la mañana siguiente, Susana se acercó a la mesa del silencioso hogar y, con pausada deliberación, desprendió la fina cadena de las llaves que colgaban de su ceñidor y las depositó delante de Margery.
—Ahora son tuyas, hermana, tal como querías. A partir de hoy, el gobierno de esta casa te corresponde y yo no me entrometeré en nada.
Estaba pálida y ojerosa a causa de la noche de vigilia, aunque los demás tampoco mostraban un semblante demasiado descansado. Todos se alegrarían de acostarse temprano para compensar la falta de sueño.
—Esta mañana te acompañaré en la cocina y la despensa y te enseñaré lo que hay. Después te mostraré la ropa blanca y todo lo demás que te entrego. Te deseo mucha suerte —dijo Susana.
Margery casi no creía posible semejante magnanimidad, por lo que trató de utilizar un tono lo más conciliador posible mientras su cuñada le mostraba sus nuevos dominios.
—Y ahora —dijo Susana, sacudiéndose rápidamente de encima aquella obligación—, tengo que ir a ver a Martín Bellecote para que se encargue de la construcción del ataúd. Padre irá a visitar al sacerdote de Santa María. Y después, si me disculpáis, me iré a dormir un rato y la chica hará otro tanto, porque ninguna de las dos hemos pegado el ojo esta noche.
—Me las arreglaré sola —contestó Margery— y procuraré no molestarte en tu habitación. Si me permites sacar primero lo que necesito para el almuerzo, podrás retirarte a descansar.
Margery se debatía entre la humildad y el júbilo exultante. Tener una muerte en la casa no era un placer, pero la tristeza sólo duraría unos días, después ella se vería libre de todas las barreras que obstaculizaban sus planes, de los viejos ojos reprobadores que la vigilaban y menospreciaban sus mejores esfuerzos, libre de aquella muchacha que sin duda dejaría de intervenir en el gobierno de la casa a partir de aquel momento, y dueña y señora de un marido domado que, en adelante, bailaría al son que ella tocara. Todo salía mejor de lo esperado.
Fray Cadfael pasó la primera parte de la tarde en el herbario y, tras haberlo dejado todo en orden, fue a revisar las tareas del Gaye. El tiempo seguía muy hermoso y soleado y los niños de la ciudad y la barbacana, nacidos y criados junto al agua y capaces de nadar casi antes de aprender a andar, entraban y salían de los bajíos. Los más audaces incluso se atrevían a adentrarse en la corriente del Severn. La crecida primaveral procedente de las montañas ya había terminado y el río se mostraba tranquilo, aunque los chiquillos conocían sus trampas y nunca se fiaban demasiado.
Cadfael cruzó los floridos vergeles, con la mente trastornada por los acontecimientos de aquella noche, y bajó a la orilla hasta encontrarse más o menos delante de los jardines de las casas de la otra orilla que se levantaban junto a la muralla del castillo. A medio camino de la ladera se veía la alta muralla de piedra de la ciudad con la crestería todavía sin reparar en algunos puntos, después de los rigores del asedio sufrido dos años antes. La muralla estaba atravesada por dos angostas puertas de arco que podían cerrarse fácilmente en tiempo de peligro. Una de ellas debía de estar situada en terreno de los Aurifaber, aunque Cadfael no estaba seguro de cuál. Por debajo de la muralla, el prado resplandecía en todo su verdor y los árboles mostraban sus pálidas hojas nuevas y sus flores blancas. Los alisos se inclinaban flexiblemente sobre las aguas con sus candelillas rosas. Los sauces brillaban con reflejos de oro y plata, repletos de flores aterciopeladas. Qué tiempo tan cargado de dulces promesas como para que se amenazara a un pobre joven con la horca o se castigara un hogar con semejantes pérdidas y muertes.
Los chicos de la ciudad y los chicos de la barbacana eran rivales por tradición y en sus peleas se reflejaban las disputas de los mayores. Sus juegos acuáticos se transformaban a veces en batallas que raras veces eran peligrosas. Si algún espíritu atolondrado traspasaba el límite, siempre había un mozo sensato y prudente que mediaba en la contienda y se llevaba al exaltado a lugar seguro. Cadfael observó los juegos en la otra orilla. Un chico de la barbacana se había adentrado en el agua y, acercándose a un grupo de chiquillos de la ciudad, había empujado a uno de ellos por debajo de la superficie del agua. Los demás le persiguieron indignados corriente abajo hasta que alcanzó la orilla y trató de huir por la herbosa ladera, pero, en su precipitación, volvió a caer a los bajíos donde empezó a chapotear para librarse de sus perseguidores. Desde un prado en el que ciertamente no tenía ningún derecho a estar, empezó a dar brincos y voces mientras los demás se retiraban y abandonaban la persecución.
Al parecer, había encontrado algo en la grava de la orilla, entre los arbustos. Se sentó y frotó el objeto en la palma de la mano, estudiándolo con curiosidad. Aún estaba ocupado con él cuando otro niño de aproximadamente su misma edad salió desnudo de un jardín de arriba, dejó la camisa sobre la hierba y bajó corriendo hacia la orilla, vio al intruso y se lo quedó mirando.
La distancia no era muy grande. Cadfael lo reconoció y supo a quién pertenecía el prado. De trece años, de buena estatura y muy bien parecido, Griffin, el bobalicón mozo de Balduino Peche, había recibido permiso para abandonar su trabajo durante una hora, atravesar el portillo de la muralla y nadar en el río como los demás chicos.
Griffin había visto, mucho mejor que Cadfael desde la otra orilla del río, la clase de trofeo que aquel descarado invasor de la barbacana había descubierto en los bajíos. Soltando un grito de indignación, el niño bajó corriendo por la herbosa ladera para arrebatar lo que el otro sostenía en la mano. Algo cayó y centelleó brevemente en el suelo. Griffin se abalanzó como un halcón y recogió celosamente el objeto. Sorprendido, el otro niño se levantó y quiso luchar por su posesión, pero retrocedió ante un contrincante más fuerte. No lamentó demasiado perder su juguete. Ambos niños discutieron con cierto acaloramiento y Cadfael oyó sus excitadas voces desde la otra orilla. El chico de la barbacana lanzó a su enemigo un insulto de despedida, retrocedió hacia el río, saltó al agua entre un fuerte chapoteo y regresó a nado a sus dominios, moviéndose con la súbita agilidad de una trucha plateada. Cadfael se desplazó hacia el lugar donde el niño alcanzaría la orilla, sin apartar los ojos de la ladera contraria. Vio que Griffin, en lugar de arrojarse al agua para perseguirle, regresaba para guardar cuidadosamente su trofeo entre los pliegues de la camisa que había dejado junto a los arbustos. Después, el niño bajó por la ladera, se sumergió en el agua y permaneció flotando boca abajo en la corriente con la soltura propia de los que saben nadar desde pequeños. Se estaba dejando mecer por el agua mientras jugaba con los remolinos de la corriente cuando el otro chico alcanzó la herbosa orilla en la que se encontraba Cadfael. Chorreando agua y acalorado por el ejercicio, empezó a brincar mientras se rodeaba el cuerpo con los brazos, iluminado por el tibio sol. Los adultos aún tardarían un mes en meterse en el río, pero los jóvenes tenían más energía y conservaban mejor el calor. Tal como solían decir los viejos con tolerancia: donde no había sentido, no había sentimiento.
—Bueno, pececito —dijo Cadfael, reconociendo al mozuelo en cuanto éste se acercó—, ¿qué has pescado entre el barro de allí abajo? He visto que te lo llevabas a la orilla. ¡Pero no has podido llegar muy lejos! Elegiste mal puerto.
El niño se dirigió al lugar en que había dejado su ropa. Tomó el jubón y esbozó una sonrisa mientras cubría su desnudez.
—No les temo a los chicos de la ciudad y tanto menos a ese bobo del cerrajero, pero no me importa que se quede con su baratija. ¡Dice que era de su amo! Una cosa redonda con una cabeza de hombre con barba y sombrero de pico. No merece la pena.
—Además, ese Griffin es más fuerte que tú —dijo inocentemente Cadfael.
El mozuelo hizo una mueca de desprecio y, tras restregarse los pies y los tobillos en la suave hierba y secarse los muslos, empezó a ponerse los calzones.
—Pero es lento y duro de entendederas. ¿Qué hacía esa cosa, tirada allí en la grava de la orilla, si tanto valor tiene? ¡Por mí, ya puede quedarse con ella!
Dicho lo cual, el chico corrió a reunirse con sus compañeros, dejando a Cadfael muy pensativo. Una moneda alojada entre la grava de la orilla donde el río formaba una cueva superficial, y descubierta casualmente por un niño que había llegado allí.
No había nada de extraño en ello. En las aguas del Severn se encontraba toda clase de cosas mucho más raras que una moneda perdida. Lo curioso era que hubiera aparecido. Demasiados hilos de telaraña se estaban enredando alrededor de la casa de los Aurifaber y nada de lo que ocurriera allí podía considerarse normal o casual. Sin embargo, Cadfael no sabía cómo atar aquellos cabos sin aparente relación entre sí.
Regresó a sus semillas, que por lo menos eran inocentes de cualquier misterio. Pasó el resto de la tarde trabajando hasta casi la hora de vísperas; pero aún le quedaba una media hora larga cuando le llamaron desde el agua. Al volverse, vio a Madog remando corriente arriba y cruzando el río hacia la orilla. Había abandonado la barquita de juncos y llevaba un ligero esquife, muy capaz, tal como pensó Cadfael con súbita inspiración, de trasladar a un monje curioso a la otra orilla para echar un vistazo a la plácida caleta en la que el chico había encontrado la moneda a la que tan escaso valor atribuía.
Madog acercó la embarcación a la orilla y la retuvo, clavando un remo en la suave tierra.
—Bueno, fray Cadfael, me han dicho que ha muerto la anciana señora. Malos vientos rondan esa casa. Dicen que estabais a su lado cuando murió.
—Cuando se rebasan con creces los ochenta años, dudo que la muerte pueda considerarse una desgracia —contestó Cadfael—. En efecto, ha muerto. Se fue pasada la medianoche.
Cadfael no sabía si con una maldición o una bendición o tan sólo con una torva afirmación de su dominio y protección sobre todos ellos, tanto sobre los que amaba como sobre los que no amaba. Porque, pudiendo hablar, sólo dijo lo que le pareció conveniente. No se refirió para nada a las disputas de aquel día, a pesar de su trascendencia. Eran su gente. Lo que tuviera que juzgarse y castigarse entre ellos era asunto suyo, y el mundo exterior no tenía por qué entremeterse. Sin embargo, pronunció deliberadamente unas enigmáticas palabras para que Cadfael las oyera. ¿Él, que era su adversario, su médico y… sería una palabra demasiado fuerte decir su amigo? A su sacerdote sólo le contestó con unos movimientos de párpados para decir que sí o que no, confesar sus debilidades, aceptar la penitencia y desear la absolución. Pero ni una sola palabra.
—Los ha dejado enemistados —dijo Madog con astucia mientras en su curtido rostro se dibujaba una burlona sonrisa—. ¿Cuándo han sido otra cosa? La avaricia es mala cosa, Cadfael, y ella los crio a todos así, dispuestos siempre a recibir, pero nunca a dar.
«Yo les crie», había dicho la anciana, como si reconociera una culpa sobre la cual sus párpados no dijeron ni que sí ni que no a las preguntas del sacerdote.
—Madog —dijo Cadfael—, llévame a la otra orilla bajo el jardín de la casa. Por el camino te diré por qué. Sus tierras son las que llegan hasta la orilla junto a la muralla. Me gustaría echar un vistazo.
—¡Con mucho gusto! —Madog acercó el esquife—. He recorrido el río arriba y abajo desde la compuerta donde Peche guardaba su barca, tratando de encontrar a alguien que pueda decirme si le vio después de la mañana del lunes pasado, pero nadie sabe nada. Dudo que Hugo Berengario haya averiguado algo, preguntando en la ciudad a toda la gente que conocía al cerrajero y a todos los parroquianos de las tabernas que él visitaba. Subid, pues, y sentaos. Con dos personas a bordo, la barca se hunde un poco más y navega con más dificultad.
Cadfael descendió por la ladera, saltó ágilmente al interior de la embarcación y se sentó. Madog se apartó de la orilla y se adentró en la corriente.
—¡Decidme! ¿Qué es lo que tanto os interesa en el otro lado?
Cadfael le contó la escena que había presenciado. A pesar de que no parecía gran cosa, Madog le escuchó con atención, con un ojo puesto en los remolinos superficiales del río, que ahora parecían inofensivos y juguetones, y el otro perdido en alguna visión interior de la familia Aurifaber, desde la anciana matriarca a la joven desposada.
—¡Conque eso es lo que ha despertado vuestra curiosidad! Bueno, pues cualquiera que sea su significado, aquí lo tenéis. El chico de la barbacana ha dejado claramente sus huellas, fijaos dónde pisó la tierra mojada.
Era un lugar muy tranquilo y casi íntimo en el que la embarcación penetró hasta rozar la grava del bajío. Una pequeña ensenada en la que las claras aguas apenas se movían. En el fondo de grava se veían todavía las pequeñas huellas de las manos del niño. En uno de aquellos huecos (Cadfael recordó que era el de la mano derecha), el niño encontró la moneda y subió a la orilla para examinarla con más detenimiento. Las candelillas de los sauces y los alisos crecían en el mismo borde del agua a ambos lados de la extensión de hierba situada por encima de la verde ladera, lo suficientemente empinada como para secarse con facilidad y lo suficientemente suave como para que en ella se pudiera tender ropa. Sólo desde la otra orilla del río se podía ver aquel terreno. Desde la ciudad, sus dos lados estaban protegidos por los arbustos. Unos guijarros blancos y pulidos, algunos de considerable tamaño, estaban esparcidos aquí y allá para tender la ropa en los días de colada en que hacía buen tiempo. Cadfael los estudió y observó la presencia de una piedra más grande, caída sin duda desde la muralla de la ciudad. No estaba pulida por el agua sino que tenía cantos cortantes con amasijos de argamasa todavía adheridos. La habían dejado allí tras haber caído de la crestería, quizá para amarrar algún bote en los bajíos.
—¿Veis algo interesante? —preguntó Madog, hundiendo un remo en la grava para inmovilizar la embarcación.
Hacía un buen rato que Griffin había disfrutado de su baño, se había secado y vestido y había regresado con su moneda a la tienda del cerrajero, presidida ahora por Juan Boneth. El niño conocía a Juan desde hacía tiempo y le consideraba el segundo en autoridad, después de su amo; para él, Juan era ahora su amo.
—¡Demasiado! —contestó Cadfael.
Bajo el agua clara se veían con toda transparencia las huellas de las manos del chico mientras que las de los pies resultaban perfectamente visibles entre la hierba de la orilla. Abajo encontró el trofeo y arriba se sentó para examinarlo hasta que apareció Griffin y se lo quitó. El chico dijo que era de su amo, y era honrado como sólo podían serlo los simples. Alrededor de la embarcación crecían las flores y arriba en el prado se veían los guijarros y la piedra caída de la muralla. Bajo los alisos, cuyas ramas se inclinaban sobre la corriente, se mecían las delicadas balsas de los ranúnculos acuáticos. Y lo más curioso era que, en el borde de la verde ladera, al alcance de la mano de Cadfael, había no una, sino tres pequeñas cabezuelas de flores purpúreas, destacando valientemente en la hierba: los rabos de zorra buscados en vano en otros parajes del río.
Los guijarros y la áspera piedra aún no significaban nada para Madog, pero las pequeñas agujas purpúreas llamaron la atención de sus ojos. El barquero las contempló, miró el rostro de Cadfael y estudió de nuevo el claro bajío en el que un hombre jamás hubiera podido ahogarse a no ser que perdiera el sentido.
—¿Es éste el lugar?
Las frágiles y temblorosas flores blancas de los ranúnculos danzaban bajo los alisos, delicadamente ancladas en la orilla. Los pequeños surcos dejados por los dedos del niño se desplazaron y llenaron poco a poco de arena.
—¿Aquí, junto a sus tierras? —dijo Madog, sacudiendo la cabeza—. ¿Es eso cierto? No he encontrado ningún otro lugar en el que este tercer testigo se junte con los otros dos.
—Bajo la certeza del Cielo —contestó muy serio Cadfael—, no hay nada que sea completamente cierto, pero eso es lo máximo a que puede aspirar un hombre. ¿Robó y le descubrieron? ¿O acaso descubrió demasiado acerca del que robó, y fue lo suficientemente necio como para dar a entender que lo sabía? ¡Que Dios nos asista! Devuélveme a la otra orilla, Madog, tengo que regresar corriendo para vísperas.
Madog le llevó sin hacer preguntas, pero mantuvo sus perspicaces y viejos ojos clavados en el rostro de Cadfael mientras cruzaba el río de regreso al Gaye.
—¿Irás al castillo para comunicárselo a Hugo Berengario? —preguntó Cadfael.
—Más bien a su casa. Aunque dudo de que esté allí, esperándome.
—Cuéntale todo lo que hemos visto —le dijo Cadfael—. Que lo venga a ver él mismo y saque las conclusiones. Háblale de la moneda (porque estoy seguro de que fue eso) encontrada en esta caleta y dile que Griffin aseguró que pertenecía a su amo. Que Hugo interrogue al chico.
—Se lo contaré todo —contestó Madog—, lo cual es más de lo que yo entiendo.
—Yo tampoco lo entiendo demasiado todavía. Pero pídele que venga a hablar conmigo, si puede, una vez haya sacado algo en claro del enredo. Porque yo también estaré preocupado por el embrollo y quizá, con la ayuda de Dios, llegaré a alguna conclusión antes de la noche.
Hugo regresó a casa muy tarde, tras haber efectuado una serie de interrogatorios que no le llevaron a ninguna parte como no fuera a un efecto acumulado capaz de convertir la probabilidad en certeza. Un hecho cierto era que nadie, en sus habituales recorridos por la ciudad, había visto a Balduino Peche desde el mediodía del lunes. La noticia del fallecimiento de doña Juliana no añadía nada por tratarse de una persona muy vieja. Sin embargo, quedaba la desagradable sensación de que no era posible que se hubieran concentrado por azar tantas desgracias juntas en una casa. Los datos que le facilitó Madog aumentaron la inquietud que lo embargaba.
—¿Allí mismo, a dos pasos de su tienda? ¿Es posible? Y estaban las tres cosas presentes: los alisos, los ranúnculos, las flores de color púrpura… Todo vuelve y converge en esta casa. Dondequiera que empecemos, acabamos aquí.
—Es cierto —dijo Madog—. Fray Cadfael se está devanando los sesos en este enredo y desearía estudiarlo con vos, mi señor, si pudierais dedicarle una hora esta noche, aunque fuera muy tarde.
—Lo haré con mucho gusto —contestó Hugo—. Bien sabe Dios que se necesita más ingenio del que yo tengo y una visión mucho más aguda para descubrir algo en esta oscuridad que nos envuelve. Vete a casa a descansar, Madog, nos has prestado un buen servicio. Yo iré a ver al chico de Peche y trataré de averiguar lo que pueda sobre esa moneda que, según él, pertenece a su amo.
A aquella misma hora, Cadfael serenó su espíritu, refiriendo, después de la cena, todos sus descubrimientos al abad Radulfo, que le escuchó con pensativa seriedad.
—¿Ya habéis avisado a Hugo Berengario? ¿Pensáis que querrá discutir ulteriormente el asunto con vos? —el abad conocía la amistad entre ambos, surgida de unos acontecimientos ocurridos antes de que él fuera nombrado abad de Shrewsbury—. Tomaos todo el tiempo que haga falta si viene esta noche. Hay que resolver este asunto cuanto antes. Cada vez parece más claro que el huésped refugiado en esta casa tiene muy poco que ver con los delitos. Él está aquí dentro, pero el mal campa por sus respetos fuera de estas murallas. Si es inocente de todo, es necesario, en justicia, que el mundo lo sepa.
Cadfael abandonó los aposentos del abad al caer la noche, con tiempo suficiente para pensar. Asistió al rezo de completas y después, en lugar de dirigirse al dormitorio, salió al pórtico donde Liliwin había extendido las mantas y se había hecho la cama. El joven aún estaba despierto, sentado con las rodillas dobladas y la espalda apoyada en el rincón del banco de piedra. Una diminuta figura encorvada, cantando para sus adentros en la oscuridad una canción que se había inventado, pero aún no había completado a su entera satisfacción. Interrumpió el canto al ver a Cadfael, y se apartó para hacerle sitio sobre las mantas.
—Hermosa melodía —dijo Cadfael, sentándose con un suspiro—. ¿Es tuya? Será mejor que te la guardes si no quieres que Anselmo te la robe como base para una misa.
—Aún no la tengo terminada —contestó Liliwin—. Le falta el remate final. Es una canción de amor para Rannilt —el mozo volvió el rostro para mirar al monje—. La amo. Me quedaré aquí y me enfrentaré a la horca antes que irme sin ella.
—La chica no te agradecería que lo hicieras —dijo Cadfael—. Pero, si Dios quiere, no tendrás que hacer semejante elección —el juglar, aunque todavía inquieto y asustado, sabía que cada día que pasaba arrojaba nuevas dudas sobre la acusación que pesaba contra él—. Allí fuera las cosas se mueven de una forma impenetrable. A decir verdad, la ley se está acercando a la favorable opinión que yo tengo de ti.
—Bueno, tal vez… Pero ¿qué ocurrirá si averiguan que salí de aquí aquella noche? Ellos no creerían mi historia como vos la creísteis… —el joven miró recelosamente a fray Cadfael y vio en su serena mirada algo que le indujo a preguntarle, alarmado—: ¿No se lo habéis dicho al segundo alguacil del condado? Me prometisteis… por el bien de Rannilt…
—No te apures, el buen nombre de Rannilt está tan a salvo con Hugo Berengario como conmigo. Ni siquiera la ha llamado a declarar como testigo y no lo hará a no ser que el asunto se lleve ante los tribunales. ¿Decírselo? Bueno, pues, en efecto se lo dije, pero sólo cuando él me dio a entender que lo había adivinado. Su olfato para las mentiras es por lo menos tan fino como el mío y nunca se creyó del todo el «no» que consiguió arrancarte. Lo demás me lo arrancó a mí. Le pareciste más convincente diciendo la verdad que mintiendo. Además, te queda Rannilt, en caso de que necesitaras su testimonio, y los guardias que te vieron entrar y salir. No te preocupes demasiado por lo que hiciste aquella noche. Ojalá supiera yo tanto sobre lo que hicieron los demás. ¿No recuerdas nada más? —preguntó Cadfael, contemplando la mirada ansiosa y confiada de Liliwin—. El más pequeño detalle relacionado con aquella casa podría ser útil.
Liliwin trató de recordar y repitió una vez más la breve historia de su relación con la casa del orfebre. El dueño de la taberna donde tocó y cantó para ganarse la cena le habló de la boda que se celebraría al día siguiente. Se presentó allí, esperanzado, y le contrataron para la fiesta. Hizo lo mejor que pudo para ganarse el dinero que le prometieron, pero fue expulsado y perseguido como un ladrón. Finalmente se refugió en la iglesia de la abadía. Era lo que había contado al principio.
—¿Qué viste de la casa? Porque la primera vez que estuviste allí era de día.
—Fui a la tienda y me enviaron por el pasadizo a la puerta de la sala donde estaban las mujeres. Ellas me contrataron, la vieja y la joven.
—Y por la noche, ¿qué ocurrió?
—Bueno, en cuanto entré, me enviaron a comer con Rannilt en la cocina y estuve allí con ella hasta que me llamaron para tocar y cantar mientras ellos cenaban. Después toqué para que bailaran, hice juegos de acrobacia y malabarismo… y ya sabéis cómo acabó todo.
—O sea que sólo viste el pasadizo y el patio. ¿No bajaste al jardín ni cruzaste la puerta de la ciudad para bajar a la orilla del río?
Liliwin sacudió enérgicamente la cabeza.
—Ni siquiera sabía que el terreno de la casa rebasaba la muralla hasta el día en que Rannilt vino aquí. Vi la muralla cuando entré en la sala por la mañana, pero pensé que el jardín terminaba allí. Fue Rannilt la que me habló del terreno donde solían tender la colada al otro lado de la muralla. Era el día de la colada, ¿sabéis?, y ella terminó de frotar y enjuagar la ropa a media mañana. Por regla general, tiene que preparar también la comida y vigilar que no llueva y recoger la ropa antes del anochecer. Pero aquel día la señora Susana le dijo que ella se encargaría de todo y le permitió venir a visitarme. ¡Fue muy amable por su parte!
Era curioso que los recuerdos del muchacho pudieran evocar tan claramente la imagen de aquel terreno para secar la colada que él jamás había visto como no fuera a través de los ojos de Rannilt; la herbosa ladera, los guijarros sobre los que extendía la ropa, los alisos de la orilla del río, la muralla de la ciudad que protegía el prado por el norte y lo dejaba abierto por el sur…
—Recuerdo que Rannilt me comentó que la señora Susana tenía los zapatos y el dobladillo de la falda mojados cuando regresó de tender la ropa y la encontró llorando. Pero, aun así, primero se preocupó por la pena de mi chica… «No te preocupes por mis pies mojados —le dijo—, ¿qué me dices de tus ojos mojados?». ¡Rannilt me lo contó!
Todos preparados para salir a media mañana… tal como Balduino Peche salió a media mañana por última vez. Sumido en sus propios pensamientos, Cadfael experimentó de pronto una sacudida al percatarse, con retraso, de lo que acababa de oír.
—¿Qué has dicho? ¿Que tenía los pies y la falda mojados?
—El río había crecido un poco —explicó Liliwin sin inmutarse—. Resbaló en la suave hierba de la orilla. Mientras tendía una camisa en los alisos…
Después regresó tranquilamente y dio permiso a la criada para que se fuera. De este modo, sólo ella bajó más tarde a recoger la ropa. ¿Qué otra razón pudo haber para atravesar el portillo de la muralla? Justo la víspera, Rannilt se sentó en la puerta para remendar el desgarrón de una falda. Y en el dobladillo descolorido había quedado una mancha más oscura…
—Fray Cadfael —llamó el portero suavemente desde la arcada del claustro—, Hugo Berengario está aquí y pregunta por vos. Dijo que le esperabais.
—Le espero —dijo Cadfael, apartando con cierto esfuerzo sus pensamientos de la casa de los Aurifaber—. Decidle que venga. Creo que los dos hemos trabajado el uno para el otro.
Aún no había oscurecido del todo y el cielo estaba muy despejado. Hugo Berengario conocía el camino. Entró, sin oponerse a la presencia de Liliwin, y se sentó en el pórtico, mostrando a su amigo la moneda de plata que sostenía en la mano.
—La he examinado a la luz del día. Es un penique de plata de san Eduardo, rey antes de la llegada de los normandos, una preciosa pieza acuñada en esta ciudad. El acuñador fue un tal Godesbrondo. Se conservan algunas piezas suyas en otros lugares, pero hay muy pocas en la ciudad donde fueron acuñadas. En el inventario de Aurifaber figuran tres. Y ésta se encontraba alojada entre las tablas de madera del cubo del pozo a la mañana siguiente del robo. El chico dice que había un trocito de áspera tela azul prendido en el cubo, pero que no le dio importancia. Sin embargo, creo que quienquiera que vaciara el cofre de Aurifaber debió de colocarlo todo en una bolsa de tela azul que después introdujo en el cubo en cuestión de minutos para recuperarlo más tarde con toda comodidad durante las horas nocturnas, antes de que el más madrugador saliera a sacar agua del pozo. Así creo que pudo pasar.
—Y la persona que lo volvió a izar —dijo Cadfael— se dejó prendida una esquina de la bolsa en un grieta del cubo…, un pequeño desgarrón suficiente como para que una de las monedas de menor tamaño se escapara a través de él. Puede que fuera eso lo que ocurrió. ¿Y el chico de Peche encontró la moneda?
—Fue el más madrugador. Sacó agua del pozo y encontró la moneda. Se la entregó a su amo. Éste le ofreció una recompensa y le pidió que no dijera nada del asunto. Tenía un gran valor para él, le dijo Peche.
Y así sería, en efecto, en caso de que alguien de la casa fuera el ladrón y él pudiera obtener la mitad de las ganancias a cambio de su silencio. ¡Los peces estaban subiendo! Ahora Cadfael empezó a comprender lo sucedido. Se olvidó de la presencia del joven, acurrucado en un rincón del banco junto a ellos. El mozo estaba tan inmóvil y silencioso que Hugo apenas se había fijado en él.
—Creo —dijo Cadfael, abriéndose cuidadosamente camino por aquel embrollo en el que todavía podía haber alguna trampa— que, cuando vio la moneda, comprendió o adivinó con bastante certeza qué miembro de aquella familia era el ladrón. Y previó una posibilidad de buenas ganancias. ¿Qué podía pedir? ¿La mitad del botín? De nada le hubiera servido ser más modesto en sus exigencias puesto que la persona en cuestión tenía la fuerza, la pasión y la crueldad suficientes como para actuar sin perder el tiempo en discusiones. Prestad atención, Hugo, y recordad lo que ocurrió aquella noche. Buscaron a maese Walter, le encontraron sin sentido en la tienda y lo llevaron a su cama. Y entonces alguien (nadie está seguro de quién fue) gritó que lo debía de haber hecho el juglar y todos salieron en su persecución, tal como pudimos ver aquí, en la abadía. ¿Quién se quedó en la casa para atender al hombre que había sufrido la agresión y a la anciana que estaba a punto de sufrir un ataque?
—Las mujeres —contestó Hugo.
—Las mujeres. La desposada se quedó arriba, al cuidado de los infortunados en sus habitaciones. Fue Susana la que corrió a avisar al médico. Efectivamente, lo hizo. Pero ¿fue a avisarle enseguida o primero corrió al pozo para ocultar en un escondrijo más seguro lo que allí encontró?
Ambos amigos se miraron en sobrecogido silencio.
—¿Es posible? —dijo Hugo, asombrado—. ¿Su propia hija?
—Todo es posible entre los humanos. ¡Pensadlo un poco! El cerrajero tenía en sus manos la llave del misterio. Si hubiera sido honrado, hubiera acudido inmediatamente a mostrársela a Walter o Daniel y les hubiera contado lo que sabía. No lo hizo porque no era honrado. Quería obtener ganancias de lo que había averiguado. Si no abordó a quien consideraba culpable hasta el lunes, fue porque hasta entonces no tuvo ocasión de hacerlo en privado. Recordó, como nosotros, que todos los hombres salieron en persecución de Liliwin y comprendió que había sido una mujer la que sacó el tesoro del pozo y lo puso a buen recaudo hasta que cesara el alboroto y, con un poco de suerte, un pobre muchacho vagabundo fuera ahorcado por el delito. ¿Quién tenía las llaves de la casa y conocía mejor que nadie todos sus escondrijos? El cerrajero llegó a la conclusión de que era Susana y el lunes aprovechó el momento en que ella salió con el cesto de la colada y cruzó el portillo de la muralla para tender la ropa en el prado. A media mañana Balduino Peche fue visto por última vez en su tienda. Se fue comentando algo sobre la subida de los peces. Nadie volvió a verle vivo.
Liliwin, que hasta entonces había permanecido mudo en su rincón, se inclinó hacia delante para protestar.
—¡No lo diréis en serio! Ella… fue la única que se mostró amable y considerada con Rannilt. La dejó venir aquí para que se tranquilizara… Nunca creyó realmente que yo…
El mozo comprendió a tiempo hacia dónde le llevaban sus palabras, y se detuvo con un gemido.
—Tenía buenas razones para saber que tú no le hiciste ningún daño a su padre ni le robaste los bienes. ¡Las mejores razones! Y también tuvo buenos motivos para enviar a Rannilt lejos de la casa, de tal forma que tuviera ocasión de bajar tranquilamente a recoger ropa a la orilla del río donde había dejado muerto al hombre que pretendía extorsionarla.
—No puedo creer —susurró Liliwin, temblando— que ella hiciera tal cosa aunque quisiera. ¿Una mujer…, matar?
—Subestimas a Susana —dijo Cadfael, mirándole con expresión sombría—. Y lo mismo hicieron sus parientes. Las mujeres han matado más de una vez.
—Supongamos por tanto que él la siguió hasta el río —dijo Hugo—. Será mejor que sigáis. Decidnos qué creéis que ocurrió y cómo.
—Creo que él la siguió hasta la orilla del río, le mostró la moneda y le exigió una parte de las ganancias a cambio de silencio. Creo que él fue quien más la subestimó. ¡Una simple mujer! Esperaba mentiras, engaños, aplazamientos, tal vez súplicas y un poco de esfuerzo para convencerla de que lo sabía y hablaba en serio. Pero se equivocó. No había contado con una mujer capaz de aceptar el peligro sin gritar, tomar una decisión inmediata y actuar, aplastando sin contemplaciones la amenaza. Creo que ella debió de hablarle amablemente mientras tendía la colada. Estando él en la orilla del río con la moneda en la mano, se situó a su espalda con una piedra en la mano como si quisiera tender una pieza, y le golpeó la cabeza.
—Seguid —dijo Hugo—, no podéis dejar la historia interrumpida.
—Creo que ya lo sabéis. Tanto si el golpe le aturdió como si no, cayó boca abajo en el bajío. Supongo que ella no le dio tiempo a que se recuperara e intentara levantarse sino que actuó de inmediato. ¡Tenía la falda y los zapatos mojados! Acabo de enterarme. Y recordad las magulladuras en la espalda. Creo que le pisó en el agua cuando cayó y lo tuvo inmovilizado hasta que murió.
Hugo guardó silencio. Fue Liliwin quien emitió un leve gemido de horror al oír el relato, estremeciéndose como si la noche se hubiera enfriado repentinamente.
—Después consideró tranquilamente la posibilidad de que la corriente del río se lo llevara y procuró inmovilizarle bajo los alisios para que pudiera ser trasladado de noche a otro sitio y alguien le descubriera, pensando que se había ahogado. ¿Recordáis la mellada magulladura de sus hombros? Junto a los guijarros del prado hay una piedra de cantos cortantes que probablemente cayó de la muralla. En cuanto a la moneda, estaba debajo del cuerpo y ella no lo advirtió.
Hugo respiró hondo y continuó con su reflexión.
—¡Pudo ser así! Pero no fue ella quien siguió a su padre hasta la tienda y le golpeó, porque estuvo en todo momento con los invitados hasta que fue en su busca. Y entonces pidió inmediatamente auxilio. No tuvo tiempo de golpearle ni de robar el botín. Debió de sacarlo más tarde del pozo, donde ciertamente ella no lo ocultó. Me parece que, a vuestro juicio, hubo dos personas que lo planearon todo.
—Hay efectivamente dos personas. Una que golpeó, robó y escondió, y otra que de noche recuperó los bienes y los guardó en lugar más seguro. Una que destruyó al que la quería extorsionar en cuanto éste le expuso sus propósitos, y otra que se llevó el cuerpo y lo trasladó a otro sitio por la noche. Sí, sin duda son dos.
—En tal caso, ¿quién es la segunda? Es cierto que un hermano y una hermana que soportaron la tacañería de sus parientes pudieron conspirar para apoderarse de lo que se les negaba y es cierto también que Daniel salió sigilosamente aquella noche. Aunque la historia del lecho de la mujer casada me suene a verdad, no por eso he dejado de vigilarle. Hasta los hombres superficiales pueden aprender a mentir.
—No me olvido de Daniel. Pero, de entre todos los hombres, su hermano es el que menos probabilidades tiene de haber sido cómplice de los planes de Susana.
En un súbito destello esclarecedor, Cadfael empezó a recordar pequeños detalles sin importancia. Las palabras que le repitió Rannilt, los insólitos elogios de Juliana a su nieta por conservar el recipiente de harina de avena todavía medio lleno pasada la Pascua, y la amarga respuesta de Susana: «¿Acaso me teníais preparado un lugar? ¿Un monasterio tal vez?». Y, después, el grito y la caída de la anciana…
¡No, un momento! Hubo algo más, ahora se daba cuenta. En lo alto de la escalera, la anciana iluminó con la lámpara la figura de Susana, todas las curvas y rincones… ¡Sí! Vio algo y entonces lanzó un grito, se llevó la mano al pecho y cayó, soltando la lámpara delatora. En cierto modo debía de haber adivinado la verdad y se levantó por la noche para enfrentarse con su única y mejor rival. Ella también vio el desgarrón de la falda y la mancha del dobladillo y debió llegar a sus propias conclusiones. Aún tenía las llaves y comentó que pensaba utilizarlas antes de entregarlas definitivamente. Sí, y sus últimas palabras fueron: «Por todo eso, me hubiera gustado sostener en mis brazos a mi bisnieto…». Unas palabras que, en aquel momento, Cadfael comprendió mucho mejor que la primera vez.
—¡No, ahora lo entiendo! Nada hubiera podido detenerla. El hombre que se confabuló con ella no era un pariente ni jamás le hubieran aceptado como tal. Los dos tuvieron que hacer los planes a la fuerza para huir juntos de aquí en la primera ocasión favorable e iniciar una nueva vida, lejos de esta ciudad. Como su padre le negó la dote, ella misma se la tomó. Ahora sabemos lo que es este hombre cuya identidad ignoramos de momento. Es su amante. Más aún, es el hombre que la dejó preñada.