VII
Martes: de la tarde a la noche

e concentraron alrededor de Madog y Cadfael, mirando a su alrededor para confirmar lo que ya sabían. Comunicaron la noticia a los de atrás en siniestros murmullos que en seguida se convirtieron en excitadas conjeturas. Cadfael asió por la manga al primer novicio que se acercó con curiosidad para ver qué ocurría.

—Avisa inmediatamente al prior Roberto. Quizá necesitaremos otra autoridad antes de que llegue Hugo Berengario —dirigiéndose a los portadores de las parihuelas, antes de que los rodearan por completo, añadió—: Entrad con él en el claustro ahora que aún es posible, y estad preparados para impedir el paso a cualquiera que intente seguiros.

El triste cortejo se puso rápidamente en marcha. Uno o dos jóvenes de la ciudad se acercaron al umbral del claustro movidos por la curiosidad, pero no se atrevieron a entrar y regresaron junto a sus compañeros. Un inquisitivo cerco se formó alrededor de Cadfael y Madog.

—Ése que tenéis aquí es Balduino Peche, el cerrajero —dijo Daniel en tono de afirmación—. Nuestro arrendatario. Anoche no regresó a casa. Juan Boneth le ha buscado por todas partes.

—Yo también —replicó Madog—, a instancias de Juan. Y entre fray Cadfael y yo hemos encontrado al hombre y su barca.

—Muerto.

De eso no cabía tampoco la menor duda.

—Muerto, por supuesto.

Para entonces, el prior Roberto ya había sido localizado y acudía a toda prisa acompañado de su fiel sombra. Estaba claro que no habría modo de evitar las interrupciones en su ordenada y armónica vida monástica. Mientras se acercaba, le pareció oír pronunciar en un susurro la palabra «¡Asesinato!» y preguntó, consternado e irritado, cuál era la razón de la presencia de aquella exaltada multitud en el patio grande del monasterio. Una docena de voces trató de responderle, sin tener en cuenta lo poco que sabían sobre el asunto.

—Padre prior, hemos visto que trasladaban a nuestro conciudadano hasta aquí, muerto…

—Nadie le había visto desde ayer.

—Mi vecino y arrendatario, el cerrajero —gritó Daniel—. ¡Mi padre robado y atacado, y ahora acaban de encontrar a maese Peche muerto!

El prior levantó una mano para imponer silencio y miró a los presentes con ceñuda expresión de reproche.

—Que hable uno solo. Fray Cadfael, ¿sabéis qué es todo eso?

Cadfael consideró conveniente referir los hechos escuetos, sin mencionar las conjeturas que pasaban por su mente. Procuró que todos le oyeran bien, aunque dudaba mucho de que aquella gente limitara sus propias conjeturas por mucho cuidado que él tuviera con las palabras.

—Madog encontró la barca de este hombre volcada río abajo, más allá del castillo —concluyó—. Y hemos mandado avisar al segundo alguacil del condado. El asunto estará ahora en sus manos. No creo que tarde mucho.

Eso era para los oídos más excitables. Entre los presentes había algunos jóvenes exaltados, de ésos que siempre buscan nuevas sensaciones y que tal vez hubieran perdido la cabeza en caso de haber visto a su chivo expiatorio. La insinuación se respiraba en el aire. Walter robado y atacado, ahora su arrendatario muerto; todo el mal tenía que caer sobre la misma cabeza.

—Si este desventurado se ahogó en el río tras haber caído desde su barca —dijo Roberto con firmeza—, no puede haber la menor posibilidad de asesinato. Decir otra cosa sería una necedad y una perversidad.

Los presentes empezaron a ladrar desde distintas direcciones:

—Padre prior, maese Peche no era un temerario…

—Conocía el Severn desde pequeño…

—Lo mismo que otros que, al final, perecen en él aunque no sean hombres temerarios —replicó Roberto con aspereza—. No debéis ver ninguna maldad en lo que sólo es una desgracia natural.

—¿Y por qué tienen que caer tantas desgracias naturales sobre una misma casa? —preguntó una excitada voz desde atrás—. Balduino era uno de los invitados la noche en que Walter fue golpeado y le vaciaron el cofre.

—Era el vecino de la casa de al lado y le gustaba fisgonear en todas las cosas ocultas. ¿Quién sabe si no descubrió alguna prueba de la participación del culpable que ahora se esconde aquí, jurando que es inocente?

El comentario prendió de inmediato en todas partes.

—¡Eso fue lo que ocurrió! ¡Balduino descubrió algo que ese canalla no hubiera podido negar!

—Y ha matado al pobre hombre para callarle la boca…

—Un estacazo en la cabeza y al río con él…

—No costaba nada soltar su barca en el río para que le siguiera corriente abajo…

Cadfael lanzó un suspiro de alivio al ver a Hugo Berengario a caballo en la caseta de vigilancia, seguido de dos oficiales. Todo aquello parecía demasiado fácil. Cuando los hombres elegían a un villano, que además no era de los suyos ni tenía raíces o parentesco alguno con ellos, no necesitaban sentir nada por él, apenas era un hombre y no tenía ni sangre ni corazón. Cualquier fechoría que precisara de un chivo expiatorio le sería atribuida en la certeza de que no se equivocaban. La razón no intervenía para nada. Pese a todo, Cadfael levantó su poderosa voz para acallarlos:

—El hombre al que acusáis es absolutamente inocente de este hecho, aunque fuera un asesino. Está refugiado aquí, no se atrevería a abandonar este recinto y no lo abandonó. Los oficiales del rey le esperan fuera, como todos sabéis. ¡Deberíais avergonzaros de formular semejante acusación!

Más tarde comentó, con cierta resignación y amargura, la mala suerte de Liliwin, el cual salió inocentemente del claustro en aquel momento, perplejo y sorprendido por la presencia de un cadáver en el sagrado recinto y dispuesto a averiguar algo más, sin saber que muchos le relacionaban con aquello. Salió solitario y cabizbajo por el pasillo occidental e inmediatamente fue identificado por dos o tres presentes. Un horrible aullido de triunfo se elevó en el aire. Liliwin lo recibió como una ráfaga de viento gélido en el rostro, se encogió, se tambaleó, y su semblante, que en los últimos dos días había adquirido una serena apostura, se desintegró de pronto en una expresión de terror.

El más exaltado de los jóvenes se adelantó, gritando, pero Hugo Berengario fue más rápido. Su huesudo y amado caballo tordo se interpuso hábilmente entre el joven y sus perseguidores. Hugo desmontó de la silla, apoyando una mano en el hombro de Liliwin en un ambiguo gesto que podía ser de detención o protección. Su hermoso y melancólico rostro moreno se volvió hacia los exaltados. Los de la primera fila se quedaron discretamente inmóviles, hicieron un leve ademán de adelantarse, pero retrocedieron de nuevo sin atreverse a desafiar sus órdenes.

El joven y avispado novicio había cumplido muy bien el encargo. Hugo ya lo tenía todo bastante claro y había comprendido las peligrosas repercusiones. Durante el subsiguiente interrogatorio, Hugo mantuvo la mano apoyada en el hombro de Liliwin para que interpretaran el gesto como quisieran, y escuchó el acalorado testimonio de Daniel Aurifaber con la misma atención con que escuchó el relato de Cadfael.

—¡Muy bien! Padre prior, convendría que informarais de lo ocurrido al señor abad. Yo tengo que examinar al ahogado y también el lugar donde fue encontrado y aquél en que se descubrió su barca. Necesitaré la ayuda de las personas que efectuaron los hallazgos. En cuanto al resto de vosotros, si tenéis algo que decir, decidlo ahora.

Vaya si lo dijeron. Aunque intimidados, estaban furiosos y decididos a dar rienda suelta a todo el ardor que acumulaban. Aquella muerte en el río no había sido casual, de eso estaban seguros. Aquello era el asesinato de un testigo, de un vecino curioso que probablemente había descubierto una prueba irrefutable. Debió de encontrar las pruebas de la culpabilidad del juglar, tan insistentemente negada, y le arrojaron al Severn para que se ahogara antes de que pudiera abrir la boca. Al principio lo dijeron en susurros, pero al final lo proclamaron a voces. Hugo les dejó desvariar. Sabía que no eran tan insensatos como parecían, pero también sabía que, según soplara el viento de sus precipitados impulsos, podían llegar a serlo para su propia desgracia y la de cualquier otro hombre.

Finalmente se les acabaron las palabras y se desinflaron como velas sin viento.

—Mis hombres montan guardia junto a las puertas —dijo Hugo serenamente— y no han visto la menor señal del joven al que acusáis. Que yo sepa, no ha puesto los pies fuera de estas murallas. ¿Cómo puede haber intervenido en la muerte de un hombre?

No tenían respuesta para aquella pregunta, pero, aun así, se movieron cautelosamente, intercambiaron miradas y sacudieron las cabezas dando a entender que tenía que haber una respuesta. Lo único que les faltaba era descubrirla. Tras la sombra del prior, se oyó la insinuante voz de fray Jerónimo:

—Perdonadme, padre prior, pero ¿es cierto que el joven ha estado aquí en todo momento? Acabo de recordar que anoche fray Anselmo preguntó por él. No le veía desde el mediodía y comentó que no fue a cenar a la cocina según su costumbre. En mi preocupación por un huésped de esta casa, consideré mi deber buscarle por todas partes. Fue cuando ya estaba a punto de caer la noche. No encontré ni rastro de él dentro de estas murallas.

Los presentes aprovecharon inmediatamente el pretexto y Liliwin, tal como observó Cadfael con un suspiro, se encogió, tragó saliva y no pudo articular una sola palabra mientras en su labio superior se formaban gotas de sudor que se apresuró a lamer en gesto de febril angustia.

—¿Lo veis? ¡Lo dice el buen monje! ¡No estaba aquí! ¡Salió a cometer su mala acción!

—Decid más bien que no le encontraron —replicó el prior Roberto en tono de amable reproche.

Aunque no estaba totalmente disgustado.

—¿Y se quedó sin cenar? ¿Una rata medio muerta de hambre despreciaría la comida a no ser que tuviera una cosa más urgente en otro lugar? —gritó Daniel, exaltado.

—¡Vaya si era urgente! Decidió asegurarse de que Balduino no pudiera hablar contra él.

—¡Habla! —ordenó secamente Hugo, sacudiendo a Liliwin por el hombro—. Tú también tienes lengua. ¿Abandonaste la abadía en algún momento?

Liliwin se tragó la bilis, guardó silencio durante un angustioso instante y después contestó con decisión:

—¡No!

—¿Estabas aquí ayer, cuando te buscaron y no te encontraron?

—No quería que me encontraran. Yo mismo me escondí.

La voz del mozo era más firme cuando decía por lo menos una parte de la verdad. Sin embargo, Hugo insistió:

—¿No has puesto el pie fuera de este recinto desde que te refugiaste aquí?

—¡No, jamás! —contestó Liliwin, jadeando como si acabara de efectuar una carrera agotadora.

—¿Lo oís? —dijo Hugo, apartando a Liliwin y situándolo a su espalda—. Ya tenéis la respuesta. Un hombre encerrado aquí dentro no puede haber cometido un asesinato fuera. Y, aunque se trate de un asesinato, en este momento no hay ninguna prueba que lo confirme. Ahora regresad a vuestras ocupaciones y dejad que la ley resuelva los asuntos que le corresponden. Si dudáis de mi escrupulosidad, dadme algún motivo de enfado y sabréis lo que es bueno —dirigiéndose a sus hombres, se limitó a añadir—: Despejad el patio de todos los que no tengan nada que hacer aquí. Hablaré con el preboste más tarde.

En la capilla mortuoria, Balduino Peche yacía desnudo boca arriba, rodeado por fray Cadfael, Hugo Berengario, Madog del Bote de los Muertos y el abad Radulfo. En los ángulos de sus ojos ahora cerrados se podían ver restos de barro reseco, semejantes a los pigmentos que utilizaban las mujeres presumidas para oscurecer y conferir más viveza a la mirada. En la tupida maraña de su cabello castaño entrecano, Cadfael encontró dos o tres tallos de ranúnculos acuáticos, tan finos como los hilos de una telaraña y con unas frágiles flores blancas convertidas en filamentos veteados de marrón una vez marchitas, y una rama rota de aliso. Ninguna de ambas cosas tenía nada de extraño. Los alisos eran muy abundantes en la orilla del río y aquélla era la estación en la que los delicados ranúnculos flotaban y temblaban en los bajíos y en los lugares donde la corriente era más lenta.

—Aunque en el lugar donde yo le encontré —dijo Cadfael— la corriente es muy rápida y no permite que crezcan los ranúnculos. Creo que en la otra orilla crecen mejor. Es natural… si salió con su bote para ir a pescar, debió de hacerlo desde aquella orilla. Ahora veamos qué otros detalles puede mostrarnos.

Sujetando la barbilla del muerto con la mano, Cadfael volvió su rostro hacia la luz. Las ventanas de su nariz estaban llenas de barro del río. Cadfael introdujo la rama de aliso en una de ellas y recogió una muestra de fina grava en la que habían quedado prendidos unos ranúnculos.

—Eso pensé yo cuando lo levanté para que se escurriera el agua y sólo cayeron unas gotitas. Aquí hay restos de barro y hierba, y eso no ocurre cuando uno se ahoga —explicó, introduciendo los dedos entre los labios separados de Balduino y mostrando los dientes también separados como en una mueca de dolor o en un grito. Con mucho cuidado, los separó un poco más. Unos zarcillos de ranúnculo estaban adheridos a los grandes y torcidos dientes. Los que estaban más cerca pudieron ver que la boca estaba completamente llena de vestigios del río.

—Dadme un pequeño cuenco —pidió Cadfael. Hugo fue más rápido que Madog en atender su petición. Había un platito de plata bajo la lámpara apagada del altar. Era lo que tenían a mano y el abad Radulfo consintió en su utilización. Cadfael abrió la mandíbula rígida y, utilizando un dedo, sacó un amasijo de barro y grava, mezclado con minúsculos fragmentos de vegetación. Lo depositó en el platito—. Si se ahogó en eso, no es posible que se ahogara en el agua. No me extraña que apenas le sacara una gota.

Después, examinó cuidadosamente la boca de Balduino, sacó los últimos tallos de ranúnculos, tan finos como cabellos, y apartó el platito a un lado.

—Estáis diciendo que no se ahogó —dijo Hugo, estudiando sus movimientos.

—No, no se ahogó.

—Pero murió en el río. ¿Cómo podría tener, si no estas hierbas acuáticas en la garganta?

—Cierto. Murió en el río. Pero recordad que estoy caminando a ciegas, como vos. Necesito saber como vos y, como vos, tengo que examinar lo que hemos encontrado —Cadfael miró a Madog, el cual debía de conocer aquellas señales tan bien como el más experto de los mortales—. ¿Estás de acuerdo conmigo?

—Yo ya he llegado… —contestó sencillamente Madog—. Pero seguid adelante. Para ser un ciego, no os habéis desviado mucho del camino.

—En tal caso, padre, ¿podemos volver a colocarle boca abajo, tal como lo encontré?

El propio Radulfo apoyó sus largas y musculosas manos a ambos lados de la cabeza para inclinarla delicadamente hacia un lado.

A pesar de sus costumbres poco morigeradas, Balduino Peche tenía un cuerpo recio y musculoso, de anchos hombros y fuertes muslos y piernas. Las manchas de la muerte ya estaban empezando a aparecer y eran muy curiosas. El rasguño detrás de la oreja derecha hablaba por sí solo, pero lo demás podía ser motivo de conjetura.

—Eso no lo hizo una rama flotante —sentenció Madog—, ni tampoco una piedra porque en aquella zona del río no las hay. Más arriba entre las islas quizá sí, aunque es poco probable. No, fue un golpe que le dieron por detrás, antes de que cayera al agua.

—Queréis decir que la acusación de asesinato está justificada —dijo el abad Radulfo, muy serio.

—Contra alguien, sí —contestó Cadfael.

—¿Y este hombre era vecino de la casa que sufrió el robo, y pudo averiguar algo capaz de arrojar cierta luz sobre el mismo, tanto si él se dio cuenta de ello como si no?

—Es posible, evidentemente. Se interesaba mucho por los asuntos de los demás —convino cautelosamente Cadfael.

—Y eso sería un poderoso motivo para eliminarlo, en caso de que el culpable llegara a saberlo —dijo el abad en tono pensativo—. En tal caso, puesto que no puede ser obra de alguien que estuvo en todo momento dentro de nuestras murallas, se trata de un poderoso argumento en favor de la inocencia del juglar del primer delito de que se le acusa. El verdadero culpable anda suelto por ahí.

Si Hugo ya había percibido y aceptado la misma consecuencia lógica, no hizo ningún comentario.

—Por consiguiente, parece que le golpearon en la cabeza y lo arrojaron al río —dijo, contemplando el cuerpo tendido boca abajo con expresión concentrada—. Sin embargo, no se ahogó. Lo que tragó durante su lucha por salvar la vida, en estado consciente o inconsciente, fue barro, grava y hierbas.

—Ya lo habéis visto —contestó Cadfael—. Lo asfixiaron. Lo sujetaron con la cabeza contra el barro. Y, después lo dejaron flotando en el río para que lo consideraran uno más de los muchos que se ahogan en el Severn. ¡Un error! La corriente lo atrapó antes de que el agua eliminara las pruebas del crimen.

En realidad, dudaba que el agua las hubiera podido eliminar del todo por mucho tiempo que el cuerpo hubiera permanecido sumergido. Los tallos de los ranúnculos eran muy tenaces y el fino légamo se aferraba con fuerza allí donde había sido inhalado durante la lucha por la vida. Sin embargo, lo más misterioso era las difusas magulladuras que se observaban entre las paletillas de Peche y unas muescas muy profundas en la carne hinchada de la espalda. En la mayor de ellas, la piel tenía una pequeña lesión, como si algo cortante y mellado la hubiera traspasado. Cadfael no sabía cómo interpretar aquellas señales. Trató de memorizarlas y se preguntó cuál sería su origen.

Quedaba el contenido del cuenco de plata. Cadfael lo llevó a la pila de piedra del jardín del claustro, retiró cuidadosamente el fino cieno y apartó a un lado los restos de hierbas. Unos finos hilos de ranúnculos, unas flores marchitas y una ramita de aliso. Y algo más, una súbita mancha de color. La tomó, la sumergió en el agua para eliminar la tierra que la cubría y allí, brillando en la palma de su mano, vio dos minúsculos flósculos, el extremo superior de una cabezuela de color rojo púrpura, moteada de un color púrpura más oscuro en el labelo, y el fragmento arrancado de una fina hoja, lo suficientemente grande como para mostrar una mancha negruzca sobre su tono verde.

Los demás le habían seguido y ahora se habían congregado con curiosidad a su alrededor.

—Las llamamos rabos de zorra —explicó Cadfael— por las dos protuberancias que tiene la raíz. La variedad más corriente y temprana, pero no recuerdo haberlas visto mucho por aquí. Esto, como la rama rota de aliso, lo arrastró consigo cuando le empujaron hacia el agua. Se podría buscar en la orilla algún paraje donde crezcan juntos los ranúnculos, los alisos y los rabos de zorra.

El lugar donde Balduino Peche había sido arrojado a la orilla tenía muy poco que decir, aparte lo que ya había revelado. El punto donde Madog descubrió la barquita del muerto entre las hierbas de la orilla se encontraba río abajo; una embarcación tan ligera, navegando a la deriva sin el peso de un hombre a bordo, podía haber bajado por la corriente un cuarto de legua o más antes de quedar inevitablemente encallada en la arenosa orilla del primer meandro. Madog pensó que tendrían que recorrer ambas orillas desde las compuertas para establecer dónde habían asaltado y matado a Balduino. En aquel lugar, los ranúnculos crecerían bajo los alisos y habría piedras raposeras en flor, muy cerca del agua.

Los dos primeros se podían encontrar juntos en cualquier paraje. El tercero quizá sólo podría encontrarse en un lugar.

Madog recorrería las orillas del río y Hugo interrogaría a los Aurifaber y a sus vecinos inmediatos, aparte los taberneros de la ciudad, en un intento de averiguar todo lo que éstos supieran sobre los últimos movimientos de Balduino Peche: dónde había sido visto por última vez, quién había hablado con él, qué había dicho. Porque sin duda alguien le habría visto después de que abandonara su tienda hacia media mañana del día anterior, cuando Juan Boneth le vio por última vez.

Entretanto, Cadfael tenía muchos asuntos en los que entretenerse y muchas cosas en que pensar. Regresó del río demasiado tarde para vísperas, pero a tiempo para visitar la cabaña del huerto y cerciorarse de que todo estaba en orden antes de cenar. Fray Oswin, dejado solo al cuidado del herbario, estaba adquiriendo muchos conocimientos y se enorgullecía de ello. Llevaba varias semanas sin romper ni quemar nada.

Después de la cena, Cadfael fue en busca de Liliwin y le encontró sentado en el rincón más oscuro del pórtico, apoyado defensivamente contra la piedra, con los brazos alrededor de las rodillas. A aquella hora, ya no había luz para proseguir la reparación de su rabel o continuar sus nuevos estudios con fray Anselmo.

Al parecer, las alarmas de aquel día le habían sumido de nuevo en una profunda desconfianza y desesperación. Por eso quería pasar lo más inadvertido posible y se había quedado en su rincón para defenderse del mundo. Al ver a Cadfael, le dirigió una nerviosa mirada de soslayo mientras el monje se levantaba los faldones del hábito y se sentaba a su lado.

—Bueno, muchacho, ¿ya fuiste por tu cena esta noche? —preguntó plácidamente Cadfael.

Liliwin contestó con un silencioso movimiento de cabeza y le miró con recelo.

—Parece que ayer no lo hiciste. Fray Jerónimo nos ha dicho que por la tarde vino a visitarte una criada y te trajo una cesta de comida de la mesa de su ama. Dice que tuvo que reprenderos a los dos —el silencio del joven estaba cargado de inquietud—. Bueno, aun reconociendo que fray Jerónimo es excepcionalmente hábil para encontrar motivos de reproche, me parece que sólo hay una criada cuya presencia aquí pudo hacerle temer por el decoro de tu conducta… y no digamos por el bienestar de su alma.

Cadfael habló con una sonrisa en los labios, pero no se le pasó por alto el leve estremecimiento que agitó el escuálido cuerpo del mozo ni la rigidez de las manos que rodeaban sus rodillas. ¿Por qué razón tenía que temblar aquel joven ante la mención de la salvación de su alma, ahora que Cadfael estaba más convencido que nunca de que no pesaba ninguna culpa sobre su conciencia, como no fuera alguna mentira?

—¿Era Rannilt?

—Sí —contestó Liliwin en un susurro apenas audible.

—¿Vino con permiso? ¿O lo hizo por su cuenta y riesgo?

Liliwin le contestó con el menor número de palabras posible.

—O sea que eso fue lo que ocurrió. Y Jerónimo le dijo que cumpliera su encargo y se fuera, y después vigiló para cerciorarse de que le obedecía. Y debió de ser a partir de aquella hora, si no he entendido mal, tras haber comprobado él que la moza se había ido, cuando nadie te volvió a ver hasta prima de esta mañana. Sin embargo, dices que no abandonaste este recinto, y yo lo creo. ¿Decías algo?

—No —contestó Liliwin con expresión abatida.

No había hablado precisamente, sino tan sólo emitido un leve murmullo de vergüenza, precipitadamente reprimido.

—Dejaste que se fuera dócilmente, ¿verdad? —observó Cadfael en tono crítico—. Comprendiendo la magnitud del paso que había dado por ti.

La noche les estaba envolviendo poco a poco. No había nadie que pudiera oírles en las inmediaciones y Liliwin había pasado buena parte del día luchando solo con la tardía convicción de su pecado mortal. El terror de los hombres ya era más que suficiente como para que encima tuviera que soportar el súbito terror de la condenación eterna, por no hablar de la espantosa sensación de haber sido el causante de la condena de otra persona a la que amaba tanto como a sí mismo. Liliwin se enderezó bruscamente en su oscuro rincón, dejó las piernas colgando desde el borde del banco de piedra y asió impulsivamente el brazo de Cadfael.

—Fray Cadfael, quiero deciros… ¡debo decírselo a alguien! Yo hice…, nosotros hicimos, ¡pero la culpa fue mía!… Hicimos una cosa terrible. No hubiera querido hacerlo, pero ella se alejaría de mí y quizá jamás volvería a verla, y entonces ocurrió. ¡Un pecado mortal y yo he sido el causante! —las palabras se escaparon a borbotones como la sangre de una herida reciente, pero sirvieron para serenarle el espíritu. Cesó la incoherencia y los temblores desaparecieron—. Dejadme que os lo cuente y después haced lo que consideréis justo. No podía soportar que se fuera pronto y quizá para siempre. Cruzamos la iglesia y la oculté allí dentro, detrás del altar de la capilla del crucero. Hay un espacio allí detrás, lo descubrí cuando temí que vinieran por mí de noche. Yo podía introducirme en su interior, y ella es más menuda que yo. Cuando el monje se fue, regresé junto a ella. Me llevé las mantas y la ropa nueva que ella me trajo…, las piedras son duras y frías. Lo único que yo quería —continuó diciendo sinceramente Liliwin— era estar con ella el mayor rato posible. Apenas hablamos. Pero después, nos olvidamos de dónde estábamos y de nuestro deber, de todo…

Fray Cadfael esperó en silencio sin decir ni una sola palabra para ayudarle o reprimirle.

—Sólo pensaba que se iría y que quizá nunca volvería a estar con ella —confesó Liliwin con tristeza—. Sabía que sufría lo mismo que yo. No queríamos obrar el mal, pero cometimos un terrible sacrilegio. Aquí en la iglesia, detrás de uno de los altares sagrados… No pudimos evitarlo… ¡Yacimos juntos como los enamorados!

Ya había dicho lo peor. El joven esperó humildemente la condena, dispuesto a aceptar cualquier castigo e incluso aliviado de verse libre del peso de aquella culpa. No hubo ni siquiera una exclamación de horror, aunque aquel monje no era tan dado a los reproches como el que había vigilado con tanto recelo a Rannilt.

—¿Quieres a esa moza? —preguntó plácidamente Cadfael, tras reflexionar un instante.

—¡Sí, la quiero! La quiero con todo mi corazón por esposa. Pero ¿qué será de ella si me someten a juicio y las cosas van mal? ¡Se proponen condenarme! No le digáis a nadie que estuvo conmigo. Sus esperanzas de matrimonio son muy escasas, siendo una pobre criada sin parientes. No quiero perjudicarla. Puede que encuentre a algún hombre honrado, si yo…

Liliwin dejó la frase inconclusa. La idea no era muy consoladora.

—Creo que ella preferiría al hombre que ya ha elegido —dijo Cadfael—. Cuando hay amor por ambas partes, es difícil considerar que un lugar es demasiado sagrado como para albergarlo. Nuestra Señora, según los milagros que cuentan de ella, protege incluso a los culpables que han pecado por amor. Podrías probar a rezarle unas oraciones, eso nunca está de más. No te inquietes demasiado por lo que se hizo bajo este impulso tan fuerte y tan exento de cualquier mala intención. ¿Y cuánto tiempo permanecisteis después escondidos aquí? —preguntó Cadfael, mirando al penitente con tolerancia—. Fray Anselmo estuvo muy preocupado por ti.

—Nos quedamos dormidos los dos —Liliwin volvió a estremecerse al recordarlo—. Cuando despertamos, era tarde y ya había oscurecido. Estaban cantando completas. ¡Y para regresar a la ciudad ella tenía que recorrer aquel camino en plena noche!

—¿Y dejaste que se fuera sola? —preguntó Cadfael con fingida indignación.

—¡Por supuesto que no! ¿Por quién me tomáis? —exclamó Liliwin, cayendo en la trampa antes de que pudiera detenerse a pensarlo.

Ahora ya era demasiado tarde para retirar lo dicho. El joven se echó hacia atrás con un suspiro e inclinó la cabeza para ocultar su rostro.

—¿Por quién te tomo? —las sombras ocultaban la sonrisa de Cadfael—. Por un bribonzuelo tal vez, aunque no peor que la mayoría de nosotros. Un poco embustero cuando hace falta, pero ¿quién no lo es? O sea que saliste a escondidas de aquí para acompañar a la moza a casa. Bueno, creo que eso te honra y que debió de costarte un buen susto.

«Y te debió de ofrecer un saludable motivo de pundonor», pensó Cadfael, pero no lo dijo.

Con una vocecita perversamente resentida, Liliwin preguntó:

—¿Cómo lo supisteis?

—Por el esfuerzo que te costó negarlo. Nunca serás un buen embustero, muchacho. Cuanto menos te gusta hacerlo, peor lo haces, y últimamente me parece que te cuesta mucho mentir. ¿Cómo conseguiste salir y volver a entrar?

Liliwin sacó fuerzas de flaqueza y contó cómo consiguió pasar por delante de los guardias vestido con otra ropa y mezclado entre los fieles que salían, y cómo acompañó a Rannilt hasta la puerta de su casa y volvió mezclado con los criados legos que regresaban a la abadía. No hizo ningún comentario sobre lo sucedido entre él y Rannilt por el camino y tampoco se le ocurrió mencionar las demás cosas que había observado hasta que Cadfael le obligó a volver sobre el tema.

—¿O sea que estuviste allí, delante de la tienda, aproximadamente una hora después de completas?

La noche era el período más propicio para librarse de los enemigos, y aquélla precisamente la noche transcurrida desde que Balduino Peche fuera visto por última vez.

—Sí, vigilé hasta que ella entró en el patio de la casa. Sólo me preocupa —dijo Liliwin— la clase de recibimiento que debieron de hacerle. Su ama le dijo que podía quedarse todo el día fuera. Espero que nadie se enfadara con ella.

—Bueno, puesto que estuviste allí, ¿viste acaso algo o a alguien merodeando por el lugar?

—Vi a un hombre —contestó Liliwin, recordándolo—. Fue después de que Rannilt entrara. Estaba oculto en un oscuro portal de la otra acera y vi salir a Daniel Aurifaber del pasadizo y girar a la derecha de la calle. No debió de tardar mucho en tomar alguna callejuela lateral porque, cuando regresé a la Cruz y bajé por el Wyle, ya había desaparecido por completo.

—¿Daniel? ¿Estás seguro?

El joven se había mostrado muy agresivo aquella tarde, tan pronto como los habituales mirones vieron el traslado de un cuerpo a la orilla bajo el puente. Muy agresivo y muy audaz, encabezando a los acusadores que se habían apresurado a endosarle aquel delito, como todos los demás, al forastero refugiado en la abadía.

—Oh, sí, era él —contestó Liliwin, sorprendiéndose de la pregunta—. ¿Es importante?

—Puede serlo. Pero dejémoslo ahora. Hay una cosa que no has dicho —señaló Cadfael con la cara muy seria—. Sin embargo, estoy seguro de que no eres tan tonto como para no haber pensado en ello. Una vez fuera de aquí sin que nadie te viera, pudiste alejarte muchas leguas y escapar de tus acusadores. ¿No tuviste la tentación de hacerlo?

—Ella me pidió que lo hiciera —contestó Liliwin, recordándolo con una sonrisa—. Mi instó a que me fuera mientras pudiera.

—¿Y por qué no lo hiciste?

Porque ella no lo quería realmente, pensó Liliwin con el corazón alborozado a pesar de todas sus penas. Y porque, si alguna vez ella regresa junto a mí, ya no seré un acusado sino un hombre reconocido como honrado ante todo el mundo. En voz alta, el joven sólo manifestó la esencia de aquella verdad:

—Porque ahora no quiero irme sin ella. Cuando me vaya…, si es que me voy…, Rannilt vendrá conmigo.