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No nos detenemos hasta habernos alejado de quienquiera que esté en el caserío. Ninguno de los tres habla mucho; caminamos a buen paso y seguimos el cañón principal. Al cabo de unas horas, saco el mapa para ver dónde estamos.
—Parece que subamos todo el rato —observa Eli, algo sofocado.
—Así es —digo.
—Entonces, ¿por qué parece que no ganamos altura? —pregunta.
—Las paredes del cañón también suben —respondo—. Mira. —Le enseño cómo han señalado los labradores la altitud en el mapa.
Eli mueve la cabeza, confundido.
—Imagínate la Talla y todos sus cañones como un gran barco —le dice Vick—. La parte por la que hemos entrado estaba casi hundida. La parte por la que vamos a salir sobresale mucho. ¿Lo entiendes? Cuando lleguemos al final, estaremos por encima de la llanura.
—¿Sabes de barcos? —le pregunta Eli.
—Un poco —responde—. No mucho.
—Podemos descansar un momento —digo a Eli mientras cojo la cantimplora. Bebo.
Vick y Eli también lo hacen.
—¿Te acuerdas del poema que decías por los muertos? —comienza a decir Vick—. ¿Por el que te pregunté?
—Sí. —Miro el pueblo de montaña señalado en el mapa. «Ahí es donde tenemos que ir.»
—¿Cómo lo conociste?
—Fue por casualidad —respondo—. En Oria.
—¿No en las provincias exteriores? —pregunta.
Sabe que sé más de lo que digo. Lo miro. Él y Eli están al otro lado del mapa, observándome. La última vez que Vick me desafió fue en el pueblo, cuando hablé de cómo mataba la Sociedad a los anómalos. Ahora percibo la misma mirada pétrea en sus ojos. Piensa que es hora de abordar el tema.
Tiene razón.
—Allí también —respondo—. Llevo toda la vida oyendo hablar del Piloto. —Y así es: en las provincias fronterizas, en las provincias exteriores, en Oria, y ahora aquí en la Talla.
—¿Y quién crees que es? —pregunta Vick.
—Algunos piensan que el Piloto es el líder de una rebelión contra la Sociedad —respondo, y a Eli se le ilumina la mirada.
—El Alzamiento —dice Vick—. Yo también he oído hablar de él.
—¿Hay una rebelión? —pregunta Eli, entusiasmado—. ¿Y el Piloto es el líder?
—Quizá —respondo—. Pero eso no tiene nada que ver con nosotros.
—Claro que lo tiene —dice Eli, enfadado—. ¿Por qué no se lo dijisteis a los demás señuelos? ¡A lo mejor podríamos haber hecho algo!
—¿Qué? —pregunto, con hastío—. Vick y yo hemos oído hablar del Piloto. Pero no sabemos dónde está. Y, aunque lo supiéramos, no creo que el Piloto pueda hacer nada aparte de morir y llevarse a demasiadas personas con él.
Vick niega con la cabeza, pero no dice nada.
—Podríamos haberles dado esperanzas —insiste Eli.
—¿De qué sirven las esperanzas si son vanas? —le pregunto.
Él tensa la mandíbula con obstinación.
—No es muy distinto a lo que intentaste hacer cuando trucaste sus pistolas.
Tiene razón. Suspiro.
—Lo sé. Pero hablarles del Piloto tampoco les habría hecho ningún bien. Solo es una historia que mi padre solía explicarnos.
De pronto, recuerdo que mi madre pintaba ilustraciones mientras él nos contaba el relato de Sísifo. Cuando él terminaba y las pinturas se secaban, yo siempre tenía la sensación de que por fin descansaba.
—A mí me habló del Piloto una persona de mi pueblo —dice Vick. Se queda callado un momento—. ¿Qué les pasó a tus padres?
—Murieron en un ataque aéreo —respondo. Al principio, no tengo intención de decir nada más. Pero sigo hablando. Tengo que explicar a Eli y a Vick lo que sucedió para que comprendan mi desencanto—. Mi padre solía organizar reuniones con todos los vecinos del pueblo.
Pienso en lo emocionante que era siempre, que todos se fueran sentando en los bancos y se pusieran a conversar. El rostro se les iluminaba cuando mi padre entraba en la sala.
—Mi padre descubrió una forma de desconectar el terminal del pueblo sin que se enterara la Sociedad. O eso creía él. No sé si el terminal aún funcionaba o si alguien informó a la Sociedad de las reuniones. Pero estaban todos reunidos cuando comenzó el ataque aéreo. La mayoría murió.
—Entonces, ¿tu padre era el Piloto? —pregunta Eli, asombrado.
—Si lo era, ahora está muerto —respondo—. Y se llevó a todo el pueblo con él.
—Él no los mató —dice Vick—. No puedes echarle la culpa.
Puedo y lo hago. Pero sé qué Vick tiene parte de razón.
—¿Quién los mató?, ¿la Sociedad o el enemigo? —pregunta al cabo de un momento.
—Las aeronaves parecían enemigas —respondo—. Pero la Sociedad no llegó hasta que todo hubo terminado. Eso era nuevo. En esa época, al menos fingía que nos defendía.
—¿Dónde estabas tú cuando pasó? —pregunta Vick.
—En una meseta —respondo—. Había subido para ver llover.
—Como los señuelos que intentaron coger la nieve —observa Vick—. Pero a ti no te mataron.
—No —admito—. Las aeronaves no me vieron.
—Tuviste suerte —dice Vick.
—La Sociedad no cree en la suerte —afirma Eli.
—Yo he decidido que es lo único en lo que creo —arguye Vick—. En la buena suerte y en la mala. Y parece que la nuestra siempre es mala.
—Eso no es cierto —dice Eli—. Escapamos de la Sociedad y conseguimos entrar en el cañón. Encontramos la cueva con los mapas y hemos huido del caserío antes de que nos descubran.
No admito nada. No creo en la Sociedad ni en el Alzamiento, ni tampoco en el Piloto o la suerte, sea buena o mala. Creo en Cassia. Si tuviera que decir que creo en algo aparte de eso, diría que creo en ser o no ser.
En este momento, soy, y no pienso dejar de hacerlo.
—Vamos —les digo mientras enrollo el mapa.
Cuando se pone el sol, decidimos pasar la noche en una cueva señalada en el mapa. Al entrar, nuestras linternas alumbran las pinturas y grabados que decoran las paredes.
Eli se queda clavado al suelo. Sé cómo se siente.
Recuerdo la primera vez que vi grabados como estos. En aquella estrecha grieta próxima a nuestro pueblo. Mis padres me llevaban allí cuando era pequeño. Intentábamos adivinar qué significaban los símbolos. Mi padre practicaba copiando las figuras en el suelo. Eso era antes de que supiera escribir. Él siempre quiso aprender, y quería hallar el significado de todo. Cada símbolo, palabra y circunstancia. Cuando no lo encontraba, se lo inventaba.
Pero esta cueva es asombrosa. Las pinturas rebosan color y los grabados son muy detallados. A diferencia de la tierra del suelo, esta piedra se aclara en vez de oscurecerse cuando se graba en ella.
—¿Quién hizo esto? —pregunta Eli, rompiendo el silencio.
—Muchas personas —respondo—. Las pinturas parecen más recientes. Parecen obra de los labradores. Los grabados son más antiguos.
—¿De cuándo? —pregunta Eli.
—De hace miles de años —respondo.
Los grabados más antiguos representan personas de espaldas anchas con los dedos extendidos. Parecen fuertes. Una da la impresión de tocar el cielo. Me quedo mucho rato mirando la figura y su mano alzada y recuerdo la última vez que vi a Cassia.
La Sociedad fue a buscarme de madrugada. El sol no había salido, pero ya apenas quedaban estrellas. Era esa hora intermedia en la que es más fácil llevarse cosas.
Me desperté cuando se inclinaron sobre mí en la oscuridad, con la boca abierta para decir lo mismo de siempre: «No hay nada que temer. Acompáñanos». Pero les pegué antes de que lograran hablar. Hice correr su sangre antes de que ellos pudieran llevárseme para derramar la mía. Mi instinto me dictó que peleara y lo hice. Por una vez.
Peleé porque había encontrado la paz en Cassia. Porque sabía que podía descansar en sus caricias, que me quemaban como el fuego y me limpiaban como el agua.
La pelea no duró mucho. Ellos eran seis y yo solo uno. Patrick y Aida no se habían despertado todavía.
—No grites —dijeron los funcionarios y los militares—. Será más fácil para todos. ¿Vamos a tener que amordazarte?
Negué con la cabeza.
—Al final, el estatus siempre es lo que cuenta —dijo uno de ellos al resto—. Se suponía que este no iba a causarnos problemas; lleva años siendo sumiso. Pero un aberrante siempre será un aberrante.
Casi estábamos fuera de la casa cuando Aida nos vio.
Y después recorrimos las calles a oscuras mientras Aida chillaba y Patrick hablaba en voz baja, con urgencia, sin nervios.
No. No tengo ganas de pensar en Patrick y Aida ni en lo que luego sucedió. Los quiero más que a nadie en el mundo aparte de Cassia y, si alguna vez la encuentro, los buscaremos juntos. Pero no soy capaz de pensar en ellos durante mucho tiempo, en los padres que me aceptaron y no recibieron nada a cambio salvo más sufrimiento. Demostraron mucho valor volviendo a querer. Eso me hizo creer que yo también podía hacerlo.
Sangre en mi boca y bajo mi piel, en cardenales que todavía no se han hecho visibles. Cabeza gacha, manos esposadas a la espalda.
Y entonces.
Mi nombre.
Ella gritó mi nombre delante de todos. No le importó quién supiera que me amaba. Yo también grité el suyo. Vi su pelo despeinado, sus pies descalzos, sus ojos mirándome solo a mí. Y después señaló el cielo.
«Sé que querías decirme que siempre me recordarías, Cassia, pero tengo miedo de que me olvides.»
Quitamos la broza y las piedras de una parte de la cueva para echarnos a descansar. Algunas de las piedras son pedernales y es probable que los labradores las guardaran aquí para encender fogatas. También encuentro una piedra arenisca, casi redonda, y pienso de inmediato en mi brújula.
—¿Crees que algunos de los labradores pasaron la noche aquí cuando escaparon? —pregunta Eli.
—No lo sé —respondo—. Es probable. Parece que utilizaban la cueva a menudo. —Hay círculos negros de antiguas fogatas en el suelo, pisadas borrosas en la tierra y algunos huesos de animales que cocinaron y se comieron.
Eli se duerme enseguida, como de costumbre. Está ovillado bajo los pies de un grabado que representa una figura con los brazos alzados.
—¿Qué has traído? —pregunto a Vick mientras saco la bolsa donde he guardado lo que he cogido de la biblioteca de la cueva. En nuestra prisa por abandonar el caserío, los tres hemos elegido libros y escritos sin tener apenas tiempo de echarles un vistazo.
Vick se echa a reír.
—¿Qué pasa?
—Espero que hayas elegido mejor que yo —dice mientras me enseña lo que tiene. Con las prisas, ha cogido un fajo de pequeños panfletos marrones—. Se parecían a una cosa que vi una vez en Tana. Resulta que son todos iguales.
—¿Qué son? —pregunto.
—Algo histórico —responde.
—Aun así, puede que sean valiosos —digo—. Si no, puedo darte parte de lo mío. —Yo lo he hecho un poco mejor. Tengo algunos poemas y dos libros de cuentos que no están incluidos en los Cien. Miro la mochila de Eli—. Tendremos que preguntar a Eli qué ha cogido cuando se despierte.
Vick vuelve algunas páginas.
—Espera. Esto es interesante. —Me da uno de los panfletos, abierto por la primera página.
El papel es rugoso. Barato. Fabricado en serie en alguna provincia fronteriza con maquinaria antigua, probablemente robada de alguna imprenta en proceso de reconversión. Cojo el panfleto y lo alumbro con la linterna para leerlo:
El Alzamiento
Breve historia de nuestra rebelión contra la Sociedad
El Alzamiento comenzó en firme en la época de los comités seleccionadores.
En el año previo al inicio de las cien selecciones, la tasa de erradicación del cáncer se estancó en un 85,1 por 100. Era la primera vez que no se producía una mejora desde la entrada en vigor de la iniciativa para la erradicación del cáncer. La Sociedad no se tomó aquello a la ligera. Pese a saber que era imposible alcanzar la perfección total en todos los ámbitos, decidió que era de suma importancia aproximarse a una tasa del ciento por ciento en algunos de ellos. Sabía que eso exigiría toda su concentración y dedicación.
Decidió centrar todos sus esfuerzos en aumentar la productividad y la salud física. Los funcionarios que ocupaban las esferas más altas del poder votaron por eliminar distracciones tales como el exceso de poesía y música, que habría que reducir a la cantidad óptima para promover la cultura y satisfacer el deseo de experimentar el arte. Los comités seleccionadores, uno por cada sector artístico, se crearon para supervisar la selección.
Aquel fue el primer abuso de poder de la Sociedad, que también abolió el derecho de cada nueva generación a decidir en votación si quería ser gobernada por ella. La Sociedad comenzó a separar a los anómalos y a los aberrantes del resto de la población y a aislar o eliminar a los que causaban más problemas.
Uno de los poemas que la Sociedad no seleccionó para los Cien Poemas fue «Cruzando la barrera» de Tennyson. Este poema se ha convertido en una contraseña extraoficial entre los miembros de nuestra rebelión. El poema alude a dos importantes aspectos del Alzamiento:
1. Un líder llamado Piloto encabeza el Alzamiento y
2. Los miembros del Alzamiento creen que es posible retornar a los buenos tiempos de la Sociedad, la época previa a las Cien Selecciones.
Algunos de los anómalos que abandonaron la Sociedad en sus inicios se han unido al Alzamiento. Aunque este ya se ha extendido a todos los rincones de la Sociedad, continúa teniendo más fuerza en las provincias fronterizas y exteriores, sobre todo en los lugares a los que cada vez envían más aberrantes desde que se llevaron a cabo las Cien Selecciones.
—¿Ya lo sabías todo? —pregunta Vick.
—Solo parte —respondo—. Sabía lo del Piloto y el Alzamiento. Y, por supuesto, lo de los comités seleccionadores.
—Y que eliminan a los aberrantes y a los anómalos —dice.
—Sí —confirmo. Mi voz es amarga.
—Cuando te oí decir el poema por el primer chico del río —continúa—, creí que a lo mejor me estabas dando a entender que formabas parte del Alzamiento.
—No —aclaro.
—¿Ni cuando tu padre estaba al mando?
—No. —Me quedo callado. No estoy de acuerdo con lo que hizo mi padre, pero tampoco reniego de él. Esa es otra línea sutil que espero no cruzar nunca.
—Ninguno de los otros señuelos reconoció las palabras —dice—. Pensaba que habría más aberrantes al corriente del Alzamiento y que se lo habrían contado a sus hijos.
—Puede que todos los que lo hicieron encontraran una forma de escapar antes de que la Sociedad comenzara a mandarnos a los pueblos —aventuro.
—Y los labradores no están con el Alzamiento —añade—. Creía que a lo mejor nos llevabas con ellos por eso, para que nos uniéramos a la rebelión.
—Yo nos os llevo a ninguna parte —digo—. Los labradores saben lo del Alzamiento. Pero no creo que estén con los rebeldes.
—No sabes mucho —observa, con una sonrisa.
Tengo que reírme.
—No —digo—. Es cierto.
—Pensaba que te guiaba un propósito más noble —añade, pensativo—. Engrosar las filas del Alzamiento. Pero has escapado a la Talla para salvarte y reunirte con la chica de la que estás enamorado. Eso es todo.
—Eso es todo. —Es la verdad. Puede pensar lo que quiera de mí.
—Es suficiente —dice—. Que duermas bien.
Cuando rayo la piedra con mi trozo de ágata, este deja claras marcas blancas. Naturalmente, esta brújula no funcionará. No se puede abrir. La flecha jamás girará, pero eso no me detiene. Tengo que encontrar otro trozo de ágata. Este ya está casi desgastado de utilizarlo para labrar en vez de para matar.
Mientras Vick y Eli duermen, termino la brújula. Después, la giro en mi mano para que la flecha señale hacia dónde creo que está el norte y me echo a descansar. ¿Tiene todavía Cassia la verdadera brújula, la que mis tíos me regalaron?
Ella vuelve a estar en la cima de la Loma. Con un redondel de oro en las manos: la brújula. Un disco de oro más brillante en el horizonte: el sol naciente.
Abre la brújula y mira la flecha.
Lágrimas en su rostro, viento en sus cabellos.
Lleva un vestido verde.
Su falda roza la hierba cuando se agacha para dejar la brújula en el suelo. Cuando se endereza, tiene las manos vacías.
Xander aguarda detrás de ella. Le ofrece su mano.
—Él no está —dice—. Pero yo sí. —Su voz parece triste. Esperanzada.
No, protesto, pero Xander dice la verdad. Yo no estoy, no realmente. Solo soy una sombra que observa desde el cielo. Ellos son reales. Yo ya no.
—Ky —dice Eli mientras me zarandea—. Ky, despierta. ¿Qué pasa?
Vick enciende la linterna y me alumbra los ojos.
—Tenías una pesadilla —dice—. ¿Sobre qué era?
Niego con la cabeza.
—Sobre nada —respondo después de mirar la piedra que tengo en la mano.
La flecha de mi brújula está fija. No gira. No varía. Como yo con Cassia. Fijo en una sola idea, una sola cosa en el cielo. Una sola verdad a la que aferrarme cuando todo lo demás se convierta en polvo alrededor de mí.