Capítulo 7

Ky

—Todos te miran —me dice Vick.

No le hago caso. Algunos de los proyectiles que el enemigo lanzó anoche sobre nosotros no han explotado del todo. Aún contienen pólvora. Introduzco un puñado en el cañón de una pistola. El enemigo me desconcierta: conforme pasa el tiempo, su munición parece volverse más primitiva e ineficaz. A lo mejor es cierto que está perdiendo la guerra.

—¿Qué haces? —pregunta Vick.

No respondo. Estoy concentrado en recordar cómo se hace esto. La pólvora me ennegrece las manos mientras la froto entre los dedos.

Vick me agarra el brazo.

—Para —susurra—. Todos los señuelos te miran.

—¿Qué importa lo que piensen?

—Que alguien como tú se vuelva loco baja la moral.

—Tú mismo has dicho que no somos sus líderes —objeto.

Me vuelvo hacia los señuelos. Todos apartan los ojos salvo Eli, que me mira fijamente. Le sonrío para hacerle saber que no estoy loco.

—Ky —dice Vick, y entonces cae en la cuenta—. ¿Intentas volver a utilizarla como munición?

—No servirá de mucho —explico—. Solo explotará una vez, y habrá que usar las pistolas a modo de granadas. Lanzarlas y luego echar a correr.

A Vick le gusta la idea.

—Podríamos meter piedras y otras cosas. ¿Sabes cómo hacerlas estallar?

—Todavía no —respondo—. Es lo más difícil.

—¿Por qué? —pregunta, en voz baja, para que el resto no le oiga—. Desde luego, es buena idea, pero no vamos a poder hacerlas estallar mientras corremos.

—No son para nosotros —digo, y miro otra vez a los señuelos—. Les enseñaremos cómo se hace antes de escapar. Pero el tiempo corre. Propongo que hoy les dejemos los muertos a ellos.

Vick se levanta y se dirige al grupo.

—Ky y yo vamos a tomarnos el día libre —dice—. El resto podéis turnaros para enterrar los cadáveres. Algunos de los nuevos ni siquiera lo habéis hecho aún.

Mientras los señuelos se alejan, me miro las manos, cenicientas y cubiertas del mortífero material que anoche llovió sobre nosotros, y recuerdo cómo en mi pueblo solíamos salir a buscar restos después de un ataque. La Sociedad y el enemigo creían que eran los únicos que conocían el fuego, pero nosotros sabíamos utilizar el suyo. Y encender el nuestro. Empleábamos una piedra llamada pedernal para encender fogatas cuando las necesitábamos.

—Sigo pensando que deberíamos escapar una noche en la que el enemigo no ataque —dice Vick—. Si somos convincentes, a lo mejor suponen que hemos saltado por los aires con esto. —Señala la pólvora diseminada alrededor.

Tiene parte de razón. Estoy tan seguro de que nos perseguirán que no he contemplado otras posibilidades. Aun así, es más probable que otros señuelos traten de seguirnos sin un ataque que los distraiga ni muertos que borren nuestro rastro. Si escapamos más de unos pocos señuelos, la Sociedad se dará cuenta y es más probable que decida perseguirnos.

Y no tengo la menor idea de qué vamos a encontrar en la Talla. No trato de ser un líder. Solo quiero sobrevivir.

—¿Qué te parece esto? —pregunto—. Nos iremos esta noche. Haya o no ataque.

—De acuerdo —dice Vick al cabo de un momento.

Está decidido. Vamos a huir. Pronto.

Vick y yo nos apresuramos para hallar un modo de que las pistolas estallen. Cuando los otros señuelos regresan del cementerio y comprenden qué tratamos de hacer, nos ayudan recogiendo pólvora y piedras. Algunos comienzan a tararear y cantar mientras trabajan. Se me hiela la sangre cuando reconozco la melodía, aunque no debería sorprenderme. Es el himno de la Sociedad. La Sociedad nos arrebató la música al seleccionar las Cien Canciones, melodías complicadas que solo sus voces artificiales pueden entonar con facilidad, y el himno es la única que la mayoría de nosotros podemos cantar sin desafinar. Aunque tenga un solo de soprano tan agudo que ningún profano sabría interpretar. La mayoría solo sabemos imitar los repetitivos compases graves o las fáciles notas de las partes interpretadas por la contralto y el tenor. Eso es lo que ahora oigo.

Algunos de los habitantes de las provincias exteriores consiguieron conservar sus canciones. Las cantábamos juntos mientras trabajábamos. Una mujer me dijo en una ocasión que no era difícil recordar melodías antiguas en la proximidad de ríos, cañones y en la Talla.

Yo solo quería recordar el modo de hacer esto. Pero no consigo separarlo de las personas y las razones por las que lo aprendí.

Vick niega con la cabeza.

—Aunque lo resolvamos, van a morir igualmente —dice.

—Lo sé —admito—. Pero, al menos, podrán contraatacar.

—Una vez —dice.

Es la primera vez que lo veo con la espalda tan encorvada. Como si por fin hubiera cobrado conciencia del líder que es y siempre ha sido y le pesara haberse dado cuenta.

—No es suficiente —afirmo, y vuelvo a mi trabajo.

—No —dice.

Me he esforzado por no ver a los otros señuelos, pero lo he hecho. Uno tiene la cara magullada. Otro es pecoso y se parece tanto al chico que dejamos en el río que podrían ser hermanos, pero jamás se lo he preguntado ni jamás lo haré. Todos llevan ropa de diario que no es de su talla y recios abrigos que les protegen del frío mientras aguardan la muerte.

—¿Cuál es tu verdadero nombre? —me pregunta Vick de golpe.

—Mi verdadero nombre es Ky —respondo.

—Pero ¿cuál es tu nombre completo?

Me quedo callado y pienso en él por primera vez en muchos años. «Ky Finnow.» Así me llamaba entonces.

—Roberts —dice, impaciente con mi indecisión—. Ese es mi apellido. Vick Roberts.

—Markham —respondo—. Ky Markham. —Porque ese es el nombre por el que ella me conoce. Ahora, es mi verdadero nombre.

Aun así, mi otro apellido también me ha sonado bien cuando lo he dicho mentalmente. «Finnow.» El apellido que compartí con mis padres.

Miro a los señuelos mientras recogen piedras. Me gusta verlos tan motivados y saber que, gracias a mí, van a sentirse mejor, aunque sea por poco tiempo. Pero, en el fondo, sé que lo único que he hecho es arrojarles las sobras. De todos modos, van a morirse de hambre.