Capítulo 36

Cassia

Ky extiende un mapa en la mesa y coge un carboncillo.

—He encontrado otro que podemos utilizar —me dice mientras lo corrige—. Tengo que ponerlo al día. Está un poco anticuado.

Cojo otro libro y lo hojeo en busca de información que nos resulte útil, pero, por alguna razón, acabo componiendo un poema. Es sobre Ky, no para él, y me descubro imitando el estilo enigmático del autor del libro.

Marqué cada muerte en un mapa,

cada pesar y cada golpe,

mi mundo era una página en negro

sin rastro alguno de nieve.

Miro a Ky. Mientras corrige el mapa, sus manos se mueven con la misma rapidez y precisión que cuando escribe, con la misma seguridad que cuando me toca.

No alza la vista y el deseo me corroe. Lo deseo a él. Y deseo saber qué piensa y qué siente. ¿Por qué tiene que ser capaz de quedarse tan callado, de permanecer tan quieto, de ver tanto?

¿Cómo puede invitarme a entrar y, a la vez, dejarme fuera?

—Tengo que salir —digo más adelante.

Suspiro con frustración: no hemos encontrado nada concreto, solo infinidad de propaganda y la historia del Alzamiento, la Sociedad y los propios labradores. Al principio, era fascinante, pero acabo de darme cuenta de que, fuera, el río cada vez lleva más agua. Me duelen la espalda y la cabeza y el miedo comienza a encogerme el pecho. ¿Estoy perdiendo mi capacidad para clasificar? Primero, mi error con las pastillas azules, ahora esto.

—¿Ha dejado ya de tronar?

—Creo que sí —responde Ky—. Salgamos a ver.

En la cueva llena de víveres, Eli se ha ovillado para dormir, rodeado de mochilas repletas de manzanas.

Ky y yo salimos. Aún llueve, pero la electricidad ha abandonado el aire.

—Podemos irnos cuando amanezca —dice.

Contemplo su perfil oscuro débilmente iluminado por la linterna que lleva. La Sociedad jamás sabría cómo expresar esto en una microficha. «Pertenece a la tierra. Sabe correr.» Jamás sabría describirlo.

—Aún no hemos encontrado nada. —Trato de reírme—. Si alguna vez vuelvo, la Sociedad tendrá que modificar mi microficha. Tendrá que quitar «Dotes excepcionales para la clasificación».

—Lo que estás haciendo es más que clasificar —se limita a decir Ky—. Deberíamos descansar pronto, si podemos.

«Él no está tan motivado como yo para encontrar el Alzamiento —advierto—. Intenta ayudarme, pero, si yo no estuviera, no se molestaría en buscar una forma de unirnos a los rebeldes.»

De pronto, pienso en las palabras del poema. «No te alcancé.»

Me las quito de la cabeza. Estoy cansada, eso es todo; me siento frágil. Y caigo en la cuenta de que aún no he oído toda la historia de Ky. Él tiene motivos para sentirse como se siente, pero yo no los conozco todos.

Pienso en todo lo que sabe hacer, escribir, labrar, pintar, y mientras lo observo en la oscuridad, detenido al borde del caserío vacío, me invade una súbita tristeza. «No hay lugar para alguien como él en la Sociedad —pienso—, para alguien con la capacidad de crear. Sabe hacer muchísimas cosas cuyo valor no se puede medir, cosas que nadie más hace, y a la Sociedad le trae sin cuidado.»

Me pregunto si, cuando mira este caserío vacío, ve un lugar donde podría haberse sentido como en casa. Donde podría haber escrito junto a los demás, donde las bonitas muchachas de las pinturas habrían sabido bailar.

—Ky —digo—. Quiero conocer el resto de tu historia.

—¿Toda? —pregunta, con voz grave.

—Toda la que quieras contarme —respondo.

Me mira. Me llevo su mano a los labios y le beso los nudillos, los arañazos de la palma. Él cierra los ojos.

—Mi madre pintaba con agua —dice—. Y mi padre jugaba con fuego.