annilt corrió a apagar la serpiente de fuego que había prendido en algún objeto, provocando una llama. Buscando a tientas, sus manos encontraron la dura esquina de un bulto envuelto en un lienzo, en el suelo junto a la pared, y apagaron las llamas que se escapaban del deshilachado extremo de la cuerda que lo ataba. Saltaron algunas chispas que prendieron en las tablas del suelo. Rannilt las siguió de rodillas y las apagó con el dobladillo de su falda hasta que todo quedó a oscuras. No durante mucho tiempo, porque todos los de la casa se habrían despertado. Rannilt buscó a tientas por el suelo, tratando de localizar a la anciana.
—No te muevas —le dijo Susana en la oscuridad—. Voy a encender una luz.
Se fue con su rapidez y competencia habituales a su dormitorio, donde siempre tenía a punto un pedernal y una mecha junto a la cama. Regresó con una vela y encendió la lámpara de aceite que había en un soporte de la pared. Rannilt se levantó y corrió hacia doña Juliana, que yacía boca abajo al pie de la escalera. Pero Susana fue más rápida e inmediatamente se arrodilló junto a su abuela, pasándole las manos por el cuerpo en busca de posibles fracturas de huesos antes de atreverse a colocarla boca arriba. Los huesos viejos eran muy frágiles, pero no había sido una caída violenta sino más bien unos suaves tumbos de peldaño en peldaño.
De pronto aparecieron todos los demás sosteniendo velas, contemplando la escena boquiabiertos, y haciendo preguntas a gritos. Daniel y Margery se habían echado apresuradamente una sola capa alrededor de los hombros, Walter parloteaba legañoso y medio dormido e Iestyn había subido a toda prisa la escalera del sótano, entrando por la puerta posterior de la habitación de Susana, que Rannilt había dejado abierta. Se encendieron luces por todas partes, olvidando la habitual mesura.
Todos se acercaron alarmados y perplejos, haciendo preguntas incoherentes. Las humeantes llamas y las parpadeantes sombras llenaron la sala de sombras cambiantes, danzando alrededor de las dos figuras inmóviles en el suelo. ¿Qué había ocurrido? ¿Qué era todo aquel alboroto? ¿Qué estaba haciendo la anciana fuera de su cama? ¿De dónde procedía aquel olor a quemado? ¿Quién era el causante de todo aquello?
Susana deslizó un brazo por debajo del cuerpo de su abuela, acunó la canosa cabeza con la palma de la otra mano y le volvió el rostro hacia arriba. Después dirigió al vociferante círculo de sus parientes una fría mirada en la que sólo Rannilt pudo ver el desprecio que sentía por todos los miembros de su familia, a excepción del que, roto y apagado, descansaba sobre su brazo.
—Dejad de gritar y haced algo de provecho. ¿Es que no lo veis? Salió con la luz para ver cómo estaba yo, sufrió un ataque como el anterior y cayó escaleras abajo. Puede que esta vez sea el último de verdad. Rannilt os lo podrá decir. Ella la vio caer.
—Es verdad —dijo Rannilt, temblando—. Soltó la lámpara, se llevó la mano al pecho y cayó. El aceite se derramó y el fuego prendió, pero yo lo apagué… —la muchacha miró hacia la pared, buscando el hato en que habían prendido las llamas, pero ya no vio nada—. No está muerta… Mirad, respira… ¡Escuchad!
Era cierto. En cuanto acallaron sus gritos el aire se estremeció con la superficial y afanosa respiración de la anciana. La mitad de su rostro estaba desencajada, al igual que su boca entreabierta; sus ojos miraban sin ver y la mitad de su cuerpo estaba tan tiesa como una tabla de madera; los dedos de la mano aparecían rígidos y retorcidos.
Susana los miró a todos y tomó disposiciones que nadie se atrevió a contradecir.
—Padre, y tú, Daniel, llevadla a la cama. No tiene ningún hueso roto y no siente nada. No podemos administrarle ninguna de sus pociones porque no traga. Margery enciende el brasero de su habitación. Yo le prepararé un poco de vino caliente con azúcar y especias para que se reanime… si es que se reanima.
Después miró por encima de los hombros de Rannilt a Iestyn, el cual permanecía de pie en las sombras sin saber qué hacer. El rostro de Susana parecía tan frío como el mármol, pero sus ojos resplandecían.
—Corre a la abadía —le dijo Susana a Iestyn— y pide que venga fray Cadfael. A veces, cuando tiene que preparar alguna medicina, se queda trabajando hasta muy tarde. Pero, aunque se haya retirado a su celda, el portero le avisará. Dijo que vendría siempre que le necesitáramos. Ahora le necesitamos.
Iestyn se volvió sin una palabra, se retiró tan silenciosamente como había entrado y corrió a cumplir el encargo.
Todavía no era muy tarde. En el dormitorio de la abadía, la mitad de los monjes no conseguía conciliar el sueño y, en algunas celdas, los monjes no dormían, turbados por la fuerza de los recuerdos. Cadfael, que había permanecido un buen rato en la cabaña del herbario, preparando las hierbas para las decocciones del día siguiente, estaba haciendo sus oraciones privadas antes de acostarse cuando el portero avanzó por el pasillo de las celdas para avisarle.
—¿La anciana señora, dices?
No necesitaba ir a buscar nada al herbario porque lo mejor que le podía dar ya estaba en la casa y Susana conocía su uso, si es que el uso aún servía de algo.
—Será mejor que nos demos prisa, si efectivamente es tan grave.
Echó a andar con paso rápido a lo largo de la barbacana, cruzó el puente e hizo por el camino las preguntas necesarias.
—¿Cómo estaba levantada a esta hora? ¿Y cómo se produjo el ataque?
Caminando a su lado, Iestyn le contestó lacónicamente. Era un joven muy poco hablador.
—La señora Susana estaba levantada, revisando la despensa porque la han obligado a entregar las llaves. Y doña Juliana debió de levantarse para ver qué hacía. El ataque le dio en lo alto de la escalera. Por eso se cayó.
—Pero ¿el ataque vino primero? ¿Y le provocó la caída?
—Eso dicen las mujeres.
—¿Las mujeres?
—La criada estaba allí y lo vio.
—¿En qué estado se encuentra ahora? Me refiero a la anciana. ¿Tiene algún hueso roto? ¿Se puede mover sin dificultad?
—El ama, a simple vista, no vio nada roto, pero un lado de su cuerpo está tieso como un árbol, y tiene la cara torcida.
Les permitieron cruzar la puerta de la ciudad sin hacerles preguntas. Algunas veces, Cadfael tenía que cumplir encargos a altas horas de la noche y los guardias le conocían. Subieron por la empinada curva del Wyle en silencio. El esfuerzo de la subida les aceleró la respiración.
—Se lo advertí la última vez —dijo Cadfael, cuando la pendiente se suavizó—, le dije que, si no dominaba su temperamento, el siguiente ataque podría ser el último. Esta mañana la vi muy tranquila y muy dueña de sí misma, a pesar de los agravios que se estaban cociendo allí, aunque tuve ciertas dudas… ¿Cuál puede haber sido la causa de su disgusto esta noche?
Si Iestyn tenía alguna respuesta a la pregunta, se la guardó. Era un joven taciturno que hacía su trabajo y se mostraba siempre muy reservado.
Walter se encontraba a la entrada del pasadizo, aguardando su llegada con una linterna en la mano. Daniel esperaba en la sala, rodeado de velas encendidas. Al entrar con sus acompañantes, Walter se percató súbitamente de aquel despilfarro y empezó a apagar dos de cada tres velas, dejando en el aire el olor de sus calientes pabilos.
—La hemos llevado a su cama —dijo Daniel trastornado por aquel percance que de tal modo había alterado su reciente dicha—. Las mujeres están con ella. Subid, os están esperando con ansia.
Después, les siguió, pensando que cuanto antes se resolviera el asunto tanto mejor para su tranquilidad, pero se quedó en la puerta de la habitación de la enferma, sin entrar. Iestyn permaneció al pie de la escalera. En todos los años que llevaba trabajando allí, lo más probable era que jamás la hubiera subido.
Un brasero ardía en un cuenco de hierro sobre una ancha piedra, y una pequeña lámpara arrojaba su luz desde un soporte de la pared. En las habitaciones superiores no había techos; las estancias subían hasta la bóveda del tejado revestido por dentro con tablas de oscura madera. A un lado de la estrecha cama, Margery, muda y pálida, se retiró rápidamente a las sombras para dejarle sitio a fray Cadfael. Al otro, Susana permanecía erguida e inmóvil. Sólo volvió momentáneamente la cabeza para ver quién entraba.
Cadfael se arrodilló junto a la cama. Juliana estaba viva. Aunque hubiera perdido un sentido, los demás todavía los conservaba, por lo menos de momento. En su desencajado rostro, los viejos ojos estaban vivos, alertas y resignados. Miraron a Cadfael y le reconocieron. La mueca parecía casi una amarga sonrisa.
—Que Daniel vaya a avisar a su sacerdote —dijo Cadfael tras examinarla brevemente—. Su presencia aquí es ahora más importante que la mía —añadió sin disimular.
Juliana se lo agradecería. Sabía que se estaba muriendo.
Después, Cadfael miró a Susana. No cabía ninguna duda respecto a quién mandaba en la casa en aquel momento. Por mucho que discutiera con su abuela, ella era, de entre todos los parientes, la única que podía compararse con la anciana.
—¿Ha hablado?
—No. Ni una sola palabra.
Sí, incluso se parecía a lo que debió ser aquella mujer cincuenta años atrás, una hermosa dama con mucho temple, casada con un hombre más apocado que ella. Hablaba en voz baja y con frialdad. Había hecho todo lo posible por la moribunda y ahora esperaba las palabras que pudieran surgir de aquella boca rota. Incluso se inclinó para enjugar la saliva que se escapó de las deformadas comisuras de sus labios.
—Que venga su sacerdote. Yo le he prometido mis oraciones y ella lo sabe.
Cadfael lo dijo para que la anciana estuviera tranquila y no se arrepintiera de las dádivas que tan parsimoniosamente había entregado a la abadía. En sus empañados ojos se encendió un destello, señal de que lo había comprendido. Aunque estuviera como ausente, sabía lo que decían y hacían a su alrededor. Pero no pronunció palabra, ni siquiera intentó hablar.
Margery se retiró de la estancia para enviar a su marido por el sacerdote. Ya no regresó. Walter se encontraba abajo, apagando velas y lamentando tener que dejar algunas encendidas. Sólo Cadfael a un lado de la cama y Susana al otro montaban silenciosa guardia junto a la moribunda Juliana.
Los vivos ojos de la anciana se aferraban al rostro de Cadfael, aunque a él le pareció que no intentaban transmitirle otra cosa que no fuera su audaz confianza en sus propios recursos. ¿Cuándo había dejado ella de ser la dueña de aquella casa? Aquéllos eran los miembros de su familia y nadie de fuera tenía derecho a juzgarlos. Los de fuera tendrían que quedarse fuera. Aquel monje al que apreciaba y estimaba, a pesar de sus divergencias, la conocía lo suficiente como para reconocer sus derechos de posesión. De pronto, su torcida boca se movió, emitió un sonido audible y por un instante pareció una boca capaz de pronunciar palabras memorables. Cadfael inclinó el oído hacia sus labios.
Se oyó un afanoso y confuso murmullo, y seguidamente:
—Yo les crie… —dijo la anciana con voz pastosa, luchando con la imposibilidad de comunicar sus pensamientos en medio de un chirriante suspiro. Un temblor estremeció su rígido cuerpo y, de pronto, se oyó una frase casi con claridad—: Por todo eso… me hubiera gustado sostener en mis brazos… a mi bisnieto…
Cadfael apenas había levantado la cabeza cuando la anciana cerró los ojos. Lo hizo por su propia voluntad, no por una debilidad corporal. Faltaba el sacerdote; después, todo habría terminado.
No volvió a hablar ni siquiera con el sacerdote. Escuchó sus exhortaciones e hizo el esfuerzo de responder con los párpados cuando éste intentó comprobar su sentido del pecado y su necesidad y esperanza de absolución. Murió tan pronto como el sacerdote la pronunció o sólo unos momentos después.
Susana estuvo a su lado hasta el final sin decir palabra. Cuando todo terminó, se inclinó para besar la mejilla apergaminada y la frente gélida sin perder la serenidad de su marmóreo rostro. Después bajó para acompañar cortésmente a fray Cadfael y agradecerle sus atenciones para con la difunta.
—Sé que os dio más trabajo del que pagó —dijo Susana, esbozando una leve sonrisa que no turbó la calma de su voz.
—¿Y sois vos quien me lo dice? —replicó Cadfael, estudiando las comisuras de sus labios—. Llegué a profesarle cierta reverencia e incluso afecto. Aunque ella jamás exigió tal cosa de mí. ¿Y vos?
Susana bajó del último peldaño de la escalera, cerca del lugar donde Rannilt permanecía acurrucada junto a la pared, temerosa de entremeterse en lo que no debía, pero sin querer abandonar su fiel vigilancia. Desde que Susana emergiera de su habitación con la vela encendida y se quitara la capa para moverse con más soltura, Rannilt había estado esperando por si la necesitaba.
—Dudo —dijo fray Cadfael con aire pensativo— que haya alguien aquí que la haya amado la mitad que vos.
—O que la haya odiado la mitad —replicó Susana, levantando la cabeza mientras en sus ojos grises se encendía un suave destello.
—Ambas cosas van juntas muy a menudo —dijo Cadfael, imperturbable—. Ni siquiera es necesario indagar.
—No pienso hacer tal cosa. Ahora debo regresar junto a ella. Está a mi cargo y haré lo que corresponda —mirando a su alrededor, Susana añadió casi con dulzura—: Rannilt, toma la linterna de maese Walter y acompaña a fray Cadfael hasta la salida. Después vuelve a la cama, pues ya no tienes nada que hacer aquí.
—Preferiría quedarme a vuestro lado —dijo tímidamente Rannilt—. Necesitaréis agua caliente y lienzos y una mano para levantarla y para que os haga los recados.
Como si ya no hubiera suficientes personas alrededor de la cama. El hijo, el nieto, la mujer del nieto. ¿Hasta qué extremo lamentarían su pérdida? Doña Juliana había superado con creces el número habitual de años y sería una boca menos que alimentar una vez se celebrara el entierro; por no hablar de su lengua viperina y de sus perspicaces ojos persiguiéndoles sin piedad.
—Quédate, si quieres —dijo Susana, contemplando largo rato la pequeña e infantil figura que la miraba con sus grandes ojos desde las sombras en las que Walter había apagado todas las velas menos una, dejando, sin embargo, la linterna inadvertidamente encendida—. Dormirás de día. Entonces estarás preparada para la cama y se te habrá calmado la mente. Sube cuando hayas acompañado a Cadfael a la entrada del pasadizo. Tú y yo nos encargaremos de ella.
—¿Estuviste allí? —preguntó en voz baja Cadfael, siguiendo a la muchacha por el oscuro pasadizo—. ¿Viste lo que ocurrió?
—Sí, señor. No podía dormir. Vos estabais aquí cuando esta mañana todos se volvieron contra ella, hasta la vieja le dijo que tenía que ceder su lugar… Vos lo sabéis…
—Sí, lo sé. Y a ti te dio lástima de ella.
—Nunca… fue mala conmigo… —¿cómo hubiera sido posible decir que Susana era buena en un lugar en el que la frivolidad del trato impedía el uso de semejante palabra?—. No fue justo que la echaran así.
—Y tú lo viste y lo oíste todo, y te dio mucha pena. Entonces entraste. ¿Cuándo fue eso?
La muchacha se lo dijo con tanta claridad como si volviera a vivirlo. Le refirió todo lo que recordaba casi palabra por palabra, la conversación entre abuela y nieta y el grito que precedió al ataque de la anciana, en cuyo momento ella entró y la vio jadeando, tambaleándose y llevándose una mano al pecho mientras la lámpara de aceite se le ladeaba en la otra mano antes de caer rodando de cabeza escaleras abajo.
—¿Y no había nadie más en aquel momento? ¿Nadie que estuviera cerca de ella en lo alto de la escalera?
—Oh, no, nadie. Soltó la lámpara al caer —la pequeña serpiente de fuego, escupiendo chispas y prendiendo súbitamente en el extremo de la cuerda no parecía tener para Rannilt relación con lo ocurrido—. Después, todo quedó a oscuras y el ama dijo que no hiciera ruido, y fue por una lámpara.
Entonces era cierto que la anciana había caído. Nadie la empujó para que cayera, los únicos testigos estaban abajo. Y si no hubieran acudido inmediatamente en su ayuda y hubieran mandado llamar a Cadfael, éste no hubiera llegado a tiempo para ver morir a doña Juliana. Y tanto menos para oír las únicas palabras que la anciana pronunció antes de morir y cuyo significado aún no estaba muy claro. «Yo les crie… Por todo eso, me hubiera gustado sostener en mis brazos a mi bisnieto…».
Bueno, su nieto, el único ser por quien se le caía la baba a la anciana, acababa de casarse y era natural que la orgullosa mente de la abuela soñara con abrazar al representante de la futura generación.
—No, no salgas del pasadizo, muchacha, es hora de que estés dentro, ya conozco el camino.
La joven se fue en tímido silencio. Y Cadfael regresó con aire pensativo a su celda del dormitorio, tratando de descansar un poco, aunque no lo consiguió. En aquella muerte, por lo menos, no hubo juego sucio. Juliana cayó cuando no había nadie cerca de ella, víctima sin duda de un ataque como los dos que había sufrido anteriormente. Además, aquel mismo día se habían producido en la casa unas inquietantes discusiones que debieron de afectar el cuerpo, el corazón y la irascible naturaleza de la anciana. Lo raro era que el ataque no hubiera ocurrido antes. Pese a todo, Cadfael no podía separar aquella muerte de la primera ni ésta del delito de que acusaban a Liliwin. Tenía que haber un hilo que lo uniera todo. No era casualidad que un hogar burgués se hubiera visto sacudido de pronto por tantos golpes sucesivos. Una mano humana lo había desencadenado todo; todos los acontecimientos posteriores arrancaban del acto inicial.
Cadfael permaneció despierto la mitad de la noche, pensando en qué acabaría aquella secuencia de fatalidades.
En la cámara mortuoria de doña Juliana ardía una sola lámpara, semejante a un ojo de fuego, sobre la cabecera de la cama. La ciudad se hallaba sumida en el profundo silencio nocturno, justo en el punto intermedio entre el anochecer y la madrugada. Susana permanecía sentada en un escabel, con las manos cruzadas sobre el regazo. Rannilt se encontraba acurrucada a los pies de la cama, muy cansada, pero sin querer regresar a su humilde camastro, en la certeza de que no podría dormir. Las maderas del tejado se elevaban por encima de ellas en la oscuridad. Las tres mujeres, dos vivas y una muerta, estaban unidas en una muda intimidad, aisladas del mundo durante unas horas.
Juliana yacía con el cabello gris austeramente peinado, el rostro descubierto y la sábana doblada bajo su barbilla. La rigidez provocada por el ataque estaba empezando a desaparecer de sus facciones, dejándola finalmente en paz.
Ninguna de las dos que la velaban había pronunciado palabra desde que terminaron su tarea. Susana rechazó el renuente ofrecimiento de ayuda de Margery y no tuvo ninguna dificultad en librarse de sus tres parientes. Éstos no lamentaron regresar a sus camas y dejárselo todo a ella. El ama y la criada estaban solas.
—Tenéis frío —dijo Rannilt, rompiendo suavemente el silencio al ver que Susana se estremecía—. ¿Queréis que vaya por vuestra capa? La necesitabais incluso en la despensa cuando ibais de un lado para otro, y, ahora que estamos sentadas aquí, la noche es todavía más fría. Bajaré por ella.
—No —dijo Susana con aire ausente—. Ha sido una sensación momentánea. No tengo frío —mirando a la criada con expresión sombría, añadió—: ¿Tan apenada estás por mí que tienes que permanecer en vela a mi lado toda la noche? Me pareció que entrabas muy de prisa. ¿Lo viste y lo oíste todo?
Rannilt se estremeció ante la idea de haber entrado sin permiso, pero Susana hablaba con serena calma y su rostro mostraba una expresión tranquila.
—No, no prestaba atención, pero no pude evitar oír algunas cosas. Ella elogió vuestra buena administración. Quizás entonces se arrepintió… Fue un poco raro que pensara en estas cosas y que de pronto se enorgulleciera de que aún tuvierais el tarro de harina de avena medio lleno… Eso sí lo oí. Estoy segura de que al final lamentó que os menospreciaran tanto. Os estimaba más que nadie.
—Regresó a los días en que ella lo gobernaba todo —dijo Susana— y llevaba el peso de la casa sobre su espalda, tal como yo lo he llevado. Los ancianos retroceden en el tiempo antes del final —sus grandes ojos, clavados en el rostro de Rannilt, reflejaron la luz de la lámpara—. Te has quemado la mano —dijo—. Lo siento.
—No ha sido nada —contestó Rannilt, ocultando rápidamente las manos en su regazo—. Fui torpe. La cuerda se quemó. No me duele.
—¿La cuerda…?
—La que ataba el bulto que había en el suelo. Tenía un extremo deshilachado y las llamas prendieron en él antes de que me diera cuenta.
—¡Lástima! —exclamó Susana, guardando silencio un instante mientras contemplaba el rostro de su abuela. Las comisuras de sus labios se curvaron en algo que apenas tuvo tiempo de convertirse en una sonrisa—. Había un bulto, ¿verdad? Y yo llevaba la capa…, ¡sí! Te fijaste en muchas cosas, a pesar del susto que debimos darte las dos.
En el prolongado silencio que sobrevino, Rannilt contempló el rostro de su ama y se asustó, pensando que se había introducido donde no debía y que habían descubierto su transgresión.
—Y ahora te preguntas qué había en aquel bulto y cómo desapareció antes de que empezáramos a encender las velas. ¡Junto con mi capa! —Susana clavó su austera mirada en el atemorizado rostro de Rannilt—. Es natural que te lo preguntes.
—¿Estáis enojada conmigo? —preguntó Rannilt en un susurro.
—No. ¿Por qué iba a estarlo? Creo sinceramente que algunas veces me has tenido el afecto que en ocasiones suele sentir una mujer por otra mujer. ¿Es cierto, Rannilt?
—Esta mañana… —contestó Rannilt, balbuciendo de miedo— no tuve más remedio que afligirme…
—Lo sé. Ya has visto cuánto me desprecian aquí —Susana hablaba con dulzura, como una mujer que hablara con una niña, cuya comprensión tuviera en gran estima—. Cuánto me han despreciado siempre. Mi madre murió, mi abuela se hizo vieja y yo sólo tuve valor para ellos hasta que mi hermano se casó. Sí, ni siquiera un día más. Todos estos años no han servido para nada, y ahora me he quedado sin marido y sin oficio.
Se produjo otro silencio en cuyo transcurso Rannilt sintió que el pecho le estallaba de indignación, aunque la lengua se le quedó congelada. En la alta oscuridad de las vigas del tejado, tembló un débil atisbo de luz llevado por una fugaz corriente de aire.
—Rannilt —dijo Susana muy seria—, ¿puedes guardar un secreto?
—Si es un secreto vuestro, desde luego —contestó Rannilt en voz baja.
—Júrame que nunca se lo dirás a nadie y te diré lo que nadie sabe.
Rannilt juró guardar el secreto, halagada y confortada por el hecho de que su ama depositara semejante confianza en ella.
—¿Me ayudarás en lo que me propongo hacer? Tu ayuda me sería muy útil… ¡Y la necesito!
—Haré todo lo que pueda por vos.
Nadie había esperado ni le había exigido jamás semejante lealtad, pensó Rannilt, nadie la había considerado otra cosa que no fuera una miserable criada. No fue de extrañar que su corazón respondiera con entusiasmo.
—Creo y confío en ti —Susana se inclinó hacia delante—. Retiré el bulto y la capa antes de regresar con la vela, y los oculté en mi dormitorio. Esta noche, Rannilt, de no haber ocurrido esta fatalidad, pensaba abandonar esta casa en la que nunca me trataron bien, y esta ciudad en la que no ocupo ningún lugar honroso. Esta noche Dios lo impidió. Pero mañana por la noche… ¡mañana por la noche me iré! Si me ayudas, podré llevarme más pertenencias de las que podría acarrear yo sola durante el primer trecho del camino. Acércate más, niña, y te lo contaré —Susana habló en voz baja contra el oído de Rannilt—. Al otro lado del puente, en el establo que tiene mi padre más allá de Frankwell, estará esperándome alguien que me aprecia mucho…