la mañana siguiente, doña Juliana bajó muy temprano por la escalera de madera, dispuesta a recibir en la sala a fray Cadfael, cuando éste llegara después del desayuno, con toda la presencia y seguridad de una saludable anciana capaz de llevar el gobierno de la casa, aunque para ello tuviera que preparar su asiento y sus dominios con antelación y necesitara tener a mano el bastón. Sabía que no era tal cosa y sabía que él lo sabía. Tenía un pie en la sepultura y, a veces, sentía que se le hundía y la atraía hacia abajo. Pero aquél era un juego final que jugaban juntos, por respeto y admiración ya que no por amor o tan siquiera por aprecio.
Aquella mañana, Walter había ido a la tienda con su hijo. Entronizada en su rincón junto a la escalera, recostada en un almohadón contra la pared, Juliana los miraba a todos, los toleraba a todos y no estaba contenta con ninguno. Su larga vida, más larga de lo que cualquier mujer debería soportar, semejaba la pesada cola de un vestido nupcial que agobiara los hombros de una novia infantil, impidiéndole el avance, aplastándola con su peso y convirtiendo cada paso en una penosa carga.
En cuanto terminó de lavar las bandejas y preparar la masa del pan, Rannilt se sentó a coser en un taburete junto a la puerta de la sala para disfrutar de más luz. La gruesa falda de color pardusco tenía un desgarrón junto al dobladillo. La muchacha lo estaba remendando muy bien. Sus ojos eran jóvenes mientras que los de Juliana eran viejos aunque no por eso se habían debilitado. Veían las pequeñas y precisas puntadas que la muchacha estaba dando.
—¿Es la falda de Susana? —preguntó la anciana con aspereza—. ¿Cómo se hizo ese desgarrón? ¡Y los dobladillos también están descosidos! En mis tiempos hacíamos durar las prendas hasta que se quedaban tan finas como una tela de araña antes de tirarlas. Hoy en día no se aprecia el ahorro. ¡Las cosas se rompen, se remiendan y se arrojan a los mendigos! ¡Todos son unos manirrotos!
Estaba claro que la anciana no iba a encontrar nada a su gusto aquel día, y que pretendía ejercer su autoridad sobre todo el mundo. En tales ocasiones, era mejor no decir nada o, en caso de que exigiera respuestas, procurar que éstas fueran lo más breves y sumisas posibles.
Rannilt se alegró de ver a fray Cadfael, entrando en el pasadizo con su bolsa de ungüentos para la llaga que amenazaba con brotar de nuevo en el tobillo de la anciana. Su fina y desgastada piel se desgarraba al menor contacto. Fray Cadfael encontró a su paciente esperándole muy erguida en su asiento del rincón, silenciosa y pensativa por una vez. En cuanto le vio, Juliana trató de mantener, en presencia de su amistoso enemigo, su fama de persona obstinada y malhumorada que se complacía siempre en llevar la contraria a todo el mundo. Cuando alguien decía negro, Juliana decía blanco.
—Deberíais mantener este pie levantado —dijo Cadfael, limpiando la pequeña lesión con un trozo de lino y aplicando un nuevo vendaje—. Tal como sabéis y os he dicho a menudo. A lo mejor, debería deciros que pasarais el día pateando el suelo con él…, entonces tal vez haríais lo contrario y os curaríais.
—Ayer me quedé en mi habitación —contestó la anciana—, pero hoy ya estoy cansada. ¿Cómo puedo saber qué se hace a mis espaldas si permanezco encerrada todo el día allí arriba? Aquí, por lo menos, puedo ver lo que ocurre y hablar siempre que hay motivo…, tal como seguiré haciendo hasta el fin de mis días.
—¡De eso no me cabe la menor duda! —convino Cadfael, enrollando la venda alrededor de la herida y sujetándola hábilmente—. Nunca os he visto callar ni espero veros. Bueno, ¿qué tal va la respiración? ¿Ya no sentís dolores? ¿No tenéis mareos?
La anciana no hubiera pensado que la atendían debidamente si no se hubiera quejado de un dolorcito aquí y un calambre allá, y si no hubiera lamentado que apenas le prestaran atención. Era una manera como otra de pasar las interminables horas del día, las cuales, sin embargo, una vez pasadas, huían de la mente como el agua se escurre entre los dedos.
Rannilt terminó el remiendo y fue a llevar la falda a la habitación de Susana. Poco después, Susana salió de la cocina y se detuvo a conversar cortésmente con Cadfael, preguntándole cómo encontraba a la anciana y si ésta debería seguir tomando la poción que él le había recetado cuando sufrió el ataque.
Estaban entretenidos en tal conversación cuando entraron Daniel y Margery procedentes de la tienda. Entraron el uno al lado del otro en ceremonioso silencio, tras haberse detenido a hablar en voz baja en el umbral. Los jóvenes apenas saludaron a Cadfael, no porque fueran groseros sino porque tenían la mente ocupada en otra cosa y no podían distraerse ni por un instante. Cadfael percibió la tensión y le pareció ver que Juliana también la percibía. Sólo Susana no advirtió nada extraño y no contrajo los músculos en respuesta a aquella situación.
La presencia de alguien ajeno al clan podía ser un inconveniente, pero Margery no tenía intención de desviarse o de aplazar lo que estaba dispuesta a decir.
—Daniel y yo hemos discutido ciertas cuestiones —anunció con voz extremadamente firme y resuelta para una persona de apariencia dócil y maleable—. Comprenderás, Susana, que con la boda de Daniel aquí tiene que haber un cambio. Tú has llevado noblemente el peso de esta casa durante muchos años… —unos años que habían dejado una huella claramente visible en el bello rostro de Susana—. Pero ahora ya puedes dejarlo y nadie te lo reprochará. Te tienes bien merecido el descanso. Estoy empezando a familiarizarme con la casa y pronto me acostumbraré. Estoy preparada para ocupar el lugar que me corresponde como esposa de Daniel. Creo, y él también lo cree, que yo debería encargarme de las llaves.
El sobresalto fue impresionante. Tal vez Margery ya lo esperaba. Susana palideció y su rostro adquirió el apagado color de la arcilla. Con la misma rapidez con que había palidecido, sus mejillas se encendieron de nuevo y el rubor le llegó hasta las sienes. Los grandes ojos grises miraron a los presentes con dureza de acero. Durante un prolongado momento, la joven no dijo nada. Cadfael pensó que no podía. Hubiera tenido que retirarse en silencio y dejarlas solas con su discusión, de no haber sido porque estaba preocupado por las posibles repercusiones en la salud de doña Juliana, la cual permanecía inmóvil como una estatua con sólo dos pequeñas manchas de color en los pómulos y un extraño brillo en los ojos. O puede que se hubiera quedado de todos modos, procurando pasar inadvertido en las sombras, porque la curiosidad humana era en él un sentimiento bastante acusado.
Susana ya había recuperado el aliento. En sus ojos se encendió un fuego semejante al de una puesta de sol vista a través de una lámina de asta de toro.
—Eres muy amable, hermana, pero no pienso abandonar mi puesto tan fácilmente. No he hecho nada para que me desalojen del lugar que ocupo, y no pienso cederlo. ¿Soy acaso una esclava a la que se pone a trabajar cuando hace falta y a la que después se expulsa de la casa? ¿Sin nada? ¡Nada! Esta casa es mi hogar, yo la he llevado y la seguiré llevando: mis despensas, mi cocina, mis planchas para la ropa, todo es mío. Tú eres bien venida aquí como esposa de mi hermano —añadió recuperando el aplomo—, pero no conoces las viejas normas de esta casa en la cual yo tengo las llaves.
Las peleas entre mujeres son a veces feroces y amargas luchas sin cuartel, sobre todo cuando se centran en las prerrogativas matriarcales. Sin embargo, a Cadfael le pareció sorprendente que Susana hubiera perdido su habitual calma. Tal vez el desafío había llegado antes de lo que ella esperaba, pero no cabía duda de que lo esperaba y no había ninguna razón para que hubiera permanecido inicialmente muda y desconcertada. Ahora ardía de furia, mostraba las garras y sus ojos eran tan agudos como puñales. Estaba realmente furiosa.
—Comprendo tu renuencia —dijo Margery, cuya dulzura contrastaba con la actitud de su oponente—. No pienses que se esconde en ello una queja, eso ni hablar, sé que tu ejemplo es muy difícil de igualar. Pero, mira, una esposa sin una función que ejercer es una cosa inútil, mientras que una hija que ya ha cumplido su obligación puede abandonarla con todos los honores y dejarla en otras manos. Estoy acostumbrada a trabajar y no sé permanecer ociosa. Daniel y yo lo hemos discutido y él está de acuerdo conmigo. ¡Es un derecho que me corresponde!
Tal vez Margery no le dio a su marido un codazo en las costillas, pero el efecto fue el mismo.
—Es cierto, y estoy de acuerdo con Margery —dijo resueltamente Daniel—. Ella es mi esposa y es justo que lleve el gobierno de la casa que será suya y mía. Soy el heredero de mi padre, la tienda y el negocio serán para mí, y este hogar será de Margery; cuanto antes asuma su gobierno, tanto mejor para todos. Por Dios bendito, hermana, ya tendrías que haberlo comprendido. ¿Por qué protestas?
—¿Que por qué protesto? ¿Qué me rechacen sin más como una miserable criada? Yo, que os he cuidado a todos, os he dado de comer, os he remendado la ropa, he ahorrado para vosotros y he llevado la casa, tanto si lo reconoces como no. Y el pago que recibo es verme arrinconada, ¿verdad?, ¿o bien dedicarme a hacer recados, fregar y lavar a las órdenes de la recién llegada? ¡No, eso no lo admito! Que tu mujer te lleve las cuentas del negocio, tal como dice que hacía para su padre, y déjame a mí las despensas, la cocina y las llaves. ¿Crees que abandonaré fácilmente la única razón que tengo para vivir? Esta familia me ha negado todas las demás.
Si Walter previo lo que iba a suceder, tuvo el buen juicio de mantenerse apartado en su tienda. Sin embargo, lo más probable era que no hubiera sido advertido ni consultado y que se prescindiera de él hasta que la disputa quedara resuelta.
—Pero tú sabías —gritó Daniel, apartando impacientemente a un lado las quejas de su hermana, raras veces mencionadas con tanta dureza—, tú sabías que me casaría y sin duda imaginaste que mi mujer querría ocupar el lugar que le corresponde en la casa. Tú ya lo has ocupado, no puedes quejarte. La esposa tiene preferencia y exige las llaves. ¡Y las tendrá!
Susana se volvió de espaldas y apeló con su encendida mirada a su abuela, la cual había permanecido todo el rato en silencio, sin perderse, sin embargo, ninguna mirada y ninguna palabra. Su rostro estaba tan serio como siempre, pero su respiración era rápida y superficial. Cadfael le rodeó la muñeca con los dedos para tomarle el pulso de la sangre, y advirtió que éste era firme y regular. Los finos labios de la anciana estaban torcidos en una amarga sonrisa.
—¡Mi señora abuela, os pido que habléis! Vuestra palabra todavía cuenta mientras que la mía parece que ya no. ¿Tan inútil os he sido que ahora vos también queréis rechazarme? ¿Acaso no os he atendido bien a todos durante este tiempo?
—Nadie te reprocha nada —contestó secamente Juliana—. No se trata de eso. Dudo de que esta mozuela de Daniel pueda igualarte o hacer las cosas la mitad de bien que tú, pero supongo que tiene buena voluntad y perseverancia para aprender aunque sea a costa de errores. Pero te digo, hija mía, que en esta discusión ella tiene razón. El gobierno de la casa le corresponde a ella y debemos otorgárselo. No puedo decir otra cosa, tanto si te gusta como si no. Más te vale aceptarlo, porque es algo que tiene que ocurrir de todos modos —añadió la anciana, golpeando el suelo con el bastón para acentuar mejor sus palabras.
Susana se mordió los labios y contempló los rostros de las tres personas que se habían unido contra ella. Ahora estaba más serena porque su cólera se había trocado en un amargo desprecio.
—Muy bien —dijo bruscamente—. Haré de mala gana lo que se me exige. Pero no hoy. He sido la señora de esta casa durante años y no quiero que me despidan en mitad de mi jornada sin darme tiempo para hacer las cuentas. Ella no encontrará ningún defecto ni podrá decir que dejé las cosas sin terminar o que aquí falta una cacerola y allí se tiene que remendar una sábana. ¡No! Margery recibirá mañana un inventario completo cuando yo abandone mi puesto.
Tendrá la lista de todas las existencias y provisiones de esta casa hasta el último pescado salado del último tonel. Lo tendrá todo en orden cuando empiece. Yo tengo mi orgullo, aunque nadie lo sepa —Susana se volvió hacia Margery, cuyo redondo rostro parecía debatirse entre la satisfecha complacencia y la turbación, como si ahora no supiera si alegrarse de su victoria o bien lamentarla—. Mañana por la mañana tendrás las llaves. Puesto que para entrar en las despensas hay que pasar por mi habitación, tal vez querrás que la abandone para ocuparla tú. Puedes hacerlo. A partir de mañana no me interpondré en tu camino.
Dicho lo cual, Susana se retiró hacia la cocina, mientras las llaves que llevaba al cinto tintineaban como si ella misma las hubiera agitado en un último gesto de burlón desafío. A su espalda dejó un silencio cargado de malos presagios. Juliana fue la primera en romperlo:
—Bueno, hijos míos, ya podéis estar contentos —dijo la anciana, mirando irónicamente a su nieto y a su esposa—. Tenéis lo que queríais, procurad aprovecharlo. Hay mucho trabajo que hacer, y el gobierno de una casa exige un enorme esfuerzo.
Margery se apresuró a darle las gracias y a hacerle toda clase de promesas. Juliana la escuchó con tolerancia, pero esbozando una fría sonrisa tan inquietante como la de su nieta.
—Bueno, vete ya y deja que Daniel vuelva a su trabajo. Veo que fray Cadfael no está muy contento de verme tan alterada. Tendré que tomar un vaso de la poción para calmarme. Me habéis puesto nerviosa con vuestras peleas.
Ambos jóvenes se retiraron con sumo gusto porque tenían muchas cosas de que hablar en privado. Cadfael observó la grisácea palidez que se extendió por el rostro de Juliana en cuanto ésta abandonó el obstinado dominio de sí misma y se recostó en los almohadones. Cadfael escanció agua de una jarra y vertió en ella una pequeña cantidad de muérdago pulverizado para que se lo tomara. La anciana le miró con una triste sonrisa por encima del borde de la taza.
—¡Bueno, decidlo de una vez! Decid que mi nieta ha sido injustamente tratada.
—No hay necesidad de que lo diga —contestó Cadfael, retrocediendo para estudiarla mejor. Vio que no le temblaban las manos, que su respiración era regular y que su semblante era tan altanero como siempre—, porque vos misma lo sabéis.
—Y ya es demasiado tarde para enmendar el error. Pero le he concedido el día que pide. Hubiera podido negárselo. Cuando le entregué las llaves hace años, ¿creéis que fueron las únicas que había? ¿Quedándome yo desprovista de todo? No, aún puedo hurgar en los rincones cuando me apetece. Y suelo hacerlo algunas veces.
Sin apartar los ojos de ella, Cadfael empezó a guardar las vendas y los ungüentos en su bolsa.
—¿Y ahora le vais a entregar los dos juegos de llaves a la mujer de Daniel? Si hubierais tenido mala intención, hubierais podido entregárselas en presencia de vuestra nieta.
—Mis malas intenciones ya casi han terminado —dijo Juliana, poniéndose súbitamente muy seria—. Todas las llaves me serán arrebatadas muy pronto si no las cedo de buen grado. Pero éstas las conservaré algunos días. Todavía me serán útiles.
Aquélla era su casa, su familia. Las cosas que allí hervían y estaban a punto de estallar, las resolvería ella misma. No era necesaria la presencia de ningún forastero.
A media mañana, mientras Susana y Rannilt estaban ocupadas en la cocina y los hombres trabajaban en la tienda, Juliana envió a Margery, el único testigo que quedaba, por una medida de un vino muy fuerte que a ella le gustaba tomar caliente con azúcar y especias. El vinatero se encontraba a una satisfactoria distancia, al otro lado de la ciudad. Una vez sola en la sala, se levantó, apoyándose pesadamente en su bastón, y buscó bajo sus holgadas faldas las llaves que guardaba ocultas en un bolsillo.
La puerta de la habitación de Susana estaba abierta. Una estrecha puerta posterior daba acceso a la franja de patio que separaba la cocina de la casa. Juliana oyó voces de las mujeres y, aunque no pudo distinguir las palabras, los tonos fueron muy reveladores. Susana hablaba con la misma frialdad y sequedad acostumbradas. En cambio, la moza parecía inquieta, apenada y solícita. Juliana sabía muy bien que la chica había estado ausente un día y había regresado a casa por la noche. Nadie se lo había dicho, pero ella lo sabía. Sus agudos sentidos no le negaban ni le ahorraban nada. ¡Estaban tremendamente gastados, pero ya no tenían remedio! La muchacha oyó la discusión de la sala y lo sintió por el ama que tan amable había sido con ella. Los jóvenes se sienten arrastrados fácilmente por la simpatía y la generosa indignación. Los viejos no tienen la misma facilidad.
Las despensas, con sus pesadas cubas de comida salada, jarras de aceite, tarros de harina de trigo y avena, frutos secos, recipientes de manteca de cerdo y manojos de hierbas secas, compartían con la habitación de Susana toda la anchura de la sala y tenían una puerta cerrada. Juliana insertó la llave que le había hecho Balduino Peche antes de que ella entregara la original, abrió la puerta, entró y se vio rodeada por la miríada de aromas de las distintas especias, grasas y alimentos salados que allí se guardaban.
Debió de permanecer dentro alrededor de diez minutos. Estaba cómodamente recostada en sus almohadones junto a la escalera y ya había vuelto a cerrar la puerta cuando Margery regresó con el vino y las especias necesarias para calentárselo con azúcar, tal como a ella le gustaba saborearlo cuando estaba en la cama.
—Le estaba diciendo a este joven —dijo fray Anselmo, juntando unos curvados fragmentos de madera con la mañosa delicadeza que otro hubiera empleado para curar una herida— que, si quisiera hacer votos como novicio en esta casa, su puesto estaría asegurado. Una vida de dedicación a la música sacra…, ¿qué otra cosa mejor podría desear, teniendo estas cualidades? El mundo apartaría su mano de él y le dejaría en paz.
Liliwin mantuvo la cabeza discretamente inclinada sobre el pequeño almirez en el que estaba machacando hábilmente las resinas para el pegamento del chantre y no dijo ni una sola palabra, pero el rubor apareció en su cuello y le subió por las mejillas y las sienes hasta la raíz del pelo. Lo que le ofrecían era una vida tranquila y serena, pero no la vida que él quería. Cualquier cosa que hubiera en el interior de su vulnerable y ansiosa cabeza, no era, por cierto, el espectro de una vocación por la vida monástica dentro de aquellos muros. Incluso si escapara de los peligros que en aquel momento lo acechaban y pudiera huir de allí con Rannilt y si, tras haber sido apaleado cruelmente por el mundo, acabara convertido en un pequeño bribón vagabundo y ella cualquiera sabía en qué. ¿Su compañera de robos en las ferias y los mercados para poder vivir? ¿O, peor todavía, la encargada de ganar el pan para ambos por medios dudosos cuando fallara todo lo demás? «Nuestra responsabilidad —pensó Cadfael, observando los trabajos en silencio— se extiende a algo más que al bien y al mal de una persona acusada de robo y agresión. Lo que salga de aquí deberá estar armado contra el destino con algo más que un ridículo traje de payaso».
—Lo aprende todo enseguida y es muy dócil —añadió fray Anselmo.
—Porque hace lo que le gusta, sin duda —convino Cadfael, sonriendo al ver la fugaz mirada de soslayo de Liliwin, cuyos ojos se cruzaron con los suyos e inmediatamente se apartaron para regresar a la tarea que tenía entre manos—. Tratad de enseñarle las letras en lugar de las neumas y, a lo mejor, no será tan aplicado.
—No, os equivocáis. Manifiesta interés por ambas cosas. Podría enseñarle los elementos del latín si le tuviera un año conmigo.
Liliwin mantuvo la cabeza inclinada y la boca cerrada, agradeciendo en su fuero interno aquellos elogios, ansioso de aprovechar las generosas enseñanzas, consolado por aquella amabilidad y deseoso de corresponder a las atenciones de su tutor, si pudiera. Ahora que su inocencia se empezaba a aceptar como probable, aunque todo fuera todavía muy incierto, aquellas buenas gentes ya empezaban a hacer planes para su futuro. Pero su lugar no estaba allí sino al lado de aquella pequeña muchacha morena, vagando por el mundo dondequiera que el destino les llevara. O eso, o su desaparición del mundo en caso de que transcurrieran los cuarenta días sin que se demostrara su inocencia.
Cuando oscureció y ya no fue posible seguir trabajando, fray Anselmo le pidió a Liliwin que tomara el órgano portátil y cantara de oído para mostrarle sus habilidades a fray Cadfael. Al oír que el mozo, sin darse cuenta, se lanzaba a cantar una canción de amor, totalmente ingenua, pero impropia de aquel lugar, Anselmo no dio muestras de perturbación sino que alabó la melodía y los versos, transcribiéndola inmediatamente para poder utilizarla a mayor gloria de Dios.
La campana de vísperas interrumpió aquel sencillo placer. Liliwin guardó el pequeño órgano con apresurada delicadeza y siguió a Cadfael, asiéndole por la manga.
—¿Habéis visto a Rannilt? ¿No la regañaron por mi culpa?
—La he visto. Estaba remendando una falda y parecía tranquila. No le causaste ningún perjuicio. Me han dicho que ayer cantaba durante el trabajo.
Liliwin soltó la manga del monje y suspiró de alivio y gratitud. Cadfael se fue a vísperas, pensando que sólo había revelado la mitad favorable de la verdad y preguntándose si Rannilt tendría muchas ganas de cantar aquella noche. Porque la moza había oído la batalla de la que Susana había salido derrotada, arrinconada y privada del único reino que su tacaña abuela y su padre le habían dejado. Susana era el ama que, si bien jamás le había manifestado demasiado afecto, siempre la había protegido del frío, el hambre y los golpes, y, por encima de todo, la había enviado a su extraño matrimonio, tan heréticamente bendecido y presenciado tan sólo por los santos, cuyas reliquias santificaron su lecho nupcial. Al día siguiente, Susana debería ceder las llaves de su reino a su joven rival. La pequeña galesa tenía un corazón muy fiel, más inclinado a las penas que a las alegrías.
No, no le apetecería cantar hasta que el día siguiente tocara a su fin.
Rannilt permaneció acurrucada en su catre de la cocina sin dormir hasta que se apagaron todas las luces de la casa, menos una en la que ella había concentrado su atención. Aquel hogar tan mezquino se acostaba temprano para ahorrar luces y combustible, cubriendo el fuego de la chimenea de la sala con piedras y apagando todas las luces y lámparas. Era apenas la hora de completas y acababa de oscurecer, pero la joven pareja ya se había retirado a su habitación para arrullarse como las palomas. Los demás miembros de la casa se habían acostado con el sol y despertarían con él. Sólo en la despensa ardía una vela, cuya luz se filtraba a la cocina a través de una pequeña rendija.
Rannilt no se había quitado el vestido ni los zapatos sino que permanecía sentada, observando aquel fino rayo de luz. Cuando éste fue el único signo de vigilia que quedó, la muchacha se levantó, cruzó los pocos palmos de tierra batida que la separaban de él y se comprimió contra la angosta puerta que daba acceso a la habitación de Susana.
Su ama se encontraba despierta allí dentro, yendo y viniendo incansablemente entre su habitación y la despensa, trabajando duro tal como había jurado hacer para rendir cuentas de todas las jarras de miel, todos los granos de harina y todas las gotas de aceite o los pellejos de manteca. Rannilt ardía y sangraba por ella, pero la respetaba y no se atrevía a entrar y manifestarle con lágrimas su indignación y su pesar.
Los pasos que se oían desde el interior eran suaves, rápidos y decididos. Los movimientos de Susana también lo eran. Susana lo hacía todo con gran rapidez aunque nunca pareciera tener prisa, pero ahora Rannilt percibió una contenida desesperación en la forma en que su ama iba de un lado a otro, repasando por última vez las provisiones de la casa. El desaire la había herido profundamente.
El débil rayo de luz desapareció de la rendija de la ventana de la despensa y apareció en otra rendija del dormitorio. Rannilt oyó cerrarse la puerta intermedia y girar la llave en la cerradura. Susana no quería acostarse ni siquiera aquella última noche sin antes proteger la seguridad de los bienes que tenía a su cargo. Pero, ahora que había terminado, se iría a la cama y procuraría descansar.
La luz se apagó. Rannilt permaneció inmóvil en silenciosa escucha. Al cabo de un buen rato, oyó que se abría la puerta interior de la sala.
Inmediatamente se oyó un áspero y breve rumor, un grito apagado y apenas audible, pero tan preñado de consternación y cólera, que Rannilt apoyó una mano en el pestillo de la puerta contra la que se apoyaba, en parte para sujetarse a algo sólido y conocido y en parte para reprimir el deseo de entrar a ver qué había provocado aquel rumor desolado y decepcionado. La puerta cedió al contacto. En el interior de la sala se oyó una voz. Las palabras no se podían distinguir, pero el tono era inequívocamente el de doña Juliana. Susana le contestaba amargamente en voz baja. Dos leves murmullos llenos de resentimiento y conflicto, pero tan secretos como las confidencias de almohada entre marido y mujer.
Temblando, Rannilt abrió la puerta y se desplazó sigilosamente hacia la puerta abierta de la sala, avanzando en la oscuridad. Se veía un leve atisbo de luz que parecía proceder de lo alto de la escalera. La anciana no permitía que ocurriera nada en aquella casa sin que ella lo viera. ¡Cómo si no hubiera hecho suficiente, rechazando a su nieta y poniéndose del lado de la intrusa!
Susana había entornado la puerta de su dormitorio y Rannilt sólo pudo ver la silueta en sombras de su lado izquierdo, desde el hombro hasta los dobladillos de las faldas. Pero ahora las voces contenían palabras.
—¡Ssss, habla bajito! —dijo la anciana en tono autoritario—. No hay necesidad de despertar a los que duermen. Tú y yo nos bastamos para vigilar en la noche.
Rannilt pensó que doña Juliana debía de encontrarse en lo alto de la escalera, sosteniendo en la mano una pequeña lámpara, cuya luz cubría con la palma de la otra. No quería despertar a ningún otro miembro de la familia.
—¡Sobra una, mi señora!
—¿Y quieres que te deje sola con tu tarea hasta tan tarde? ¡Qué diligencia! ¡Qué estricta eres en las cuentas y qué cuidadosa en el manejo de las provisiones!
—Ni vos ni yo, abuela, podremos decir que se dejó de incluir en las cuentas una sola medida de harina o una sola gota de miel —contestó Susana en tono hiriente.
—¿Y ni siquiera un grano de harina de avena? —la anciana se estremeció con una leve risa en lo alto de la escalera—. ¡Has llevado muy bien el gobierno de la casa, muchacha, el tarro todavía medio lleno y la Pascua ya pasó! ¡Reconozco que lo has sabido administrar todo muy bien!
—Aprendí de vos, abuela —Susana se había apartado de la rendija de la puerta y se había adelantado hacia el pie de la escalera. A Rannilt le pareció que estaba inmóvil, mirando a la anciana de arriba y escupiendo su amarga protesta directamente contra el rostro que la miraba en la oscuridad. La débil luz de la lámpara arrojaba su sombra sobre las tablas del suelo, formando una ancha y negra barrera a través de la puerta. Por la forma de la sombra, Susana debía de llevar puesta una capa para protegerse del frío de la noche—. Entrego mis asuntos por orden vuestra, abuela —añadió con toda claridad—. ¿Qué queríais hacer conmigo ahora? ¿Me teníais preparado algún lugar? ¿Tal vez un monasterio?
La sombra de la puerta experimentó una convulsión, como si hubiera levantado los brazos y extendido la capa.
Tras aquellos discretos intercambios de palabras, el grito que desgarró el silencio fue tan aterrador que Rannilt se olvidó de sí misma y se adelantó, abriendo de par en par la puerta interior para entrar en la sala. Entonces vio a doña Juliana en lo alto de la escalera, temblando en convulsos movimientos semejantes a los de la negra sombra, con la lámpara ladeada y goteando aceite en su mano izquierda mientras se cubría el pecho con la derecha. La boca que acababa de emitir el desgarrador grito estaba torcida en una mueca y el pómulo estaba desencajado. Rannilt lo vio todo de un solo vistazo, antes de que la anciana se inclinara hacia delante y cayera rodando escaleras abajo y la lámpara se le escapara de la mano, arrojara un chorro de aceite encendido a los pies de Susana y se apagara.