ugo se levantó antes de que su amigo terminara de pronunciar las últimas palabras.
—Si estáis en lo cierto, no esperarán un momento mejor después de lo ocurrido. Ya se han entretenido demasiado y, vive Dios, yo también.
—¿Vais allí ahora? Os acompaño.
Cadfael no estaba muy tranquilo por Rannilt. Con toda inocencia, la moza había revelado cosas que no significaban nada malo para ella, pero que podían revelar mucha maldad a quienes la escucharan. Mejor sacarla de allí antes de que pudiera poner en ulterior peligro los propósitos de Susana. Al parecer, Liliwin debía de abrigar el mismo temor, porque se levantó a toda prisa de su oscuro rincón para asir el brazo de Hugo antes de que éste abandonara el claustro.
—¿Ahora ya soy libre, señor? ¿Ya no tengo que permanecer aquí por más tiempo? ¡En tal caso, llevadme con vos! Quiero sacar a mi chica de aquella casa. Quiero tenerla a mi lado. ¿Y si le temieran por lo que sabe?
¿Y si le hicieran daño? ¡Quiero acompañaros para llevármela, tanto si corro peligro como si no!
Hugo le dio unas palmadas en el hombro.
—Ven y seas bienvenido. Libre como un pájaro. Ya me encargaré de que todos mis hombres se enteren y te protejan. Mañana toda la ciudad lo sabrá también.
No había ninguna luz encendida en casa de los Aurifaber cuando el sargento de Hugo aporreó la puerta. Todos estaban en la cama y transcurrió un momento antes de que alguien de la familia se despertara. Doña Juliana ya estaría amortajada y preparada para el ataúd.
Fue Margery la que, al final, bajó para preguntar con trémula voz a través de la puerta quién estaba afuera y qué ocurría a aquella hora de la noche. Por orden de Hugo, abrió la puerta y les franqueó la entrada, sorprendida e irritada con Susana que dormía en la planta baja y no le había ahorrado la molestia. Pero pronto resultó evidente que Susana no estaba allí. Su dormitorio estaba vacío, la cama aparecía intacta y en su cómoda sólo había unas viejas prendas.
La llegada del segundo alguacil del condado y sus acompañantes, junto con varios oficiales de la ley, despertó inmediatamente a los moradores de la casa. Walter bajó medio dormido y legañoso, Daniel se reunió solícito con su mujer y el mozo Griffin contempló la escena con inquietud desde el otro lado del patio. Todos formaban un grupo muy poco llamativo sin la presencia de sus dos miembros más dominantes. Estaban desconcertados y se miraban unos a otros perplejos, como si entre las sombras de la sala tuviera que aparecer Susana de un momento a otro.
—¿Mi hija? —graznó Walter, mirando consternado a su alrededor—. Pero ¿es que no está aquí? Tiene que estar… Estaba aquí como siempre, apagó todas las luces tal como suele hacer siempre y fue la última en acostarse. ¡No hace ni una hora! ¡No es posible que se haya ido!
Pero se había ido. Y también se había ido Iestyn, tal como Cadfael descubrió cuando tomó una linterna y bajó a mirar al sótano, utilizando la escalera de la parte posterior de la casa. Iestyn, el galés, sin dinero, sin familia y sin fortuna, que ni por un solo instante hubiera sido considerado digno de la hija de su amo, ni siquiera ahora que ésta había dejado de ser necesaria para el gobierno de la casa de su padre y ya no tenía ningún valor.
El sótano, con su bóveda de piedra, tenía la misma extensión que la casa. Impulsivamente, Cadfael se apartó de la fría y desierta cama y se dirigió linterna en mano a la parte anterior donde una estrecha escalera subía hasta la puerta de la tienda. Al abrir la puerta, vio inmediatamente el cofre saqueado en el que Walter guardaba su tesoro. No había sombras ni ruidos aquella noche, sólo el parpadeo de la vela cuando se abrió en silencio la puerta.
A escasa distancia, cuando Cadfael retrocedió y volvió a subir por la escalera exterior, estaba el pozo, y a su derecha la puerta de la habitación de Susana, a través de la cual ésta podía pasar rápidamente de la sala a la cocina y el joven de abajo podía entrar por la noche.
Se habían ido, tal como probablemente pensaban hacer la noche anterior de no haberse producido la muerte de la anciana. Obedeciendo a una intuición, Cadfael entró por aquella puerta y le pidió a Margery que abriera la puerta cerrada de la despensa. El gran recipiente de piedra en el que Susana guardaba la harina de avena se encontraba en un rincón de la estancia. Cadfael levantó la tapa y lo iluminó con la linterna. Quedaba todavía una respetable cantidad de harina en el fondo, suficiente para ocultar un bulto de gran tamaño, pero, privado de aquel relleno, el contenido era inferior a una cuarta parte. Juliana estuvo allí con sus llaves antes que Cadfael, pero lo dejó todo tal como estaba con la intención, como siempre, de gobernar la suerte de los suyos por su cuenta y sin interferencias exteriores. Supo lo ocurrido, pero calló cuando hubiera podido hablar. Y aquella audaz muchacha, su más próxima pariente, toda desesperación y férrea serenidad, la atendió con esmero y esperó su destino sin temor y sin queja. La una era tan fuerte como la otra, para bien o para mal, y ninguna estaba dispuesta a conceder o pedir clemencia.
Cadfael volvió a colocar la tapa en su sitio, salió y cerró de nuevo la puerta. En la sala, los demás se agitaban y hablaban con murmullos, deseosos de reafirmar su inocencia y honorabilidad a toda costa y aturdidos ante la idea de que una pariente suya pudiera ser sospechosa de algo tan execrable como un robo a su propia familia. Walter contestó tartamudeando, anonadado por aquella traición y casi sin poder articular palabra, vencido por la pena de que una hija le hubiera robado el dinero. Hugo prefirió hablar con Daniel.
—Si pretendía emprender un largo viaje esta noche para librarse de nuestra ley o, por lo menos, de nuestra autoridad, ¿adónde puede haber huido? Necesitan caballos. ¿Tenéis algún caballo que puedan haber tomado?
—Aquí, en la ciudad, no —contestó Daniel, pálido y desgreñado, con una apostura que resultaba casi absurda en aquel trance—, pero al otro lado del río tenemos unos pastos y un establo. Padre tiene dos caballos allí.
—¿Por qué parte? ¿En Frankwell?
—En Frankwell y a lo largo del camino occidental.
—El camino occidental podría ser el más apropiado —terció Cadfael, saliendo de la despensa— porque aquí falta un galés y han desaparecido sus escasos efectos personales. Una vez en Gales, podría burlarse del alguacil del condado de Shrop. Con todo lo que haya podido llevar consigo.
Apenas acababa Cadfael de pronunciar estas palabras, ante las indignadas e incrédulas protestas de Walter, irritado por la mera sugerencia de una alianza tan depravada, cuando Liliwin se abrió paso desde la parte de atrás, temblando de inquietud.
—Vengo de la cocina… Rannilt no está allí. Su cama está fría y ha dejado todas sus cosas… —muy pocas debían de ser, pero él conocía el valor de las pocas pertenencias que allí había, para alguien que prácticamente no tenía nada—. La han llevado consigo…, tienen miedo de que diga lo que sabe. Esta mujer se la ha llevado —gritó el mozo, desafiando la ley y a todos los componentes de aquel hogar—. Ya ha matado una vez y volverá a matar si le conviene. ¿Adónde se han ido? ¡Voy tras ellos!
—Vamos todos —dijo Hugo, volviéndose hacia Walter Aurifaber. Que el padre sufriera por los suyos, como el enamorado estaba sufriendo por la amada. Por los que estaban unidos a él por vínculos de sangre o de codicia—. Vos, señor, tendréis que acompañarnos. Decís que nos llevan una hora de adelanto a pie. Venid, pues, les seguiremos a caballo. He pedido que traigan los caballos del castillo y ahora ya estarán en la calle. Vos conocéis mejor que nadie el camino del establo, conducidnos allí enseguida.
La noche era oscura, estaba despejada y era todavía muy joven, por lo que aún perduraba un poco de luz en algunos lugares inesperados como, por ejemplo, un suave paraje del río, la fachada de una casa de pálida piedra, un arbusto en flor o algunas anémonas esparcidas bajo los árboles. Las dos mujeres habrían cruzado la puerta galesa y el puente. Owain Gwynedd, el poderoso señor que tenía bajo su dominio una considerable parte del territorio de Gales, mantenía su mano cortésmente apartada de la fratricida guerra de Inglaterra y actuaba en beneficio de sus propios intereses, acogiendo astutamente a quienquiera huyera de su enemigo y aceptando como amigo a quienquiera le facilitara informaciones útiles. No constituía ninguna amenaza para las fronteras de Shrewsbury porque tenía mucho más que ganar manteniéndose a distancia. Pero vigilaba con mucha severidad su propia frontera. Era una buena noche y un buen momento de la noche para que unos fugitivos cabalgaran hacia el oeste, siempre y cuando sus referencias tribales fueran aceptables.
Pasaron como sombras por las oscuras callejas del suburbio de Frankwell y Susana giró hacia el oeste, siguiendo un camino a través de los campos sin perder de vista el río. Llevaba el fardo más pequeño, pero también el más pesado. El de mayor tamaño, que contenía sus mejores prendas de vestir, lo llevaban entre las dos. Abultaba demasiado como para que lo llevara una sola persona.
«Sin tu ayuda —había dicho— hubiera tenido que dejar la mitad de mis pertenencias, y allí donde voy me harán mucha falta».
—¿Llegaréis muy lejos esta noche? —preguntó Rannilt en tono vacilante, preocupada por la seguridad de su ama.
—Fuera de esta tierra, espero. Iestyn, que aquí no es nadie, tiene parientes y casa en su país. Allí estaremos a salvo juntos. Después de esta noche, si nos damos prisa, no podrán perseguirnos. ¿No tienes miedo de recorrer este largo camino conmigo en la oscuridad, Rannilt?
—No —contestó la muchacha con vehemencia—, no tengo miedo. Os deseo todo lo mejor, deseo que seáis feliz y me alegro de llevaros los fardos y de saber que no os vais desamparada.
—No —convino Susana con un curioso tono de voz que sugería una sonrisa—, no me voy sin un céntimo. Me tengo bien ganado mi futuro, ¿no crees? Ahora vuélvete a mirar a la izquierda de la colina de la ciudad —la loma semejaba una sombra encorvada en la oscuridad de la noche, con la pálida muralla de piedra punteada aquí y allá por los reflejos de las plateadas aguas del río—. Una última mirada —añadió Susana—, porque ya no tardaremos en llegar. ¿Ha sido muy pesada la carga? Pronto la dejarás.
—No ha sido pesada en absoluto —le contestó Rannilt—. Haría mucho más por vos, si pudiera.
El camino a través de las tierras sin arar era áspero y escabroso, pero Susana lo conocía muy bien y avanzaba con seguridad. A su derecha, el terreno se elevaba en la oscuridad, cubierto por una fragante arboleda. A la izquierda, los suaves prados descendían hacia las mansas y susurrantes aguas del Severn. Ante sus ojos apareció en la oscuridad de la noche la borrosa silueta de un tejado, rodeado por arbustos y cerrado hacia el norte por un escarpado terreno; hacia el sur los pastos se abrían suavemente.
—Ya hemos llegado —dijo Susana, apurando el paso de tal forma que Rannilt tuvo que correr para no desequilibrar el peso del fardo.
El edificio no era muy grande, pero estaba sólidamente construido de tablas de madera y era lo suficientemente alto como para que encima del establo hubiera un henil para el forraje. Había una puerta de doble hoja abierta de par en par en la oscuridad. A través de ella les llegó el cálido olor de los caballos y el heno. Después apareció la figura de un hombre que, al parecer, estaba esperando su llegada. Inmediatamente reconoció los pasos de Susana y se acercó a ella con los brazos abiertos. Susana soltó los bultos y le abrazó. No intercambiaron ni una sola palabra. Rannilt, sin soltar parte de su carga, se estremeció como si la tierra temblara bajo sus pies mientras ellos se estrechaban en un exultante y silencioso abrazo. Una vez por lo menos, aunque jamás volvería a repetirse, ella también había experimentado una pequeña chispa de aquella llama devoradora. Cerró los ojos y tembló de emoción.
La separación fue tan brusca y silenciosa como el abrazo. Iestyn miró por encima del hombro de Susana y clavó sus ojos negros en Rannilt.
—¿Por qué has traído a la chica? ¿Para qué nos sirve?
—Vamos adentro y te lo explicaré —le contestó Susana—. ¿Ya has ensillado los caballos? Tenemos que irnos enseguida.
—Estaba a punto de hacerlo cuanto te oí —Iestyn tomó el fardo de ropa y atrajo a Susana hacia la cálida oscuridad del establo mientras Rannilt les seguía tímidamente, consciente de lo poco que ahora la necesitaban—. ¿Quién sabe?, puede haber alguien despierto por la orilla del río y no conviene que vean ningún movimiento hasta que nos vayamos.
Rannilt les oyó abrazarse de nuevo en la oscuridad y comprendió que aquel breve contacto era una muestra de apasionado consentimiento. Entonces adivinó que ambos se habían acostado juntos tal como ella hiciera con Liliwin, pero muchas veces y sin mejor esperanza. Recordó la puerta posterior de la habitación de Susana y la escalera del sótano a escasa distancia. Todas las tentaciones al alcance de la mano, pero hábilmente disimuladas.
—¿Qué te propones hacer con la chica? —preguntó Iestyn en voz baja—. ¿Por qué la has traído?
—Ve demasiado y se fija en demasiadas cosas —contestó lacónicamente Susana—. La pobre inocente me ha dicho cosas que más le hubiera valido no haber dicho y que más vale no decirle a nadie, pues si alguien las comprendiera más que ella, aún podrían ser nuestra perdición. Por eso la he traído. Puede acompañarnos… durante un trecho del camino.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Iestyn, tras un breve y profundo silencio.
—¿Tú qué crees? Hay muchos bosques y parajes silvestres al otro lado de la frontera. ¿Quién la buscará? Una criada de la cocina sin parientes.
Las palabras de Susana sonaban tan serenas y razonables que Rannilt no comprendió su significado y permaneció de pie, sintiéndose perdida y olvidada mientras ellos hablaban.
Un caballo piafó en la oscuridad y el calor de su cuerpo templó el aire nocturno. Las sombras empezaron a emerger débilmente mientras Iestyn respiraba profundamente y se estremecía de pronto. Rannilt le oyó temblar, pero no comprendió.
—¡No! —exclamó Iestyn en un apagado susurro—. No, eso no podemos hacerlo y no lo haré. Por Dios bendito, pero ¿qué daño nos ha hecho esta pobrecilla todavía más desdichada que nosotros?
—No tienes por qué hacerlo tú —contestó fríamente Susana—. ¡Lo haré yo! No hay nada que no pueda hacer para que seas mío y yo sea tuya y vivamos juntos en este mundo. Después de lo que he hecho, ¿piensas que hay algo que no me atreva a hacer?
—¡No, eso no! Si me amas, no cometas ese crimen. Lo otro no tuviste más remedio que hacerlo, ¡no se perdió gran cosa con la muerte de aquel hombre tan mezquino como tus parientes! ¡Pero esta niña, no! ¡No te lo permitiré! Además, no hay necesidad —añadió Iestyn, pasando del tono autoritario a la persuasión—. Estamos aquí, lejos de la ciudad, dejémosla aquí y vayámonos tú y yo juntos. ¿Qué nos importa lo que ocurra? Que regrese cuando se haga de día. ¿Dónde estaremos nosotros entonces? Libres de la persecución y a salvo al otro lado de la frontera de Gales. ¿Qué daño puede hacernos, ella que jamás hizo ninguno ni nunca lo hará?
—¡Nos perseguirán! Si mi padre llegara a saber… ¡Tú ya le conoces! No movería un dedo por mí, pero por eso…, por eso… —dijo Susana rozando con el pie el fardo que había llevado consigo. El fardo emitió un leve sonido metálico en la oscuridad—. Podría haber dificultades durante el camino hacia Gales, accidentes, demoras… Mejor estar seguros.
—¡No, no, no! No quiero que mancilles mi amor, no quiero verte tan cambiada. Te quiero tal como eres ahora…
Los caballos piafaron y relincharon, molestos por la perturbadora presencia a aquella hora de la noche, pero despiertos y preparados. Después, se produjo un breve y profundo silencio que terminó con un prolongado suspiro.
—Corazón mío, amor mío —dijo Susana en un suave susurro—, como tú quieras, como tú mandes… Haremos lo que dices… ¡Sí, dejémosla en paz! ¿Y si nos persiguen? No puedo negarte nada…, ni siquiera mi vida…
Todo lo que habían comentado con respecto a Rannilt ya había terminado. La muchacha permaneció inmóvil en un rincón del establo, tratando de comprender y deseando que se fueran a Gales, donde Iestyn era un hombre libre y tenía parientes en lugar de ser un criado, y donde Susana podría ser una digna esposa en lugar de ser una criada de la casa, privada de sus derechos y su dote.
Iestyn tomó el fardo de la ropa y, por los movimientos de uno de los caballos, Rannilt adivinó que lo estaba sujetando a la silla. El otro bulto, más pequeño y pesado, volvió a emitir un leve sonido metálico cuando Susana lo levantó para atarlo a la silla del segundo caballo. Las siluetas de las monturas apenas se distinguían. Un ocasional retazo de luz iluminaba sus grupas y se advertía el calor de sus cuerpos cada vez que se movían.
Una mano abrió de par en par una hoja de la puerta y apareció un fragmento de cielo más claro que la oscuridad circundante y más azul que la negrura, paulatinamente iluminado por la media luna creciente. Uno de los caballos se puso en movimiento, conducido hacia el pálido intersticio de la puerta.
De pronto se oyó un grito breve y brusco, cuya desolación atravesó dolorosamente el aire. La hoja de la puerta volvió a cerrarse de golpe y Rannilt oyó que unas manos movían apresuradamente unas aldabas y las colocaban de nuevo en sus sólidos soportes. Las dos aldabas de la puerta poseían la fuerza y la seguridad de un baluarte.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó súbitamente la voz de Susana en la oscuridad.
Sostenía la brida del caballo y su brusca detención había obligado a la bestia a dar una sacudida.
—¡Muchos hombres, bajando por la ladera! ¡Llevan caballos! Vienen hacia aquí… ¡Lo saben!
—¡No pueden saberlo! —gritó Susana.
—Lo saben. Se están distribuyendo para rodearnos, he visto cómo se separaban. ¡Sube por la escalera! Llévate a la chica. Puede que aún nos sirva de algo —dijo Iestyn con súbita rabia—. ¿Qué otra cosa podría librarnos del juicio?
Rannilt, perpleja y asustada, tembló en la oscuridad, aturdida por el rumor de los cascos de los caballos que piafaban a su alrededor, por el violento movimiento de los cuerpos, por los cálidos olores del establo que se agitaban en el aire y por las punzadas de terror que le aguijoneaban la piel. La puerta estaba atrancada y Iestyn se interponía entre ella y la salida, aun en el caso de que hubiera podido levantar las aldabas. A pesar de todo, no podía creer ni comprender lo que le estaba ocurriendo ni establecer una relación entre aquellos dos seres desesperados y la Susana y el Iestyn que ella conocía. Cuando una mano la asió por la muñeca y la arrastró a la parte posterior del establo, la siguió sin oponer la menor resistencia. ¿Qué otra cosa podía hacer? Se golpeó el tobillo con el último peldaño de la escalera mientras la mano tiraba de ella hacia arriba. Jadeando en la oscuridad, se dejó arrastrar adonde la llevaban y fue arrojada boca abajo sobre un montón de heno que la envolvió con su polvo y su seca dulzura. Fue vagamente consciente de unos retazos de cielo brillando a través del heno y visiblemente más pálidos que la oscuridad que la rodeaba; quienquiera que hubiera construido el establo y el henil había colocado una celosía de ventilación para airear el interior.
A su espalda, en la parte del henil correspondiente a la puerta de abajo, vio un cuadrado de cielo más grande en la ventana a través de la cual se introducía con horcas el heno de las cosechas para su almacenamiento. La muchacha oyó que los peldaños de la escalera crujían bajo el peso de Iestyn, que subió a toda prisa y se agachó junto a la ventana para observar a los enemigos que cercaban su refugio. Súbitamente, Rannilt comprendió lo que ocurría. Unos puños empezaron a aporrear la puerta atrancada de abajo. Los representantes de la ley se encontraban fuera, prestos a intervenir.
—¡Abrid y salid, si no queréis que os saquemos a golpes de hacha! ¡Sabemos que estáis aquí dentro y conocemos los delitos de los que deberéis responder!
La muchacha no reconoció la voz porque un audaz sargento se había adelantado a su señor y a sus compañeros en cuanto oyó que atrancaban la puerta por dentro. Pero comprendió el significado de las palabras e intuyó con toda claridad en qué peligrosa situación se encontraba.
—¡Retiraos! —gritó Iestyn—. ¡O vosotros también tendréis que responder ante Dios de una vida! Apártate de esta puerta y no te atrevas a acercarte porque estoy viéndote con toda claridad. No pienso seguir hablando contigo, subalterno, sino tan sólo con tu señor. Dile que tengo a una chica en mi poder y que llevo un cuchillo al cinto. En cuanto un hacha empiece a golpear estas tablas de madera, mi cuchillo le cortará la garganta. Ahora tráeme a alguien con quien pueda parlamentar.
Fuera se oyó una rápida orden, seguida de un profundo silencio. Rannilt se retiró todo lo que pudo hacia el débil retazo estrellado. Entre aquel lugar y lo alto de la escalera por la que había subido se encontraba la silenciosa e inmóvil presencia de Susana, vigilando la única arma de su amante.
—Pero ¿qué os he hecho yo? —preguntó Rannilt sin rencor ni esperanza.
—Has tenido mala suerte —contestó amargamente Susana, sin echarle la culpa de lo ocurrido—. Para tu desgracia y la nuestra.
—¿Y de veras vais a matarme? —preguntó la muchacha, tan asombrada que incluso olvidó momentáneamente su terror.
—Si no hay más remedio.
—Pero, si muero —dijo Rannilt, poniendo, en un momento de desesperada perspicacia, el dedo en la llaga de sus secuestradores— no os serviré de nada. Sólo si vivo podréis conseguir lo que queréis. Si me matáis, lo habréis perdido todo. Y vosotros no queréis matarme, ¿qué placer os reportaría eso? Pero ¡si yo no os sirvo para nada!
—Si tengo que derribar este tejado para que caiga sobre mi cabeza —contestó Susana con fría crueldad—, procuraré que caiga también sobre la mayor cantidad de inocentes que pueda arrastrar conmigo. De ese modo no me iré sola a la tumba.