Capítulo 3

Ky

Ya hace un mes y medio que dejamos aquel chico en el agua. Ahora estoy escondido en un hoyo mientras el cielo escupe fuego.

«Es una canción», me digo, como hago siempre. El bajo de la artillería pesada, el soprano de los gritos, el tenor de mi miedo. Todo es parte de la música.

«No trates de huir.» También se lo he dicho a los demás, pero los señuelos nuevos nunca me hacen caso. Aún se creen lo que la Sociedad les ha explicado de camino aquí. «Cumplid vuestra condena en los pueblos y en seis meses volveréis a estar en casa. Volveréis a ser ciudadanos.»

Nadie dura seis meses.

Cuando salga de este hoyo, habrá edificios calcinados y salvia reducida a cenizas. Cadáveres quemados diseminados por la anaranjada tierra arenisca.

La canción se interrumpe y suelto una palabrota. Las aeronaves se marchan. Sé adónde se dirigen.

Esta madrugada, he oído pisadas de botas en la escarcha. No me he dado la vuelta para ver quién me había seguido hasta las afueras del pueblo.

—¿Qué haces? —me ha preguntado. No he reconocido la voz, pero eso no significa nada.

El campo no deja de mandarnos señuelos nuevos. Últimamente, cada vez morimos más deprisa en los pueblos.

Incluso antes de que me obligaran a subir a aquel tren en Oria, sabía que la Sociedad jamás nos destinaría al combate. Ya tiene abundante tecnología y numerosos militares adiestrados para ese fin. Personas que no son ni aberrantes ni anómalos.

Lo que la Sociedad necesita, lo que nosotros somos para ella, son cuerpos. Señuelos. Nos traslada. Nos coloca donde quiera que haga falta más gente para distraer al enemigo. Quiere hacerle creer que las provincias exteriores aún están habitadas y son viables, aunque las únicas personas que he visto aquí sean señuelos como nosotros, depositados por aeronaves con lo justo para seguir con vida hasta ser derribados por el enemigo.

Nadie regresa a casa.

Salvo yo. Yo he regresado a casa. Las provincias exteriores son mi tierra natal.

—La nieve —he dicho al señuelo nuevo—. Miro la nieve.

—Aquí no nieva —se ha mofado.

No he respondido. He seguido mirando la meseta más próxima. Es un espectáculo digno de ver, nieve blanca sobre rocas rojas. Mientras se derrite, se torna cristalina y se inunda de arcoíris. No es la primera vez que veo nieve en una meseta. Es hermoso, su modo de tapizar las plantas muertas en invierno.

Detrás de mí, he oído que el chico daba media vuelta y corría al campo.

—¡Mirad esa meseta! —ha exclamado, y los otros señuelos se han despertado y han reaccionado con el mismo entusiasmo.

—¡Subimos a coger la nieve, Ky! —me ha gritado uno al cabo de un momento—. Ven con nosotros.

—No lo conseguiréis —he dicho—. Ya estará derretida.

Pero nadie me ha hecho caso. Los funcionarios aún nos hacen pasar sed, y la poca agua que nos dan sabe a cantimplora. El río más próximo está envenenado y no llueve a menudo.

Un trago de agua limpia y fría. Comprendo por qué querían ir.

—¿Estás seguro? —me ha preguntado uno, y he vuelto a asentir.

—¡¿Vienes, Vick?! —ha gritado otro.

Vick se ha puesto de pie, se ha protegido los fríos ojos azules con una mano y ha escupido en la salvia cubierta de rocío.

—No —ha respondido—. Ky dice que se derretirá antes de que lleguemos. Y tenemos tumbas que cavar.

—Siempre nos haces cavar —se ha quejado uno de los señuelos—. Se supone que somos campesinos. Es lo que dice la Sociedad. —Tenía razón. La Sociedad quiere que utilicemos las palas y las semillas de los cobertizos para sembrar los campos y dejemos los cadáveres donde están. He oído decir a otros señuelos que es lo que hacen en los demás pueblos. Dejar los cadáveres a merced de la Sociedad, el enemigo o los animales carroñeros.

Pero Vick y yo enterramos a los muertos. Empezamos con el chico del río y, de momento, nadie nos lo ha prohibido.

Vick se ha reído, una risa glacial. En ausencia de funcionarios o militares, se ha convertido en el líder extraoficial y, en ocasiones, los otros señuelos olvidan que, en realidad, no tiene ningún poder dentro de la Sociedad. Olvidan que también es un aberrante.

—Yo no os hago hacer nada. Ni tampoco Ky. Vosotros sabéis quién manda aquí, y si queréis poneros en peligro yendo ahí, yo no voy a deteneros.

El grupo de señuelos ha subido a la meseta mientras también lo hacía el sol. Los he observado durante un rato. Debido a su ropa negra de diario y a la distancia, parecían un enjambre de hormigas trepando por una colina. Después, me he dirigido al cementerio para cavar las tumbas de los señuelos derribados en el ataque aéreo de ayer.

Vick y el resto han trabajado junto a mí. Teníamos siete hoyos que cavar. No demasiados, teniendo en cuenta la intensidad del ataque aéreo y el hecho de que habrían podido perderse hasta un centenar de vidas.

He permanecido de espaldas a los señuelos que subían a la meseta para no tener que ver que ya no quedaba nieve cuando llegaran. Solo perdían el tiempo subiendo hasta allí.

También yo lo pierdo pensando en personas ausentes. Y, a juzgar por cómo van aquí las cosas, ya no me queda mucho.

Pero no puedo evitarlo.

La primera noche que pasé en el distrito de los Arces, miré por la ventana de mi nueva habitación y no hubo ni una sola cosa que me resultara familiar o me recordara mi tierra. Así que dejé de mirar. Entonces entró Aida y su parecido con mi madre, pese a ser lejano, me permitió volver a respirar.

Aida me enseñó la brújula que llevaba en la mano.

—Nuestros padres solo tenían una reliquia, y dos hijas. Tu madre y yo decidimos que la tendríamos por turnos, pero ella nos ha dejado. —Me abrió la mano y me puso la brújula en la palma—. Teníamos la misma reliquia. Y ahora tenemos el mismo hijo. Es para ti.

—No puedo aceptarla —objeté—. Soy un aberrante. No nos permiten tener esta clase de cosas.

—Da lo mismo —dijo—. Es tuya.

Más adelante, se la regalé a Cassia y ella me regaló su retal de seda verde. Yo sabía que algún día me lo arrebatarían. Sabía que no podría conservarlo. Por eso, la última vez que bajamos de la Loma, me detuve para atarlo a un árbol. Con rapidez, para que ella no se diera cuenta.

Me gusta imaginarlo en la cima de la Loma, expuesto al viento y la lluvia.

Porque, al final, no siempre podemos decidir con qué nos quedamos. Solo podemos decidir cómo desprendernos de ello.

Cassia.

Pensaba en ella cuando he visto la nieve. Pensaba: «Podríamos subir ahí. Aunque se derritiera toda. Nos sentaríamos a escribir palabras en la tierra todavía húmeda. Podríamos hacerlo, si no te hubieras marchado».

«Aunque —he recordado— no eres tú la que se ha ido. Sino yo.»

Una bota aparece al borde de la tumba. Sé a quién pertenece por las muescas del borde de la suela, un método que algunos señuelos utilizan para llevar la cuenta del tiempo que han sobrevivido. Nadie más tiene tantas muescas, tantos días contados.

—No estás muerto —observa Vick.

—No —digo mientras salgo del hoyo. Escupo tierra y cojo la pala.

Vick cava junto a mí. Ninguno de los dos habla de los muertos que no podremos enterrar hoy. Los que trataban de alcanzar la nieve.

Oigo a los señuelos en el pueblo, hablando a gritos.

—Aquí hay otros tres muertos —nos informan, y se quedan callados cuando miran hacia la meseta.

Ni uno solo de los señuelos que han subido regresará. Me sorprendo deseando lo imposible, que al menos hayan saciado su sed antes del ataque aéreo. Que tuvieran la boca llena de nieve limpia y fría al morir.