Cassia
Soy la primera en despertarme. Cuando un rayo de sol se cuela por la entrada de la cueva, miro al resto con asombro, extrañada de que no hayan advertido aún la fuerte luz y la ausencia de lluvia.
Al mirar a Ky, Eli y Hunter, pienso en cuántas heridas invisibles pueden soportarse. Heridas infligidas al corazón, al cerebro, a los huesos. «¿Cómo nos mantenemos en pie? ¿Qué es lo que nos empuja a seguir?»
Cuando salgo de la cueva, el cielo me ciega. Tapo el sol con la mano como hace Ky y, cuando la bajo, creo, por un momento, que he dejado la huella de mi dedo pulgar impresa en el cielo, una marca negra de líneas onduladas. Pero la huella se mueve y gira, y advierto que no son las volutas de mi dedo sino los bucles de una bandada de pájaros lejanos y diminutos. Y me río de mí por creer que podía tocar el cielo.
Cuando me doy la vuelta para despertar a los demás, se me corta la respiración.
Mientras dormíamos, él ha pintado. Con pinceladas presurosas y livianas; con un apremio que se refleja en los goterones de pintura.
Ha llenado el fondo de la cueva de torrentes de estrellas. Ha creado un mundo de rocas, árboles y colinas. Y también ha pintado un río, uno muerto con pisadas en la orilla y una tumba señalada con un pez de piedra cuyas escamas no reflejan la luz.
En el centro ha dibujado a sus padres.
Ha pintado a ciegas en la oscuridad. Las escenas se entremezclan y se confunden. A veces, los colores son extraños. Un cielo verde, piedras azules. Y yo, de pie, con un vestido.
Lo ha pintado de rojo.