REPARTO MATUTINO
(El lechero, 1)

El alba iluminaba lentamente Culver Street.

Para cualquiera que estuviera despierto en el interior, era todavía plena noche, pero el amanecer llevaba avanzando de puntillas casi media hora. En el gran arce que se alzaba en la esquina de Culver con Balfour Avenue, una ardilla roja parpadeaba y dirigía su mirada insomne a las casas dormidas. En mitad de la calle un gorrión oscuro se posó en la fuente de los Mackenzy y se bañó. Una hormiga avanzó por el arroyo y descubrió una pequeña miga de chocolate y un viejo envoltorio de caramelo.

La brisa nocturna que había agitado cortinas y revuelto las hojas dio por terminado su trabajo. El arce de la esquina se estremeció por última vez y se quedó quieto, esperando la completa obertura que seguiría a este tranquilo preludio.

Una franja de tenue luz tiñó el cielo, al este. El pardo chotacabras dejó la guardia y los otros pájaros aparecieron. Todavía vacilantes, como si temieran saludar al día por su cuenta.

La ardilla desapareció en un agujero de la horquilla del arce.

El gorrión se posó al borde del agua y esperó.

También la hormiga se paró sobre su tesoro, como un bibliotecario reflexionando sobre una vieja edición.

Culver Street tembló silenciosamente en el borde soleado del planeta… sobre aquel borde móvil que los astrónomos llaman el terminator.

Un sonido surgió poco a poco del silencio, creciendo sin llamar la atención hasta que parecía haber estado siempre allí, oculto entre los ruidos de la noche que acababa de pasar. Creció, se hizo más nítido y resultó el rumor sordo del motor del camión de la leche.

Entró en Culver procedente de Balfour. Era un furgón de color arena con letras rojas en los lados. La ardilla salió del agujero, como una lengua, estudió el furgón y descubrió un trocito de algo apropiado para un nido. El gorrión alzó el vuelo. La hormiga cargó con todo el chocolate que pudo y marchó hacia su hormiguero.

Los pájaros se pusieron a cantar con más fuerza.

En la manzana siguiente, un perro ladró.

Las leyendas del furgón anunciaban: GRANJA CRAMER. Había una botella de leche pintada, y debajo de ella: ¡NUESTRA ESPECIALIDAD: EL REPARTO MATUTINO!

El lechero vestía un uniforme gris y un gorro ladeado. Sobre el bolsillo del uniforme y con hilo dorado había un nombre bordado: SPIKE. Iba silbando por encima del familiar traqueteo de las botellas metidas en hielo, detrás de él.

Detuvo el furgón frente a la casa de los Mackenzy, junto a la acera, cogió una caja de la leche y echó a andar. Paró un momento para olfatear el aire, fresco, nuevo y misterioso. Después reanudó el camino hacia la puerta.

Un pequeño cuadro de papel blanco estaba sujeto al buzón por un clip magnético que parecía un tomate. Spike leyó lo que estaba escrito, despacio, de cerca, como leería un mensaje encontrado en una botella encostrada de sal: «1 litro de leche. 1 botellín nata. 1 zumo naranja. Gracias. Nella M».

Spike, el lechero, miró la caja que llevaba, la dejó en el suelo y sacó la leche y la nata. Volvió a leer el papel, levantó el tomate magnético para asegurarse de que no olvidaba nada, asintió, volvió a pegar el tomate, levantó la caja y regresó al furgón.

La trasera del furgón estaba oscura, húmeda y fresca. En el aire había un desagradable olor. El zumo de naranja estaba detrás de la belladona. Sacó un envase de cartón del hielo, volvió a asentir con la cabeza y regresó a la casa. Dejó el brick de zumo junto a la leche y la nata y se dirigió a su furgón.

No lejos de allí se oyó el silbido de las cinco, de la lavandería industrial donde Rocky, el viejo amigo de Spike, trabajaba. Pensó en Rocky empezando a mover las ruedas de la colada en medio del vapor y el pegajoso calor y sonrió. Quizá vería a Rocky más tarde. A lo mejor por la noche, cuando hubiera terminado el reparto.

Spike puso el furgón en marcha y siguió su recorrido. Un pequeño transistor colgaba del techo del furgón. Lo encendió y una tranquila música puso un contrapunto al motor mientras iba hacia la casa de los McCarthy.

La nota de la señora McCarthy estaba donde siempre, sujeta por la tapa del buzón. Era breve y concisa: «Chocolate».

Spike sacó su pluma, garabateó «Entregado» y la echó al buzón. Luego fue a la parte trasera del furgón. El chocolate con leche estaba metido detrás de dos refrigeradores cerca de la puerta, porque se vendía mucho en junio. El lechero miró los refrigeradores, pasó por encima de ellos y cogió uno de los cartones de chocolate con leche vacíos que guardaba en un rincón. La caja era marrón con el dibujo de un muchacho saltando por encima de las letras que informaban al consumidor que ésta era la BEBIDA SANA Y DELICIOSA DE LA GRANJA CRAMER, SÍRVASE CALIENTE O FRÍA, ¡ENCANTA A LOS NIÑOS!

Colocó el cartón vacío encima de una caja de leche. Apartó el hielo picado hasta ver el bote de mayonesa. Lo agarró y miró dentro. La tarántula se movía aún, pero pesadamente. El frío la había anestesiado. Spike desenroscó la tapa del bote y lo inclinó sobre el cartón abierto. La tarántula hizo un débil esfuerzo por sostenerse en la superficie resbaladiza del bote, pero no lo consiguió. Cayó en el cartón vacío de chocolate con leche. El lechero cerró cuidadosamente el cartón, lo puso en su portabotellas y se apresuró por el camino de los McCarthy. Las arañas eran sus favoritas, y las arañas eran lo mejor que hacía, aunque no le estuviera bien decirlo. El día que podía entregar una araña era un día feliz para Spike.

Mientras, la sinfonía del alba continuaba. La franja nacarada del este iba pasando de un rosa al principio casi imperceptible a un carmín que, casi inmediatamente, empezó a fundirse en un azul de verano. Los primeros rayos de sol, tan bellos como el dibujo de un niño, esperaban entre bastidores para salir.

En casa de los Webber, Spike dejó una botella de crema de leche llena de gel ácido. En casa de los Jenner dejó cinco litros de leche. Allí había niños que estaban creciendo. Nunca les había visto, pero había una casa en un árbol, y a veces bicicletas y pelotas abandonadas en el patio. En casa de los Collins, dos litros de leche y un cartón de yogur. En la de la señorita Ordway un cartón de natillas a las que había añadido belladona.

Hacia el final de la manzana oyó cerrarse una puerta. El señor Webber, que tenía que ir a trabajar a la ciudad, abrió la vieja puerta del garaje y entró, con su cartera en la mano. El lechero esperó a que se oyera el motor de su pequeño Saab, y sonrió cuando lo oyó. «La variedad es la sal de la vida —solía decir la madre de Spike, que Dios la tuviera en la gloria—, pero nosotros somos irlandeses y los irlandeses prefieren hacer las cosas con calma. Sé constante en todas tus cosas, Spike, y serás feliz». Aquello era una verdad como un templo, iba pensando, mientras recorría el camino de la vida en su limpio furgón color arena de repartidor de leche.

Ahora solamente le quedaban tres casas.

En la de los Kincaid encontró una nota que decía «Hoy nada, gracias», y dejó una botella de leche, cerrada, que parecía vacía pero que contenía un gas de cianuro mortal. En la de los Walker dejó dos litros de leche y uno de nata montada.

Cuando llegó a la de los Merton, al extremo de la manzana, los rayos del sol brillaban a través de los árboles y moteaban la acera que pasaba ante el patio de los Merton.

Spike se inclinó, recogió lo que parecía una piedra apropiada para el juego de la pata coja —lisa por una cara—, y la lanzó. La piedra dio contra una cuerda. Sacudió la cabeza, sonrió y subió silbando hacia la casa.

La brisa le trajo el olor del jabón de lavandería industrial, haciéndole pensar de nuevo en Rocky. Tenía la seguridad de que esa noche se encontraría con Rocky.

Aquí la nota estaba pegada al portadiarios de los Merton: «Anule».

Spike abrió la puerta y entró.

La casa estaba helada como una tumba y sin muebles. Completamente vacía, y las paredes desnudas. Incluso los fogones de la cocina habían desaparecido; en el lugar donde habían estado se veía el linóleo de tono más claro.

En la sala de estar habían arrancado el papel de la pared a tiras. El globo había dejado la bombilla al descubierto, fundida y negra. Un gran manchón de sangre a medio secar cubría parte de una pared. Era como la mancha de tinta de un psiquiatra. En el centro de ella un agujero profundo se abría en la argamasa. Dentro del agujero se veía un mechón de cabello, apelmazado, y alguna astilla de hueso.

El lechero movió la cabeza, volvió a salir y permaneció un momento en el porche. Iba a ser un día precioso. El cielo estaba ya más azul que el ojo de un niño y salpicado de inocentes nubecillas de verano…

Arrancó la nota del portadiarios y la arrugó. Hizo con ella una pelota que se guardó en el bolsillo delantero izquierdo de sus blancos pantalones de lechero.

Volvió a su furgón, dio una patada a la piedra, que cayó de la acera al arroyo. El furgón de la leche traqueteó al dar la vuelta a la esquina y desapareció.

El día se hizo más brillante.

Un niño salió corriendo de una casa, miró al cielo sonriendo y recogió la leche.