientras lo decía, mi padre, que quizás había tenido un fugaz segundo de sensatez, ya se estaba dando la vuelta para recoger su chaqueta y salir sin mirar a sus compañeros, y no vio el momento en que el cura le lanzaba la cachetada; tampoco vio —esto lo diría muchas veces, mendigando credulidades— su propia mano, que se cerraba con vida propia y se lanzaba, con toda la fuerza de los hombros volteándose, contra la boquita indignada y fruncida, contra el labio lampiño y empolvado del presbítero Echavarría. La mandíbula soltó un crujido hueco, la sotana se movió hacia atrás, como flotando, las botas bajo la sotana resbalaron en el charco y el paraguas cayó al suelo apenas un breve segundo antes que su dueño.

«Hubieras visto», me diría mi padre mucho más tarde, en frente del mar y con un brandy en la mano. «En ese momento se oía más el silencio que el aguacero».

Los actores se pusieron de pie. Los camaradas radicales se pusieron de pie. Y esto lo he pensado cada vez que recuerdo esta historia: si mi padre hubiera estado solo, o si no hubiera estado en un local de universitarios, se habría visto enfrentado a una turba enfurecida dispuesta a ensartarlo en el momento por el agravio causado; pero a pesar de algún insulto aislado y anónimo que salió de la multitud, a pesar de las miradas mortales de los dos desconocidos que ayudaron a Echavarría a levantarse, que recuperaron para él su paraguas, que le sacudieron la sotana (con una palmadita de más en la nalga ministerial), nada ocurrió. Echavarría salió de Le Boulevardier profiriendo insultos que nadie nunca le había oído decir a un clérigo en Santa Fe de Bogotá, y amenazas dignas de un marinero de Marsella, pero en eso acabó el nuevo encontronazo. Mi padre se llevó una mano a la cara, comprobó que su mejilla estaba caliente, se despidió de sus acompañantes y llegó a su casa caminando entre la lluvia. Dos días después, a la madrugada, antes de las primeras luces, alguien golpeó a su puerta. La sirvienta abrió y no vio a nadie. La razón era evidente: los golpes no eran los de alguien que llama, sino los del martillo que apuntala un cartel.

El libelo anónimo no traía pie de imprenta, pero, por lo demás, su contenido era bien claro: se exhortaba a todos los fieles que leyeran esas líneas a negar al hereje Miguel Altamirano el saludo, el pan, el agua y el fuego; se declaraba que el hereje Miguel Altamirano era considerado endemoniado y poseso; y se proclamaba acto virtuoso, merecedor del favor divino, el matarlo sin escrúpulos como a un perro.

Mi padre lo arrancó, volvió a entrar en casa, buscó la llave del cuarto de San Alejo y recuperó una de las dos pistolas que habían llegado en el baúl de mi abuelo. Al salir se preocupó, pensando en eliminar los rastros delatores, de quitar también los pedazos de papel que habían quedado atrapados sobre la madera de la puerta, debajo de la puntilla; pero luego se dio cuenta de que la precaución era inútil, porque el mismo cartel se le cruzó diez o quince veces en el breve camino que llevaba de su casa a la imprenta que producía La Opinión. Es más: en el camino se le cruzaron también los dedos y las voces acusadoras, la poderosa fiscalía de los católicos que ya, sin que mediara juicio ninguno, lo habían declarado su enemigo. Mi padre, acostumbrado a atraer la atención, no lo estaba tanto a atraer la malevolencia. A los balcones de madera se asomaban los fiscales (cruces colgando sobre los pechos) y el hecho de que no se atrevieran a gritarle no era para mi padre un alivio, sino una confirmación de que lo esperaban destinos más oscuros que la mera desgracia pública. Entró a la imprenta con el cartel arrugado en la mano, preguntándoles a los hermanos Acosta, dueños del lugar, si podían identificar las máquinas responsables: no tuvo éxito. Pasó la tarde en el Club del Comercio, trató de averiguar qué pensaban sus camaradas y escuchó que las sociedades radicales ya habían tomado una decisión: responderían a sangre y fuego, quemando cada iglesia y matando a cada clérigo, si Miguel Altamirano llegaba a sufrir cualquier ataque. Se sintió menos solo, pero también sintió que la ciudad estaba a punto de sufrir una desgracia. Así que al caer la noche se dirigió a la iglesia de Santo Tomás para buscar al cura Echavarría, pensando que dos hombres que han intercambiado insultos pueden, con igual facilidad, intercambiar desagravios: pero la iglesia estaba desierta.

O casi.

Porque en las últimas filas había un bulto, o lo que mi padre, cegado al entrar por el trueque violento de la luz en oscuridad, por el tiempo que tarda la retina con todos sus conos y bastones en acomodarse a las nuevas condiciones del ambiente, había tomado por un bulto. Después de dar una vuelta por los corredores hacia el atrio, después de meterse por detrás —en zonas en las que ya era un intruso— y buscar la puerta de la parroquia y bajar los dos escaloncitos de piedra desgastada y alargar un nudillo prudente y bien educado para dar dos toques, mi padre escogió un banco cualquiera, uno que tuviera vista a las doraduras del altar, y se sentó a esperar aunque no supiera muy bien con qué palabras podía convencer a aquel fanático. Y entonces oyó que alguien decía:

«Ése es».

Se dio la vuelta y vio que el bulto se dividía en dos. De un lado, una figura en sotana, que no era la del padre Echavarría, le daba ya la espalda y salía de la iglesia; del otro, un hombre de ruana y sombrero, una especie de gigantesca campana con patas, empezó a caminar por el corredor del medio hacia el atrio. Mi padre imaginaba que bajo el sombrero de paja, en ese espacio negro en el cual pronto surgirían unas facciones humanas, los ojos del hombre lo escrutaban sin disimulo. Mi padre miró a su alrededor. Desde un óleo lo vigilaba un hombre barbudo que metía el dedo índice (éste bien cubierto de carne y piel, no como el de su mano muerta) en la herida abierta de Cristo. En otro óleo estaba un hombre con alas y una mujer que marcaba la página de su libro con otro dedo igual de cubierto: mi padre reconoció la Anunciación, pero el ángel no era chino. Nadie parecía dispuesto a sacarlo de este trance; el hombre de la ruana, mientras tanto, se acercaba sin ruidos, como resbalando sobre una lámina de aceite. Mi padre vio que llevaba alpargatas, vio los pantalones remangados y vio, colgando bajo el borde de la ruana, la punta sucia de un cuchillo.

Ninguno de los dos habló. Mi padre sabía que no podía matar al hombre allí, no porque a sus treinta y cuatro años nunca hubiera matado a nadie (siempre hay una primera vez, y mi padre manejaba la pistola tan bien como cualquiera), sino porque hacerlo sin testigos sería como condenarse anticipadamente. Necesitaba que la gente lo viera: que vieran la provocación, el ataque, la legítima defensa. Se puso de pie, salió al corredor lateral de la nave y empezó a dar pasos largos hacia el portón; en lugar de seguirlo, el hombre de la ruana se regresó por el corredor central, y banco a banco caminaron, trazando líneas paralelas, mientras mi padre iba pensando qué haría cuando se acabaran los bancos. Los contó rápidamente: seis bancos, ahora cinco, ahora cuatro.

Tres bancos.

Ahora dos.

Ahora uno.

Mi padre metió la mano al bolsillo y montó la pistola. Al acercarse ambos a la puerta de la iglesia, al converger las paralelas, el hombre se apartó la ruana y la mano del cuchillo se echó hacia atrás. Mi padre levantó la pistola montada, apuntó al centro del pecho, pensó en las tristes consecuencias de lo que estaba a punto de hacer, pensó en los curiosos que invadirían la iglesia tan pronto oyeran el estallido, pensó en el tribunal que lo condenaría por homicidio voluntario con el testimonio de esos curiosos, pensó en mi abuelo atravesado por la bayoneta y en el chino atravesado por la estaca de bambú, pensó en el pelotón que lo fusilaría contra una tapia burda y se dijo que no estaba hecho para el tribunal ni para el patíbulo, que sería cuestión de honor matar a su atacante pero que el siguiente disparo sería para su propio pecho.

Entonces disparó.

«Entonces disparé», me diría mi padre.

Pero no oyó el estallido de su propia pistola, o más bien le pareció que su disparo producía un eco jamás oído, un retumbo inédito en el mundo, porque en ese momento le llegaba, desde la vecina plaza de Bolívar, el estruendo de otros estallidos de otras muchísimas armas. Era pasada la medianoche, la fecha era 17 de abril, y el honorable general José María Melo acababa de dar un golpe de cuartel y de proclamarse dictador de aquella pobre República confundida.

Así es: el Ángel de la Historia salvó a mi padre, si bien, como se verá, lo hizo de manera transitoria y simplemente cambiando uno de sus enemigos por otro. Mi padre disparó, pero nadie oyó su disparo. Cuando salió a la calle, todas las puertas estaban cerradas y todos los balcones muertos; el aire olía a pólvora y a mierda de caballos, y a lo lejos ya se oían los gritos y los tacones sobre el adoquinado y, por supuesto, los disparos insistentes. «Yo lo supe en ese momento. Eran los ruidos que anuncian una guerra civil», me diría mi padre en tono de oráculo… Le gustaba asumir esas poses, y muchas veces a lo largo de nuestra vida juntos (que no fue larga) me ponía una mano en el hombro y me miraba alzando una ceja solemne, para contarme que había predicho esto, que aquello lo había adivinado. Me contaba algún suceso del que hubiera sido testigo indirecto y luego decía: «Se veía venir a la legua». O bien: «No sé cómo no se dieron cuenta». Sí, ése era mi padre: el hombre que después de cierta edad, de puro vapuleado por los Grandes Acontecimientos —salvado unas veces, condenado las más—, acaba desarrollando ese curioso mecanismo de defensa que consiste en predecirlos cuando ya hace muchos años que han ocurrido.

Pero permítaseme un pequeño apunte, el uso de un nuevo paréntesis. Porque siempre he creído que esa noche la historia de mi país demostró que por lo menos tiene sentido del humor. He hablado del Gran Suceso. Tomo la lupa y lo examino más de cerca. ¿Qué veo? ¿A qué le debe mi padre su improbable impunidad? Rápidamente: una noche de enero, el general Melo sale borracho de un banquete de militares, y al llegar a la plaza de Santander, donde queda su cuartel, se topa con un cabo de nombre Quirós, un pobre muchachito descuidado que anda por la calle a esas horas y sin licencia. Le hace el reclamo correspondiente, el cabo pierde los papeles y responde con insolencia, y el general Melo no ve mejor castigo que desenvainar allí mismo y cortarle el pescuezo de un sablazo. Gran escándalo en la sociedad bogotana: grandes condenas del militarismo y la violencia. El fiscal acusa; el juez está a punto de dictar auto de arresto contra el acusado. Melo piensa, con razonamiento impecable: la mejor defensa no es el ataque, es la dictadura. Tenía el ejército de veteranos bajo su mando, y lo usó para lo que le servía. ¿Quién se lo puede reprochar?

Ahora bien, lo reconozco: esto no pasa de ser chisme barato, típica habladuría —nuestro deporte nacional—, pero caveat emptor, y lo cuento de cualquier forma. Es cierto que en otras versiones el cabo Quirós llega tarde a su cuartel tras haberse visto envuelto en una trifulca callejera, y ya está herido cuando se topa con Melo; en otras, Quirós se ha enterado de las acusaciones que pesan sobre el general, y en su lecho de muerte lo libra de toda responsabilidad. (¿No es bonita esta versión? Tiene toda esa mística de maestro-y-discípulo, de mentor-y-protegido. Es caballeresca, y sin duda le gustó a mi padre). Pero más allá de esas varias explicaciones, una sola cosa es incontestable: el general Melo, con su pelo de lamido de vaca y su cara de Mona Lisa con papada, fue el instrumento que usó la historia para desternillarse de la risa ante el destino de nuestras jóvenes repúblicas, esos inventos mal terminados para los cuales no se pudo sacar patente. Mi padre había matado a alguien, pero ese hecho pasaría a la inexistencia cuando otro hombre, para evitar su propio enjuiciamiento como vulgar criminal, decidió tomarse por asalto esas cosas tan grandes de las que todo colombiano habla con orgullo: la Libertad, la Democracia, las Instituciones. Y el Ángel de la Historia, sentado en la platea con su gorro frigio, se revienta a carcajadas de tal manera que acaba por caerse de la silla.

Lectores del Jurado: ignoro quién habrá sido el primero en comparar la historia con un teatro (no me corresponde a mí esa distinción), pero una cosa es segura: ese espíritu lúcido no conocía el carácter tragicómico de nuestra trama colombiana, creación de dramaturgos mediocres, fabricación de escenógrafos chapuceros, producción de empresarios inescrupulosos. Colombia es una obra en cinco actos que alguien trató de escribir en versos clásicos pero que resultó compuesta en prosa grosera, representada por actores de ademanes exagerados y pésima dicción… Pues bien, ahora yo vuelvo a ese pequeño teatro (lo haré a menudo) y vuelvo a mi escena: puertas y balcones cerrados con tranca; las manzanas aledañas al Palacio de Gobierno convertidas en pueblo fantasma. Nadie escuchó el disparo que tronó entre las paredes de piedra fría, nadie vio a mi padre salir de la iglesia de Santo Tomás, nadie lo vio salvar como una sombra las calles que lo separaban de su casa, nadie lo vio entrar a tan tardías horas de la noche con una pistola todavía caliente en el bolsillo. El hecho pequeño había sido obliterado por el Gran Suceso; la minúscula muerte de un habitante cualquiera del barrio Egipto, por la promesa de las Muertes Superlativas que son patrimonio de Nuestra Señora la Guerra. Pero he dicho antes que mi padre no hizo más que cambiar de enemigo, y así fue: eliminado el perseguidor eclesiástico, mi padre se vio perseguido por el militar. En la nueva Bogotá de Melo y sus aliados golpistas, los radicales como mi padre eran temidos por su formidable capacidad de desorden —no en vano se habían especializado con el tiempo en la organización de revoluciones y motines políticos—, y no habían pasado veinticuatro horas desde que el hombre de ruana, o más bien su cuerpo, se desplomara en la iglesia de Santo Tomás, cuando ya en toda la ciudad comenzaban los arrestos. Los radicales, estudiantes de la universidad o miembros del Congreso, recibían las visitas armadas y no demasiado amables de los hombres de Melo; los calabozos se llenaban; varios líderes temían ya por su vida.

Mi padre no se enteró de aquellas noticias por boca de sus camaradas. Un teniente del ejército traidor llegó a su casa en medio de la noche y lo despertó dando un par de culatazos en el marco de la ventana. «Pensé que mi vida había acabado en ese instante», me diría mi padre mucho después. Pero la realidad era otra: en el rostro del teniente, una mueca navegaba entre el orgullo y la culpa. Mi padre, resignado, abrió la puerta, pero el hombre no entró. Antes de que amaneciera, le dijo el teniente, vendría un pelotón a arrestarlo.

«¿Y usted cómo lo sabe?», preguntó mi padre.

«Lo sé porque el pelotón es mío», dijo el teniente, «y yo he dado la orden».

Y se despidió con el saludo masón.

Sólo entonces lo reconoció mi padre: era un miembro de la Estrella del Tequendama.

Así que tras reunir un par de enseres básicos, e incluir entre ellos la pistola asesina y la mano huesuda, mi padre buscó refugio en la imprenta de los hermanos Acosta. Se encontró con que varios de los suyos habían tenido la misma idea: ya la nueva oposición comenzaba a organizarse para devolver el país al cauce de la democracia. ¡Muerte al tirano!, se gritaba (o más bien se susurraba prudentemente, porque tampoco era cuestión de alertar a las patrullas). El hecho es que allí, en esa noche, entre prensistas y encuadernadores que sólo eran imparciales de dientes para afuera, entre esos tipos de plomo que tan pacíficos se veían pero que podían armar revoluciones enteras cuando los montaran, rodeados por cientos o quizás miles de cajoncitos de madera que contenían al parecer todas las protestas, las revoluciones, las amenazas, los manifiestos y contramanifiestos, las acusaciones y las denuncias y las vindicaciones del mundo político, varios líderes radicales se habían reunido para salir juntos de la capital tomada y planear con los ejércitos de otras provincias la campaña de recuperación. Recibieron a mi padre como si lo más natural del mundo fuera encomendarle la capitanía de un regimiento, y le hablaron de sus planes. Mi padre se unió a ellos, en parte porque la compañía lo hacía sentirse a salvo, en parte por la emoción de la camaradería que siempre embarga a los idealistas; pero ya el fondo de su cabeza había tomado una decisión, y su intención fue la misma desde el principio del viaje.

Aquí acelero. Pues, así como he dedicado a veces varias páginas a tratar los sucesos de un día, en este momento mi relato me exige recorrer en pocas líneas lo que sucedió en varios meses. Acompañados por un criado, protegidos por la oscuridad de la noche sabanera y bien armados, los defensores de las instituciones salieron de Bogotá. Subiendo por el cerro de Guadalupe a páramos desiertos donde hasta los frailejones se morían de frío, bajando a tierras calientes sobre mulas voluntariosas y hambrientas que habían comprado en el camino, llegaron a orillas del río Magdalena, y después de ocho horas en una accidentada canoa entraban en Honda y la declaraban cuartel general de la resistencia. Durante los meses que siguieron, mi padre reclutó hombres, consiguió armamentos y organizó piquetes, marchó como voluntario del general Franco y regresó derrotado de Zipaquirá, escuchó al general Herrera predecir su propia muerte y luego vio realizarse la profecía, trató de organizar un Gobierno alterno en Ibagué y fracasó en el intento, decretó la convocatoria del Congreso que el dictador había dispersado, reunió él solo un batallón de jóvenes exiliados bogotanos o santafereños y lo incorporó al ejército del general López, recibió a lo largo de los días definitivos las noticias tardías pero victoriosas que llegaban de Bosa y de Las Cruces y de Los Egidos, supo que el tres de diciembre los nueve mil hombres del ejército entraban a Santa Fe o a Bogotá, y entonces, mientras sus compañeros lo celebraban comiendo truchas a la diabla y bebiendo más brandy del que mi padre había visto nunca, pensó que lo celebraría con ellos, bebería su propio brandy y terminaría su propia trucha, y luego les diría la verdad: él no formaría parte de la marcha triunfal, él no entraría en la ciudad recobrada.

Sí, eso les explicaría: que no le interesaba regresar, porque la ciudad, aunque se hubiera recuperado para la democracia, continuaba estando perdida para él. No volvería nunca a vivir en ella, les diría, pues la vida allí le parecía acabada, como si le perteneciera a otro hombre. En Bogotá había matado, en Bogotá se había escondido, nada quedaba para él en Bogotá. Pero no lo entenderían, por supuesto, y los que lo entendieran se negarían a creerle o tratarían de convencerlo con frases como la ciudad de tus padres o de tus luchas o la ciudad que te vio nacer, y él tendría que mostrarles, a manera de prueba irrebatible y fehaciente de su nuevo destino, la mano del chino muerto, el índice que siempre apunta, como por arte de magia, a la provincia de Panamá.