RUEDAS: UN CUENTO DE LAVANDERÍA
(El lechero, 2)

Rocky y Leo, ambos como cubas, bajaron despacio por Culver Street y luego por Balfour Avenue en dirección a Crescent. Iban en el Chrysler 1957 de Rocky. Entre los dos, mecida con cuidados de borracho sobre el lomo monstruoso del árbol de transmisión, descansaba una caja de latas de cerveza Iron City. Era la segunda caja de la tarde; la tarde había empezado a las cuatro, que era la hora de la salida de la lavandería.

—¡Mierda de semáforos! —dijo Rocky, parándose bajo la luz roja colgada en la intersección de Balfour y la carretera 99.

No contaba con el tráfico, en ambas direcciones, pero echó una mirada solapada detrás de ellos. Una lata de I. C. adornado con el retrato chillón de Terry Bradshaw descansaba contra su bragueta. Bebió un trago y giró a la izquierda, por la 99. El motor se quejó al arrancar, pesadamente, en segunda. Hacía un par de meses que el Chrysler se había quedado sin primera.

—Dame un poste y me cagaré en él —espetó Leo.

—¿Qué hora es?

Leo levantó su reloj hasta que casi tocó la punta de su cigarrillo y entonces aspiró con fuerza para poder ver la hora.

—Casi las ocho.

—¡Me cago en el poste!

Pasaron un letrero que decía PITTSBURG: 44.

—Nadie inspeccionará esta perla de Detroit —dijo Leo—. Nadie en su sano juicio, por lo menos.

Rocky metió la tercera. La caja de marchas gimió y el Chrysler empezó a sufrir la versión para automóvil de un colapso epiléptico. El espasmo cesó, y la aguja subió con dificultad a cuarenta. Allí aguantó precariamente.

Cuando llegaron al cruce de la carretera 99 y Devon Stream Road (Devon Stream era la frontera entre los municipios de Crescent y Devon, a lo largo de ocho kilómetros), Rocky giró a ésta casi por capricho… aunque tal vez, ya un vago recuerdo del viejo Stiff Socks había empezado a moverse por el subconsciente de Rocky.

Él y Leo habían estado circulando más o menos al azar desde que habían salido del trabajo. Era el último día de junio, y la pegatina de inspección técnica del Chrysler de Rocky caducaría exactamente a la medianoche de ese día. Cuatro horas a partir de ahora. Menos de cuatro horas a partir de ahora. A Rocky la eventualidad le pareció dolorosa para tenerla en cuenta, y a Leo le importaba un comino; no era su coche. Además, había bebido suficiente cerveza Iron City para disfrutar de una profunda obnubilación cerebral.

Devon Road serpenteaba a través de la única extensión de bosques en Crescent. Grandes masas de olmos y robles crecían a ambos lados, lozanos, llenos de vida y de sombras inquietas a medida que la noche iba cerrando sobre el suroeste de Pensilvania. La zona se llamaba Los Bosques de Devon. Había alcanzado un nombre propio después del asesinato, con tortura, de una joven y su novio en 1968. La pareja había aparcado allí y los encontraron dentro del Mercury 1959 del muchacho. El coche tenía asientos de cuero y un enorme remate cromado en el capó. Los ocupantes habían sido encontrados en el asiento posterior. También en el delantero, en el maletero y la guantera. El asesino no había sido encontrado.

—¡Joder!, es mejor no entretenernos por aquí —dijo Rocky—. Estamos a noventa kilómetros de ninguna parte.

—¡Pamplinas! —Esta curiosa palabra había llegado últimamente a formar parte del austero vocabulario de Leo—. Hay una ciudad por allá.

Rocky suspiró y bebió de su cerveza. El resplandor no correspondía realmente a una ciudad, pero el estado etílico del muchacho hacía innecesaria cualquier discusión. Se trataba del nuevo centro comercial. Aquellos focos de sodio de gran intensidad proyectaban un verdadero resplandor. Sin dejar de mirar en aquella dirección, Rocky condujo el coche a la izquierda de la carretera, hizo marcha atrás, por poco se cae en la cuneta de la derecha, y al fin volvió al camino.

—¡Uff! —exclamó.

Leo eruptó y rió.

Trabajaban juntos en la Nueva Lavandería Adams desde septiembre, cuando Leo fue contratado como ayudante de lavadero de Rocky. Leo era un joven de cara de ratón, de unos veintidós años que presagiaba muchos años de prisión en su vida. Aseguraba que ahorraba veinte dólares de su paga semanal para comprarse una moto Kawasaki usada. Decía que en dicha moto se trasladaría al Oeste, cuando empezara el frío. Leo había conseguido un total de doce empleos desde que él y el mundo académico se habían separado a la edad de dieciséis años. La lavandería le gustaba. Rocky le estaba enseñando los diferentes ciclos de lavado, y Leo estaba convencido de que por fin aprendía un oficio que le vendría muy bien cuando llegara a Flagstaff.

Rocky, un veterano, llevaba catorce años en la lavandería. Sus manos desgastadas y descoloridas lo atestiguaban. Había cumplido cuatro meses de cárcel, por tenencia de armas sin permiso en 1970. Su mujer, a la sazón embarazada de su tercer hijo, le había anunciado: 1) que el hijo no era suyo sino del lechero; y 2) que quería el divorcio, alegando crueldad psicológica.

En esta situación, dos cosas habían empujado a Rocky a llevar un arma: 1) le habían puesto los cuernos; y 2) se los había puesto el maldito lechero, un tío melenudo con ojos de trucha llamado Spike Milligan. Spike era el repartidor de Granja Cramer.

¡El lechero, por el amor de Dios! ¿Podía uno abandonarse en el jodido arroyo y dejarse morir? Incluso para Rocky, que nunca había leído más allá de las viñetas que envolvían el chicle que masticaba incansablemente durante el trabajo, la situación tenía resonancias clásicas.

Como resultado, informó a su mujer de que había tomado dos determinaciones: 1) no habría divorcio; y 2) abriría un boquete en la cabeza de Spike Milligan. Diez años atrás había adquirido una pistola calibre 32, que solía usar para disparar a las botellas, latas vacías y gatos callejeros. Aquella mañana abandonó su vivienda en Oak Street y se encaminó a la granja, con la esperanza de cazar a Spike cuando terminara su reparto matutino.

Rocky paró en la taberna Las Cuatro Esquinas para tomar, de camino, unas cervezas… seis, ocho, quizá veinte. Le costaba recordarlo. Mientras estaba bebiendo, su mujer llamó a la bofia. Le esperaban en la esquina de Oak y Balfour. Le registraron, y un poli encontró la pistola del 32 sujeta por el cinturón.

—Creo que te marcharás de vacaciones pagadas una temporadita, amigo —le dijo el policía, y eso fue lo que ocurrió.

Pasó los cuatro meses siguientes lavando sábanas y fundas de almohada para el estado de Pensilvania. Durante este período su mujer obtuvo el divorcio en Nevada y cuando Rocky salió de la trena, ella estaba viviendo con Spike Milligan en una casa de Dankin Street, con un flamenco rosa en el jardín de la parte delantera. Además de sus dos hijos mayores (Rocky creía más o menos que eran suyos) la pareja poseía ahora un bebé que tenía los ojos tan de trucha como su papá. También cobraban una pensión de quince dólares semanales de alimentos.

—Rocky, creo que me estoy mareando —gimió Leo—. Para un momento y bebamos algo.

—Necesito un permiso para las ruedas —objetó Rocky—. Es muy importante. Un hombre no vale nada sin sus ruedas.

—Coño, Rocky, nadie en su sano juicio va a inspeccionarlas. Tampoco llevas intermitentes.

—Funcionan si aprieto el freno a la vez que giro, y no hay nadie que no pise el freno cuando gira, de lo contrario daría la vuelta de campana.

—La jodida ventana de este lado no funciona.

—Pero puedo bajarla.

—¿Y si el inspector te pide que la subas para comprobar?

—Sufriré cuando llegue el momento —dijo Rocky imperturbable.

Tiró la lata vacía por la ventana y cogió otra. Ésta tenía el retrato de Franco Harris. Al parecer Iron City estaba lanzando este verano a los mejores jugadores de los Steelers. La abrió. La cerveza burbujeó.

—Ojalá tuviera una mujer —suspiró Leo mirando a la oscuridad. Su sonrisa era extraña.

—Si tuvieras una mujer nunca irías al Oeste. Lo que hace una mujer es impedir que un hombre se vaya al Oeste. Así es como funcionan. Ésa es su misión. ¿No me dijiste que querías ir al Oeste?

—Sí, y además voy a ir.

—No irás nunca —le aseguró Rocky—. No tardarás en tener una mujer. A continuación te engañará y te pedirá una pensión. Las mujeres te llevan al divorcio y las pensiones. Los coches son mejores. Dedícate a los coches.

—Es difícil follarse a un coche.

—Te sorprenderías —dijo Rocky riendo.

Los bosques habían empezado a clarear dejando paso a casas. Unas luces brillaron a la izquierda y Rocky frenó de pronto. Las luces del freno y los intermitentes se encendieron a la vez; obra de un trabajo casero. Leo se precipitó hacia adelante derramando cerveza sobre el asiento.

—¿Qué coño pasa?

—Mira —anunció Rocky—. Conozco a ese tipo.

Veía un garaje cochambroso y destartalado, a la par que gasolinera, en el lado izquierdo de la carretera. El letrero decía:

BOB DRISCOLL

GASOLINA Y SERVICIO

REVISIÓN COMPLETA DE TU COCHE

¡DEFIENDE TU DERECHO SAGRADO A PORTAR ARMAS!

Y más abajo:

ESTACIÓN DE INSPECCIÓN TÉCNICA N.° 72.

—Nadie en su sano juicio… —empezó a recitar Leo.

—¡Es Bobby Driscoll! —exclamó Rocky—. Fuimos a la escuela juntos. ¡Lo tenemos solucionado! ¡Apuesta lo que quieras!

Viró haciendo eses, con los faros iluminando de lleno la puerta abierta del garaje. Pisó el acelerador y fue rugiendo hacia ella. Un hombre de hombros anchos y vestido con un mono verde salió corriendo haciendo gestos desesperados de que se detuviera.

—¡Ése es Bob! —gritó Rocky exultante—. ¡Eh, Bob!

Llegó junto al garaje. El Chrysler sufrió otro ataque de epilepsia. Una llamita amarilla apareció al extremo del desarbolado tubo de escape, seguida por una bocanada de humo azulado. El coche se caló. Leo fue proyectado hacia adelante derramando un poco más de cerveza. Rocky volvió a poner el motor en marcha y retrocedió para intentarlo otra vez.

Bob Driscoll se le acercó, soltando una letanía de blasfemias. Agitaba los brazos.

—¿… demonios crees que estás haciendo?, maldito hijo de puta…

—¡Bobby! —chilló Rocky casi orgiásticamente feliz—. ¡Eh, tío! ¿Qué me cuentas?

Bob miró por la ventanilla de Rocky. Tenía un rostro torcido, cansado, casi escondido en la sombra proyectada por la visera de su gorra.

—¿Quién me llama?

—¡Yo! —gritó Rocky—. ¡Yo, viejo tramposo! ¡Tu viejo colega!

—¿Quién demonios…?

—¡Johnny Rockwell! ¿Te has vuelto ciego además de tonto?

—¿Rocky?

—¡Sí, hijoputa!

—¡Joder! —Una lenta sonrisa inundó el rostro de Bob—. No te veía desde… bueno, desde el equipo de los Catamount, por lo menos…

—¡Uau! ¿No era algo fabuloso? —Rocky se dio una palmada en el muslo y Leo eructó.

—Ya lo creo. Fue la única vez que ganamos. Aunque nunca pudimos ganar el campeonato. Oye, apártate del garaje, Rocky. Tu…

—Oh, siempre el mismo Bob. El mismo viejo bastardo. No has cambiado nada.

Rocky miró por debajo de la visera del gorro de béisbol, con la esperanza de que fuera verdad, no obstante, parecía que el viejo Bob se había quedado totalmente calvo.

—¡Caray! —prosiguió—. ¡Qué te parece volver a encontrarte así! ¿Te casaste por fin con Marcy Drew?

—Ya lo creo. En el setenta. ¿Dónde estabas tú?

—En la cárcel probablemente. Oye, bocazas, ¿puedes inspeccionar a la criatura?

—¿Te refieres a tu coche? —repuso cauteloso.

—¡No, a mi pata de palo, tío! ¡Claro que mi coche! ¿Puedes? —rió Rocky.

Bob se dispuso a decir que no, pero Rocky no lo dejó hablar:

—Aquí un amigo: Leo Edwards. Leo, te presento al único jugador de baloncesto de Crescent High que no se cambió los calcetines en cuatro años.

—Encantado —dijo Leo, tal como le había enseñado su madre en una de las ocasiones en que no estaba borracha.

—¿Quieres una cerveza, Bob? —preguntó Rocky.

Bob se dispuso a rehusar, pero Rocky no lo dejó hablar:

—¡Aquí tienes para animarte! —exclamó, y abrió la lata. La cerveza, agitada por la carrera hacia el garaje de Bob Driscoll, manó sobre la muñeca de Rocky, que puso la lata en la mano de Bob. Bob sorbió rápidamente para evitar mojarse la mano.

—Rocky, cerramos a…

—Un momento, deja que haga marcha atrás. Tengo algo que pita ahí dentro.

Rocky encajó la marcha atrás, soltó el embrague, pasó el poste de gasolina y por fin metió el Chrysler en el garaje. Salió al instante, estrechando la mano de Bob como un político. Bob estaba desconcertado. Leo seguía sentado en el coche, bebiendo otra cerveza. También se estaba excitando. La cerveza le producía este efecto.

—¡Eh! —exclamó Rocky, dando traspiés entre un montón de piezas oxidadas—. ¿Te acuerdas de Diana Rucklehouse?

—Ya lo creo —contestó Bob, y sonrió involuntariamente—. Era aquella de los melones. —Colocó ambas manos frente a su pecho.

—Exacto, viejo zorro. ¡Has acertado! ¿Sigue en la ciudad?

—Creo que se marchó a…

—Siempre lo mismo. Las que no se quedan, se van. Puedes ponerme una pegatina de inspeccionado en el coche, ¿verdad?

—Verás, mi mujer me espera para cenar y como cerramos a…

—¡Caray!, no sabes cuánto me ayudaría que lo revisaras. Te lo agradecería de verdad. Podría ocuparme de la colada de tu mujer. Así lo haré, en la Nueva Adams.

—Yo estoy aprendiendo —dijo Leo, y volvió a eructar.

—Lavaría su ropa interior, lo delicado, lo que quieras. ¿Qué me dices, Bobby?

—Bueno, supongo que podría echarle un vistazo.

—¡Claro! —asintió Rocky, dando una palmada a la espalda de Bob y guiñándole el ojo a Leo—. El mismo Bob. ¡Qué hombre!

—Sí —suspiró Bob. Bebió un sorbo de cerveza y sus dedos grasientos cubrieron la mayor parte de la cara de Mean Joe Green—. Te has cargado el parachoques, Rocky.

—Ponlo bonito. El maldito coche necesita algo de clase. Pero es un grandísimo hijoputa sobre ruedas, no sé si me comprendes…

—Creo que sí…

—¡Oye, quiero que conozcas al chico que trabaja conmigo! Leo, éste es el único jugador de baloncesto de…

—Ya nos has presentado —repuso Bob con una sonrisa desesperada.

—¿Cómo está usted? —dijo Leo. Revolvió en busca de otra lata de Iron City. Unas líneas plateadas, como raíles vistos al sol de mediodía empezaban a cruzarse por su campo visual.

—… Crescent High que no se cambió…

—¿Quieres encender los faros, Rocky? —pidió Bob.

—Por supuesto. Faros estupendos. Halógenos o nitrógenos o qué sé yo. Tienen clase. Pon esas cositas en marcha, Leo.

Leo encendió los limpiaparabrisas.

—Muy bien —dijo Bob, paciente, y bebió otro trago de cerveza—. Y ahora los faros.

Leo los encendió.

—¿Largas?

Leo buscó el conmutador con el pie izquierdo. Estaba seguro de que se encontraba por allí, y por fin dio con él. Los faros iluminaron violentamente a Rocky y Bob, como si fueran a ser identificados por la policía.

—Menudos faros de nitrógeno, ¿no te lo decía yo? —exclamó Rocky—. ¡Condenado Bobby! Haberte visto es mejor que recibir un cheque por correo.

—Ahora los intermitentes —pidió Bob. Leo sonrió bobaliconamente a Bob y no hizo nada.

—Mejor que lo haga yo —dijo Rocky. Se golpeó la cabeza al sentarse tras el volante—. El muchacho no está muy fino. —Pisó el pedal del freno al tiempo que tocaba los intermitentes.

—Bien… pero ¿no funcionan sin el freno?

—¿Acaso en el manual de inspección de vehículos dice que tienen que hacerlo? —repuso Rocky.

Bob suspiró. Su mujer le esperaba con la cena preparada. Su mujer tenía unos enormes pechos caídos y cabello rubio teñido. Su mujer era aficionada a los donuts por docenas, unas rosquillas que se vendían en la tienda Giant Eagle de la localidad. Cuando su mujer iba al garaje los jueves por la noche en busca de dinero para el bingo, llevaba el pelo enroscado en grandes rizadores verdes cubiertos por un pañuelo de gasa verde. Eso hacía que su cabeza pareciera una radio AM/FM futurista. Una vez, a eso de las tres de la madrugada, había despertado y contempló su cara de pasta de papel a la luz pálida de la farola de la calle, frente a la ventana de su dormitorio. Pensó en lo fácil que sería saltar encima de ella, meterle la rodilla en el estómago para que perdiera aire y no pudiera gritar, y estrangularla con ambas manos. Luego meterla en la bañera y descuartizarla como un carnicero y facturarla a nombre de Robert Driscoll, a lista de correos. A cualquier parte. A Indiana, al Polo Norte, a New Hampshire. O a Pensilvania. A Iowa. A cualquier parte. Podía hacerse. Bien sabía Dios que se había hecho en el pasado.

—No —respondió a Rocky—. Creo que no dice en ninguna parte que tienen que funcionar por sí solos.

Inclinó la lata y se zampó el resto de la cerveza. En el garaje hacía calor y no había cenado. Sintió que la cerveza se le subía a la cabeza.

—¡Eh, Bob está seco! —exclamó Rocky—. Dale otra lata, Leo.

—No Rocky, yo no…

Leo, que ya no veía claro, consiguió al fin encontrar una lata.

—¿Queréis más? —preguntó, y se la pasó a Rocky.

Rocky se la entregó a Bob, cuyas objeciones se acabaron al tener en la mano la fría lata. Llevaba la cara sonriente de Lynn Swann. La abrió. Leo eruptó para cerrar el trato. Todos bebieron a la vez, por un momento, de las latas con caras de futbolistas.

—¿Y el claxon? —terminó preguntando Bob.

—Bien. —Rocky tocó el volante con el codo y se oyó un débil quejido—. La batería está un poco baja.

Siguieron bebiendo.

—¡Esa maldita rata era tan grande como un cocker! —exclamó Leo.

—El muchacho lleva una buena carga de Iron City —explicó Rocky. Bob asintió.

Esa discreta respuesta hizo gracia a Rocky, que se echó a reír con la boca llena de cerveza. Le salió un poco por la nariz y esto hizo reír a Bob. Rocky se sintió feliz al oírle, porque Bob parecía un saco de penas cuando llegaron.

Bebieron un poco más.

—Diana Rucklehouse —musitó Bob.

Rocky sonrió.

Bob soltó una risita ahogada y sostuvo las manos delante del pecho.

Rocky soltó una carcajada y separó sus manos del pecho un poco más.

Bob no podía contenerse:

—¿Te acuerdas de aquel retrato de Úrsula Andress que Tinker Johnson pegó al tablón de anuncios de la vieja señor Freemantle?

—Y repintó aquellas dos grandes… y por poco le da un ataque al corazón… —rió Rocky.

—Vosotros podéis reír —declaró Leo malhumorado, y eruptó.

—¿Qué dice? —parpadeó Bob.

—Reír —insistió Leo—. Dije que los dos podéis reír. Ninguno de vosotros tiene un agujero detrás.

—No le hagas caso —dijo Rocky incómodo—. El muchacho no puede con su parte.

—¿Tienes un agujero detrás? —preguntó Bob.

—La lavandería —explicó Leo sonriendo—. Tenemos esas lavadoras grandes, ¿comprendes? Sólo que las llamamos ruedas. Son ruedas de lavar. Por eso las llamamos ruedas. Yo las cargo, tiro de ellas, las vuelvo a cargar. Pongo la mierda sucia, saco la mierda limpia. Eso es lo que hago, y lo hago con clase. —Miró a Bob con ojos de loco—. Pero por hacerlo tengo un agujero detrás.

—No me digas. —Bob lo miró, intrigado. Rocky se removió inquieto.

—En el tejado hay un agujero —siguió Leo—. Justo sobre la tercera rueda. Son redondas, sabes, por eso las llamamos ruedas. Cuando llueve entra agua. Gota tras gota. Cada jodida gota me cae encima… ¡plaf…! detrás. Ahora tengo un agujero allí. Así. —Con una mano representó un hueco hondo—. ¿Quieres verlo?

—¡Él no quiere ver esa mierda! —le gritó Rocky—. Estábamos hablando de los viejos tiempos, de aquí, y además no hay ningún agujero en tu maldito culo.

—Quiero verlo —dijo Bob.

—Son redondos, y los llamamos lavadores —explicó Leo.

Rocky sonrió y dio unas palmadas en el hombro de Leo.

—Deja de hablar de decir gilipolleces y busca a mi tocayo y me lo pasas, si es que queda alguno.

Leo miró la caja de cerveza, y pasado un momento le entregó una lata con la efigie de Rocky Blier.

—¡Buen chico! —exclamó Rocky, otra vez de buen humor.

Una hora más tarde la caja estaba vacía, y Rocky pidió a Leo que fuese al pequeño supermercado de Paulina, por más. Para entonces, los ojos de Leo estaban enrojecidos como los de un hurón y la camisa se le había salido de los pantalones. Intentaba, con concentración de miope, sacar sus Camel de su camisa. Bob estaba en el lavabo orinando y cantando una canción escolar.

—No quiero ir andando hasta allá —declaró Leo.

—Claro, pero estás jodidamente borracho para conducir.

Leo anduvo en semicírculo, tratando aún de convencer a sus cigarrillos que salieran de la manga.

—Está… oscuro. Y frío.

—¿Quieres o no que nos revisen el coche? —siseó Rocky.

Había empezado a ver cosas raras. La más persistente era un bicho enorme envuelto en telarañas, allá al fondo.

Leo le contempló con sus ojos escarlata, diciéndole con voz rasposa:

—No es mi coche.

—Y no volverás a montarte en él si no vas a buscar esa cerveza… Ponme a prueba y verás si te engaño. —A continuación miró hacia el bicho muerto, allá en el rincón.

—De acuerdo —dijo Leo—. Pero no tienes por qué hacerte el duro conmigo.

Se marchó haciendo eses. Cuando finalmente regresó otra vez al calor y la luz del garaje, los dos hombres cantaban la canción escolar. Bob había conseguido a duras penas poner al Chrysler sobre el foso. Ahora andaba por debajo, estudiando el oxidado tubo de escape.

—Hay agujeros en tu viejo tubo —dijo.

—Ahí no hay ningún viejo tubo —aseguró Rocky, y ambos rieron.

—¡Aquí está la cerveza! —anunció Leo, dejando la caja en el suelo. Se sentó sobre un neumático y se quedó adormilado. En el camino de vuelta se había bebido tres latas para aligerar el peso.

Rocky cogió una y tendió otra a Bob.

—¿Qué? ¿Una carrera, como antiguamente?

—Vale —dijo Bob. Sonrió. Mentalmente, se veía en el asiento de un Fórmula 1, a ras de suelo. Un competidor con las manos en el volante, en espera de la bajada de bandera, el otro rozando su amuleto, el ornamento del capot de un Mercury del 59. Se había olvidado del viejo tubo de Rocky y de su mujer con sus grotescos rizadores.

Destaparon las latas y las vaciaron de un tirón. Hacía un calor agobiante, y ambos dejaron caer las latas al suelo y levantaron los dos dedos a la vez. Sus eruptos resonaron como disparos de rifle.

—Por los viejos tiempos —dijo Bob con nostalgia—. Nada es ya como los viejos tiempos, Rocky.

—Ya lo sé —asintió Rocky, y buscó una frase profunda e iluminadora—: Nos vamos haciendo viejos, Bob.

Bob suspiró y volvió a eruptar. Leo, en el rincón, soltó una pedorreta y empezó a tararear una canción.

—¿Qué? ¿Probamos otra vez? —propuso Rocky entregando otra lata a Bob.

—¿Por qué no? Adelante, Rocky, muchacho.

La caja que había traído Leo estaba terminada a medianoche y la pegatina de inspeccionado estaba pegada en el lado izquierdo, algo torcida, del parabrisas de Rocky. Rocky había rellenado personalmente los datos antes de pegarla, anotando los números que figuraban en la tarjeta de circulación, grasienta y medio rota, que por fin había encontrado en la guantera. Había tenido que hacerlo cuidadosamente, porque veía doble. Bob estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas como un maestro de yoga, con una lata de cerveza delante de él. Miraba fijamente al vacío.

—Bueno, Bob, me has salvado la vida —dijo Rocky.

Dio una leve patada a las costillas de Leo para despertarle; Leo gruñó y se revolvió. Sus párpados se entreabrieron fugazmente y se cerraron, pero volvieron a abrirse cuando Rocky le dio otra patada.

—¿Aún no estamos en casa, Rocky? Aún…

—Venga, mueve el culo —dijo Rocky. Lo cogió por las axilas y le llevó medio a rastras hasta el coche y lo metió dentro empujándole—. Bien, volveremos cualquier día y lo repetiremos.

—¡Qué días aquellos! —dijo Bob; se le habían humedecido los ojos—. Desde entonces todo ha empeorado, ¿sabes?

—Lo sé —asintió Rocky—. Todo se ha ido al carajo. Pero tú sigue en la brecha y no hagas nada que yo no hi…

—Mi mujer y yo llevamos año y medio sin hacer nada —se quejó Bob, pero las palabras fueron ahogadas por el motor del Chrysler.

Bob se puso en pie y miró cómo el coche salía marcha atrás del garaje, arrancando unas astillas del lado izquierdo de la puerta.

Leo se asomó por la ventanilla, sonriendo como un idiota, y gritó:

—¡Ven cuando quieras por la lavandería, tío! Te enseñaré el agujero que tengo detrás. Te enseñaré mis ruedas. ¡Te enseñaré…! —El brazo de Rocky se disparó como un gancho y lo metió dentro.

—¡Adiós, colega! —gritó Rocky.

El Chrysler hizo un slalom alocado alrededor de las tres islas de los postes de gasolina y salió disparado hacia la noche. Bob siguió mirando hasta que las luces traseras desaparecieron y después caminó pesadamente hacia el interior del garaje. Sobre su banco de trabajo resplandecía un ornamento cromado de algún coche viejo. Empezó a jugar con él y no tardó en echarse a llorar por los viejos tiempos. Mucho más tarde, pasadas las tres de la madrugada, estranguló a su mujer y a continuación prendió fuego a la casa para que pareciera un accidente.

—¡Vaya! —dijo Rocky a Leo a medida que el garaje de Bob se transformaba en un punto de luz a lo lejos—. ¿Qué te ha parecido? ¡El viejo Bob!

Rocky había alcanzado el grado de borrachera en que todo se había nublado excepto un diminuto punto de sobriedad en mitad de su mente.

Leo no chistó. A la pálida luz verde del salpicadero tenía el aspecto del lirón del cuento de Alicia.

—Está como un cencerro —prosiguió Rocky. Condujo por la izquierda hasta que el Chrysler volvió a colocarse a la derecha—. Y ha sido una suerte para ti… probablemente no recordará nada de lo que le dijiste. En otro momento podía ser distinto. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? No debes contar nada sobre la idea de que tienes un cochino agujero ahí detrás.

—Pero sabes que sí tengo un agujero detrás.

—Bueno, ¿y qué?

—Que es mi agujero, eso. Y hablaré de mi agujero siempre que…

Inesperadamente, miró hacia atrás.

—Tenemos un camión detrás. Acaba de salir de esa calle lateral. Sin luces.

Rocky miró por el retrovisor. Sí, allí estaba el camión y su forma era característica. Era un furgón de lechero. No fue preciso que leyera GRANJA CRAMER en el lateral para saber de quién era.

—Es Spike —dijo Rocky, perplejo—. ¡Es Spike Milligan! ¡Jesús, yo creía que sólo repartía por las mañanas!

—¿Quién?

Rocky no contestó. Una sonrisa tensa iluminó su rostro. No llegó a los ojos, que ahora estaban enormes y enrojecidos como lámparas de petróleo.

Súbitamente pisó el acelerador del Chrysler, que vomitó un humo azulado y subió, de mala gana, a ochenta.

—¡Eh! ¡Estás demasiado bebido para ir tan deprisa! Estás…

Leo calló de pronto como si hubiera perdido el hilo de su mensaje. Los árboles y las casas pasaban veloces, como manchas vagas en el vacío de las doce y cuarto. Dejaron atrás un stop y derraparon por encima de un saliente, quedando por un momento fuera de la carretera. Cuando cayeron de nuevo, el silenciador provocó chispas al rozar contra el asfalto. En la parte de atrás, las latas vacías entrechocaron ruidosamente. Las caras de los jugadores del Steeler de Pittsburgh rodaron de un lado a otro, esporádicamente iluminadas.

—¡Te he engañado! —exclamó Leo como un poseso—. ¡No hay ningún camión!

—¡Es él, y mata gente! —chilló Rocky—. He visto a su bicho allá, en el garaje. ¡Maldito sea!

Rugieron Southern Hill arriba, por el lado izquierdo de la carretera. Un coche que venía en dirección contraria patinó sobre la gravilla de la cuesta y cayó en la cuneta en su esfuerzo por evitarles. Leo miró hacia atrás. La carretera estaba vacía.

—Rocky…

—¡Ven a ver si me coges, Spike! —chilló Rocky—. ¡Intenta cogerme!

El Chrysler iba a cien, una velocidad que Rocky en un estado más sobrio no hubiera creído posible. Llegaron a la curva que conduce a Johnson Flat Road, sacando humo de los gastados neumáticos. El Chrysler chillaba en la noche como un fantasma, con las luces horadando la desierta carretera.

Inesperadamente, un Mercury 1959 salió rugiendo de la oscuridad, por la línea del centro. Rocky gritó y se cubrió la cara con las manos. Leo sólo tuvo tiempo de ver el Mercury perdiendo el ornamento del capó antes del choque.

A un kilómetro detrás de ellos, unas luces señalaron un cruce, y un furgón GRANJA CRAMER arrancó y empezó a acercarse a la columna de fuego y hierros retorcidos en medio de la carretera. Iba a poca velocidad. El transistor colgado del techo dejaba oír un blues.

—Ya está —dijo Spike—. Ahora nos vamos a casa de Bob Driscoll. Piensa que tiene gasolina en su garaje, pero no lo creo así. Éste ha sido un día muy largo, ¿no les parece?

Pero cuando se dio la vuelta, la parte trasera del furgón estaba completamente vacía. Incluso el bicho había desaparecido.