VIII
Miércoles

ugo buscó a Cadfael después del capítulo de la mañana siguiente, dispuesto a mantener con él una breve conversación en su cabaña del herbario.

—Todos dicen lo mismo —dijo Hugo, reclinándose en su asiento con una copa de vino de la más reciente cosecha de Cadfael bajo los susurrantes manojos de hierbas que colgaban de los aleros—. Todos insisten en que esta muerte guarda relación con lo ocurrido durante los festejos de la boda del chico. Pero, como todos están obsesionados con el dinero, su dinero, exceptuando tal vez la hija, que aprieta los labios sin apenas decir nada y tanto menos contra sus parientes, no piensan en otra cosa que en el agravio sufrido, dando por sentado que todo el mundo tiene el mismo interés que ellos por la cuestión. Sin embargo, no todos los beneficios son iguales. El negocio del cerrajero era muy rentable y ahora no hay ningún pariente que lo herede. Al parecer, todos saben que el hombre había comentado que le dejaría la tienda al chico que trabajaba con él. El joven Boneth lleva más de dos años haciendo casi todo el trabajo y es digno de confianza. Jamás he visto a un joven más honrado, pero ¿quién puede estar seguro de que no se cansó de esperar? Además, conviene tener en cuenta otra verdad… Balduino Peche fue el encargado de hacer la cerradura y las llaves del cofre de Aurifaber.

—Hay un mozo que hace recados y duerme en la tienda —dijo Cadfael—. ¿Ha dicho algo?

—¿El muchacho moreno, el bobalicón? No creo que su memoria alcance a más de uno o dos días, pero está seguro de que su amo no volvió a la tienda tras aparecer por allí a media mañana, la víspera del día en que le sacaron del Severn. Estaban acostumbrados a sus ausencias de día, pero el chico se preocupó al ver que no regresaba al anochecer. No consiguió dormir. Yo le creo. Durante la noche no hubo la menor perturbación ni se vio merodear a nadie por los alrededores de la casa. Tampoco sabemos cuándo murió, aunque parece que cayó al agua por la noche y quedó a la deriva, al igual que la barca. Nadie vio una barca volcada en el Severn durante los dos días.

—Volveréis allí, supongo —dijo Cadfael. La víspera no habían tenido tiempo de tomar declaración a todos los vecinos—. Mañana iré a ver a la anciana señora. Echad un vistazo a la pequeña galesa, por favor, y observad en qué estado de ánimo se encuentra y si la tratan bien o mal.

Hugo miró a su amigo con expresión risueña.

—Vuestra paisana, ¿verdad? A juzgar por la forma en que anoche la oí cantar mientras fregaba los cacharros, parece que está muy contenta.

—¿Cantaba?

—Sería una buena noticia para el desventurado gorrión que se albergaba en la abadía. —Estaba claro que, después de su día de libertad, no habían caído sobre ella más penalidades que las habituales—. Bien, la respuesta es muy favorable. Por cierto, Hugo, si aceptáis una sugerencia sin hacerme preguntas sobre cómo me he enterado…, intentad averiguar si alguien de aquella calle vio a Daniel Aurifaber saliendo subrepticiamente en la oscuridad una hora después de completas, cuando hubiera tenido que estar acostado tranquilamente en la cama con su mujer.

Hugo se volvió bruscamente hacia su amigo con expresión inquisitiva.

—¿Aquella noche?

—Aquella noche.

—¡Cuándo sólo llevaba tres días casado! —Hugo hizo una mueca y soltó una carcajada—. Ya me he enterado de la fama de este joven. Pero entiendo lo que queréis decir. Puede haber otras razones para dejar a una recién casada en su lecho.

—Cuando hablé con él —dijo Cadfael— no me ocultó la antipatía que sentía por el cerrajero. Aunque su antipatía se hubiera convertido en odio, creo que no hubiera dicho lo que dijo.

—También lo tendré en cuenta. Decidme una cosa, Cadfael —añadió Hugo, mirándole con astucia—, ¿qué fuerza tiene vuestra sugerencia? Si no encontrara un testigo…, ¿ningún segundo testigo debería decir?…, ¿estaría justificado que investigara el asunto?

—Yo que vos, lo haría —contestó alegremente Cadfael.

—Parece que habéis encontrado a vuestro testigo en un santiamén —comentó secamente Hugo— y sin necesidad de abandonar este recinto. Habéis conseguido sacarle la causa de su aturrullamiento por una simple mentira. Sabía que lo conseguiríais —Hugo se levantó sonriente y posó la copa—. Os escucharé en confesión más tarde; ahora voy a ver qué puedo sacarle a la joven esposa —dio una amable palmada en el hombro de Cadfael y se volvió a mirarle desde la puerta—. No os apuréis por este escuálido mozuelo que tenéis aquí, me estoy acercando a vuestra opinión. Dudo de que haya hecho en su vida cosas peores que robar unas cuantas manzanas en un vergel.

El joven Iestyn estaba solo en la tienda, arreglando el cierre roto de una pulsera, cuando Hugo entró en casa de los Aurifaber. Era la primera vez que Hugo hablaba a solas con aquel hombre. En presencia de otras personas, Iestyn se mostraba siempre silencioso y retraído. O era taciturno por naturaleza, pensó Hugo, o la familia se había encargado de dejar bien claro cuál era su situación, haciéndole comprender que no podía traspasar la línea divisoria que lo separaba de sus amos.

En respuesta a la pregunta de Hugo, el mozo sacudió la cabeza y sonrió encogiéndose de hombros.

—¿Cómo puedo saber lo que ocurre en la calle de noche o quién merodea por ahí cuando la gente honrada duerme? Duermo en la parte de atrás del cuarto del sótano, debajo de la sala, mi señor. Aquella escalera conduce a mi cama y queda muy lejos de la calle. Desde allí no oigo ni veo nada.

Hugo ya había observado la escalera que bajaba al sótano en la parte posterior de la casa. El sótano quedaba completamente por debajo del nivel de la calle en la parte anterior y medio por encima en la parte de atrás. Allí dentro, un hombre quedaba aislado del mundo exterior.

—¿A qué hora bajaste hace dos noches?

Iestyn frunció las pobladas cejas y reflexionó.

—Siempre bajo temprano porque me levanto muy de mañana. Debían de ser las ocho, poco después de cenar.

—¿No tuviste que hacer ningún recado? ¿Nada que te obligara a salir?

—No, mi señor.

—Dime, Iestyn —preguntó Hugo, obedeciendo a un repentino impulso—, ¿estás satisfecho con tu trabajo aquí? ¿Estás satisfecho del trato de maese Walter y su familia? ¿Son justos contigo y mantienes con ellos una buena relación?

—No puedo quejarme —contestó cautelosamente Iestyn—. Mis necesidades son muy pocas, y no me quejo. Estoy seguro de que el tiempo recompensará mis esfuerzos. Pero primero tengo que ganármelo.

Susana se encontró con Hugo en la puerta de la sala y le invitó a entrar con la misma serena compostura que hubiera utilizado con otra persona. Ante las preguntas, se encogió de hombros con una triste sonrisa.

—Mi cámara está aquí, mi señor, entre la sala y la tienda, y toda esta parte de la casa queda lejos de la calle. El chico de Balduino no vino a contarnos su angustia, aunque bien pudo hacerlo. Por lo menos, hubiera tenido compañía. Pero, como no vino, no nos enteramos de la desaparición del amo hasta la mañana siguiente, cuando vino Juan. Lamenté que el pobre Griffin hubiera pasado toda la noche solo y preocupado.

—¿Y no habíais visto a maese Peche durante el día?

—No desde aquella mañana en que estuvimos trajinando en el patio y el pozo. Fui a su tienda a la hora de comer con un cuenco de caldo que nos había sobrado. Fue entonces cuando Juan me dijo que se había ido a media mañana, diciendo no sé qué sobre la subida de los peces. Que yo sepa, fue la última vez que se le vio.

—Eso me dijo Boneth. Desde entonces no se supo nada de él en ninguna tienda, cervecería o casa de algún amigo. En una ciudad en la que todo el mundo se conoce, eso es muy raro. Cruza el umbral de su casa y desaparece —Hugo estudió la ancha escalera sin barandilla que conducía desde el otro lado de la puerta de la joven a la galería y las estancias de arriba—. ¿Cómo están dispuestas estas cámaras? ¿Quién ocupa la de la otra calle, encima de la tienda?

—Mi padre. Pero duerme como un tronco. De todos modos, podéis preguntarle, quizá haya oído o visto algo. En la habitación de al lado están mi hermano y su mujer. Daniel se ha ido a Frankwell, pero a Margery la encontraréis en el jardín con mi padre. Y mi abuela ocupa la otra habitación. Hoy no ha salido de su dormitorio; es vieja y sufre ataques muy peligrosos a su edad. Pero le encantará que la visitéis —añadió Susana con una radiante sonrisa—. A nosotros ya está harta de vernos y la aburrimos. Dudo de que pueda deciros algo que os sea útil, mi señor, pero el cambio le sentará de maravilla.

Susana tenía grandes ojos brillantes de mirada lejana, orlados por pestañas de color cobrizo como su sedoso cabello recogido en un moño. En los ángulos de sus bellos ojos grises se veían unas finísimas arrugas causadas tal vez por la risa o por un prologado dolor. Su firme boca de labios carnosos estaba torcida en un mohín. Hugo calculó que debía de tener seis o siete años más que él. Una beldad que se echaría a perder por falta de uso. Hugo había llegado a la posesión de su fortuna por ser hijo único, aunque no pensaba que, de haber tenido una hermana, ésta se hubiera quedado sin nada para enriquecer a su hermano.

—Gustosamente me presentaré ante doña Juliana —dijo— cuando haya hablado con maese Walter y la señora Margery.

—Será muy amable de vuestra parte —contestó Susana—. Os puedo servir un poco de vino y eso me dará ocasión de llevarle a mi abuela, junto con el vino, una medicina que de otro modo se negaría a tomar. Mañana vendrá fray Cadfael y a él le tiene más respeto que a nosotros. Bajad después por aquí, mi señor. Esperaré vuestro regreso.

O el orfebre no tenía nada que decir o no le apetecía gastar palabras. Lo único que le preocupaba día y noche era la pérdida de su tesoro, del que había hecho un detallado y doloroso inventario pieza por pieza y casi moneda a moneda. Las monedas, en particular, poseían un notable valor. Tenía piezas de plata de cuando el rey Guillermo aún era el duque Guillermo, unas acuñaciones excelentes como ahora ya no se hacían. Su padre y su abuelo y tal vez algún otro antepasado debían de haber pensado lo mismo que él, y sólo habían vivido para preservar sus riquezas. La cabeza de Walter había sanado por fuera, pero quizá la pérdida le había causado un irreparable daño interno.

Hugo permaneció pacientemente de pie bajo los manzanos y los perales del jardín, mientras hacía algunas preguntas sobre la desaparición de Balduino Peche. Casi le pareció que el nombre no evocaba ninguna memoria y que Walter tuvo que parpadear y pensar antes de recordar a su difunto arrendatario. De tanto como rumiaba sobre su cofre vacío, no podía recordar casi nada.

Una cosa era segura. En caso de saber algo que pudiera ayudarle a recuperar sus bienes, lo diría sin tardanza. En comparación con aquello, la muerte de un hombre significaba muy poco para él. Tampoco parecía que se le hubiera ocurrido una posibilidad que rondaba por la cabeza de Hugo. Si había efectivamente una relación entre el robo y aquella muerte, ¿había alguna razón para que dicha relación fuera precisamente la que los ciudadanos tan ingeniosamente habían establecido? Los ladrones también podían sufrir robos e incluso resultar muertos durante el ataque. Balduino Peche asistió como invitado a la boda, hizo las cerraduras y las llaves del cofre, y, ¿quién mejor que él conocía la casa y la tienda?

Margery había echado de comer a las gallinas que picoteaban en el suelo en una estrecha franja de tierra bajo la muralla de la ciudad, al fondo del jardín. Hasta hacía un año, Walter tenía sus caballos en la ciudad, pero luego había adquirido unos pastizales y un viejo establo al otro lado del río, hacia el oeste al otro lado de Frankwell, y allí solía enviar a Iestyn para que les diera de comer y beber, los almohazara y les hiciera hacer ejercicio cuando había poco trabajo. La muchacha subió por la ladera del jardín con los huevos del día en un cesto, teniendo a su espalda la mole en sombras de la muralla con su angosta puerta cerrada. Era una joven bajita, regordeta e insignificante, con una mata de cabello rubio desgreñado. Al ver a Hugo, le hizo una cautelosa reverencia y le miró sin pestañear con sus redondos ojos.

—Mi marido ha salido a hacer un recado, mi señor, creedme que lo siento. Puede que regrese dentro de media hora.

—No importa —dijo Hugo con toda sinceridad—, hablaré con él más tarde. Puede que vos podáis hablar en nombre de los dos y yo ahorre tiempo. Sabéis el asunto que me ocupa. Parece que la muerte de maese Peche no fue un accidente y, aunque estuvo ausente durante buena parte del día, la noche es el momento más propicio para cometer fechorías como un asesinato. Necesitamos saber qué hicieron todos los hombres hace dos noches y si vieron u oyeron algo que pueda ayudarnos a atrapar al culpable. Tengo entendido que vuestra cámara es la segunda. Aunque no da a la calle, es posible que os asomarais y vierais a alguien acechando en la calleja entre las casas u oyerais algún ruido que, en aquel momento, no significara nada para vos. ¿Fue así?

—No —contestó inmediatamente la joven—. Fue una noche bastante tranquila, como cualquier otra.

—¿Y vuestro marido no mencionó haber visto algo fuera de lo corriente? ¿No vio a nadie por las calles cuando la gente de bien se encuentra recogida en su casa? ¿Se quedó hasta muy tarde en la tienda? ¿O acaso salió a cumplir algún encargo?

El blanco y sonrosado semblante de la joven se arreboló ligeramente, pero sus ojos no parpadearon. Inmediatamente encontró una excusa para su rubor.

—No, nos retiramos muy temprano. Vuestra señoría comprenderá…, llevamos sólo unos días de casados.

—¡Lo comprendo muy bien! En tal caso, no hace falta que os pregunte si vuestro marido se apartó de vuestro lado.

—Ni por un instante —dijo la joven, cuya voz y cuya arrebolada tez fueron harto elocuentes tanto si decía la verdad como si no.

—Jamás se me hubiera pasado esta idea por la cabeza —le aseguró amablemente Hugo— de no ser por la declaración de un testigo que afirma haber visto aquella noche a vuestro esposo, saliendo presuroso de esta casa aproximadamente una hora después de completas. Pero, por supuesto, no todos los testigos dicen la verdad.

Haciendo una cortés reverencia, Hugo dio media vuelta y se retiró sin prisas, regresando por el camino del jardín a la casa. Margery se lo quedó mirando con el labio inferior prendido entre los dientes y el cesto de huevos colgando olvidado de su mano.

Estaba esperando ansiosamente la llegada de Daniel cuando éste regresó de Frankwell. Inmediatamente se apartó con él en un rincón del patio donde nadie pudiera oírles. El severo gesto de su barbilla y el frunce de sus cejas obligaron a su marido a cerrar la boca tan pronto como empezó a protestar en voz alta, sorprendido ante aquel repentino asalto.

—Pero ¿qué es esto? ¿Qué te ocurre?

—El segundo alguacil del condado ha estado aquí, haciendo preguntas. ¡Sobre todos nosotros!

—Bueno, es su obligación, ¿qué tiene eso de malo? ¿Y qué puedes haberle dicho precisamente tú?

A la joven no le pasó por alto el implícito desprecio de aquellas palabras; aquello cambiaría muy pronto.

—Pude haberle contestado lo que él me preguntó —replicó Margery en un amargo susurro—. Dónde estuviste la noche del lunes. Pero ¿podía hacerlo? ¿Acaso lo sé? Sé lo que entonces creí, pero ¿por qué tengo que seguir creyéndolo? Un hombre que se levantó de su cama y salió a las calles de la ciudad aquella noche quizá no fue a meterse en la cama de otra mujer…, ¡quizá le dio un estacazo a Balduino Peche y después lo arrojó al río! Eso es lo que ellos piensan. Y ahora, ¿qué debo creer? Ya es malo que me dejaras para reunirte con aquella mujer en ausencia de su marido… Sí, yo estaba allí, ¿acaso no recuerdas cuando ella te dijo entre guiños y movimientos de la cabeza, la muy ramera, que él estaría ausente varios días? Pero ¿cómo puedo saber ahora que eso es lo que hiciste?

Daniel palideció y la miró aterrado, asiendo su mano como si sus sentidos no tuvieran en aquel momento ningún otro sostén.

—¡Dios santo, no pueden pensar eso! Tú no puedes creer eso de mí, ¿verdad? Tú me conoces bien…

—¡No te conozco en absoluto! No me prestas atención, no eres más que un extraño para mí, te vas por las noches y no te importa que yo me quede llorando.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Daniel en un angustiado susurro—. ¿Qué voy a hacer? ¿Y tú se lo has dicho? ¿Le has dicho… que estuve fuera toda la noche?

—No, no se lo he dicho. Soy una esposa leal, aunque tú no seas un buen marido. Le he dicho que estuviste conmigo y no te apartaste de mi lado.

Daniel respiró hondo, la miró con alivio, y empezó a sonreír entre incoherentes palabras de alabanza y gratitud, pero Margery calculó su momento como un espadachín y le borró la sonrisa del rostro sin la menor compasión:

—Pero él sabe que no es verdad.

—¿Cómo? —Daniel se hundió de nuevo en el terror—. Pero ¿cómo es posible? Si le dijiste que estuve contigo…

—Se lo dije. He cometido perjurio por ti, pero ha sido inútil. Yo no he revelado nada, aunque bien sabe Dios que tampoco te debo nada. ¡Puse mi alma en peligro para salvarte de este apuro! Pero entonces va él y me dice como si tal cosa que un testigo te vio salir subrepticiamente por la noche, y la hora coincide, por tanto no pienses que es un truco. Existe un testigo. Saben que saliste en la oscuridad la noche en que asesinaron a ese hombre.

—Yo no tuve nada que ver con eso —gimoteó Daniel—. Te dije la verdad…

—Me dijiste que tenías cosas que hacer y que no eran asunto de mi incumbencia. Y todo el mundo sabe que no apreciabas demasiado al cerrajero.

—¡Oh, Dios mío! —exclamó Daniel en tono quejumbroso, mordiéndose los nudillos—. ¿Por qué me acerqué a esa chica? ¡Estaba loco! Pero te juro, Margery, que eso fue todo, fui a ver a Cecilia… ¡Nunca volveré a hacerlo, nunca! Ayúdame, muchacha…, ¿qué voy a hacer?

—Sólo puedes hacer una cosa —contestó rápidamente Margery—. Si es cierto que estuviste allí, acude a esa mujer y consigue que hable en tu defensa, tal como es su obligación. Estoy segura de que por ti dirá la verdad. Entonces los hombres del alguacil te dejarán en paz. Y yo confesaré que mentí. Diré que fue por vergüenza de que me vieran tan humillada, aunque en realidad fue por amor… a pesar de lo poco que lo mereces.

—¡Lo haré! —Daniel experimentaba una mezcla de esperanza, miedo y gratitud mientras acariciaba la mano de su mujer como jamás había hecho antes—. Acudiré a ella y se lo pediré. Y jamás volveré a verla, te lo prometo, te lo juro, Margery.

—Ve después de comer —dijo Margery, segura de su dominio—. Conviene que comas y pongas buena cara. Puedes y debes hacerlo. Nadie lo sabe más que yo, pero estaré a tu lado cueste lo que cueste.

La señora Cecilia Corde no se alegró demasiado al ver a su amante entrar sigilosamente por la puerta posterior de su casa a primera hora de la tarde. Le miró con la más severa expresión de que pudiera ser capaz una mujer tan hermosa, le empujó a toda prisa a una cámara cerrada donde su doncella no pudiera verles y le preguntó, antes de que Daniel pudiera recuperar el resuello, qué se había creído, acudiendo a su casa en pleno día, a una hora en que por las calles de la ciudad andaban no sólo los hombres del alguacil sino también los habituales holgazanes y chismosos. Con palabras atropelladas, Daniel le explicó lo que ocurría y por qué estaba allí y lo que necesitaba de ella, a saber, la confesión de que habían pasado la noche del lunes juntos desde las nueve hasta media hora antes del amanecer. Su paz espiritual, su seguridad y tal vez incluso su vida dependían de su testimonio. No podía negárselo después de lo mucho que ambos significaban el uno para el otro, de los regalos que él le había hecho y de todo lo que habían compartido.

Cecilia se libró violentamente del abrazo que le había permitido en cuanto cerró la puerta, y le rechazó con apasionada indignación.

—¿Estás loco? ¿Arrojar mi reputación a los cuatro vientos para salvar tu pellejo? ¡Debería darte vergüenza! Mañana o pasado volverá mi marido, y tú lo sabes. No hubieras venido ahora si me tuvieras un mínimo de consideración. ¡Y de esta manera, en pleno día, con las calles llenas de gente! Será mejor que te vayas.

Daniel la miró boquiabierto, incapaz de creer semejante recibimiento.

—¡Cecilia, mi vida está en juego! Debo decirles…

—Como te atrevas —replicó ella, retrocediendo para evitar su desesperado intento de abrazarla—, lo negaré. Juraré que mientes, que me acosabas, pero que yo nunca te alenté. ¡Hablo en serio! Atrévete a mencionar mi nombre y te llamaré embustero y aportaré testigos que respalden mi testimonio. ¡Ahora, vete, no quiero volver a verte nunca más!

Daniel regresó corriendo junto a Margery. La joven tuvo el buen juicio de esperarle, sabiendo la acogida que iba a recibir, y enseguida se lo llevó a su cámara donde, si no levantaban la voz, nadie podría oírles. Doña Juliana pasaba toda la tarde durmiendo profundamente en la habitación contigua. La conversación secreta estaría a salvo de sus oídos.

En agitados murmullos, Daniel explicó lo ocurrido, aunque no dijo nada que su esposa ya no supiera. La joven juzgó llegado el momento de ablandarse un poco sin por ello abandonar el dominio que ejercía. Daniel había sufrido una humillación en su virilidad, se encontraba en una apurada situación y ella le compadecía y le amaba, aunque la manifestación de tales sentimientos era un lujo que todavía no podía permitirse.

—Escucha, iremos juntos. Tú tienes una confesión que hacer, pero yo también. No esperaremos a que el señor Berengario venga otra vez aquí, nosotros iremos a verle. Reconoceré que le mentí y que me dejaste sola aquella noche para reunirte con una amante. Tú dirás lo mismo. Yo no conoceré su nombre. Y tú te negarás a decirlo. Dirás que es una mujer casada y que sería su perdición. Él respetará este motivo. Y diremos que vamos a empezar de nuevo a partir de ahora.

Margery tenía a Daniel en sus manos, como quería. Él la acompañaría y juraría cualquier cosa que ella dijera. Empezarían desde el principio y ella llevaría las riendas.

Aquella noche en la cama, Margery abrazó a un agradecido esposo que no se cansó de halagarla. Tanto si se creyó el testimonio como si no, Hugo Berengario lo había recibido con la cara muy seria y los despidió con una solemne reprimenda que les produjo una inmensa sensación de alivio. Un Daniel liberado del temor de la justicia tendría buen cuidado en permanecer quieto en un lugar donde pudieran localizarle en cualquier momento que hiciera falta.

—Ya todo ha terminado —le aseguró Margery sorprendentemente complacida en sus brazos, después de los pasados sinsabores—. Estoy segura de que ya no tienes que preocuparte. Nadie cree que tú causaras ningún daño a aquel hombre. Yo te apoyaré y no tendremos nada que temer.

—Oh, Margery, ¿qué hubiera hecho sin ti? —Daniel estaba medio dormido después del intenso temor y del alivio provocado por un placer no menos intenso. Jamás en su vida había sentido semejante ardor, ni siquiera con sus amantes. Bien pudiera haberse dicho que aquélla fue su verdadera noche de bodas—. Eres una buena chica, leal y sincera…

—Soy tu mujer y te amo —contestó ella, casi creyéndoselo para su propio asombro—. Seré leal siempre que acudas a mí. Yo no te fallaré. Pero tú tienes que apoyarme, porque soy tu esposa y tengo mis derechos —era agradable verle tan complaciente, pero no convenía que se durmiera, todavía no. La joven decidió despertarle; había aprendido muchas cosas durante aquella insatisfactoria semana. Mientras él la miraba arrobado, añadió con dulzura—: Ahora soy tu esposa, la esposa del heredero, y se me debe respeto. ¿Cómo puedo vivir en una casa sin tener un lugar propio y unos deberes que me corresponden por derecho?

—Por supuesto que tienes un lugar —protestó él con ternura—. El lugar de honor, como señora de esta casa. ¿Qué más quieres? Todos le llevamos la corriente a mi abuela porque es vieja y tiene sus manías, pero ya no interviene en el gobierno de la casa.

—No, no me quejo de ella porque se debe reverenciar a los ancianos. Pero tu mujer debería tener garantizadas no sólo sus responsabilidades sino también sus privilegios. Si tu madre viviera, todo sería distinto. Pero doña Juliana ha dejado el gobierno de la casa a nuestra generación porque ya tiene muchos años. Estoy segura de que tu hermana ha cumplido noblemente con su deber durante todos estos años…

Daniel juntó sus ensortijados bucles con sus sienes.

—Así es, en efecto, tú podrás conservar las manos blancas, tomarte las cosas con calma y ser la señora de la casa, ¿por qué no?

—No es eso lo que quiero —replicó Margery con firmeza, abriendo sus redondos ojos en la oscuridad de la estancia—. Tú eres hombre y no lo entiendes. Susana trabaja mucho, nadie podría tener queja de ella, mantiene una buena mesa sin desperdiciar nada y tanto la ropa de las camas como todos los bienes y provisiones están en orden, lo sé. Le reconozco el mérito. Pero ésa es la responsabilidad de una esposa, Daniel. De tu madre, si viviera. De tu mujer, ahora que estás casado.

—Amor mío, ¿por qué no podéis trabajar juntas? La mitad de la carga es más llevadera. No quiero que mi esposa esté agobiada con las tareas de la casa —musitó Daniel, hundiendo el rostro en su mata de pelo.

Debió de creerse muy listo sin duda porque, como la mayoría de los hombres, buscaba la paz antes que la justicia o el decoro; pero ella no dio su brazo a torcer.

—Ella no cederá ninguna parte de la carga porque ocupa este lugar desde hace mucho tiempo y rechaza todos los ofrecimientos. El lunes me ofrecí para recoger ropa tendida y me contestó inmediatamente que lo haría ella misma. Créeme, amor mío, no puede haber dos amas en una casa, eso nunca da buen resultado. Ella lleva las llaves colgadas del cinto, ella se encarga del abastecimiento de las despensas, del remiendo y la sustitución de la ropa, ella da órdenes a la criada, ella elige las carnes y manda que las guisen a su gusto. Ella es la anfitriona cuando recibimos visitas. Quiero mis derechos, Daniel. No está bien dejar de lado a la esposa. ¿Qué dirán nuestros vecinos?

—Lo que tú quieras —contestó Daniel con soñoliento fervor—, los tendrás. Me doy cuenta de que mi hermana debería cederte el puesto y ya hubiera tenido que hacerlo voluntariamente y por propia iniciativa. Pero lleva las riendas de esta casa desde hace tanto tiempo que ni siquiera se ha parado a pensar que ahora soy un hombre casado. Susana es muy sensata y lo comprenderá.

—No es fácil para una mujer ceder el lugar que ocupa —señaló Margery severamente—. Necesitaré tu apoyo. Está en juego no sólo mi situación sino también la tuya. Prométeme que me respaldarás para que pueda ejercer mis derechos.

Daniel se lo prometió de buen grado, tal como le hubiera prometido cualquier cosa aquella noche. De los dos, Margery era sin duda la que más provecho había sacado de las crisis y recuperaciones de aquel día. Se durmió sabiéndolo y dispuesta a utilizar todas sus habilidades para conseguir sus propósitos.