l oír el desafío de Iestyn, Hugo había ordenado a sus hombres que se detuvieran, mandando retirarse a los que ya habían llegado a la puerta del establo e imponiendo un silencio capaz de resultar más inquietante que los gritos o los saltos violentos. Los movimientos de los hombres se podían ver, mientras que la inmovilidad los hacía prácticamente invisibles. En el promontorio había unos cuantos árboles y un seto de arbustos, protección suficiente para que algunos hombres rodearan la mitad del establo y el resto lo rodeara a mayor distancia, completando el círculo alrededor del edificio.
El sargento regresó de su reconocimiento, bajando de árbol en árbol desde la ladera al prado, y comunicó que el establo ya estaba rodeado.
—No hay ninguna salida, a menos que él tenga un medio de abrir un hueco en la pared, aunque eso de poco le serviría. Si presume de tener un cuchillo, supongo que no tiene ninguna otra arma. ¿Qué podría llevar un vulgar trabajador sino un cuchillo para sus necesidades?
—Nosotros tenemos arqueros —dijo Hugo—, aunque todavía no hay luz suficiente como para que vean el blanco. Esperad… ¡No tenemos por qué darnos prisa! Si los tenemos seguros, somos nosotros los que podemos permitirnos el lujo de esperar, no ellos. No hace falta que los llevemos al borde de la locura.
—Pero Rannilt está allí dentro… y amenazan su vida —musitó Liliwin, temblando junto a Cadfael.
—Ofrecen utilizar a la moza para sus propios fines —señaló Hugo—, por consiguiente, la mantendrán a salvo para usarla en sus tratos con nosotros. Es su última esperanza y yo procuraré no exasperarlos. No os mováis, a ver si conseguimos cansarlos o convencerlos de que salgan. Tú, Alcher, búscate la mejor protección para dominar la ventana de arriba, no apartes los ojos de ella y ten una flecha a punto por si ocurriera lo peor. Yo intentaré situar este hombre allí —la ventana del henil junto a la cual Iestyn vigilaba de rodillas no era más que una débil sombra en la oscuridad de la madera y el azul oscuro del cielo, pero, como la puerta de abajo, miraba al este y, aunque todavía faltaran muchas horas, las primeras luces del alba la iluminarían muy pronto—. Que nadie dispare a no ser que yo lo ordene. Veamos qué se puede conseguir con la paciencia.
Hugo se adelantó solo, con la mirada fija en el oscuro cuadrado, y se detuvo a unos veinte pasos del establo. A su espalda, Liliwin contenía la respiración entre los arbustos. Fray Cadfael percibió el temblor y la tensión del cuerpo del mozo, semejantes a los de un galgo sujeto con una correa, y apoyó una mano en su brazo para advertirle que no se soltara de la correa y se lanzara corriendo tras su presa. Pero no hubiera sido necesario que lo hiciera. Pálido como la cera, Liliwin se volvió a mirarle y asintió con la cabeza para tranquilizarle.
—Ya lo sé. Debo confiar en él. Sabe lo que se lleva entre manos.
Detrás de ellos, Walter Aurifaber no podía estarse quieto tras el árbol que lo protegía, mordiéndose las uñas y angustiado por sus pérdidas, sin hablar con nadie más que consigo mismo en una especie de suave gemido que era mitad maldición y mitad plegaria. Por lo menos, no todo estaba perdido todavía. Los malhechores no habían escapado y no podrían huir ni nadie debería permitir que huyeran hacia el oeste.
—¡Iestyn! —gritó Hugo hacia el establo—. Soy Hugo Berengario, segundo alguacil del condado. Me conoces y sabes por qué estoy aquí. Sabes que debo cumplir con mi deber. Mis hombres te tienen rodeado y no puedes escapar. Sé juicioso, baja de ahí y entrégate. Entregaos a mis manos sin más daños ni peores delitos. Ya veremos qué eximentes se os pueden aplicar. Es lo mejor que podéis hacer. Estoy seguro de que lo sabes y aceptarás mi consejo.
—¡No! —gritó Iestyn con aspereza—. No hemos llegado tan lejos para someternos ahora dócilmente a un juicio. Os digo que aquí tenemos a Rannilt. Si alguno de vuestros hombres se acerca demasiado a la puerta, os juro que la mato. Decidles que se retiren. Ésa es mi primera palabra.
—¿Acaso has visto a algún hombre, aparte yo mismo, a menos de cincuenta pasos de tu puerta? —preguntó Hugo con voz serena y pausada—. Tenéis a la chica a vuestra merced. ¿Y qué? Con ella no tenéis ninguna disputa pendiente. ¿Qué ganaréis causándole daño, como no sea un lugar más caliente en el infierno? Si pudieras alcanzar mi garganta, reconozco que eso podría servirte de algo, pero cortar la de la chica no te servirá de nada ni te dará la menor satisfacción. Además, eso no es propio de lo que se sabe de ti hasta ahora. De momento, no tienes las manos manchadas de sangre, ¿por qué mancharlas ahora?
—Por mucho que intentéis convencernos con buenas razones —replicó amargamente Iestyn—, lo tenemos todo perdido y no veo otra posibilidad que no sea la de usar las armas. Os digo que, como sigáis atosigándome, la mataré, y si después irrumpís aquí a la fuerza, mataré a todos los que pueda antes del final. Pero, si habláis en serio, sí, os podré entregar a la chica sana y salva… ¡a cambio de un precio!
—Dime el precio —contestó Hugo.
—Una vida a cambio de una vida me parece un precio razonable. La vida de Rannilt a cambio de la de mi mujer. Que mi mujer se vaya de aquí con su caballo, sus bienes y sus pertenencias y todo lo que es suyo sin que nadie la persiga, y yo os devolveré a la chica sana y salva.
—¿Y aceptarías mi palabras de que nadie la perseguiría? —preguntó Hugo, procurando aprovechar por lo menos aquella pequeña ventaja.
—Sois famoso por ser un hombre de palabra.
Dos hombres emitieron unos audibles jadeos al oír las condiciones, y dos voces gritaron «¡No!» al unísono. Walter, temiendo perder su oro y su plata, se adelantó unos pasos para acercarse a Hugo hasta que Cadfael lo sujetó por el brazo y lo obligó a detenerse.
—¡No, este trato infame no es posible! —balbució indignado—. ¿Sus bienes y pertenencias? Míos, no suyos, porque me los robó. No se puede hacer tal trato. ¿La muy ramera se irá a Gales con sus ganancias tan mal adquiridas? ¡Nunca! ¡No lo permitiré!
En la ventana de arriba se vio la sombra de un movimiento y se oyó con toda claridad la voz de Susana:
—¿Cómo, está aquí mi amoroso padre? Quiere su dinero y pretende que me retuerzan el cuello, como a cualquiera que se atreva a poner las manos sobre su tesoro. Poco le conocéis si esperáis que él acceda a pagar un penique para salvar la vida de una criada o de una hija. No temáis, querido padre, yo digo que no con tanta energía como vos. No acepto el trato. Ni siquiera en peligro de muerte me apartaría un solo paso de mi hombre. ¿Me habéis oído? ¡Mi hombre, mi amante, el padre de mi hijo! ¡Pero con ciertas condiciones estaría dispuesta a separarme de él! Que Iestyn tome el caballo y se vaya a su tierra sin que nadie le moleste, y yo aceptaré de buen grado cualquier cosa que caiga sobre mí, la muerte o una vida desdichada. Me buscáis a mí, no a él. Yo he matado, es la verdad.
—Miente —gritó Iestyn con la voz ronca por la tensión—. El culpable soy yo. Todo lo que ella hizo, lo hizo sólo por mí…
—¡Calla, amor mío, ellos ya lo saben! Saben quién de los dos forjó los planes y los puso en práctica. Que conmigo hagan lo que quieran… ¡Pero a ti no te causarán ningún daño!
—Oh, insensata y queridísima muchacha, ¿piensas que yo te dejaría? No lo haría ni a cambio de todos los tesoros del mundo…
En medio de su apasionada discusión, los dos fugitivos se habían olvidado de los de abajo. No se veía nada más que el agitado temblor de unas confusas palideces enmarcadas por la oscura ventana, tal vez rostros y manos. Rostros juntando desesperadamente las mejillas y manos abrazando y acariciando. De pronto se oyó la voz de Iestyn:
—¡Sujétala! ¡Date prisa! ¡Vigila a esta corza! ¡Se nos escapa!
El abrazo quedó interrumpido en las sombras y se oyó un débil grito ahogado que le provocó a Liliwin un estremecido sobresalto, de pie al lado de Cadfael.
—Ésa es Rannilt. Oh, Dios mío, si pudiera llegar hasta ella…
El joven hablaba en voz baja, consciente de que no debía romper la tensión que amenazaba la joven vida de Rannilt y sus propias esperanzas de felicidad. Debería guardar silencio y soportar su dolor y su desesperación.
—Si grita, significa que está viva —le musitó Cadfael al oído—. Si ha intentado escapar, significa que no ha sufrido ningún daño y no la tienen atada. No lo olvides.
—¡Sí, es cierto! Y no pueden odiarla ni querer causarle daño…
Sin embargo, había oído la angustia y el dolor de aquellas dos voces desesperadas y sabía, como Cadfael, que las personas acosadas podían llegar a hacer cosas terribles y contrarias incluso a su propia naturaleza. Comprendía su sufrimiento y se identificaba con él, equiparándolo al suyo propio.
—No cantéis victoria —gritó Iestyn desde su escondrijo—. Aún la tenemos en nuestro poder. Ahora os ofrezco otro trato. Quedaos a la chica con el oro y la plata, dadnos los dos caballos y concedednos esta noche para que nos marchemos juntos sin que nadie nos persiga.
Walter Aurifaber se libró de la presa de Cadfael y se adelantó unos pasos, emitiendo un gemido de esperanza y aprobación.
—¡Mi señor! —exclamó—. Mi señor, eso podría ser aceptable. Si me devuelven el tesoro…
En comparación con aquello, su justa venganza no tenía demasiada importancia.
—Hay una vida que no pueden devolver —contestó lacónicamente Hugo, haciéndole señas de que se retirara con un gesto tan severo que el orfebre retrocedió, avergonzado—. ¿Me escuchas, Iestyn? —gritó Hugo, mirando una vez más hacia la oscura ventana del henil—. Te equivocas con respecto a mi oficio. Me encuentro aquí en representación de la justicia real. Estoy dispuesto a permanecer aquí toda la noche. Piénsalo bien y baja sin ensangrentarte las manos. Es lo mejor que puedes hacer.
—Estoy aquí y os escucho. No he cambiado —contestó sombríamente Iestyn desde arriba—. Si nos queréis a mi mujer y a mí, venid a buscarnos y venid primero a buscar este pequeño cadáver…, es vuestra presa… no la nuestra.
—¿Acaso he levantado la mano? —replicó Hugo en tono razonable—. ¿O he desenvainado la espada? Tú me ves a mí mejor que yo a ti. Tenemos toda la noche por delante. Si tienes algo que decir, dilo, pues yo estaré aquí.
La noche fue pasando con terrible lentitud tanto para los sitiados como para los sitiadores, los cuales permanecían en un siniestro silencio, si bien, en caso de que el silencio se prolongara demasiado, Hugo lo rompería deliberadamente para comprobar si Iestyn estaba despierto y vigilaba, aunque procuraría no alarmarle por temor a que el pánico le indujera a cometer una insensatez. No tendrían más remedio que ser más pacientes que el enemigo. Lo más probable era que no tuvieran demasiada comida y agua. Se les podría privar de víveres y agua. Sin embargo, aquel procedimiento podía provocar una súbita desesperación, capaz de aparejar una matanza. Deberían actuar poco a poco y con mucho tiento. A veces, el cansancio podía quebrar unos espíritus dispuestos a desafiar implacablemente las torturas, y la inactividad destruía los propósitos de acción.
—Probad a ver si podéis hacerlo mejor —le dijo Hugo a Cadfael, pasada la medianoche—. Todavía no saben que estáis aquí y tal vez podáis encontrar en su armadura una grieta inaccesible para mí.
Aquellas horas de la noche en que el corazón reducía su ritmo, la menor sorpresa podía producir un efecto mucho más intenso que en las horas diurnas, en pleno mediodía del vigor corporal. La sola voz de Cadfael, más profunda y áspera que la de Hugo, sobresaltó a Iestyn hasta el punto de inducirle a asomarse desde su torre de vigilancia para contemplar incautamente a su nuevo visitante.
—¿Quién es? ¿Qué truco os estáis inventando?
—No es un truco, Iestyn. Soy fray Cadfael de la abadía, el que a veces venía a la casa con sus medicinas. Me conoces, aunque no sé si lo bastante como para que confíes en mí. Déjame hablar con Susana.
Cadfael pensó que tal vez Susana se negaría a escucharle o a hablar con él. Cuando se le metía una cosa en la cabeza, era capaz de ser más dura que una piedra con cualquiera que tratara de desviar sus propósitos o de interponerse en su camino. Pero la joven se acercó a la ventana y escuchó. Por lo menos, sería un respiro. Los dos amantes intercambiaron sus lugares en el henil. Cadfael los oyó cambiar de sitio sin rozarse ni acariciarse, porque tales cosas eran impensables en aquel momento. Eran dos mitades de una unidad tanto en la vida como en la muerte. Uno de ellos, según se deducía del grito que previamente había escuchado, se encargaba de la vigilancia de la prisionera. No podían atarla o no lo habían considerado necesario. Tal vez no tenían medios para ello. Les habían atrapado en el momento de la fuga. ¿Era imperdonable pensar que ojalá hubieran emprendido la huida media hora antes?
—Susana, aún no es demasiado tarde para hacer una reparación. Conozco vuestras faltas, pero mi voz hablará por vos. Sin embargo, un asesinato es un asesinato. No penséis que podréis escapar. Aunque eludáis el juicio del mundo, hay otro que no podréis evitar. Mejor hacer las enmiendas que se puedan y recuperar la paz.
—¿Qué paz? —replicó la fría y amarga voz de Susana—. Ya no hay paz para mí. Soy un árbol enano al que se ha negado el terreno para crecer y ahora que llevo un fruto, a pesar de este mundo, ¿creéis que perderé una sola partícula de mi odio o mi amor? Dejadme en paz, fray Cadfael —añadió con más dulzura—. Vos os preocupáis por mi alma y yo me preocupo por mi cuerpo, el único cielo que jamás he conocido y jamás espero conocer.
—Bajad con Iestyn —dijo sencillamente Cadfael— y os prometo, y de ello tendré que responder ante Dios, que vuestro hijo nacerá y crecerá tal como corresponde a toda alma humana que viene inocentemente a este mundo. Pediré la intervención del señor abad para que así sea.
Susana soltó una estridente carcajada en la que se advertía, sin embargo, una nota de desesperada desolación.
—Éste no es un hijo de la santa madre Iglesia, fray Cadfael. Me pertenece a mí y a Iestyn, que es mi hombre, y nadie más lo acunará ni lo cuidará. No obstante, os agradezco vuestra buena voluntad para con mi hijo. A fin de cuentas —añadió la joven en amargo tono burlón—, ¿cómo puedo saber que la criatura nacerá bien y crecerá sana, fray Cadfael? Es posible que muera antes que yo.
—Haced la prueba —le replicó resueltamente Cadfael—. No os pertenece por entero sino que es un ser individual, aunque sea hijo vuestro. ¡Hacedle justicia! ¿Por qué tiene que pagar por vuestros pecados? No fue él quien pisoteó a Balduino Peche sobre la grava del Severn.
Susana emitió un gemido apagado, como si se hubiera atragantado con su propia cólera y dolor. Después, se tranquilizó y volvió a mostrarse inflexible.
—Aquí hay tres que son una sola cosa —dijo—, la única trinidad que reconozco en este momento. No existe una cuarta persona que tenga algo que ver con nosotros. No le debemos nada a nadie.
—Olvidáis que hay una cuarta persona a la que estáis utilizando de una forma vergonzosa. Una persona que no os pertenece y que jamás os hizo el menor daño. Ella también ama…, como creo que ya sabéis. ¿Por qué destruir a otra pareja tan desdichada como la vuestra?
—¿Y por qué no? —contestó Susana—. Yo soy la destrucción. ¿Qué otra cosa me queda ahora?
Cadfael insistió, pero al cabo de un rato de hablar sin desmayo comprendió que la joven se había levantado y retirado sin que él lograra convencerla, y que Iestyn había vuelto a sustituirla junto a la ventana. Esperó un poco y después reanudó sus súplicas, confiando en que el oído del mozo fuera más vulnerable que el de su compañera. Era un galés que no se consideraba tan agraviado como Susana, a pesar de las penalidades sufridas; y todos los galeses se sentían hermanos, aunque de vez en cuando unos a otros se cortaran las gargantas y abonaran sus pedregosos y yermos campos con los muertos de las fratricidas guerras tribales. Pero Cadfael sabía que tenía muy pocas esperanzas, pues ya había hablado con la que mandaba en aquella pareja. Cualquier súplica que Cadfael le dirigiera al mozo, ella la rechazaría con un gesto despectivo.
Aunque no estaba muy satisfecho, Cadfael suspiró de alivio cuando Hugo acudió a relevarle.
Se sentó desanimado sobre la hierba primaveral junto al seto de arbustos e inmediatamente advirtió que Liliwin tiraba con suave urgencia de su manga.
—¡Fray Cadfael, venid conmigo! ¡Venid!
El suspiro era emocionado y esperanzado, a pesar de que apenas quedara esperanza.
—¿Qué quieres? ¿Ir contigo adónde?
—Dijo que no había ninguna otra salida —musitó Liliwin, sin soltar la manga de Cadfael—. Por consiguiente, tampoco ninguna entrada. Pero la hay…, podría haberla. ¡Venid a verlo!
Cadfael le acompañó a través de los arbustos del promontorio y de la pendiente, justo por debajo del nivel del tejado del establo y muy cerca de éste, en el extremo occidental del edificio. Las tablas de madera del tejado se proyectaban por encima de un alero idéntico de la parte oriental donde Iestyn montaba guardia.
—Fijaos…, se ve el cielo salpicado de estrellas. Hay una celosía para que entre el aire.
Forzando la vista, Cadfael distinguió una forma cuadrada que hubiera podido ser efectivamente lo que Liliwin decía, pero que, a su juicio, no debía de medir más allá de una mano y un antebrazo de anchura. Los intersticios entre los listones, que apenas se podían discernir o imaginar, debían de ser sin duda lo suficientemente estrechos como para que no pasara por ellos ni siquiera una mano cerrada en puño. Tampoco había medio alguno de alcanzarlos como no fuera con una escala de mano o con el ligero peso y las patas de un gato, a pesar de que las tablas de la pared eran ásperas e irregulares.
—¿Eso? —replicó Cadfael, consternado—. Hijo mío, por ahí podría subir y entrar una araña, pero no un hombre.
—Ah, pero yo me he acercado y lo he visto. Hay suficientes puntos donde apoyar los dedos de los pies. Y creo que uno de los listones ya está suelto, los otros se podrían desprender fácilmente. Si un hombre pudiera llegar hasta allí mientras vosotros les entretuvierais por el otro lado… ¡Ella está allí arriba, lo sé! Ya habéis oído, cuando se les iba a escapar, lo poco que han tenido que correr.
Era cierto. Además, caso de poder elegir, la muchacha se encontraría lo más apartada posible de sus secuestradores.
—Pero, hijo mío, aunque arrancaras dos o tres listones…, ¿podrías hacer algo más sin que te oyeran? ¡Lo dudo! Entre nosotros no hay ningún hombre capaz de pasar por ese ojo de cerradura y llegar hasta ella. Aunque tuvieras tiempo de arrancar todos los listones de la celosía.
—¡Yo sí puedo! —musitó ansiosamente Liliwin—. Soy delgado y ligero y me enseñaron a hacer acrobacias desde los tres o cuatro años de edad. Es mi oficio. Puedo llegar hasta ella. Donde pueda trepar un gato, yo también puedo. Y ella es todavía más delgada que yo, aunque no sepa hacer acrobacias. Si tuviera una cuerda, podría subir y abrirle una salida. ¡Creo que merece la pena intentarlo! No hay otra solución. ¡Puedo hacerlo y lo haré!
—¡Espera! —dijo Cadfael—. Quédate aquí escondido y yo iré a decírselo a Hugo Berengario. Te conseguiré una cuerda y procuraré entretenerles con mi conversación mientras que tú trabajas. Ni una sola palabra ni un solo movimiento hasta mi regreso.
—No es una locura mayor que cualquier otra cosa que podamos intentar para romper su resistencia —dijo Hugo, tras escuchar la propuesta—. Si vos confiáis en ello, os ayudaré. ¿Creéis que ese mozo puede llegar hasta allí? ¿Os parece posible?
—Le he visto enroscarse en un nudo que una serpiente le hubiera envidiado —contestó Cadfael—. Si asegura que hay espacio suficiente para pasar, creo que puede juzgarlo mucho mejor que yo. Es su oficio y está muy orgulloso de sus habilidades. Sí, confío en él.
—Mandaré por una cuerda y un escoplo para desprender los listones, pero tendrá que esperar un poco. Procuremos que vigilen por este lado y, en caso necesario, fingiremos alguna maniobra, aunque sin asustarles. Pero que se lo tome con calma; es mejor esperar al amanecer para que Alcher pueda ver mejor la ventana y lo que aparezca en ella, y tenga una flecha a punto en caso de necesidad. Si permitimos que ese pobre muchacho arriesgue su vida, lo menos que podemos hacer es ofrecerle la mayor protección posible.
—Preferiría que no hubiera ninguna muerte —dijo tristemente Cadfael.
—Yo también —convino Hugo—, pero, si no hay más remedio, mejor el culpable que el inocente.
Todavía faltaba más de una hora y media para el amanecer cuando trajeron la cuerda que Liliwin necesitaba; sin embargo, el cielo ya había empezado a cambiar por el este, pasando de un azul profundo a un verdeazul más pálido, con una línea verde todavía más clara, la cual perfilaba las curvas de los campos que tenían a su espalda y la almenada colina de la ciudad.
—Prefiero que me la pasen alrededor de la cintura que alrededor del cuello —musitó angustiado Liliwin mientras Cadfael le ajustaba la cuerda detrás del seto de arbustos.
—Vaya, veo que estás de muy buen humor. ¡Que Dios os proteja a los dos! Pero ¿podrá la chica bajar por la cuerda si consigues llegar hasta ella? Las muchachas no son tan buenas acróbatas como tú.
—Puedo guiarla. Es tan liviana y menuda que podrá sujetarse a la cuerda y bajar de espaldas por la pared… Vos procurad tenerles entretenidos en el otro lado.
—Hazlo despacio y en silencio, no te apresures —le advirtió Cadfael, temeroso como un padre por un hijo a punto de entrar en batalla—. Yo haré de mensajero. La luz del día nos favorecerá a nosotros, no a ellos.
Liliwin se quitó los zapatos. Cadfael observó que los calcetines de ambos pies tenían agujeros. Tal vez aquello no tuviera demasiada importancia para la empresa que se proponía llevar a cabo, pero, cuando saliera al ancho mundo tal como así sería, Dios mediante, debería ir mejor abastecido.
El muchacho bajó en silencio por la ladera del promontorio hasta la pared del establo, extendió los brazos hacia arriba, encontró unos asideros que un hombre más grueso jamás hubiera tomado en consideración, apoyó el dedo gordo de un pie en el primero de ellos y se encaramó como una ardilla por la pared de madera.
Cadfael esperó y observó hasta que vio que la cuerda se deslizaba a través de los listones más sólidos de la celosía y que el primer listón podrido se desprendía despacio y con cuidado, cayendo en silencio sobre la tupida hierba de abajo. Ya había transcurrido más de media hora. De vez en cuando, se oía el rumor de unas cansadas voces en la parte oriental. El enrejado de listones de la celosía ya empezaba a verse mejor. La retirada de un listón dejó un espacio suficiente como para que entrara y saliera un gato, pero no un ser menos ágil y de mayor tamaño. La bóveda del cielo se fue aclarando gradualmente antes de que apareciera una fuente visible de luz.
Liliwin trabajaba con la cuerda fuertemente ajustada a la cintura y con los pies apoyados en las irregularidades de las tablas de la pared. Había empezado a soltar pacientemente un segundo listón cuando Cadfael retrocedió para informar de lo que sabía.
—Bien sabe Dios que parece imposible, pero el mozo conoce su oficio. Si él cree que puede pasar, tal como un gato adivina las cosas por medio de sus bigotes, yo le creo. Pero, por el amor de Dios, procurad que no se interrumpa el parlamento.
—Sustituidme sólo un instante… —dijo Hugo, retrocediendo sin apartar los ojos de la ventana del henil—. Una nueva voz mantendrá despierto su interés.
Cadfael volvió a utilizar los argumentos que previamente no le habían servido de nada. La voz que le contestó estaba ronca por el agotamiento, pero todavía era desafiante.
—No nos iremos de aquí —dijo Cadfael, despertando de su cansancio, movido por una doble inquietud— hasta que todos los que ahora están turbados en cuerpo y alma alcancen la libertad y la paz, en este mundo o en el otro. ¡Y que recaiga la culpa sobre aquél que lo impida hasta el final! Sin embargo, la misericordia de Dios es infinita para quienes la buscan, por muy tarde que sea y por muy débil que sea su esperanza.
—La luz no tardará en llegar —le estaba diciendo Hugo en aquel preciso instante a Alcher, el mejor arquero de la guarnición del castillo, el cual había elegido su posición mucho antes de que apareciera el alba y no había encontrado ninguna razón válida para cambiarla—. Procura estar preparado, cuando te llame, para disparar una flecha contra la ventana y atravesar a quienquiera que aceche en ella. Pero no dispares hasta que te lo diga. Reza a Dios para que no me vea obligado a hacerlo.
—De acuerdo, así lo haré —contestó Alcher, acariciando el arco con la flecha a punto, sin apartar la mirada de la oscura abertura que ahora resultaba cada vez más claramente visible por encima de la puerta del establo.
Cuando Cadfael regresó al promontorio, la celosía ya no era una celosía sino un pequeño cuadrado abierto bajo el alero, y los listones arrancados yacían amontonados en la tupida hierba de abajo. Liliwin introdujo un brazo para apartar cuidadosamente el heno y abrir un hueco, procurando hacer el menor ruido posible. ¡Si pudiera evitar que Rannilt se sobresaltara o gritara al advertir que alguien se acercaba por detrás! Ya era hora de que empezaran a armar el mayor alboroto posible delante de la puerta del establo. Sin embargo, Cadfael no pudo evitar contemplarlo todo conteniendo la respiración hasta que Liliwin introdujo la cabeza y los hombros a través de un espacio por el que parecía imposible que pudiera pasar su delgada figura. Con un rápido movimiento, enroscó el resto de su cuerpo y desapareció en una especie de silencioso salto mortal.
Cadfael regresó a toda prisa a un punto que no era visible desde la ventana del henil y le hizo señas a Hugo, indicándole que había llegado el momento de mayor peligro. Alcher vio antes que Hugo el brazo que se agitaba y se acercó el arco al oído, clavando los ojos en la borrosa chaqueta pardusca y el pálido rostro que habían aparecido en la ventana del edificio. A su espalda, el sol acababa de asomar por el horizonte y su primer rayo empezó a iluminar el caballete del tejado. En cuestión de un cuarto de hora, la luz alcanzaría la ventana y el disparo sería muy fácil.
—Iestyn —gritó Hugo, reuniendo en torno a sí a sus hombres, aunque sin acercarse demasiado a la puerta—, has tenido toda una noche para reflexionar. Ahora sé juicioso y sal voluntariamente, ya ves que no tienes ningún medio de escapar y eres mortal como los demás. Necesitas comer para vivir. Eso no es un refugio, no tienes cuarenta días de tregua.
—A nosotros sólo nos queda la soga —replicó Iestyn— y bien que lo sabemos. Pero, si ése tiene que ser nuestro final, os juro que la chica morirá antes que nosotros y su sangre caerá sobre vuestra cabeza.
—¡Eso dices tú, pero puede que hayas hablado más de la cuenta! Quizá tu mujer no está tan dispuesta a matar o morir. ¿Se lo has preguntado? ¿O acaso eres tú el único que lleva la voz cantante? Venid aquí, maese orfebre —gritó Hugo, haciendo señas a Walter de que se acercara—, venid y hablad con vuestra hija. Aunque sea muy tarde, puede que todavía os escuche.
Quería aguijonear a Susana para que ésta y su compañero se asomaran a la ventana y escupieran sus desafíos, dejando momentáneamente sin vigilancia a la prisionera. «Pero que no se precipite —rezó Cadfael, mordiéndose nerviosamente los nudillos en el promontorio—. El mozo todavía necesita unos minutos…».
Liliwin se abrió paso a través del heno, temiendo estornudar a causa del perfumado polvo que le cosquilleaba las ventanas de la nariz, o hacer demasiado ruido y delatar prematuramente su presencia. Delante de él, muy cerca de donde se encontraba, podía oír los movimientos de Rannilt y rezaba para que éstos cubrieran cualquier ruido que él hiciera. Al cabo de un rato, se detuvo para atisbar a través de la pantalla cada vez más transparente y distinguió el perfil de sus hombros y su cabeza, enmarcados por la débil luz matutina. Con mucho cuidado, ensanchó el pasadizo que había abierto en el heno para acercarse a la muchacha y para que ella pudiera pasar por su lado y salir en primer lugar a través del marco de la celosía. Iestyn estaba asomado a la ventana del henil, gritando maldiciones contra los de fuera. Aunque no se había vuelto a mirar, seguía constituyendo una amenaza para ellos.
Susana también representaba un peligro, pero, dondequiera que estuviera en aquel momento, guardaba silencio. Sin embargo, si los de fuera prosiguieran su acoso, por lo menos la mitad de su atención debería concentrarse en su amante. Por su suerte, en el henil todo estaba a oscuras.
La mano de Liliwin, tanteando delicadamente, encontró y rozó el brazo desnudo de Rannilt. La muchacha dio un respingo, pero no emitió el menor sonido. El mozo deslizó su mano para encontrar la suya y la asió. Entonces Rannilt lo comprendió todo. Lo único que percibió el joven fue un prolongado suspiro y unos dedos comprimiendo con fuerza los suyos. Con mucha delicadeza, la atrajo hacia sí y ella se fue acercando al hueco que Liliwin había abierto. Ahora ya se encontraba a su lado y la frágil pantalla de heno ocultaba al mozo y casi la cubría a ella por entero sin que todavía se hubiera producido ninguna alarma. Mediante la presión de su mano, Liliwin le indicó que se acercara a la celosía y la cuerda mientras él cubría su salida. Frente a la puerta del establo, las voces eran cada vez más fuertes y perentorias. Iestyn, vencido por el cansancio y la cólera, les rugía incoherentes desafíos. De pronto, se oyó la voz de Susana, que sin duda debía de encontrarse junto a su amante, elevándose por encima del clamor:
—Necios, ¿pensáis que hay algún poder capaz de separarnos ahora? Resistiré como Iestyn y desprecio tanto como él vuestras promesas y amenazas. Traedme a mi padre para que hable conmigo. Que oiga lo que le debo y lo que le deseo. ¡Le odio más que a ningún otro hombre de esta Tierra! De la misma manera que él nunca me atribuyó ningún valor, yo tampoco le atribuyo ninguno a él. ¿Se atreve a decir que ya no soy su hija? Pues él ya no es mi padre, nunca fue un padre para mí. Que le den de comer oro fundido en el infierno hasta que el vientre y la garganta se le quemen y se conviertan en ceniza…
Bajo la furia de aquella voz tan clara y cortante como una espada de acero, Liliwin empujó cuidadosamente a Rannilt por el polvoriento pasadizo de heno hasta la celosía y la cuerda, sabiendo que, si perdían aquella oportunidad, tal vez no tendrían otra.
Sobre el trasfondo de las maldiciones de Susana, el fino oído de Iestyn percibió el susurro del heno. El joven dio media vuelta, lanzó un grito de rabia al ver lo que ocurría y se abalanzó para impedirlo. El primer rayo de luz que penetró en el henil iluminó la hoja de su cuchillo.
Hugo adivinó lo que sucedía e intervino de inmediato.
—¡Dispara! —le gritó a Alcher, que disparó contra Iestyn, iluminado por aquel primer rayo de sol. Destinada a atravesar el pecho, la flecha no hubiera sido menos mortal en la espalda, si Susana, a pesar de su amarga exaltación, no hubiera intuido el significado de todos aquellos signos. Emitiendo un grito más de cólera que de terror, Susana se situó en la ventana con los brazos extendidos para impedir la muerte de su amante.
Al oír el primer grito, Liliwin empujó a Rannilt hacia la celosía y se levantó sobre el heno para protegerla con su cuerpo de cualquier peligro. Iestyn se abalanzó contra él mientras el cuchillo que sostenía en la mano recibía el rayo de sol y enviaba destellos de luz hacia el tejado. La hoja se encontraba en suspenso sobre el corazón de Liliwin cuando el grito de Susana sobresaltó repentinamente a Iestyn y le indujo a echarse atrás como un caballo súbitamente refrenado; la punta del cuchillo resbaló hacia abajo, abriendo un corte en el antebrazo que Liliwin había levantado para protegerse y arrancando de él un fino hilo de sangre que cayó sobre el heno.
Susana se estaba disolviendo y derritiendo como se derrite un muñeco de nieve al llegar el deshielo. El impacto de la flecha, que la alcanzó de lleno en el pecho izquierdo, la empujó hacia atrás y la hizo caer lentamente mientras sus manos asían la flecha y sus grandes ojos empañados miraban a Iestyn, a quien iba destinado el disparo. Liliwin, contemplando aturdido cómo el hombre se volvía para sostenerla, comentó más tarde que Susana estaba sonriendo. Sin embargo, sus recuerdos eran confusos y lo que más recordaba era el terrible aullido de dolor y desesperación que resonó por todo el henil. Iestyn arrojó el cuchillo, que se clavó temblando en las tablas del suelo, y abrazó a su amada, gimiendo y desplomándose al suelo con ella. Alrededor de la temible barrera de la flecha, Susana trató de levantar los brazos para estrecharle. El beso que ambos se dieron fue una contorsión que un hábil contorsionista como Liliwin recordaría toda la vida con tristeza y dolor.
Liliwin se recuperó enseguida porque no tenía más remedio. Tomó a Rannilt de la mano, la apartó de la celosía que ya no les hacía ninguna falta, y la acompañó hacia la escalera. Luego bajó con ella al establo, donde los caballos cargados piafaban nerviosamente después de las alarmas nocturnas. A continuación, haciendo un enorme esfuerzo, levantó las pesadas aldabas de la puerta. Cuando abrió las dos hojas y salió con Rannilt al verde prado, la luz oriental le iluminó el rostro, pero no el resto del cuerpo.
En cuanto emergieron al exterior, los hombres corrieron a su encuentro. Su papel había terminado. Fray Cadfael, musitando plegarias de gratitud, los abrazó a los dos y los condujo a una suave y herbosa loma donde ambos se sentaron sobre la tierra primaveral, aspirando el aire de mayo y la luz mañanera. Después, los jóvenes se volvieron lentamente con una sonrisa en los labios, como criaturas que despertaran de un sueño y se alegraran de estar juntas.
Hugo fue el primero en subir al henil, seguido por el sargento. Bajo el rayo de sol que, más ancho y atrevido, iluminaba ahora cegadoramente el suelo cubierto de paja del henil, Iestyn permanecía arrodillado, abrazando tiernamente a Susana para que su cuerpo no rozara las tablas del suelo. La flecha la había atravesado de parte a parte y asomaba por el hombro. Sus ojos ya estaban empañados como si durmiera, pero aún seguían clavados en el rostro de su amante, desencajado en una mueca de dolor y desesperación. Cuando el sargento hizo ademán de apoyar una mano en el hombro de Iestyn, Hugo le hizo señas de que se apartara.
—Déjale en paz —dijo en voz baja—, no se escapará.
No le quedaba ningún futuro ni ningún lugar hacia donde escapar y tampoco tenía a nadie con quien escapar. Lo que más quería lo tenía en sus brazos, pero ya por muy poco tiempo.
La sangre de Susana le manchaba los labios, las mejillas y las manos que la habían acariciado desesperadamente por un instante, como si las caricias pudieran sanarla. Ahora ya se había dado por vencido y sólo la estrechaba en sus brazos, contemplando unos labios que trataron de decirle en silencio que todo era culpa suya y él no tenía ninguna, aunque enseguida desistieron de su infructuoso intento. Después, vio que la luz desaparecía de sus empañados ojos grises. Ya todo había terminado.
Hasta aquel momento, Hugo no le tocó.
—Se ha ido, Iestyn. Ahora déjala y ven con nosotros. Te prometo que la conducirán a casa con todo respeto.
Iestyn la apoyó sobre un montón de heno y se puso lentamente en pie. El sol levante acarició el nudo del fardo que ambos habían llevado consigo al henil. Sus apagados ojos se posaron en él y se encendieron de rabia. Lo recogió del suelo y lo arrojó a través de la ventana. El fardo se abrió sobre la hierba del prado, diseminando su contenido en medio de una cascada de destellos arrancados por los rayos del sol que iluminaban los pastizales.
Un aullido de desolación y pérdida surgió de la garganta de Iestyn, elevándose hacia el sereno cielo sin nubes:
—¡Y yo que me la hubiera llevado descalza y sin nada!
Fuera, en los pastizales, se elevó otro gemido de aflicción que hizo eco al primero, cuando Walter Aurifaber se arrastró a gatas sobre la hierba, recogiendo febrilmente sus despreciadas piezas de oro y plata.