VI
De la noche del lunes a la tarde del martes

iliwin se despertó sobresaltado en la oscuridad al oír la inequívoca voz de fray Anselmo dirigiendo los cantos del coro. El miedo se apoderó de él al recordar aquello tan maravilloso y terrible que él y Rannilt habían consumado, aquella dicha que era al mismo tiempo una blasfemia imperdonable. Allí, detrás del altar, en presencia de reliquias tan sagradas, el pecado de la carne, por muy natural y humano que pudiera resultar en un bosque o un prado, se convertía en una ofensa mortal, merecedora del castigo eterno. Sin embargo, el miedo inmediato fue mucho peor que la distante hediondez del fuego infernal. Recordó dónde estaba y todo lo ocurrido, y sus sentidos, agudizados por el terror y la consternación, reconocieron el oficio. ¡No era el rezo de vísperas sino el de completas! Habían pasado varias horas durmiendo. El ocaso ya había quedado atrás y la noche estaba a punto de caer.

Tanteó con delicadeza la manta para posar una mano sobre los labios de Rannilt y despertarla con un beso en la mejilla. La joven emergió inmediatamente de las profundidades del sueño. Liliwin notó que sus labios se movían, sonriendo contra la palma de su mano. La muchacha lo recordó todo, pero no como él. No se sentía culpable y no tenía miedo. ¡Todavía no! Eso llegaría después.

Con los labios cerca de su oído en la maraña de su negro cabello, él le dijo en un susurro:

—Hemos dormido demasiado… Ya es de noche, están cantando completas.

La muchacha se incorporó bruscamente y prestó atención.

—¡Oh, Dios mío! ¿Qué hemos hecho? —exclamó en voz baja—. Debo irme…, llegaré muy tarde.

—No, sola… no puedes hacerlo. ¡Todo ese camino tan largo en la oscuridad!

—No tengo miedo.

—¡Pero yo no te lo permitiré! En la noche hay ladrones y maleantes. No irás sola, te acompañaré.

Ella le apartó, apoyando una mano en su pecho al tiempo que le decía en un agitado murmullo no exento de dulzura:

—¡No puedes! No puedes, no debes salir de aquí, fuera están vigilando, te apresarán.

—Espera…, espera aquí un momento, voy a ver.

La débil luz del coro, que no penetraba en su pétreo refugio pero se reflejaba ligeramente en la capilla, permitía distinguir el pálido perfil del altar detrás del cual se encontraban acurrucados. Liliwin lo rodeó y avanzó cautelosamente para echar un vistazo a la nave de la iglesia desde detrás de una columna. En la barbacana había varias ancianas que asistían con regularidad a los servicios no parroquiales porque vivían muy cerca, eran celosas de la salvación de su alma y no tenían nada con que entretener las noches de sus años de declive. En aquella hermosa y suave noche, cinco de ellas se encontraban arrodilladas en la oscuridad y una iba acompañada de alguien que debía de ser un joven nieto, mientras que otra, lo bastante frágil como para necesitar un apoyo, era atendida por un muchacho de unos veintitantos años. El número de las ancianas sería suficiente para proporcionar cierta protección en el caso de que Dios o el azar añadiera la necesaria medida de suerte.

Liliwin regresó a toda prisa a la oscura capilla y tendió la mano para sacar a Rannilt de su secreto nido.

—Rápido, deja las mantas —musitó en un febril susurro—, pero dame la ropa…, el coleto y el capuchón. Siempre me han visto vestido de andrajos…

La chaqueta de Daniel le estaba ancha y, puesta encima de su propia ropa, le confería una apariencia más robusta e incluso cierto aire de respetabilidad. La nave estaba iluminada solamente por dos antorchas junto a la puerta occidental, y el capuchón bermejo, con su ancha capa corta alrededor de los hombros, le ocultó el rostro antes incluso de que se cubriera la cabeza con él en el momento de abandonar la iglesia.

Temblorosa y suplicante, Rannilt se aferró a su brazo:

—No, no lo hagas… Quédate aquí, temo por ti… Por favor.

—¡No temas! Saldremos con toda esta gente, nadie se fijará en nosotros.

Tanto si tenían miedo como si no, ambos podrían permanecer juntos un poco más, tomados del brazo y con las manos entrelazadas.

—Pero ¿cómo volverás a entrar? —preguntó Rannilt, acercando los labios a su mejilla.

—Seguiré a alguien que cruce la puerta. —El oficio estaba tocando a su fin. En breves momentos los monjes iniciarían la procesión por el pasillo del otro lado en dirección a la escalera nocturna—. Ven, vamos a acercarnos a esta gente…

Las viejas devotas de la barbacana esperaron de rodillas, con los rostros vueltos hacia la hilera de monjes que se dirigía a su descanso. Después, se levantaron para encaminarse sin prisas hacia la puerta occidental. Emergiendo de las sombras, Liliwin y Rannilt las siguieron como si formaran parte del grupo.

Todo resultó increíblemente fácil. Los oficiales del alguacil tenían establecida una guardia permanente de dos hombres fuera de la caseta de vigilancia, desde donde podían vigilar no sólo la entrada sino también la puerta occidental de la iglesia. Tenían unas antorchas encendidas, pero más por su propio placer y conveniencia que como medio de controlar los movimientos de Liliwin; de alguna manera tenían que entretener las horas de la guardia y en la oscuridad no podían jugar a los dados o a las cartas. Aunque no creían que el joven intentara abandonar su refugio, conocían su obligación y seguían montando guardia. Se levantaron y observaron en silencio a los fieles que salían de la iglesia. Como no tenían órdenes de vigilar a quienes entraban, no los habían contado ni examinado con especial detenimiento, y ahora no advirtieron nada sospechoso. Tampoco vieron la menor señal de las raídas prendas multicolores del juglar sino tan sólo el pulcro y sólido atuendo de un burgués. Ignoraban que una joven hubiera entrado para visitar al acusado y no les extrañó verla salir en compañía de un burgués. Dos jóvenes insignificantes se perdieron en la noche detrás de las ancianas. ¿Qué podía tener eso de extraño?

Ya estaban fuera, lejos del resplandor de las antorchas. La fría oscuridad los envolvió y los corazones, que revoloteaban agitadamente en sus gargantas como aterrorizados pajarillos encerrados en una angosta estancia, descendieron gradualmente a sus pechos, alterados todavía por la emoción. Por fortuna, dos de las ancianas y el mozo en que se apoyaba la más achacosa vivían en dos casitas junto al molino pertenecientes a la abadía. Por consiguiente, tuvieron que doblar la esquina hacia la ciudad y, de este modo, Liliwin y Rannilt no cruzaron solos la puerta y pudieron pasar más desapercibidos. Cuando las mujeres se dirigieron a sus casas y ellos echaron a andar en silencio entre el estanque del molino a un lado y los bosquecillos situados por encima del Gaye al otro, Rannilt se detuvo bruscamente al ver el puente de piedra. Empujó a su enamorado hacia los árboles.

—¡No entres en la ciudad! ¡Por favor, no lo hagas! Gira aquí, a la izquierda; a este lado del río hay un camino que va al sur, allí no vigilarán. ¡No cruces la puerta de la ciudad! ¡Y no vuelvas a la abadía! Ahora estás fuera y nadie lo sabe. No se enterarán hasta mañana. ¡Huye mientras puedas! Eres libre, puedes abandonar este lugar…

La muchacha hablaba en un apremiante susurro, lleno de esperanza por él y de desolación por ella. Liliwin percibió claramente ambas cosas y, por un instante, se debatió en la duda.

Entrando con ella en la arboleda, la estrechó fuertemente en sus brazos.

—¡No! Voy contigo, no puedes ir sola. No sabes las cosas que pueden ocurrir de noche en una calleja oscura. Te acompañaré hasta el patio de tu casa. ¡Debo hacerlo y lo haré!

—Pero ¿es que no ves…? —Rannilt le golpeó el hombro con su pequeño puño—. Ahora puedes irte, escapar y abandonar esta ciudad. Tienes toda una noche para huir. No tendrás otra oportunidad como ésta.

—¿Y abandonarte también a ti? ¿Y parecer lo que dicen que soy? —Liliwin apoyó una temblorosa mano bajo la barbilla de la muchacha para contemplar el pálido óvalo de su rostro en la oscuridad—. ¿Quieres que me vaya? ¿No quieres volver a verme nunca más? Si eso es lo que quieres, dilo y me iré. Pero ¡di la verdad! ¡No me mientas!

Lanzando un profundo suspiro, Rannilt le abrazó en apasionado silencio.

—¡No! —exclamó en un susurro—. No… Deseo que estés a salvo… ¡pero te quiero!

Acto seguido, rompió a llorar y él trató de consolarla con suaves murmullos. Luego siguieron adelante; la cuestión ya estaba resuelta y no era necesario volver a plantearla. Cruzaron el puente iluminado por la luz reflejada a ambos lados de las aguas del Severn y vieron el rojizo resplandor de las antorchas en los pilares laterales de la puerta de la ciudad. Los guardias de la puerta eran muy tolerantes y sólo se movían cuando aparecían por allí alborotadores o borrachos. Aquellos dos humildes pero respetables jóvenes que parecían regresar a casa sólo merecieron de ellos una mirada y un cortés buenas noches.

—Ya ves que no ha sido tan difícil —dijo Liliwin mientras subían por la oscura ladera y la curva del Wyle.

—No —contestó ella en voz baja.

—Regresaré con la misma facilidad. A veces llegan viajeros muy entrada la noche; les seguiré. Si no hay ninguno, dormiré fuera y, con esta ropa que llevo, me introduciré en la abadía cuando empiece el ajetreo de la mañana.

—Aún podrías irte desde aquí —dijo Rannilt—, cuando me dejes.

—Pero es que no voy a dejarte. Cuando me vaya de aquí, vendrás conmigo.

Liliwin estaba lanzando un pequeño desafío y lo sabía, pero hablaba con toda la sinceridad de su corazón. Tal vez todo terminaría ignominiosamente y él caería como una garza en manos del cazador, pero hasta entonces su nombre, aunque humilde, jamás había sido acusado de robo y violencia, y merecía la pena conservarlo; por si fuera poco, ahora estaban en juego otras cosas todavía más queridas. No se iría. Se quedaría para ganarlo o perderlo todo.

Al llegar a la Cruz Alta, giraron a la derecha y se adentraron en lugares más angostos y oscuros. En una ocasión, algo furtivo y veloz se apartó del camino, temiendo la presencia de dos personas, una de las cuales hubiera podido gritar lo suficiente como para dar la alarma aunque la segunda pudiera ser derribada con un golpe. Shrewsbury estaba muy bien guardada, pero cualquier persona solitaria que saliera por la noche estaba a la merced de los seres sin escrúpulos, y los guardias no podían estar en todas partes. Rannilt no se dio cuenta. El temor que sentía por Liliwin no incluía los peligros inmediatos.

—¿Se enfadarán contigo? —preguntó el joven con inquietud mientras se acercaban a la tienda de Walter Aurifaber y al estrecho pasadizo que desembocaba en el patio.

—Me dijeron que podía estar fuera todo el día, con tal de que eso me curara —Rannilt sonrió invisiblemente en la noche. Todavía no estaba curada, pero se sentía con ánimos para enfrentarse a cualquier pregunta—. Ella fue muy amable, no tengo miedo. Estoy segura de que me defenderá.

En la profunda oscuridad de un portal de la otra acera, ambos se abrazaron, pensando que quizás aquélla sería la última vez que lo hicieran, aunque no podían creerlo.

—¡Ahora vete en seguida! Vigilaré hasta que hayas entrado —dijo Liliwin, empujando a la muchacha para que se adentrara en el pasadizo, iluminado por el débil resplandor de una ventana sin postigos—. ¡Corre!

Rannilt cruzó la calle, entró obedientemente en el pasadizo y pasó por delante de la ventana iluminada. Después llegó al patio y su figura fue visible por un instante mientras pasaba velozmente por delante de la puerta de la sala.

Liliwin permaneció inmóvil en el oscuro portal. Todo era silencio y quietud en la oscuridad que lo envolvía. No quería irse. Incluso cuando se apagó la débil luz del patio, se quedó allí, contemplando ciegamente el lugar en que ella había desaparecido.

Sin embargo, estaba equivocado. La luz no se había apagado sino que la había oscurecido momentáneamente un hombre que avanzó por el pasadizo y salió a la calle en silencio. Era un hombre alto y bien plantado, joven a juzgar por sus andares y con muchas prisas a juzgar por la manera en que salió del pasadizo con gran sigilo y echó a andar calle abajo con el capuchón ocultándole el rostro y la cabeza inclinada.

Sólo dos jóvenes vivían en aquella casa, y un hombre que se había pasado una larga noche jugando, cantando y haciendo acrobacias en su compañía no podía tener dificultad en identificarlos. Por si fuera poco, a pesar de su furtivo comportamiento, la preciosa chaqueta nueva que llevaba lo hubiera delatado. Cuando apenas llevaba tres días casado, ¿adónde iba Daniel Aurifaber con tantas prisas y a semejante hora de la noche?

Al final, Liliwin abandonó su escondrijo y regresó por la estrecha callejuela a la Cruz Alta. Ya no vio a Daniel, que se había perdido en el laberinto de callejas, dirigiéndose a un secreto negocio que nadie podía conocer. Liliwin bajó por el Wyle hasta la puerta de la ciudad y no le sorprendió que un guardia más despierto que sus compañeros le detuviera.

—Vaya, vaya, muchacho, qué pronto has vuelto. ¿Quieres volver a salir a esta hora? Entras y sales como un perro en una feria.

—He ido a acompañar a mi prometida a casa —contestó Liliwin, diciendo la verdad sin el menor esfuerzo—. Ahora regreso a la abadía. Trabajo allí.

Y era cierto. Al día siguiente trabajaría duro para compensar lo que hoy había dejado de hacer con fray Anselmo.

—Ah, conque sirves allí, ¿eh? —preguntó el guardia en tono benévolo—. No hagas ningún voto, muchacho, o perderás a la chica y todo terminará para ti.

El hueco de la puerta, en cuya bóveda de piedra se reflejaba la luz de las antorchas, quedó a su espalda. Ante él se abría el arco del puente sobre la plata líquida del río, y en el cielo se veía un ligero velo de nubes traspasado aquí y allá por algunas estrellas. Liliwin cruzó y se adentró de nuevo en los arbustos que bordeaban el camino. Reinaba un profundo silencio. Cuando se acercó a la caseta de vigilancia de la abadía, temió salir de entre los arbustos y cruzar la calle desierta. La puerta occidental de la iglesia y el portillo abierto de la entrada parecían igualmente inaccesibles.

Permaneció en su refugio, contemplando la barbacana hasta que de pronto recordó que había salido de la abadía sin que nadie le viera y tenía toda la noche por delante para interponer la mayor cantidad de leguas posible entre su propia persona y la ciudad de Shrewsbury y ocultarse entre gente que no le conociera. Era pequeño y débil, estaba asustado, ansiaba vivir y la tentación de huir del peligro que pesaba sobre él era muy fuerte. Pero sabía que no se iría. Por consiguiente, tendría que regresar al único lugar en que estaría a salvo durante treinta y siete días, no lejos de la casa donde Rannilt trabajaba con abnegación, esperaba y rezaba por él.

Al final, tuvo suerte y ni siquiera esperó demasiado. Uno de los criados legos de la abadía había bautizado a su hijo aquel día y abrió su casa a los parientes y amigos para celebrar la ocasión. Los administradores, los pastores y los vaqueros de la abadía regresaron por la barbacana, formando un alegre y bien alimentado rebaño, en dirección al patio de la granja. Liliwin les vio. Ocupaban toda la calle, y, cuando se acercaron a la caseta de vigilancia, donde los que vivían dentro empezaron a despedirse de los que vivían fuera, calculó el destino de por lo menos un tercio de los invitados, salió de entre los arbustos y se mezcló con ellos. Uno más en la penumbra no tenía importancia. Entró sin que nadie le preguntara nada. Una vez dentro, se dirigió en silencio al claustro y a su camastro en el pórtico sur.

Ya estaba otra vez en el redil y todo había terminado. Entró con un suspiro de gratitud en la iglesia vacía —aún faltaba más de una hora para maitines— y recogió las mantas de detrás del altar de la capilla del presbiterio. Estaba muy cansado, pero tan tremendamente despierto que el sueño le parecía imposible. Sin embargo, en cuanto extendió de nuevo las mantas en el catre, ocultó debajo de la paja su capuchón y su chaqueta nuevos y se acostó, todavía temblando; el sueño le llegó tan bruscamente que sólo percibió que descendía a un profundo y oscuro pozo de paz.

Fray Cadfael se levantó mucho antes de prima para dirigirse a su cabaña del huerto medicinal, donde había dejado unas pastillas para que se secaran durante la noche. Los arbustos del huerto y las hierbas del herbario aún conservaban las gotas de un breve aguacero, reflejando la luz de la alborada en miles de minúsculas facetas de plata. Iban a tener otro día excelente. Apropiado para plantar en la tierra húmeda y blanda tras las intensas heladas del crudo invierno. No podía haber mejores augurios para la germinación y el crecimiento de las plantas.

Oyó la campana, despertando a los monjes para prima, y fue directamente a la iglesia, no sin antes haber guardado cuidadosamente sus pastillas. Vio a Liliwin en el porche. El joven ya había doblado cuidadosamente las mantas, se había puesto la nueva chaqueta azul en lugar de su raído jubón multicolor y tenía el cabello mojado y aplanado sobre la cabeza, tras habérselo lavado en un cuenco. Cadfael se complació en observarle desde lejos sin que el muchacho le viera. O sea que, dondequiera se hubiera ocultado la víspera, el joven todavía estaba allí y, además, estaba adquiriendo un encomiable respeto por su propia persona, lo cual tenía necesariamente que ser incompatible con la culpa, o eso, por lo menos, le parecía a Cadfael.

Fray Anselmo, que sólo descubrió la presencia de su díscolo pupilo cuando una clara y vacilante voz se unió a los cantos, se mostró no menos tranquilizado y consolado. El prior Roberto oyó la misma voz, miró a su alrededor con incrédulo disgusto y frunció el ceño, mirando al consternado fray Jerónimo que de tal modo le había engañado. Aún tenían la espina clavada en la carne. La acción de gracias había sido prematura.

Aquel día, los hermanos legos plantarían más semillas en una ancha franja de tierra a lo largo del Gaye. Después sembrarían otro campo de guisantes para suceder a los anteriores cuando se cosecharan los que crecían junto al arroyo Meole. Cadfael salió después de la comida para supervisar el trabajo. Tras el suave aguacero de la noche, el día era brillante, soleado y sereno, pero las anteriores lluvias aún seguían bajando al río con regularidad desde las montañas de Gales. El agua besaba la hierba allí donde el prado descendía suavemente hasta la orilla, mordiéndola suavemente en los lugares donde no podía alcanzar la hierba. El nivel había subido un palmo en dos días, pero siempre en medio de una soleada inocencia, como si el río se avergonzara de poner en peligro a los chiquillos que nadaban en sus aguas y no quisiera que se le considerara capaz de ahogar a un hombre. Y ello a pesar de ser un río tan peligroso, traicionero y encantador como cualquier otro del país.

Era un placer caminar por el trillado camino que formaba una línea ligeramente más pálida en el prado, siguiendo el rápido y silencioso curso del río. Cadfael caminaba con los ojos clavados en los remolinos que murmuraban junto a la verde orilla, abrazada por la fuerte corriente. Al otro lado del río se levantaban las murallas de Shrewsbury en lo alto de una empinada ladera de verdes vergeles, viñedos y huertos. Más abajo, se fundían con la impresionante mole del castillo del rey, el cual vigilaba la estrecha franja de tierra que rompía el cerco de agua de Shrewsbury.

Cadfael había llegado al límite de los huertos de la abadía, allí donde se iniciaban los lujuriantes bosquecillos que rodeaban el último trigal de la abadía y sobre el agua se levantaba el viejo molino abandonado. Siguió adelante, entre árboles y arbustos, hasta un punto en donde la tierra bajaba hasta el agua formando una pequeña cueva someramente cubierta por la cristalina corriente que entraba y salía sin turbar el fondo de grava. Las cosas solían quedar detenidas allí cuando el Severn bajaba crecido; después, el bosque se encargaba de ocultar lo que el agua arrojaba a la orilla.

Algo totalmente imprevisto había llegado y se encontraba allí en inquieto reposo, boca abajo y con la cabeza hundida en la pedregosa calma de la orilla. Un sólido cuerpo vestido con excelentes prendas de rústico lienzo, más bien bajo y rechoncho, una redonda cabeza de toro, de moreno cabello entrecano con una rala coronilla. Los brazos extendidos, lánguidamente mecidos por la corriente, se agitaban despacio sobre la fina grava. Las vigorosas piernas, lamidas por la hambrienta corriente que tiraba de los pies, se extendían hacia el agua. El hombre estaba muerto, pero sus cuatro extremidades se agitaban como queriendo demostrar que estaba vivo.

Fray Cadfael se recogió el hábito hasta las rodillas, bajó por la suave pendiente hasta el agua, sujetó el cuerpo por el capuchón que flotaba alrededor de su cuello y por el cinto de cuero que le rodeaba la cintura y lo arrastró poco a poco a la orilla, procurando modificar lo menos posible la posición en la cual había sido arrastrado y no eliminar las huellas que el río no hubiera eliminado en su ropa, su cabello y sus zapatos. No era necesario que se apresurara a comprobar si aún quedaba algún signo de vida porque el hombre llevaba un buen rato muerto. Sin embargo, tal vez tuviera algo que decir en su silencio final.

Cadfael arrastró el cuerpo chorreante hasta el primer nivel de hierba y lo dejó en la misma posición que en el río. ¿Quién sabía cómo y dónde había entrado en el agua?

Para saber su nombre no hacía falta levantar el empapado rostro a la luz del día. Todavía no. Cadfael reconoció el velarte bermejo, la fuerte figura, la redonda cabeza de nabo con su rala coronilla y el tupido seto de cabello castaño rodeando la lustrosa isla del centro. Hacía apenas dos semanas, Cadfael se había detenido a conversar con aquella misma lengua que ahora estaba silenciosa, pero que entonces no paraba de hablar y disfrutaba sin malicia con sus sarcásticos comentarios.

Balduino Peche ya no podría comentar los apetitosos escándalos de la ciudad. Había perdido su última pelea con un río en el que había pescado muchos peces, pero que al final le había conducido a la muerte.

Cadfael le levantó por la cintura, observó la burlona expresión de su boca, de la que escapó un hilillo de agua que apenas mojó la hierba, y lo depositó cuidadosamente en la misma posición. Le sorprendió que saliera tan poca agua porque hasta los muertos expulsaban el agua que habían tragado, por lo menos durante algún tiempo después de su muerte. Aquél sólo había dejado una huella superficial en la grava de la cueva, apenas turbada por las corrientes. Ahora su perfil en la hierba duplicaba el que había dejado allí.

¿Cómo era posible que Balduino Peche hubiera quedado atrapado allí como un pez varado? ¿Se habría emborrachado y caído al río por la noche? ¿Alguien le habría arrojado al agua desde un bote mientras pescaba? ¿O acaso le habrían asaltado en alguna oscura calleja para robarle la bolsa y posteriormente le habrían arrojado al río? Eran cosas que solían ocurrir en las noches oscuras incluso en las ciudades mejor vigiladas. Parecía haber una mancha de humedad más oscura entre el cabello entrecano de Peche, detrás de su oído derecho, como si la piel estuviera lacerada. Las heridas en la cabeza solían sangrar mucho e, incluso tras permanecer varias horas en el agua, podía quedar alguna huella. Era un hombre natural de aquellas tierras y conocía el río lo suficiente como para respetarlo, tanto más cuanto que él mismo reconocía ser un mal nadador.

Cadfael atravesó la franja de arbustos para contemplar la corriente del Severn y fue recompensado por la presencia de un pequeño bote de mimbre y cuero, encerado, que navegaba contra corriente, moviéndose para aprovechar los remolinos y agitándose como una hoja sin dejar de avanzar. Sólo había un hombre capaz de manejar el remo e interpretar el río con tanta habilidad. Su figura morena y achaparrada era fácilmente identificable incluso desde lejos. Madog del Bote de los Muertos era tan galés como el propio Cadfael y estaba considerado el mejor barquero a lo largo de seis leguas del curso del Severn. Se había ganado el apodo como consecuencia de la carga que a menudo transportaba en razón de sus conocimientos de los lugares y recovecos donde solían descubrirse los cuerpos de las personas arrastradas al río por la corriente o por algún malhechor. Esta vez no llevaba ningún pasajero a bordo; su presa le esperaba allí.

Cadfael le conocía bien y, sin ninguna razón como no fuera la habitual asociación de Madog con los abogados, dio por supuesto que en aquel caso la relación también sería provechosa. Le llamó a voces y le saludó con la mano cuando el bote se acercó, navegando por el centro del río donde la corriente era más difusa y moderada. Moviendo el remo para acercarse a la orilla, abandonó la rápida y silenciosa corriente que bajaba sin turbar la plácida cueva. Cadfael se adentró en el agua para salirle al encuentro y apoyó una mano en el borde del bote mientras Madog saltaba ágilmente con sus desnudos pies morenos.

—Me ha parecido reconocer vuestra tonsura —dijo alegremente el barquero, echándose al hombro su caparazón de juncos y cuero para dejarlo en la orilla—. ¿Qué se os ofrece? Cuando vos me llamáis, siempre pienso que es por una buena razón.

—Vaya si lo es —dijo Cadfael—. Creo que he encontrado lo que buscas —añadió, señalando con la cabeza el nivel superior de hierba y encabezando la marcha sin más palabras.

Ambos contemplaron el cuerpo en pensativo silencio. De un solo vistazo, Madog tomó nota de la posición de la cabeza y se volvió a mirar la pedregosa orilla bajo su líquida piel de agua. Vio la leve huella dejada en la fina pizarra y la muda y contenida violencia de la corriente que bajaba a tan escasa distancia de aquella extraña calma.

—Sí, ya veo. Cayó en el agua más arriba. No mucho más arriba. Hay una corriente muy fuerte a la altura del castillo. Después quizá lo empujó a esta orilla y lo arrojó tal como ahora está. Es un peso muy sólido y la cabeza quedó encallada en la cueva —explicó.

—Eso supuse —le dijo Cadfael—. ¿Le estabas buscando?

La gente de la zona que perdía a algún familiar solía acudir primero a Madog, antes de notificar la desaparición al preboste o el sargento del alguacil.

—Su mozo me mandó llamar esta mañana. Parece que su amo se fue ayer antes del mediodía, pero nadie se extrañó pues lo hacía muy a menudo. Sin embargo, esta mañana descubrieron que no había vuelto. El chico que duerme en la tienda empezó a preocuparse. Cuando llegó Boneth y vio que el amo no estaba, me mandó al chico. Al cerrajero le gustaba dormir en su cama, aunque a veces volviera a casa de madrugada. No solía acostarse hambriento o sediento, pero en su cervecería preferida no le habían visto el pelo.

—Tiene un bote —dijo Cadfael—. Todos sabemos que era aficionado a la pesca.

—Eso dicen. Pero el bote no está donde él lo guarda.

—Pero tú lo has encontrado —dijo Cadfael sin convicción.

—A un cuarto de legua río abajo, prendido en las ramas colgantes de un sauce y con la caña enredada por el gancho y flotando en el agua. Es una barquita como la mía. La he dejado donde la encontré. Es una embarcación muy traicionera —añadió Madog con indiferencia—, sobre todo cuando un joven salmón pica el anzuelo. Ya vienen los de la primavera. Pero él conocía su barca y era un experto pescador.

—Como muchos que se arriesgan y acaban mal.

—Será mejor que nos lo llevemos —dijo Madog, yendo al grano del asunto—. ¿A la abadía? Es lo que tenemos más cerca. Habrá que informar a Hugo Berengario. No hace falta señalar el lugar, lo conocemos muy bien y la huella se conservará un buen rato.

Cadfael reflexionó y tomó una decisión.

—Será mejor que lo lleves en la barca, como te corresponde. Te seguiré por la orilla y nos reuniremos bajo el puente. Los dos tardaremos más o menos lo mismo en hacer el recorrido. Tiéndele boca abajo tal como está, Madog, y toma nota de cualquier señal que deje a bordo.

Madog tenía sobre los ahogados unos conocimientos por lo menos tan amplios como los de Cadfael. Dirigió a su amigo una larga y pensativa mirada, pero se guardó los pensamientos mientras se inclinaba para levantar por los hombros el cuerpo, dejándole las rodillas a Cadfael. Le colocaron lo mejor posible en el interior de la frágil embarcación. Madog percibía una cantidad de dinero por cada cuerpo cristiano que encontraba en el río. Era una tarea que había iniciado hacía mucho tiempo casi sin darse cuenta y ahora la muerte de otros hombres era casi su único medio de vida. Un trabajo útil y honrado que muchas familias le agradecían.

Madog hundió el remo en el agua para cruzar la corriente contraria y aprovechar los contrarremolinos. Cadfael echó un último vistazo a la cueva y la hierba de arriba, tratando de aprenderse de memoria todos los detalles de la escena. Luego echó a andar por el camino para reunirse con la barca junto al puente.

El río era muy rápido y porfiado. Apurando el paso, Cadfael ganó la carrera y tuvo tiempo de reunir a tres o cuatro novicios y hermanos legos antes de que Madog llegara a la fértil orilla de los campos del Gaye. Ya habían improvisado unas parihuelas. Colocaron en ellas el cuerpo de Balduino Peche y lo llevaron camino arriba hasta la barbacana y la caseta de vigilancia de la abadía. Un avispado y joven novicio había sido enviado a toda prisa para pedirle al segundo alguacil del condado, de parte de fray Cadfael, que acudiera a la abadía.

La noticia se divulgó sin que nadie supiera cómo. Cuando llegó Madog, ya estaba allí una docena de mirones, apoyados en el pretil del puente. Cuando los portadores llegaron con su carga a la barbacana y giraron hacia la abadía, la docena se había convertido en una veintena, la cual se dirigió en lúgubre silencio hacia el extremo del puente. Por la puerta de la ciudad emergió otra docena que empezó a congregarse poco a poco a su espalda. Cuando llegaron a la caseta de vigilancia de la abadía, que no se podía cerrar a ninguna persona que acudiera en decoroso silencio y aparente paz, ya les seguían entre cuarenta y cincuenta almas. El peso de sus presagios, acusaciones e indignación cayó sobre la nuca de Cadfael en el momento en que las parihuelas fueron depositadas en el suelo del gran patio. Cuando Cadfael se volvió a mirar al enemigo (porque no cabía la menor duda de que aquella gente era el enemigo), el primer rostro que vio, con el ceño fruncido y el ojo vengativo, fue el de Daniel Aurifaber.