Capítulo 20

Cassia

Mi respiración hace un ruido preocupante. Suena como olitas de un río que lamen débilmente la roca con la esperanza de desgastarla.

—Háblame —digo a Indie.

Advierto que ella carga con dos mochilas, dos cantimploras. ¿Cómo ha ocurrido? ¿Son las mías? Estoy demasiado cansada para que me importe.

—¿Qué quieres que diga? —pregunta.

—Lo que sea. —Me hace falta oír algo aparte de mi respiración, mi corazón fatigado.

En algún momento, antes de que sus palabras se diluyan en mis oídos, advierto que me explica cosas, muchas cosas; que no puede dejar de hablar ahora que cree que estoy demasiado enferma para asimilar lo que dice. Ojalá pudiera prestar más atención a sus palabras, recordar esto. Solo capto unas pocas frases.

«Todas las noches antes de acostarme»

y

«Pensaba que todo sería distinto después»

y

«No sé durante cuánto tiempo más voy a poder seguir creyendo».

Casi parece poesía y vuelvo a preguntarme si alguna vez seré capaz de terminar el poema para Ky. Si sabré qué palabras decir cuando por fin lo vea. Si tendremos alguna vez tiempo para más que principios.

Quiero pedir a Indie otra pastilla azul de mi mochila, pero, antes de abrir la boca, vuelvo a recordar que mi abuelo me dijo que era lo bastante fuerte para no tomar pastillas.

«Pero, abuelo —pienso—, no te entendí tan bien como creía. Los poemas. Pensaba que sabía qué pretendías. Pero ¿en cuál querías que creyera?»

Recuerdo sus palabras cuando me dio el papel poco antes del final. «Cassia —susurró—. Te he dado algo que no entenderás todavía, pero un día lo harás. Tú más que nadie.»

Un pensamiento me revolotea por la mente como una antíope, una de las mariposas que cuelgan sus capullos de ramitas tanto aquí como en Oria. Es un pensamiento que ya casi he tenido pero no me he permitido completar hasta ahora.

«Abuelo, ¿fuiste el Piloto?»

Y luego me asalta otro pensamiento, uno liviano y raudo que no alcanzo a comprender del todo y me deja otra impresión de alas batiendo con suavidad.

—Ya no las necesito —me digo. Las pastillas, la Sociedad. No sé si es cierto. Pero me lo parece.

Y entonces la veo. Una brújula, hecha de piedra, dejada en una repisa justo a la altura de mis ojos.

La cojo, pese a haber soltado todo lo demás.

La llevo en la mano mientras caminamos aunque pesa más que muchas de las cosas que he dejado caer al suelo. Pienso: «Me hace bien, aunque pese». Pienso: «Me hace bien, porque que mantendrá arraigada a la tierra.»