A primera vista parecía un ordenador Wang. Tenía un teclado Wang y una carcasa de hardware Wang. Solamente cuando Richard Hagstrom lo miró por segunda vez vio que la carcasa del monitor había sido abierta (y no con cuidado; el trabajo parecía hecho con una sierra casera) para encajar en él una pantalla IBM ligeramente más gruesa. Los disquetes de ese extraño bastardo no eran nada flexibles, sino tan duros como los disparos que Richard había oído de niño.
—Por el amor de Dios, ¿qué es esto? —preguntó Lina, cuando él y el señor Nordhoff lo trasladaron penosamente hasta su despacho. Nordhoff había sido vecino de la familia del hermano de Richard Hagstrom: Roger, Belinda y su hijo Jonathan.
—Una cosa que construyó Jon —explicó Richard—. El señor Nordhoff dice que quería que yo lo tuviera. Parece un ordenador.
—Eso es —dijo Nordhoff. Tenía más de sesenta años y respiraba con dificultad—. Eso mismo fue lo que dijo que era, pobrecillo… ¿Cree que podríamos descansar un momento, señor Hagstrom? Estoy sin aliento.
—No faltaba más —respondió Richard y llamó a su hijo, Seth, que estaba rasgueando acordes disonantes en su guitarra Fender en la habitación que Richard había destinado como sala de estar pero que se había transformado en «sala de ensayo» de su hijo—. ¡Seth! —gritó—. Ven a echarnos una mano.
Abajo, Seth siguió arrancando acordes a su Fender. Richard miró a Nordhoff y se encogió de hombros, incapaz de disimular su bochorno. Nordhoff hizo lo mismo, como si quisiera decirle: «¿Quién puede esperar nada bueno de los chicos hoy en día?». Excepto que ambos sabían que Jon, el hijo de su hermano loco, había sido estupendo.
—Ha sido usted muy amable ayudándome con esto —dijo Richard.
—¿Qué otra cosa puede hacer un viejo con el tiempo que le sobra? Y creo que es lo menos que puedo hacer por Jon. Venía a cortarme el césped, gratis, ¿sabe? Quería pagarle, pero el muchacho no lo aceptó nunca. Era un gran chico… —Nordhoff seguía ahogándose—. ¿Podría darme un vaso de agua, señor Hagstrom?
—Claro. —Fue a buscarlo él mismo al ver que su mujer no se movía de la cocina donde estaba leyendo una novela barata y comiendo galletas—. ¡Seth! —volvió a llamar—. Sube y ayúdanos, ¿quieres?
Pero Seth siguió tocando sus acordes amortiguados y desagradables en su Fender, por la que Richard aún estaba pagando cuotas.
Invitó a Nordhoff a que se quedara a cenar, pero él se excusó cortésmente. Richard lo aceptó, de nuevo abochornado pero disimulándolo mejor esta vez. «¿Qué hace un tipo estupendo como tú con una familia como ésta?», le preguntó un día su amigo Bernie Epstein, y Richard sólo pudo menear la cabeza, sintiendo el mismo embarazo que sentía ahora. Era un buen tipo, y ya ven, esto era lo que le había tocado: una mujer gorda y aburrida que se sentía estafada por no tener lo mejor de la vida, que sentía que había apostado por un caballo perdedor (pero era incapaz de atreverse a decirlo), y un hijo de quince años taciturno que estudiaba lo menos posible en el mismo instituto donde Richard enseñaba, un hijo que tocaba horripilantes acordes en la guitarra, mañana, tarde y noche (sobre todo por la noche), y que parecía pensar que aquello le bastaría para salir adelante.
—Bueno, ¿y qué me dice de una cerveza? —preguntó Richard. Se resistía a dejar marchar a Nordhoff; quería oír más sobre Jon.
—Una cerveza no me haría daño —dijo Nordhoff, y Richard se lo agradeció.
—Magnífico. —Y fue a buscar un par de Buds.
Su despacho estaba en un pequeño pabellón, que más parecía un cobertizo, separado de la casa y, lo mismo que la sala de estar, se lo había arreglado él mismo. Pero, al contrario de la sala de estar, éste era un lugar que consideraba propio… un lugar donde podía aislarse de la desconocida con la que se había casado y del extraño que había concebido.
A Lina, por supuesto, no le parecía bien que él tuviera un refugio personal, pero no había podido evitarlo; había sido una de las pocas y pequeñas victorias que él había conseguido. Suponía que, en cierto modo, ella sí había apostado por un perdedor. Cuando se casaron, dieciséis años atrás, ambos creían que él escribiría novelas maravillosas y lucrativas y que no tardarían en circular en sendos Mercedes-Benz. Pero la única novela que publicó no había sido lucrativa y los críticos no tardaron en decir que tampoco era muy buena. Lina había visto las cosas desde el mismo punto de vista que los críticos y esto había sido el principio de su distanciamiento.
Así que las clases en el instituto, que ambos habían creído que no serían más que la antesala de la fama, la gloria y la riqueza, eran su principal fuente de ingresos desde hacía quince años. Una interminable antesala, se decía a veces. Pero jamás había abandonado su sueño. Escribía cuentos y algún que otro artículo. Era miembro, bien considerado, de la Asociación de Autores. Ganaba unos cinco mil dólares extra todos los años, con su máquina de escribir, y por mucho que Lina protestara, aquello le daba derecho a su propio estudio, especialmente porque ella se negaba a trabajar.
—Un sitio estupendo —dijo Nordhoff, contemplando la pequeña estancia con su abundancia de antiguos grabados en las paredes.
El ordenador bastardo estaba sobre la mesa con el hardware guardado debajo. La vieja Olivetti eléctrica de Richard había sido colocada, de momento, encima de uno de los ficheros.
—Es lo que necesito —contestó Richard. Con la cabeza señaló el ordenador—. ¿Cree que esto va a funcionar? Jon sólo tenía catorce años.
—Es un poco raro, ¿verdad?
—Ya lo creo —asintió Richard.
—No conoce ni la mitad —rió Nordhoff—. Eché una mirada por detrás. Algunos de los cables llevan impreso IBM, y algunos Radio Shack. Ahí dentro hay gran parte de un teléfono Western Electric. Y, créalo o no, hay un pequeño motor procedente de un Erector Set. —Sorbió la cerveza y dijo, reminiscente—: Quince. Acababa de cumplir quince años. Un par de días antes del accidente… —Pasado unos segundos repitió, mirando la botella de cerveza—. Quince —pero lo dijo en voz baja.
—¿Erector Set? —preguntó Richard, mirando al viejo.
—Eso es. Erector Set fabrica un pequeño modelo eléctrico. Jon tenía uno desde que era… oh, desde los seis años. Se lo regalé un año por Navidad. Ya entonces le volvían loco las cosas mecánicas. Cualquier aparatito le encantaba, así que imagine lo que fue para él aquella caja de pequeños motores Erector Set. Le debió de encantar. Lo guardó por más de diez años. Pocos niños lo hacen, señor Hagstrom.
—Es verdad —asintió Richard pensando en las muchas cajas de juguetes de Seth que había tirado en aquellos años. Juguetes rotos, olvidados, destrozados por el placer de destrozar. Miró el ordenador—. Entonces seguro que no funciona.
—No lo diga hasta que lo haya probado —advirtió Nordhoff—. El muchacho era una especie de genio de la electrónica.
—Creo que está exagerando. Sé que era hábil con la mecánica, y que ganó el premio de la Feria Estatal de la Ciencia, cuando estaba en sexto curso…
—Compitiendo con muchachos mucho mayores que él, algunos de ellos del instituto. Por lo menos eso fue lo que dijo su madre.
—Es cierto. Todos estuvimos muy orgullosos de él.
Pero no era exactamente verdad. Richard se había sentido orgulloso, y la madre de Jon también; al padre del muchacho le importaba un bledo.
—Pero una cosa son los proyectos de la Feria de la Ciencia y otra construir tu propio ordenador personal… —se encogió de hombros.
Nordhoff dejó su cerveza.
—Allá por los cincuenta, un chico fabricó un propulsor atómico con dos latas de sopa y un equipo eléctrico por valor de cinco dólares. Jon me lo contó. También me dijo que había un chico en alguna ciudad rural de Nuevo México que descubrió los taquiones (partículas negativas que por lo visto pueden viajar hacia atrás en el tiempo), en 1954. Y un niño de Waterbury, Connecticut, de once años, fabricó una bomba con el plástico que arrancó de las cartas de una baraja. Con ella voló una caseta de perro. Los chicos a veces son raros. Sobre todo los genios. Le sorprendería.
—A lo mejor. Puede que me sorprenda.
—En todo caso, era un muchacho estupendo.
—Usted le quería, ¿verdad?
—Sí, le quería mucho, señor Hagstrom —reconoció Nordhoff—. Era realmente estupendo.
Y Richard pensó en lo extraño que era aquello: su hermano, que había sido un verdadero desastre desde la niñez, había encontrado una mujer magnífica y un hijo inteligente. Él, en cambio, que siempre había tratado de ser amable y bueno, (lo que podía significar «bueno» en este mundo de locos) se había casado con Lina, una mujer reservada y desastrada, y con ella había tenido a Seth. Mirando ahora el rostro honrado, franco y cansado de Nordhoff, se preguntó cómo había podido ocurrir y cuánto había sido por su culpa, como resultado natural de su propia y callada debilidad.
—Sí —dijo Richard—, realmente lo era.
—No me sorprendería que esto funcionara —comentó Nordhoff—. No me sorprendería nada.
Después de que Nordhoff se marchó, Richard Hagstrom enchufó el ordenador y lo puso en marcha. Oyó un zumbido, y esperó a que las letras IBM aparecieran en al pantalla. No aparecieron. En cambio, misteriosamente, como una voz de ultratumba, de la oscuridad surgieron unas palabras, fantasmas verdes:
¡FELIZ CUMPLEAÑOS, TÍO RICHARD! JON
—¡Vaya! —murmuró Richard, atónito.
El accidente que había matado a su hermano, su esposa y su hijo había ocurrido dos semanas antes. Regresaban de una excursión, y Roger estaba borracho. Estar borracho era algo perfectamente normal en la vida de Roger Hagstrom. Pero esa vez la suerte le había vuelto la espalda y había conducido su destartalado y viejo coche hasta el borde de un precipicio. Se estrelló y ardió. Jon tenía catorce años; no, quince, pensó Richard. Quince recién cumplidos, dos días antes del accidente, dijo el viejo. Tres años más y se hubiera liberado de aquel pedazo de oso estúpido. Su cumpleaños… y el mío poco después.
Dentro de una semana. El ordenador había sido el regalo de cumpleaños de Jon.
Esto empeoraba la cosa. Richard no sabía bien por qué, o cómo, pero así era. Alargó la mano para apagar la pantalla, pero la retiró al momento.
«Un chico fabricó un propulsor atómico con dos latas de sopa y un equipo eléctrico por valor de cinco dólares».
Sí, claro, pensó, y las cloacas de la ciudad de Nueva York están llenas de cocodrilos y el ejército guarda el cuerpo congelado de un extraterrestre en alguna parte de Nebraska. Cuéntame algo más. ¡Tonterías! Pero quizá es que hay algo de lo que no quiero enterarme.
Se levantó, pasó detrás y miró la trasera del monitor a través de las rendijas. Sí, tal como había dicho Nordhoff. Cables marcados RADIO SHACK MADE IN TAIWAN. Cables marcados WESTERN ELECTRIC y WESTREX y ERECTOR SET, y vio algo más también, algo que se le había escapado a Nordhoff, o que no había querido mencionar. Había un transformador de tren en miniatura Lionel, envuelto en alambres como la novia de Frankenstein.
—¡Vaya! —repitió riendo, pero al borde de las lágrimas—. Por Dios, Jonny, ¿qué creías que estabas haciendo?
Pero también conocía esta respuesta. Había soñado y hablado de que llevaba años deseando poseer un ordenador, y cuando la risa de Lina se hizo demasiado sarcástica para poder soportarla, lo había comentado con Jon:
—Podría escribir más deprisa, repasar y corregir más deprisa, y producir más —recordó haberle dicho a Jon el pasado verano…
El muchacho le había mirado gravemente, con sus ojos, azul claro, inteligentes, pero siempre cautelosos, agrandados por los cristales de sus gafas.
—Sería estupendo… realmente estupendo.
—¿Y por qué no te compras uno, tío Rich?
—No los regalan precisamente —contestó Richard sonriendo—. El modelo Radio Shack cuesta cerca de tres mil. De ahí puedes ir subiendo hasta llegar a los dieciocho mil dólares.
—Bueno, a lo mejor te fabrico uno algún día —dijo Jon.
—A lo mejor —contestó Richard dándole una palmada en la espalda. Y hasta que llegó Nordhoff, no volvió a pensar en aquello.
Cables de la tienda para aficionados a los modelos eléctricos. Un transformador de tren Lionel.
¡Vaya por Dios!
Volvió a la parte delantera dispuesto a apagarlo, como si intentar escribir algo y fracasar equivaliera a mancillar lo que su frágil y delicado (predestinado) sobrino había dispuesto.
Por el contrario, apretó la tecla EXECUTE. Un estremecimiento recorrió su espinazo al hacerlo… EXECUTE era una extraña palabra de que servirse. No era una palabra que pudiera asociarse con la escritura; era una palabra que se asociaba con cámaras de gas y sillas eléctricas… y quizá con coches viejos y destartalados saltando fuera de las carreteras.
EXECUTE.
El aparato zumbaba con más intensidad que los que solía contemplar en los escaparates, en realidad casi rugía. ¿Qué hay en la sección de memoria, Jon?, se preguntó. ¿Muelles? ¿Transformadores Lionel puestos en fila? ¿Latas de sopa? Volvió a recordar los ojos de Jon, su rostro pálido y delicado. ¿No era extraño, quizá incluso morboso, tener celos del hijo de otro hombre?
Pero debió haber sido mío. Lo sabía… y creo que él también lo sabía. Luego estaba Belinda, la esposa de Roger. Belinda, que llevaba gafas de sol incluso en los días nublados, de las grandes, porque las marcas alrededor de los ojos tienen la mala costumbre de extenderse. Pero a veces la miraba, inmóvil y vigilante a la sombra de la risa escandalosa de Roger, y pensaba también casi lo mismo: Debió de haber sido mía.
Era un pensamiento espantoso, porque ambos hermanos habían conocido a Belinda en el instituto y ambos habían salido con ella. Él y Roger se llevaban dos años de diferencia y Belinda encajaba perfectamente entre los dos, un año mayor que Richard y un año más joven que Roger. Richard había sido el primero en salir con la muchacha que con el tiempo iba a ser madre de Jon. Luego se había interpuesto Roger, que era mayor que ella y más fuerte, y que siempre conseguía lo que quería. Roger, que era capaz de lastimar si uno trataba de cruzarse en su camino.
Tuve miedo, pensó Richard. Tuve miedo y dejé que se me escapara. ¡Fue así de sencillo! Que Dios me valga, creo que sí. Me gustaría pensar que ocurrió de otro modo, pero tal vez es mejor no mentirse respecto a cosas como la cobardía. Y la vergüenza.
Y si aquello era verdad, si Lina y Seth hubieran debido pertenecer al calavera de su hermano, y si Belinda y Jon hubieran debido ser suyos, ¿qué probaba eso? ¿Y cómo una persona bien pensante podía entretenerse con semejantes absurdos, semejantes locuras? ¿Debía reírse? ¿Gritar? ¿Pegarse un tiro por su cobardía?
No me sorprendería que esto funcionara. No me sorprendería nada.
EXECUTE.
Sus dedos se movieron ágiles sobre el teclado. Miró la pantalla y vio las letras flotando, verdes, en la pantalla.
MI HERMANO ERA UN BORRACHO INDECENTE.
Flotaban allí, delante de él, y Richard recordó de pronto un juguete que había tenido de pequeño. Se llamaba Ocho Bolas Mágicas. Se le formulaba una pregunta que podía contestarse con sí o con no, y entonces se hacía funcionar el aparato para ver lo que tenía que decir sobre la pregunta. Sus respuestas eran un mecanismo, pero en cierto modo atractivamente misterioso; decían cosas como: ES CASI SEGURO, YO NO PENSARÍA EN ELLO, y VUELVE A PREGUNTARLO.
Roger le envidiaba el juguete y por fin, un día, después de obligar a Richard a que se lo diese, Roger lo había arrojado contra la acera, haciéndolo añicos. Luego se había reído. Ahora, sentado allí, escuchando el extraño ruido del aparato que Jon había construido, Richard recordó cómo se había desplomado en la acera, llorando, incapaz de creer que su hermano hubiera podido hacerle aquello.
—Niño llorón, niño llorón, mirad al niño llorón —se había burlado Roger—. No era otra cosa que un juguete de mierda, Richie. Fíjate, no había más que un montón de letras y mucha agua.
—¡Voy a contarlo! —había chillado Richard con todas sus fuerzas. Le dolía la cabeza y tenía la nariz congestionada por las lágrimas—. ¡Contaré lo que has hecho, Roger! Se lo contaré a mamá.
—Si lo haces te romperé el brazo —le amenazó Roger, y en su sonrisa glacial Richard vio que lo decía en serio. No lo contó.
MI HERMANO ERA UN BORRACHO INDECENTE.
Bueno, montado misteriosamente o no, las palabras quedaban escritas en la pantalla. Quedaba por ver si era capaz de memorizar información, pero el empalme que había hecho Jon de un teclado Wang a una pantalla IBM, había funcionado. No creía que fuera culpa de Jon el hecho de que, por coincidencia, despertara en él desagradables recuerdos.
Miró alrededor y sus ojos se fijaron en la única fotografía que había allí y que él no había elegido ni le gustaba.
Era un retrato de estudio de Lina, su regalo de Navidad de dos años atrás. «Quiero que la cuelgues en tu despacho», le había dicho y, naturalmente, lo había hecho así. Suponía que era su forma de vigilarle cuando ella no estuviera. «No te olvides de mí, Richard. Estoy aquí. Puede que apostara por un caballo perdedor, pero todavía estoy aquí. Y será mejor que no lo olvides».
El retrato con su colorido artificial no hacía juego con los grabados de Whistler, Homer y N. C. Wyeth. Los ojos de Lina estaban entrecerrados, sus gruesos labios formaban algo que no acababa de ser una sonrisa. «Sigo aquí, Richard —le decía aquella boca—. Que no se te olvide».
Tecleó: LA FOTO DE MI MUJER ESTÁ COLGADA EN LA PARED OESTE DE MI DESPACHO.
Contempló las palabras y le gustaron tan poco como la propia fotografía. Pulsó la tecla DELETE. Las palabras desaparecieron. Ahora ya no quedaba nada en la pantalla excepto el latido del cursor.
Miró hacia la pared y vio que la fotografía de su mujer también había desaparecido.
Permaneció sentado durante un buen rato, al menos eso le pareció, mirando la pared donde había estado la fotografía. Lo que finalmente le sacó del atontamiento producido por su absoluta incredulidad, fue el olor del ordenador, un olor que recordaba desde la infancia, tan claramente como recordaba las Ocho Bolas Mágicas que Roger le había roto por malevolencia. El olor era del fluido del transformador del tren eléctrico. Cuando despedía olor había que desenchufarlo rápidamente para que el aparato se enfriase.
Y así lo haría.
Dentro de un minuto.
Se levantó y anduvo hasta la pared sobre unas piernas que no sentía. Pasó la mano por el revestimiento de la pared. La fotografía había estado allí, sí, precisamente allí. Pero ya no estaba, y el clavo del que estaba colgada también se había esfumado, y no había rastro de ningún agujero en el revestimiento.
Esfumado.
El mundo se le volvió gris de pronto y dio un traspié hacia atrás, creyendo, vagamente, que se iba a desmayar. Se contuvo, hasta que todo volvió a enfocarse de nuevo.
Recorrió con la vista desde el lugar vacío, donde había estado antes la fotografía de Lina, al ordenador que su difunto sobrino había logrado componer.
«Le sorprendería —oía mentalmente decir a Nordhoff—, le parecería sorprendente, oh, sí, enterarse de que un niño, en los años cincuenta pudiera descubrir partículas que viajaban hacia atrás en el tiempo, le sorprendería lo que el genio de su sobrino era capaz de hacer con un montón de elementos desparejados, unos cables y unas piezas eléctricas. Le sorprendería sentir que se está volviendo loco.»
El olor del transformador era cada vez más intenso, más acusado y podía ver unas volutas de humo que salían de la carcasa junto a la pantalla. También el ruido del hardware era más fuerte. Iba siendo hora de desconectarlo… Por listo que hubiera sido Jon, aparentemente no había tenido tiempo de solucionar todos los problemas de aquel loco aparato.
Pero ¿sabía acaso que iba a hacer aquello?
Sintiéndose como una criatura quimérica, Richard volvió a sentarse ante la pantalla y escribió:
LA FOTOGRAFÍA DE MI MUJER ESTÁ EN LA PARED.
Lo leyó, volvió a mirar el teclado, y luego apretó la tecla EXECUTE.
Miró la pared.
La fotografía de Lina volvía a estar otra vez donde había estado siempre.
—Que me aspen —musitó.
Se pasó la mano por la mejilla, miró el teclado (ahora no había nada excepto el cursor) y escribió: EL SUELO ESTÁ VACÍO. Luego, apretó INSERT, y volvió a escribir: EXCEPTO POR DOCE MONEDAS DE ORO DE VEINTE DÓLARES EN UNA PEQUEÑA BOLSA.
Apretó EXECUTE.
Miró al suelo, donde ahora había una pequeña bolsa con un cordón que la cerraba. Sobre la bolsa y escrito en tinta negra, algo descolorida, se leía WELLS FARGO.
—Santo Dios —se oyó balbucear en una voz que no era suya—. Santo Dios, Santo Dios…
Hubiera podido seguir invocando el nombre del Señor por unos minutos más, o por unas horas, si el ordenador no le hubiera reclamado insistentemente con su bip bip. Escrito en la parte alta de la pantalla se leía la palabra SOBRECARGA.
Richard lo apagó precipitadamente y abandonó el despacho como si le persiguieran todos los demonios del infierno.
Pero antes de salir recogió la bolsita y se la guardó en el bolsillo del pantalón.
Cuando llamó a Nordhoff aquella noche, soplaba un helado viento de noviembre que sonaba como un lamento de gaitas entre los árboles. El grupo de Seth está abajo, destrozando una melodía de Bob Seger. Lina había ido a Nuestra Señora del Perpetuo Socorro a jugar al bingo.
—¿Funciona el aparato? —preguntó Nordhoff.
—Funciona perfectamente —contestó Richard. Metió la mano en el bolsillo y sacó una moneda. Era pesada, más pesada que un reloj Rolex. En una de las caras había un águila de perfil recortado, en relieve, junto con la fecha: 1871—. Funciona de un modo increíble.
—Lo creo —dijo Nordhoff impasible—. Era un muchacho muy inteligente y le quería a usted mucho, señor Hagstrom. Pero tenga cuidado. Un chico no es más que un chico, listo o no, y el amor puede estar mal dirigido. ¿Entiende lo que quiero decirle?
Richard no entendía nada. Sentía calor y estaba frenético. El periódico de aquel día decía que el precio del oro en el mercado era de 514 dólares la onza. Las monedas habían pesado una media de 4,5 onzas cada una, en su balanza postal. Al precio del mercado, aquello sumaba 27.756 dólares. Sospechó que eso era solamente la cuarta parte de lo que podía sacar si vendía las monedas como monedas.
—Señor Nordhoff, ¿podría usted venir? ¿Ahora? ¿Esta noche?
—No. No creo que quiera hacerlo, señor Hagstrom. Me parece que esto debe quedar entre usted y Jon.
—Pero…
—Recuerde solamente lo que le dije. Por Dios, tenga cuidado. —Se oyó un clic.
Media hora más tarde volvía a estar en su despacho, contemplando el ordenador. Pulsó la tecla ON/OFF pero sin haberlo enchufado aún. La segunda vez que Nordhoff lo dijo, Richard lo había oído perfectamente. «Por Dios, tenga cuidado». Sí. Debería tener cuidado. Una máquina que podía hacer aquello…
¿Cómo podía una máquina hacer tal cosa?
Ni idea… pero en cierto modo hacía aceptable toda aquella locura. Él era profesor de lengua inglesa y escritor ocasional, no un técnico, y había un interminable número de cosas cuyo funcionamiento desconocía: fonógrafos, motores de gasolina, teléfonos, televisores, incluso el depósito del inodoro. Su vida había sido una historia de comprensión de operaciones más que de principios. ¿Había alguna diferencia, excepto de grado?
Conectó la máquina. Como la primera vez, leyó: ¡FELIZ CUMPLEAÑOS, TÍO RICHARD! JON. Apretó el botón EXECUTE y el mensaje de su sobrino desapareció.
Esta máquina no durará mucho, pensó de pronto. Tenía la seguridad de que Jon estaba aún trabajando en ella cuando murió, creyendo que todavía le quedaba tiempo. El cumpleaños de tío Richard sería dentro de tres semanas…
Pero a Jon se le había terminado el tiempo y ese asombroso ordenador, que aparentemente podía insertar cosas nuevas y suprimir cosas viejas del mundo real, apestaba como un transformador de tren que se estuviera friendo y al parecer empezaría a soltar humo dentro de pocos minutos. Jon no había tenido oportunidad de perfeccionarlo. ¿Había… confiado en que todavía le quedaba tiempo?
Había incurrido en un error. Todo era un error. Richard lo sabía. El rostro tranquilo, atento, los ojos serenos tras los gruesos cristales de sus gafas… No, no estaba confiado, ni creía en que el tiempo lo arreglaría. ¿Cuál era la palabra que se le había ocurrido antes, aquel mismo día? Predestinado. No era precisamente una buena palabra para Jon, pero era la palabra apropiada. La sensación de predestinación había envuelto al muchacho tan palpablemente que, a veces, Richard había querido decirle que se animara un poco, que a veces las cosas terminaban bien y que los buenos no siempre tenían que morir jóvenes.
Luego pensó en Roger tirando su juego de Ocho Bolas Mágicas a la acera, arrojándolo con todas sus fuerzas; oyó partirse el plástico y vio el fluido mágico del juego —agua al fin y al cabo— deslizándose por la acera. Y esta imagen se mezcló con una imagen del viejo cacharro de Roger con la leyenda HAGSTROM REPARTOS AL POR MAYOR en los costados, saltando por encima de un polvoriento acantilado, en pleno campo, estrellándose frontalmente contra él. Vio, aunque no quería verlo, el rostro de la mujer de su hermano desintegrándose en sangre y huesos. Vio a Jon ardiendo entre los restos, gritando, carbonizándose.
Ni confianza ni esperanza. Siempre había dado la impresión de que el tiempo se le escapaba. Y al final había resultado que tenía razón.
—¿Qué significa eso? —murmuró Richard mirando la pantalla vacía.
¿Cómo hubiera contestado el juego de las bolas mágicas? ¿VUELVE A PREGUNTAR? ¿DIFÍCIL Y CONFUSO? ¿O quizá CIERTAMENTE ASÍ?
El ruido que producía el hardware volvía a ser fuerte, y más acelerado que por la tarde. Ya podía oler al transformador de tren que Jon había acoplado a la maquinaria detrás de la pantalla recalentada.
Máquina de sueños mágicos.
Ordenador de los dioses.
¿Era eso lo que Jon había querido regalar a su tío para su cumpleaños? ¿Lo equivalente, en espacio y tiempo, a la lámpara mágica o al pozo de los deseos?
Oyó abrirse la puerta trasera de la casa y a continuación las voces de Seth y de los otros miembros del grupo de Seth. Las voces sonaban demasiado fuertes, vulgares. Habían estado bebiendo o fumando marihuana.
—¿Dónde está tu viejo, Seth? —oyó a uno de ellos preguntar.
—Holgazaneando en su despacho, supongo, como siempre —respondió Seth—. Creo que… —Pero entonces volvió a levantarse el viento, borrando el final de la frase, pero no sus risotadas.
Richard les estuvo escuchando, sentado, con la cabeza inclinada a un lado, hasta que de pronto escribió:
MI HIJO ES SETH ROGER HAGSTROM.
Su dedo se posó sobre el botón DELETE.
¿Qué estás haciendo?, le chilló la mente. ¿Lo haces en serio? ¿Te propones asesinar a tu propio hijo?
—Algo estará haciendo ahí dentro —dijo otro.
—Es un pobre imbécil —observó Seth—. Pregúntaselo a mi madre algún día. Te lo contará. Nunca ha…
No voy a asesinarle. Voy a… borrarle.
Su dedo apretó el botón,
—… hecho nada excepto…
Las palabras MI HIJO ES SETH ROGER HAGSTROM desaparecieron de la pantalla.
Fuera, también desaparecieron las palabras de Seth.
Ahora no se oía otra cosa que el frío viento de noviembre, soplando negros presagios de invierno.
Richard apagó el ordenador y salió fuera. El camino de entrada estaba vacío. El guitarrista solista del grupo, Norman no-sé-qué, conducía una monstruosa y siniestra furgoneta, una vieja LTD en la que el grupo transportaba su equipo en sus escasas actuaciones. No estaba aparcada en el camino. Quizá estaba en alguna otra parte, resoplando por alguna carretera, o en el aparcamiento de alguna hamburguesería, y Norman también estaba en alguna parte, lo mismo que Davey, el bajista, cuyos ojos parecían vacíos y que llevaba un imperdible colgado del lóbulo de una oreja, lo mismo que el batería, que no tenía dientes delanteros. Estarían en alguna parte, pero no aquí, porque Seth no estaba, Seth nunca había estado aquí.
Seth había sido borrado.
—No tengo hijo —masculló Richard. ¿Cuántas veces había leído esa melodramática frase en novelas malas? ¿Cien? ¿Doscientas? Nunca le había sonado a cierta. Pero ahora lo era. Ahora era verdad. Oh, sí.
El viento siguió soplando y Richard sintió de pronto un terrible espasmo en el estómago que le hizo doblarse, jadeando. El viento amainó.
Cuando el espasmo cedió, Richard caminó hacia la casa.
En lo primero que se fijó fue en que las viejas playeras de Seth —tenía cuatro pares y se negaba a deshacerse de ninguno—, habían desaparecido del vestíbulo. Se acercó al pasamano de la escalera y pasó el pulgar por el mismo. A los diez años (bastante mayorcito para darse cuenta, pero aun así Lina se había opuesto a que Richard le pusiera la mano encima). Seth había grabado sus iniciales profundamente en la madera del pasamano, una madera que Richard había pulido laboriosamente durante casi todo un verano. La había lijado y empastado y barnizado, pero el fantasma de aquellas iniciales persistió.
Ahora habían desaparecido.
Arriba, la habitación de Seth estaba limpia y ordenada, no caótica y carente de personalidad. Podía haber habido un letrero en la puerta, que dijera HABITACIÓN DE INVITADOS.
Abajo, y ahí fue donde Richard se entretuvo más, los cables habían desaparecido, los amplificadores y micrófonos habían desaparecido, las piezas de la grabadora que Seth iba siempre a «componer» habían desaparecido (carecía de la concentración y de las manitas de Jon). En cambio, la estancia rezumaba el profundo sello (no especialmente agradable) de la personalidad de Lina: muebles pesados, recargados, tapices de terciopelo de tema aburrido (uno de ellos representaba la última cena en que Cristo se parecía a Wayne Newton, otro mostraba unos ciervos a la puesta del sol en un cielo de Alaska), una alfombra de un color tan vivo como la sangre. Ya no quedaba la menor huella de que un muchacho llamado Seth Hagstrom hubiera ocupado esa habitación; o cualquiera de las otras de la vivienda.
Richard seguía aún al pie de la escalera, mirando alrededor, cuando oyó llegar un coche.
Lina, pensó y sintió una casi trepidante oleada de culpabilidad. Es Lina de regreso del Bingo, y ¿qué va a decir cuando vea que Seth ha desaparecido? ¿Qué… qué…?
¡Asesino!, se imaginó oírla gritar. ¡Has asesinado a mi niño!
Pero él no había asesinado a Seth.
—Le BORRÉ —murmuró, y subió a la cocina a recibirla.
Lina estaba más gorda.
Había enviado al bingo a una mujer que pesaba unos noventa kilos. La mujer que regresaba pesaba por lo menos ciento cincuenta, o más; había tenido que ladearse un poco para entrar por la puerta trasera. Unas caderas y muslos elefantinos se ceñían dentro de unos pantalones de poliéster de color aceituna. Su tez, cetrina tres horas antes, parecía ahora enfermiza y pálida. Aunque no era médico, Richard creyó descubrir en aquella piel los síntomas de una enfermedad de hígado o una incipiente dolencia cardíaca. Sus ojos de pesados párpados contemplaron a Richard con una curiosa fijeza despectiva.
Llevaba un pavo congelado, enorme, en una de sus regordetas manos.
—¿Qué estás mirando, Richard? —le preguntó.
A ti, Lina, te miro a ti, pensó. Porque así es como te has vuelto en un mundo en el que no hemos tenido hijos. Así es como te has vuelto en un mundo en el que no hay objeto para tu amor… por venenoso que pueda ser tu amor. Así es como apareces, Lina, en un mundo en el que todo entra y nada sale. Tú, Lina. Eso es lo que estoy mirando. A ti.
—Eso, Lina —consiguió decir por fin—, es uno de los pavos más grandes que he visto en mi vida.
—Bien, pues no te quedes ahí mirándolo, idiota. ¡Ayúdame!
Cogió el pavo y lo depositó sobre la encimera de la cocina notando su desagradable frío. Sonó como el de un bloque de madera.
—¡Allí no! —gritó ella y le indicó la despensa—. Mételo en el congelador.
—Lo siento —murmuró; nunca habían tenido un congelador. Nunca en el mundo donde había habido un Seth.
Llevó el pavo a la despensa, donde había un enorme congelador Amana brillando a la luz de los fluorescentes como un blanco y helado ataúd. Lo metió dentro junto con otros cuerpos conservados, de aves y demás animales, y volvió a la cocina. Lina había sacado el bote de las galletas de crema de cacahuete y se las estaba comiendo una tras otra.
—Era el bingo de Acción de Gracias —explicó—. Lo tuvimos esta semana en lugar de la próxima porque el padre Phillips tiene que ingresar en el hospital para que le extraigan una piedra de la vejiga. Yo gané el gordo… —sonrió. Un hilo de chocolate y crema de cacahuete le resbalaba por la barbilla.
—Lina, ¿has lamentado alguna vez que no tuviéramos hijos?
Ella lo miró como si se hubiera vuelto loco.
—Por el amor de Dios, ¿para qué iba yo a querer hijos en mi casa? —repuso. Apartó el bote de las galletas, reducido a la mitad, y volvió a guardarlo en el armario—. Me voy a la cama. ¿Vienes o vas a volver a suspirar un rato más sobre tu máquina de escribir?
—Iré un rato más, creo —contestó. Su voz sonó sorprendentemente firme—. No tardaré.
—¿Funciona ese aparato?
—¿Qué…? —De pronto la entendió y sintió otra punzada de culpa. Conocía la existencia del ordenador, claro. La desaparición de Seth no había afectado para nada la existencia de Roger, y el conocimiento de la familia de Roger había persistido—. Oh, no. Está estropeado.
Asintió con la cabeza, satisfecha:
—Ese sobrino tuyo, siempre con la cabeza en las nubes. Igual que tú, Richard. Si no fueras tan corto, me pregunto si la metiste donde no tenías que haberla metido, hace quince años. —Lanzó una risotada vulgar, sorprendentemente fuerte, la risotada de una mujer cínica y repulsiva…
Por un momento, él estuvo en un tris de abalanzarse sobre ella. Luego, sintió que una sonrisa asomaba a sus labios, una sonrisa tan delgada y fría como el congelador que había reemplazado a Seth en esta nueva vida.
—No tardaré —le dijo—. Sólo quiero anotar unas cosas.
—¿Por qué no escribes un cuento que gane el premio Nobel, o algo así? —se burló con indiferencia. Las tablas del suelo crujieron cuando inició su pesado camino hacia la escalera—. Todavía debemos la factura del óptico por mis gafas de leer y llevamos un pago de retraso del Betamax. ¿Por qué no ganas más dinero de una jodida vez?
—Pues no lo sé, Lina. Pero tengo grandes ideas esta noche. De verdad.
Se volvió a mirarle, como si fuera a decirle algo sarcástico —algo sobre que ninguna de sus grandes ideas les había sacado de apuros pero que, en todo caso, se había quedado con él—, pero desistió. Quizá algo en su sonrisa la había frenado. Subió por las escaleras. Él permaneció abajo, escuchando su paso atronador. Tenía la frente perlada de sudor. Se sentía a la vez mareado y excitado.
Dio media vuelta y se dirigió hacia su despacho.
Esta vez cuando conectó el aparato, el ordenador ni zumbó ni rugió, sino que empezó a hacer un ruido irregular, una especie de quejido. El olor caliente del transformador salió casi al momento de detrás de la pantalla, y tan pronto como pulsó la tecla EXECUTE para borrar el ¡FELIZ CUMPLEAÑOS, TÍO RICHARD!, empezó a salir humo.
Queda poco tiempo, pensó. No… no es así. No queda tiempo. Jon lo sabía, y ahora yo también lo sé.
Tenía dos alternativas: traer a Seth de vuelta con el botón INSERT (sabía que podía hacerlo; sería tan fácil como crear los doblones españoles) o terminar el trabajo.
El olor se hacía más potente. Dentro de un instante, la pantalla empezaría a mandar su mensaje de SOBRECARGA.
Escribió:
MI MUJER ES ADELINA MABEL WARREN HAGSTROM.
Pulsó la tecla DELETE.
Escribió:
SOY UN HOMBRE QUE VIVE SOLO.
Ahora la palabra empezó a aparecer en la esquina superior, a la derecha de la pantalla: SOBRECARGA, SOBRECARGA, SOBRECARGA.
Por favor, déjame terminar. Por favor, por favor…
El humo que salía ahora de las rendijas y ranuras de la pantalla era más denso y gris. Miró al ruidoso hardware y vio que también salía humo de su rejilla… y al fondo de aquel humo pudo ver una opaca chispita de fuego.
Ocho Bolas Mágicas, ¿tendré salud, seré rico y sabio? ¿O viviré solo y quizá me matará la soledad y la pena? ¿Queda tiempo aún?
AHORA NO LO SÉ. PRUEBA MÁS TARDE.
Excepto que no quedaba más tarde.
Pulsó la tecla INSERT y la pantalla oscurecióse, excepto por el insistente mensaje de SOBRECARGA, que parpadeaba ahora a toda velocidad aunque irregular.
Escribió:
EXCEPTO POR MI ESPOSA BELINDA Y MI HIJO JONATHAN.
Por favor. Por favor.
Pulsó EXECUTE.
La pantalla se vació. Durante lo que parecieron siglos permaneció así, excepto por la palabra SOBRECARGA, que ahora aparecía con tal rapidez que parecía mantenerse constantemente allí, como una computadora ejecutando una implacable orden de mando. Algo dentro del hardware saltó y chisporroteó, y Richard soltó un gemido.
Las letras verdes reaparecieron en la pantalla, flotando sobre el negro:
SOY UN HOMBRE QUE VIVE SOLO, EXCEPTO POR MI MUJER BELINDA Y MI HIJO JONATHAN.
Pulsó por dos veces EXECUTE.
Ahora, se dijo, ahora escribiré: TODAS LAS PIEZAS DE ESTE ORDENADOR ESTABAN PERFECTAMENTE ENSAMBLADAS ANTES DE QUE EL SEÑOR NORDHOFF ME LO TRAJERA. O escribiré: TENGO IDEAS PARA POR LO MENOS VEINTE NOVELAS SENSACIONALES. O escribiré: MI FAMILIA Y YO VIVIREMOS FELICES PARA SIEMPRE JAMÁS. O escribiré…
Pero no escribió nada. Sus dedos revolotearon estúpidamente por encima del teclado mientras sentía —literalmente sentía— que todos los circuitos de su cerebro se quedaban bloqueados como los coches en el peor atasco de tráfico de la historia de Manhattan.
La pantalla se llenó de pronto con la palabra:
ACABADOACABADOACABADOACABADOACABADOACABADOACABADOACABADOACABADO.
Hubo otro chasquido y luego una explosión en el hardware. Salieron unas breves llamaradas del aparato. Richard se echó atrás en su sillón, cubriéndose la cara por si explotaba la pantalla. No explotó. Solamente se apagó.
Permaneció sentado, contemplando la oscuridad de la pantalla.
NO PUEDO DECIRLO. VUELVA A PREGUNTAR DESPUÉS.
—¿Papá?
Se volvió rápidamente, con el corazón desbocado.
Jon estaba allí, Jon Hagstrom; su rostro era el mismo pero algo distinto… la diferencia era sutil pero visible. Quizá, pensó Richard, la diferencia estribaba en la diferencia de paternidad entre los dos hermanos. O quizá era simplemente que aquella expresión inquieta, vigilante, había desaparecido de sus ojos ligeramente aumentados por las gafas (de montura metálica, ahora, observó, y no la fea montura de concha artificial que Roger había comprado siempre al muchacho porque costaba quince dólares menos).
Quizá era algo todavía más sencillo: el aspecto de predestinación había desaparecido de sus ojos.
—¿Jon? —dijo con voz ronca, preguntándose si en realidad había querido decir algo más que eso. ¿Era así? Parecía ridículo, pero se figuraba que sí. Suponía que la gente siempre quería más—. Jon, ¿eres tú, verdad?
—¿Quién iba a ser sino? —Señaló con la cabeza al ordenador—. No te lastimaste cuando este cacharro se fue al cielo de los datos, ¿verdad?
Richard sonrió:
—No; estoy perfectamente.
—Lamento que no funcionara. No sé qué me hizo montarlo con todas esas piezas inútiles. —Movió la cabeza—. Por Dios que no lo sé. Es como si hubiera tenido que hacerlo. Cosas de niño.
—Bueno —dijo Richard, acercándose a su hijo y pasándole un brazo por los hombros—, quizá te saldrá mejor la próxima vez.
—Tal vez. O a lo mejor pruebo con otra cosa.
—Puede que sea mejor.
—Mamá dice que tiene cacao para ti, si te apetece.
—Ya lo creo. —Y ambos salieron juntos del despacho a una casa donde no habían ningún pavo congelado procedente de un premio ganado en el bingo—. Una taza de cacao me vendrá más que bien ahora.
—Recuperaré cualquier cosa recuperable que haya en aquel cacharro, mañana, y lo demás lo echaré al vertedero —anunció Jon.
Richard asintió, y dijo:
—Bórralo de nuestras vidas…
Y entraron en la casa y al aroma de cacao caliente, riendo juntos.