Cassia
En mi sueño, él está de pie delante del sol, lo que lo envuelve en sombras aunque yo sé que pertenece a la luz.
—Cassia —dice, y la ternura de su voz me llena los ojos de lágrimas—. Cassia, soy yo.
Soy incapaz de hablar. Alargo las manos. Sonrío, lloro, contenta de no estar sola.
—Ahora voy a apartarme —dice—. Habrá mucha luz. Pero tienes que abrir los ojos.
—Los tengo abiertos —digo, confusa. ¿Cómo si no podría verlo?
—No —insiste—. Estás dormida. Tienes que despertar. Es la hora.
—No vas a irte, ¿verdad? —Es lo único en lo que puedo pensar. En que podría irse.
—Sí —responde.
—No te vayas —digo—. Por favor.
—Tienes que abrir los ojos —repite, y cuando lo hago, despierto a un cielo que rebosa luz.
Pero Xander no está.
«Llorar es malgastar agua», me digo, pero no parece que sea capaz de parar. Las lágrimas me corren por la cara y abren caminos en el polvo. Trato de no sollozar; no quiero despertar a Indie, que sigue durmiendo pese al sol. Ayer, después de ver los cadáveres marcados de azul, caminamos durante todo el día por el cauce seco de este segundo cañón. No vimos nada ni a nadie.
Me tapo la cara con las manos y percibo el calor de mis lágrimas.
«Tengo tanto miedo… —pienso—. Por mí, por Ky. Creía que nos habíamos equivocado de cañón porque no he visto ningún rastro de él. Pero, si lo hubieran convertido en ceniza, jamás sabría por dónde había pasado.»
Nunca he perdido la esperanza de encontrarlo, ni siquiera en los meses que estuve plantando semillas, ni cuando atravesé la noche en aquella aeronave sin ventanillas, ni tampoco en la larga carrera hasta la Talla.
«Pero es posible que ya no quede nada de él —me insiste una voz interior—. Ky puede haber desaparecido, y también el Alzamiento. ¿Y si el Piloto ha muerto y nadie ha ocupado su lugar?»
Miro a Indie y me asalta la duda de si es realmente mi amiga. «A lo mejor es una espía —pienso—, enviada por mi funcionaria para que vea cómo fracaso y muero en la Talla y mi funcionaria sepa cómo concluye su experimento.
»¿Por qué se me ocurren estas cosas? —me pregunto, y entonces lo comprendo—. Estoy enferma.»
Las enfermedades son muy poco frecuentes en la Sociedad, pero, por supuesto, no estoy en la Sociedad. Barajo todas las variables en juego: agotamiento, deshidratación, sobreesfuerzo mental, comida insuficiente. Esto tenía que ocurrir.
Me siento mejor ahora que sé qué me sucede. Si estoy enferma, no soy yo misma. En realidad, no me creo lo que acabo de pensar sobre Ky, Indie y el Alzamiento. Y estoy tan confusa que olvido que mi funcionaria no fue la que inició este experimento. Recuerdo cómo vaciló su mirada cuando me mintió fuera del museo de Oria. No sabía quién incluyó a Ky como una de mis posibles parejas.
Respiro hondo. Por un momento, vuelvo a tener la misma sensación que me ha dejado mi sueño sobre Xander y eso me reconforta. «Abre los ojos» me decía. ¿Qué esperaba que viera? Paseo la mirada por la cueva donde hemos pasado la noche. Veo a Indie, las piedras, mi mochila con las pastillas dentro.
Las azules, al menos en cierto modo, no me las ha dado la Sociedad, sino Xander, en quien confío. Ya he esperado suficiente.
Tardo mucho rato en sacar una pastilla porque no parezco dueña de mis dedos. Cuando por fin lo hago, me la meto en la boca y me la trago. Es la primera vez que tomo una pastilla, que yo sepa. Por un instante, imagino el rostro de mi abuelo: parece decepcionado.
Vuelvo a mirar el hueco que ocupaba la pastilla. Espero verlo vacío, pero hay algo, una tira de papel.
Papel de terminal. Lo desenrollo, con las manos aún temblorosas. En su envoltorio hermético, el papel ha estado protegido, pero no tardará en desintegrarse ahora que ha entrado en contacto con el aire.
«Profesión: médico. Probabilidad de un puesto de trabajo permanente y un ascenso a doctor: 97,3 por 100.»
—Oh, Xander —susurro.
Es parte de la información oficial de Xander para su emparejamiento. La información de la microficha que nunca llegué a ver; todas las cosas que ya creía saber. Miro las pastillas envasadas al vacío que tengo en la mano. ¿Cómo lo hizo? ¿Cómo introdujo el papelito? ¿Hay más?
Lo imagino imprimiendo una copia de la información extraída del terminal, separando los renglones en finas tiras y hallando un modo de introducirlas en los compartimientos de las pastillas. Debía de suponer que nunca vi su microficha; sabía que preferí ver la de Ky en vez de la suya.
Es como Ky y los papeles que me dio en el distrito. Dos chicos, dos historias escritas para mí en retazos. Noto lágrimas en los ojos porque la historia de Xander ya debería conocerla.
«Vuelve a mirarme», parece decirme.
Saco otra pastilla. En el siguiente papelito, leo: «Nombre completo: Xander Thomas Carrow».
Me asalta un recuerdo: yo, de niña, en el distrito, esperando a que Xander saliera a jugar conmigo.
«¡Xander Thomas Carrow!», grité mientras saltaba de una piedra de su camino a otra. Era pequeña y a menudo olvidaba bajar la voz cuando me acercaba a una casa ajena. Pensé que era agradable, decir su nombre completo. Me pareció perfecto para la ocasión. Cada palabra tenía dos sílabas, un ritmo ideal para marcar el paso.
«No hace falta que grites», dijo él. Abrió la puerta y me sonrió.
Echo de menos a Xander y parece que no pueda dejar de sacar más pastillas, no para tomarme otra, sino para ver qué pone en los papelitos:
«Vive en el distrito de los Arces desde que nació.
»Actividad de ocio preferida: natación.
»Actividad lúdica preferida: juegos.
»El 87,6 % de sus compañeros mencionaron a Xander Carrow como el alumno que más admiraban.
»Color preferido: rojo.»
Eso me sorprende. Siempre había pensado que su color preferido era el verde. ¿Qué otras cosas no sé de él?
Sonrío y ya me siento más fuerte. Cuando miro a Indie, veo que sigue dormida. Me entran unas ganas irrefrenables de moverme, de modo que decido salir para ver mejor este lugar al que llegamos de noche.
A primera vista, solo parece un tramo más del cañón, muy amplio y abierto, como muchos otros, acribillado de cuevas, sembrado de rocas caídas, y bordeado de ondulantes paredes lisas. Pero, cuando vuelvo a mirar alrededor, advierto algo extraño en una de las paredes.
Cruzo el cauce seco y pongo la mano en la roca. La noto rugosa bajo la palma. Pero tiene algo extraño. Es demasiado perfecta.
Por eso sé que es obra de la Sociedad.
En su perfección veo la trampa. Me acuerdo de la respiración acompasada de la intérprete de una de las Cien Canciones y de que Ky me dijo que la Sociedad sabe que nos gusta oírles respirar. Nos gusta saber que son humanos, pero incluso la humanidad que nos ofrece está medida y calculada.
Se me encoge el corazón. Si la Sociedad está aquí, es imposible que lo esté el Alzamiento.
Camino a lo largo de la pared y paso la mano por ella en busca de la grieta que conecta la Sociedad con la Talla. Cuando me acerco a una oscura maraña de arbustos, veo un bulto en el suelo.
Es el chico. El que escapó con nosotras y eligió este cañón.
Está encogido en el suelo. Tiene los ojos cerrados. Una fina capa de polvo levantado por el viento le recubre la piel, el pelo y la ropa. Tiene las manos manchadas de sangre y también lo está el lugar de la pared que ha arañado en vano. Esta sangre seca, estos cristales de tierra arenisca, me hacen pensar en el azúcar y las bayas rojas de la tarta de mi abuelo y me entran ganas de vomitar.
Vuelvo a abrir los ojos y miro al chico. ¿Puedo hacer algo por él? Me acerco y veo que tiene los labios manchados de azul. Como carezco de formación médica, apenas sé nada de cómo ayudar a los demás. El chico no respira. Le toco el punto de la muñeca donde he aprendido que se puede tomar el pulso, pero no lo encuentro.
—¡Cassia! —susurra alguien, y me vuelvo con rapidez.
Es Indie. Respiro aliviada.
—Es el chico —digo.
Ella se agacha junto a mí.
—Está muerto —afirma. Le mira las manos—. ¿Qué hacía?
—Creo que intentaba entrar —respondo, y señalo la pared—. Quieren que parezca roca, pero creo que es una puerta. —Indie se acerca y las dos miramos la roca ensangrentada y las manos del chico—. No ha podido entrar —añado—. Y luego se ha tomado la pastilla azul, pero ya era demasiado tarde.
Ella me lanza una mirada inquisitiva, nerviosa.
—Tenemos que salir de este cañón —afirmo—. La Sociedad está aquí. Lo noto.
Indie se queda callada.
—Tienes razón —dice al cabo de un momento—. Deberíamos volver al otro cañón. Al menos, tenía agua.
—¿Crees que tendremos que cruzar por el mismo sitio por el que subimos? —pregunto mientras tiemblo de forma involuntaria al pensar en todos los cadáveres que hay arriba.
—Podemos cruzar por aquí —dice—. Ahora tenemos una cuerda. —Señala las raíces de los árboles que se aferran al borde del cañón y crecen donde ningún árbol debería poder hacerlo—. Ganaremos tiempo.
Abre su mochila y mete la mano. Mientras la observo, saca la cuerda y se la echa al hombro. Después, con mucho cuidado, recoloca algo que se ha quedado dentro.
«El panal», pienso.
—Sigue bien —digo.
—¿Él qué? —pregunta, alarmada.
—Tu panal —repito—. No se ha roto.
Ella asiente, con expresión recelosa. Debo de haber dicho algo desafortunado, pero no sé qué puede ser. De pronto, parece haberme invadido un profundo cansancio y tengo unas ganas extrañísimas de ovillarme como el chico y tumbarme a descansar en el suelo.
Cuando llegamos arriba, no miramos hacia el lugar en el que yacen los cadáveres. De todos modos, estamos demasiado lejos para ver nada.
No hablo. Indie tampoco. Atravesamos deprisa, expuestas al frío viento y al cielo. Correr me espabila y me recuerda que sigo viva, que aún no puedo echarme a descansar, por mucho que lo desee.
Parece que Indie y yo seamos las dos únicas personas vivas de las provincias exteriores.
Indie ata la cuerda al otro lado.
—Vamos —dice, y volvemos a descender al primer cañón, donde hemos comenzado.
Aunque no hayamos encontrado ningún rastro de Ky, al menos tenemos agua y no hemos visto señal alguna de la Sociedad. De momento.
La esperanza tiene aspecto de huella de bota, de media huella en el lugar donde alguien se ha vuelto descuidado y ha pisado barro blando que se ha endurecido demasiado para ser arrastrado por los vientos de la noche y la mañana.
Trato de no pensar en otros rastros que he visto en estos cañones, restos fósiles de épocas tan antiguas que no queda nada aparte de huellas o huesos de lo que fue, de lo que ya no vive. Esta señal es reciente. Tengo que creer eso. Tengo que creer que aquí hay alguien más vivo. Y tengo que creer que podría ser Ky.