asó el domingo, claro y sereno, y llegó un lunes no menos soleado, un día espléndido para la colada, con un aire tibio y una ligera brisa que acariciaba los arbustos y la tierra seca. El hogar de los Aurifaber siempre se levantaba temprano los días de colada, la cual se hacía cada dos o tres semanas para aprovechar mejor el agua caliente y la lejía y ceniza con que posteriormente se frotaba la ropa. Rannilt se levantó primero para encender el fuego bajo la caldera de arcilla y sacar agua del pozo. Era más fuerte de lo que parecía y estaba acostumbrada a llevar peso. Aquello que ahora la abrumaba y a lo que no estaba acostumbrada era el terror que sentía por la situación de Liliwin.
Lo sentía en todo momento. Si dormía, soñaba con él y se despertaba sudorosa, temiendo que se lo hubieran llevado preso sin que ella se enterara. Cuando estaba despierta, trabajando, su imagen estaba siempre en su mente, y advertía en su pecho una pesada y ardiente piedra de angustia. El temor por uno mismo aplasta y comprime desde fuera, pero el temor por otra persona es como una monstruosa rata hambrienta que roe por dentro, devorando el corazón.
Lo que decían de él era mentira y no podía ser verdad en ninguna circunstancia. ¡Su vida estaba en peligro! No podía evitar oír lo que decían de él ni ver cómo todos se unían para acusarle y conseguir que le ahorcaran. ¡Sin embargo, ella sabía en lo más hondo de su ser que el mozo no lo había hecho! No era propio de él abatir a un hombre o robar el contenido de sus cofres.
El cerrajero, que se había levantado temprano para su costumbre, la oyó sacando el cubo del pozo y salió por la puerta trasera para pasar el rato y disfrutar del sol en el jardín. Rannilt no creía que se hubiera tomado la molestia de hacerlo de haber sabido que era simplemente la criada. Siempre procuraba ser atento con la familia de su casero, prodigándole las habituales cortesías entre vecinos, pero su interés raras veces se extendía a Rannilt. Aquella hermosa mañana tampoco se detuvo sino que dio un breve paseo por el patio y regresó a su puerta. Allí se volvió, contemplando un momento los preparativos en la casa del orfebre, el enorme montón de ropa y el normal ajetreo que acababa de comenzar.
Susana bajó con los brazos llenos de ropa blanca y se puso a trabajar con su silenciosa competencia habitual. Daniel desayunó y se fue al taller, dejando a Margery solitaria e indecisa en la sala. Habían ocurrido demasiadas cosas en su noche de bodas y aún no había tenido tiempo de acostumbrarse a la casa y al hogar ni de considerar su propia situación en ella. Dondequiera que tratara de ser útil, Susana ya se le había adelantado. Walter se despertaba tarde para acelerar la curación de su dolorida cabeza, y doña Juliana se quedaba en su cámara, pero Margery siempre llegaba con retraso para servirles de comer o de beber porque alguien ya lo había hecho primero. Aún no tenía por qué pensar en la cocina y, en cualquier caso, Susana llevaba todas las llaves de la casa en el cinto. Margery centró su atención en el único lugar en que se sentía ella misma y podía imponer sus deseos, y empezó a ordenar a su gusto la habitación de soltero de Daniel, vaciando la cómoda para poder guardar su propia ropa y sus sábanas. Descubrió entonces numerosas muestras de la tacañería de doña Juliana. Había prendas de cuando Daniel era un mozuelo y que éste jamás podría volver a utilizar. Habían durado el máximo posible, pulcramente remendadas una y otra vez, y cuando al final se quedaron chicas, las doblaron y conservaron. Bueno, ahora ella era la esposa de Daniel, ordenaría la estancia como quisiera y se desprendería de aquellos miserables recordatorios del pasado. Aquel día la casa aún seguía sus habituales derroteros como si ella no existiera, pero no siempre sería así. Margery no tenía ninguna prisa porque le quedaban muchas cosas que pensar y hacer antes de emprender una acción.
De rodillas en el patio, Rannilt frotaba y golpeaba la ropa, con las manos agrietadas por la lejía. A media mañana, la última ropa lavada ya estaba escurrida, doblada y amontonada en un gran cesto de mimbre. Susana se lo apoyó en la cadera y bajó por la pendiente del huerto, cruzando el arco de la muralla de la ciudad para tender las prendas en los arbustos y la suave extensión de hierba iluminada por el sol. Rannilt vació la cuba, fregó el suelo y fue a vigilar el fuego y poner a hervir la cecina de la comida.
Sola y en silencio, se sintió de repente tan triste por la suerte de Liliwin que sus ojos empezaron a derramar copiosas e incontenibles lágrimas. Con la mirada empañada, se movió a tientas por la cocina, llorando por el primer hombre que la había subyugado y se había sentido subyugado por ella.
Absorta en su dolor, no oyó entrar a Susana, la cual se detuvo a mirar cómo sus manos buscaban a ciegas el camino y sus ojos lloraban con desconsuelo.
—Pero, por el amor de Dios, muchacha, ¿qué te pasa ahora?
Rannilt se sobresaltó y se volvió con expresión culpable, contestando entre balbuceos que no era nada, que se sentía triste y que estaba haciendo su trabajo, pero Susana la interrumpió bruscamente:
—¡Que no es nada! Ya estoy harta de verte tan abatida y ojerosa. Has pasado dos días con cara de gatito enfermo y yo sé por qué. Te has metido en la cabeza a ese ladronzuelo… ¡Lo sé! Sé que te engatusó con su suave voz y sus zalamerías, te he estado observando. ¿Tan necia eres que te preocupas por ese miserable?
Susana no estaba enfadada porque nunca se enfadaba. Parecía impaciente e incluso exasperada, pero, a su despectiva manera, era amable y hablaba con voz tan serena y controlada como siempre. Rannilt se tragó los últimos residuos de lágrimas, se enjugó los ojos y empezó a ocuparse de las ollas y las cacerolas, buscando alguna distracción que la librara del interés de su ama.
—No sé cómo me ha pasado, ahora ya estoy bien. Tenéis los pies y el dobladillo de la falda mojados —exclamó, aprovechando la primera oportunidad que se le ofrecía—. Deberíais cambiaros los zapatos.
Susana rechazó la sugerencia.
—No te preocupes por mis pies mojados. El río ha crecido un poco y no me di cuenta hasta que me acerqué demasiado a la orilla para tender una camisa en un arbusto. ¿Qué me dices de tus ojos mojados? Eso me interesa más. ¡Qué insensata eres, muchacha, y cómo pierdes el tiempo! Ése es un vulgar bribón que tiene muchas maldades en su conciencia y que no recibirá más que lo que se merece en la soga que le espera. Sé juiciosa y quítatelo de la cabeza.
—No es un bribón —dijo Rannilt con desesperada valentía—. Él no lo hizo, lo sé, le conozco y no pudo hacerlo. No es propio de su carácter cometer actos de violencia. Y estoy angustiada por él, no puedo evitarlo.
—Eso veo —dijo Susana con resignación—. Lo veo desde que descubrieron su escondrijo. Estoy harta de él y de ti. Quiero que recuperes la cordura. Pero ¿es que tendré que llevar sobre mi espalda todo el peso de esta casa sin una pequeña ayuda por tu parte? —Susana se mordió el labio con expresión pensativa y preguntó bruscamente—: ¿Te curarás si te dejo ir a ver por ti misma que el volatinero está sano y salvo y lejos del alcance de sus perseguidores durante algún tiempo, mal que nos pese? ¡Incluso puede que al final consiga escapar de este enredo!
Las palabras de Susana surtieron un efecto mágico. Rannilt miró a su ama con los ojos secos y tan brillantes como la llama de una vela.
—¿Verle? ¿Ir a verle? ¿Queréis decir que puedo ir allí?
—Tienes piernas —contestó Susana con aspereza—. La distancia no es mucha. Allí no le cierran las puertas a nadie. Puede que recuperes el juicio cuando veas lo poco que le interesas, mientras a ti se te parte el corazón por él. Quizá comprenderás lo que es en realidad. Sí, vete. ¡Vete y terminemos de una vez! Ya me las arreglaré sin ti. Ya es hora de que la mujer de Daniel empiece a hacer algo de provecho. Conviene que practique.
—¿Lo decís en serio? —preguntó Rannilt en un susurro, conmovida ante la generosidad de su ama—. Pero ¿quién vigilará el caldo y la carne?
—Yo. Como si no lo hubiera hecho otras veces. ¡Bien lo sabe Dios! Mira, vete en seguida antes de que cambie de idea, y quédate allí todo el día si con eso te curas de esta enfermedad. Me las arreglaré muy bien sin ti por una vez. Pero lávate la cara, criatura, peinate el cabello y no nos dejes en mal lugar. Llévate en un cesto unas cuantas gachas de avena, si quieres, y también las sobras que quedan de ayer. Si ese mozo atacó a mi padre —añadió Susana, tomando una cuchara de madera para remover el contenido de una olla sobre la lumbre—, cosas peores le esperan. No hay por qué negarle un bocado mientras viva. Ve a visitar a tu juglar —dijo, volviéndose a mirar a Rannilt, todavía aturdida y desconcertada—. Lo digo en serio. Tienes mi permiso. ¡Dudo que recuerde tu cara! A ver si aprendes a ser más juiciosa.
Perdida en su asombro y sin acabar de creerse que semejante dicha pudiera ser posible, Rannilt se lavó la cara, se arregló la mata de cabello negro con manos temblorosas, tomó un cesto y lo llenó con todas las sobras que Susana empujó en su dirección y cruzó la sala como una niña que caminara en sueños. Fue pura casualidad que en aquel momento Margery bajara por la escalera con un montón de ropa vieja colgada del brazo.
Vio la pequeña y furtiva figura y le preguntó con toda inocencia, sabiendo que aquella chiquilla se sentía allí tan extraña y solitaria como ella:
—¿Adónde te mandan con tantas prisas, hija?
Rannilt se detuvo respetuosamente y contempló el redondo y sonrosado semblante de Margery.
—La señora Susana me ha dado permiso. Voy a la abadía para llevarle a Liliwin esta cesta de provisiones —el nombre, de tan profundo significado para ella, no le decía nada a Margery—. El juglar. El que dicen que atacó a maese Walter. ¡Pero estoy segura de que él no lo hizo! Me ha permitido ir… porque me ha visto llorando…
—Le recuerdo —dijo Margery—. Un hombrecillo muy joven. ¿Ellos están seguros de que es culpable y tú estás segura de que no lo es? —los ojos azules parecieron compadecerse. Margery rebuscó entre el montón de prendas y esbozó una leve sonrisa—. Recuerdo que no iba muy bien vestido. Aquí tienes un coleto que perteneció a mi marido hace unos años, y un capuchón. Creo que a este hombrecillo le irán bien. Llévaselos. Sería una lástima tirarlos. El Cielo aprueba la caridad, incluso cuando se ejerce con los pecadores —la joven sacó una chaqueta azul oscuro en buen estado y sin apenas remiendos y un capuchón muy remendado de color bermejo—. ¡Ten! Aquí ya no sirven para nada.
Excepto para que Margery tuviera la satisfacción de enviárselos al insignificante juglar, condenado por todos los miembros de su nueva familia. Fue su gesto de independencia.
Rannilt, cada vez más aturdida, tomó las prendas y las metió en el cesto, hizo una silenciosa reverencia y huyó antes de que aquella increíble muestra de buena voluntad se agotara y tanto la comida como la ropa y el día de libertad se desplomaran sobre ella, provocando su perdición.
Susana guisó, sirvió la comida y se movió en su pequeño reino con una torva sonrisa en los labios. Las provisiones de la casa bajo su autoridad eran discretamente más generosas de lo que jamás hubieran sido bajo doña Juliana, y aquel día hubo suficiente, e incluso sobró tras haberle llevado a Iestyn su habitual ración en la tienda donde ella se quedó un rato, haciéndole compañía mientras comía para retirar el plato cuando terminara. No merecía la pena guardar las sobras para otro día, pero había suficiente para una persona. Susana recogió las sobras de la cecina hervida y las llevó a la tienda del cerrajero, tal como había hecho otras veces.
Juan Boneth estaba trabajando en su banco y levantó los ojos cuando ella entró con el cuenco en la mano. Susana miró a su alrededor, observó que todo estaba en orden, pero no vio ni rastro de Balduino Peche ni del mozo Griffin, el cual habría salido sin duda a cumplir algún encargo.
—Nos ha sobrado comida y sé que tu amo no es muy buen cocinero. Le he traído una ración por si todavía no hubiera almorzado.
Juan se levantó y sonrió respetuosamente. Ambos se conocían desde hacía cinco años, pero mantenían siempre la misma discreta distancia. La hija del rico artesano no estaba hecha para un simple trabajador como él.
—Es muy amable de vuestra parte, señora, pero el amo no está aquí. No le he visto desde media mañana y me ha dejado dos o tres llaves para hacer. Supongo que ya no volverá en todo el día. Dijo no sé qué sobre la subida de los peces.
No tenía nada de extraño. Balduino Peche confiaba plenamente en que el joven llevaría el negocio con tanta competencia como él, razón por la cual solía tomarse el día libre siempre que le apetecía. A lo mejor estaba recorriendo las cervecerías e intercambiando chismorreos, o tal vez se encontraba junto al blanco de la orilla del río haciendo apuestas con algún buen tirador, o en su barca, que guardaba en un cercado junto a las compuertas del río. Los jóvenes salmones ya habían empezado a subir por el Severn. Era natural que un pescador quisiera probar fortuna.
—¿Supones que no volverá? —Susana leyó su rostro, se encogió de hombros y sonrió—. ¡Ya lo sé! Bueno, si él no está aquí para comerse eso…, creo que a ti aún te sobra un poco de sitio, ¿verdad, Juan? —el joven solía llevarse al trabajo un pedazo de pan y un poco de tocino salado o de queso. La carne era un festín en la casa de su madre. Susana posó el cuenco en el banco y se sentó en un taburete, apoyando cómodamente los codos en el banco—. Él se lo pierde. En una taberna pagará más por una comida peor. Me sentaré contigo, Juan, y después me llevaré el cuenco.
Rannilt bajó por el Wyle hasta la puerta abierta de la ciudad y cruzó el arco en sombras para salir al soleado puente. Había abandonado a toda prisa la casa, temiendo que la llamaran, pero mientras atravesaba la ciudad se detuvo, asustada ante la magnitud de lo que la esperaba. El trance era muy difícil para una ignorante medio salvaje, rechazada por Gales y jamás bien recibida en Inglaterra como no fuera por sus laboriosas manos. No sabía nada de monjes y de monasterios y muy poco del cristianismo. Pero, dentro de aquella abadía, estaba Liliwin, y allí iría ella. Allí nunca le cerraban las puertas a nadie, le había dicho Susana.
En el otro extremo del puente, pasó cerca del bosquecillo donde Liliwin se tendió a descansar y fue sorprendido a medianoche. Al otro lado de la barbacana estaba el estanque del molino y las casas pertenecientes a la abadía. Más allá se iniciaba la muralla del recinto, en cuyo interior se podían ver los tejados de la enfermería, la escuela y la hospedería, y la impresionante mole de la caseta de vigilancia. El gran pórtico occidental de la iglesia, fuera de las puertas, apareció ante sus ojos en toda su majestad. Sin embargo, una vez en el gran patio, la muchacha se tranquilizó. Incluso a aquella hora, tal vez la más tranquila de la jornada, reinaba allí dentro un considerable ajetreo de idas y venidas, huéspedes que llegaban y se marchaban, criados yendo de un lado para otro, gentes que necesitaban pedir algo, buhoneros tomándose un descanso al mediodía, todo un pequeño mundo de personas, algunas tan humildes como ella. Rannilt podía pasear por allí sin que nadie reparara en su presencia. Pero tenía que encontrar a Liliwin. Miró a su alrededor, buscando la fuente de información más adecuada.
No tuvo suerte. Un hombrecillo, vestido con el hábito de la casa, estaba cruzando el patio a toda prisa; lo eligió porque era tan bajo y delgado como Liliwin y porque la desanimada caída de sus hombros le recordaba a Liliwin. Alguien de aspecto tan modesto y frágil no tendría más remedio que mostrarse comprensivo con las personas tan insignificantes como él. Fray Jerónimo se hubiera ofendido profundamente de haberlo sabido. El caso fue que no le disgustó del todo la reverencia de la muchacha y el tímido susurro con el cual se dirigió a él.
—Por favor, señor, me envía mi ama con limosnas para el joven que está refugiado aquí. Si fuerais tan amable de decirme dónde puedo encontrarle…
Rannilt no pronunció su nombre porque era una cuestión privada, que deseaba guardar celosamente. Jerónimo, por mucho que lamentara que una dama tuviera la mala cabeza de enviarle limosnas a un malhechor, se sintió en cierto modo desarmado por las palabras de la joven. Una criada que cumplía un encargo no era culpable de los errores de su ama.
—Le encontrarás allí, en el claustro, con fray Anselmo —dijo, indicándole el camino a regañadientes al tiempo que lamentaba el complaciente trato que mantenía fray Anselmo con un acusado. No censuró el comportamiento de Rannilt hasta que observó la alegría de su rostro y la ligereza de sus pies en cuanto se dispuso a seguir el camino que le indicaba. ¡Se la veía demasiado contenta como para ser una simple criada que cumplía un encargo!— Ten cuidado, hija mía, cualquier mensaje que tengas para él debes transmitírselo decorosamente. Está en libertad vigilada, acusado de un grave delito. Puedes pasar media hora con él, puedes y debes exhortarle a pensar en su alma. ¡Cumple tu encargo y vete!
La muchacha le miró con sus grandes ojos y permaneció inmóvil un instante, farfullando unas palabras de sumisión mientras en su mirada se encendía un inquietante brillo indescifrable. Hizo otra profunda reverencia hasta casi rozar el suelo, se enderezó como un ángel que levantara el vuelo y se dirigió al claustro que el monje le había indicado.
El claustro le pareció muy grande, rodeado por sus cuatro lados por corredores de piedra alrededor de un jardín abierto en el que las flores primaverales estallaban en oro, blanco y púrpura sobre la tierra cubierta de hierba. Recorrió un pasillo, presa del nerviosismo y el deleite, dobló la esquina para recorrer el segundo, mirando a hurtadillas las celdas provistas de bancos y mesas inclinadas; sólo vio a un absorto erudito copiando maravillas, el cual ni siquiera levantó la cabeza cuando ella pasó. Al final de aquel pasillo, resonando desde otra celda, oyó música, Jamás había oído un órgano, y el sonido le pareció mágico hasta que oyó una dulce y melodiosa voz elevándose en el aire y comprendió que era la de Liliwin.
El joven estaba inclinado sobre el instrumento y no la oyó acercarse. Tampoco la oyó fray Anselmo, igualmente enfrascado en la recomposición de los fragmentos del rabel. La muchacha se quedó rígidamente de pie a la entrada de la celda y sólo cuando terminó la canción se atrevió a hablar. En aquel momento crucial no supo qué acogida iba a recibir. ¿Qué prueba tenía de que él la recordara de la misma forma que ella le recordaba a él incesantemente desde aquella hora que ambos habían pasado juntos? Tal vez se engañaba, como le decía Susana.
—Por favor… —dijo en tono humilde y vacilante.
Ambos levantaron los ojos. El viejo la miró con benigna curiosidad, pero sin asombro. El joven la miró boquiabierto mientras su rostro se iluminaba con incrédula alegría. Luego dejó el extraño instrumento musical en un banco que tenía al lado y se levantó despacio, moviéndose sigilosamente como si temiera que la muchacha se sobresaltara y se desvaneciera en la luz, perdiéndose en la bruma matinal.
—Rannilt… ¿eres tú?
Si aquello era una locura, ella no era la única que estaba loca. La muchacha miró a fray Anselmo, cuyos hábiles dedos se mantenían inmóviles en el aire para no desviarse ni un grado del delicado movimiento que había interrumpido.
—Con vuestro permiso, quisiera hablar con Liliwin. Le he traído algunas cosas.
—Faltaría más —le contestó amablemente fray Anselmo—. ¿Has oído, chico? Tienes visita. Bueno, pues ve con ella y alégrate de su presencia. Tardaré unas cuantas horas en necesitarte. Te tomaré la lección más tarde.
Ambos se acercaron el uno al otro como en un sueño, se tomaron de la mano en silencio y se alejaron.
—Te juro, Rannilt, que no le golpeé ni le robé nada ni le hice el menor daño.
Lo dijo por lo menos una docena de veces en aquel sombreado pórtico donde tenía su camastro y sus mantas dobladas y los pobres instrumentos de su arte ocultos en un rincón del banco de piedra como si se avergonzara de ellos.
Sin embargo, no hubiera sido necesario que lo dijera ni una sola vez, tal como ella le contestó una docena de veces.
—¡Lo sé, lo sé! Jamás lo creí ni por un instante. ¿Cómo puedes dudarlo? Sé que eres bueno. Lo descubrirán y no tendrán más remedio que reconocerlo.
Ambos temblaron juntos y mantuvieron las manos desesperadamente entrelazadas hasta que sus inexpertos cuerpos experimentaron una emoción que ninguno de ellos comprendió.
—¡Oh, Rannilt! Eso fue lo peor, pensar que pudieras apartarte de mí y considerarme tan vil… Ellos lo creen, todos lo creen. Sólo tú…
—No —dijo valerosamente la joven—, no estoy tan segura. El monje que atiende a doña Juliana, el que te trajo tus cosas…, y este buen fraile que te enseña… No, no estás solo. ¡No debes pensar tal cosa!
—¡No! —reconoció Liliwin con gratitud—. Ahora creo y confío, si tú estás conmigo… —se asombraba de que alguien de aquella casa tan hostil a su persona le hubiera enviado a la moza—. ¡Tu ama fue buena! Estoy en deuda con ella…
No por el regalo de la comida que para ella era una minucia aunque para él fuera un manjar. No por eso sino por aquella cercanía que le nublaba los sentidos con un calor febril, un deleite y una inquietud que jamás había experimentado y que no podía ser otra cosa que amor, el amor al que él había cantado de memoria durante años sin que su mente y su cuerpo lo comprendieran.
Fray Jerónimo, cumpliendo lo que consideraba su deber, había controlado el paso del tiempo y ahora se acercó inexorablemente por el pasillo del gran patio. Como sus sandalias no producían el menor ruido sobre las baldosas de piedra, pudo ver los hombros de los jóvenes y las dos cabezas juntas, una rubia como el lino y otra morena, rozándose casi las sienes. Ya era hora de separarlos, aquél no era el lugar apropiado para tales efusiones.
—Todo se arreglará al final —susurró Rannilt—. ¡Ya lo verás! La señora Susana… dice lo mismo que los demás, pero me ha dejado venir. Me parece que no cree… Dijo que podía quedarme todo el día…
—Oh, Rannilt… Oh, Rannilt, cuánto te quiero…
—Muchacha —dijo fray Jerónimo a su espalda en tono de áspero reproche—, ya has tenido tiempo para cumplir el encargo de tu ama. Ahora debes irte. Toma el cesto y despídete.
Aquella sombra no más grande que la de Liliwin bajo el oblicuo sol de la media tarde arrojó sobre ellos una oscuridad insoportable. Se habían limitado a entrelazar las manos casi sin comprender las posibilidades que encerraban sus frágiles cuerpos, y ya tenían que separarse. El monje tenía autoridad y era indudable que hablaba en nombre de la abadía. Liliwin se había refugiado allí, ¿cómo hubiera podido rechazar las limitaciones que le imponían?
Ambos jóvenes se levantaron trémulamente. La mano de la muchacha se aferró convulsamente a la del mozo, despertando en él un ardoroso fuego, alimentado por su propia desesperación y furia.
—Ya se va —dijo Liliwin—. Sólo os suplico que nos concedáis unos momentos para rezar juntos en la iglesia.
Fray Jerónimo consideró conveniente e incluso conmovedora la petición, y se apartó mientras Liliwin tomaba el cesto y cruzaba el pórtico con la joven en dirección al oscuro interior de la iglesia. El silencio los envolvió. Fray Jerónimo respetó su intimidad y permaneció fuera, aunque no quiso marcharse hasta ver salir a uno de ellos.
¡Quizá sea la última vez que la vea!, pensó Liliwin. No podía soportar que se fuera tan pronto y perderla tal vez para siempre, sabiendo que ella tenía permiso para estar fuera todo el día. Apretó su brazo con posesiva fuerza y la atrajo hacia las pétreas sombras de la capilla del crucero, más allá del altar parroquial. ¡No quería que se fuera de aquel modo! No les seguían, allí dentro no había nadie y Liliwin estaba familiarizado con todos los rincones y grietas de la iglesia por haberla recorrido sin descanso la primera noche que pasó allí, inquieto y asustado, aguzando el oído por si llegaban sus perseguidores y sin atreverse a dormir en su camastro del pórtico.
—¡No te vayas! ¡No te vayas! —dijo estrechándola en sus brazos mientras se introducía con ella en el rincón más oscuro y sus labios susurraban contra su mejilla—. ¡Quédate conmigo! Puedes quedarte, te enseñaré un sitio… Nadie lo sabrá, nadie nos descubrirá.
La capilla era angosta, el altar era ancho y llenaba casi por completo el espacio entre las columnas que lo contenían, ligeramente separado de la ahusada hornacina de la parte posterior. Había allí una especie de pequeña cueva en la que sólo criaturas tan delgadas como ellas hubieran podido introducirse. Liliwin lo consideraba un buen escondrijo en caso de que sus perseguidores irrumpieran en la iglesia. Si su cuerpo podía introducirse sin dificultad, también podría el de Rannilt. Allí dentro podrían gozar de intimidad, oscuridad e invisibilidad.
—¡Entra aquí! Nadie lo verá. Cuando él se dé por satisfecho y se vaya, volveré. Podremos estar juntos hasta vísperas.
Rannilt entró; hubiera hecho cualquier cosa que le pidiera porque su ansia era tan desesperada como la del joven. Luego introdujo el cesto vacío en el angosto espacio.
—¿Vendrás pronto? —preguntó en un susurro desde la oscuridad.
—¡Vendré! Espérame…
La muchacha permaneció inmóvil, sin hacer el menor ruido. Liliwin se volvió, temblando, pasó por delante del altar parroquial y salió por el pórtico sur al corredor oriental del claustro. Fray Jerónimo había tenido el buen gusto de retirarse al jardín del claustro para que su celosa vigilancia no fuera tan evidente, pero sus perspicaces ojos aún estaban clavados en la puerta. La aparición de la solitaria figura de cabeza gacha y hombros encorvados pareció satisfacerle. Liliwin no tuvo que fingir abatimiento porque ya estaba al borde de las lágrimas a causa de la alegría y la pena que lo embargaban. No dobló la esquina en dirección al aposento de los calígrafos para regresar junto a fray Anselmo, sino que pasó por delante del banco del pórtico donde había dejado la comida y la ropa sobre las mantas dobladas, y salió al patio y al huerto del otro lado. Pero sólo llegó hasta los primeros arbustos, desde donde vio que fray Jerónimo abandonaba su vigilancia y se encaminaba a toda prisa al patio de la granja. La muchacha se había ido por la puerta occidental de la iglesia; la turbadora presencia ya no existía, el orden monástico se había restablecido y la autoridad de fray Jerónimo había sido debidamente respetada.
Liliwin regresó a su camastro del pórtico, envolvió la comida y la ropa en las mantas, miró a su alrededor para cerciorarse de que nadie le prestaba atención ni desde dentro ni desde fuera de la iglesia y, cuando estuvo seguro, se colocó el hato bajo el brazo, corrió a la capilla y, con la agilidad de una anguila, se deslizó entre el altar y la columna introduciéndose en el oscuro refugio de la parte de atrás. Las manos de Rannilt se extendieron hacia él, su mejilla se juntó con la suya y ambos se estremecieron juntos casi sin poder verse; gracias al misterio súbitamente liberado de todas las limitaciones del mundo exterior, pudieron comunicarse sin palabras y manifestarse su amor sin la menor vergüenza ni timidez. Aquello no era como estar sentados juntos en el pórtico antes de que la serpiente de Jerónimo entrara silbando en su Paraíso. Allí sólo pudieron entrelazar las manos e incluso tuvieron que ocultarlas entre sus cuerpos como si fueran algo vergonzoso. En cambio, en aquel sombrío escondrijo, sólo existía una natural sinceridad que se dilataba en la oscuridad por medio de apasionadas e inexpertas caricias.
Había espacio suficiente para hacer un nido con las mantas, el cesto y las prendas usadas de Daniel; el suelo de piedra estaba cubierto por más de una generación de suave y fino polvo que acrecentó la blandura del lecho donde se tendieron. Permanecieron sentados juntos con las espaldas apoyadas contra la pared, compartiendo el calor y los bocados que Susana había desechado, y se abrazaron fuertemente el uno al otro para tranquilizarse, hasta que se sumieron en una ilusión semejante a un sueño y en la que la tranquilidad ya no fue necesaria.
Hablaron con escasos y breves susurros.
—¿Tienes frío?
—No.
—Sí, estás temblando.
Liliwin se movió para atraerla en sus brazos. Con la mano libre, tomó un extremo de la manta y le cubrió los hombros. Ella extendió el brazo bajo la áspera lana, le acarició el cuello con la mano y le acercó los labios, las mejillas y la frente, empujándole hacia abajo hasta que ambos quedaron tendidos el uno encima del otro, emitiendo al unísono profundos suspiros.
De pronto, se produjo una especie de relámpago que los trastornó y fundió en una sola persona sin que mediara ninguna acción coherente por su parte. Ambos eran inocentes y sabios a la vez. Una cosa es saber las cosas de memoria, pero lo que ellos experimentaron no se parecía para nada a lo que creían saber. Después, desplazándose un poco para poder abrazarse con más comodidad, se quedaron dormidos el uno en brazos del otro hasta que, al cabo de más de una hora, se vieron sacudidos por el mismo impulso amoroso sin llegar a despertarse del todo. Después se durmieron tan profundamente, agotados por el asombro y la satisfacción, que ni siquiera el canto de vísperas en el coro les perturbó.
—¿Quieres que vaya a recoger la ropa? —preguntó Margery por la tarde, haciendo una incursión conciliadora en los dominios de Susana, ya ocupada en la preparación de la cena.
—Gracias —contestó Susana sin apenas levantar los ojos de su trabajo—, yo misma lo haré.
«Es incapaz de dar un solo paso hacia mí —pensó Margery, desanimada—. ¡Su ropa, sus despensas, su cocina!». En aquel preciso instante, Susana levantó la mirada e incluso sonrió. Fue una sonrisa algo irónica, como era habitual en ella, pero no hostil.
—Si quieres hacerme un favor, encárgate de mi abuela. Como eres nueva en la casa, contigo será más dócil y amable. Yo la atiendo desde hace años y nos irritamos la una a la otra. Somos demasiado parecidas. A ti aún no te conoce. Te lo agradecería muchísimo.
Margery se quedó desarmada.
—Lo haré —dijo de buen grado, retirándose para atender lo mejor que pudiera a la anciana, la cual reprimió efectivamente su mal carácter en presencia de la novata.
Aquella noche, al ver a Daniel sentado al otro lado de la mesa, mudo, distraído y como absorto en alguna satisfacción secreta, la joven reflexionó sobre su escasa significación en aquel hogar y sobre la persona de cuyo cinto pendían las llaves y cuya voz ataba o desataba a la criada que aún no había regresado.
—No sé dónde se habrá metido mi alumno —dijo fray Anselmo, saliendo del refectorio después de la cena—. Tenía muchas ganas de aprender desde que le enseñé las notas escritas. Un oído de ángel, tan fino como el de un pájaro, y la voz igual. Ni siquiera ha ido a cenar a la cocina.
—Tampoco vino a curarse el brazo —terció fray Cadfael, que había pasado toda la tarde plantando, preparando brebajes y haciendo mixturas en su herbario—. De todos modos, Oswin se lo examinó antes y asegura que la herida cicatriza muy bien.
—Una criada ha venido a traerle un cesto de comida de la mesa de su ama —les explicó Jerónimo, que siempre mantenía el oído atento—. No me extraña que no le hayan apetecido nuestros frugales manjares. Tuve que regañarles y puede que se haya molestado. Quizás esté rumiando en silencio en alguna parte.
Hasta aquel momento, no había reparado en que no había visto a la visitante indeseada desde que el mozo saliera solo de la iglesia; ahora resultaba que fray Anselmo, que tenía más razones para esperar a su pupilo, tampoco le había visto. El recinto de la abadía era muy grande, pero no tanto como para que un hombre prácticamente prisionero pudiera desaparecer en él. Eso siempre y cuando todavía estuviera dentro.
Jerónimo no comentó nada más a sus compañeros, pero pasó la media hora final antes de completas efectuando un rápido registro de todos los lugares de la abadía hasta llegar al pórtico sur. El camastro sobre el banco de piedra estaba deshecho y las mantas habían desaparecido inexplicablemente. No reparó en un pequeño hato de tela, escondido bajo una esquina del jergón de paja. Por lo que se podía ver, no quedaba el menor rastro de la presencia de Liliwin.
Así se lo informó al prior Roberto cuando regresó casi sin aliento poco antes del comienzo de completas. Aunque Roberto no sonrió ni perdió su habitual expresión de benevolencia, de su semblante irradió una especie de aliviado y cauteloso placer.
—¡Bueno, bueno! —dijo Roberto—. Si ese joven descarriado ha sido tan insensato como para abandonar la seguridad de este refugio por culpa de una mujer, allá él. Será muy triste, pero a nosotros no se nos puede culpar de nada. Nadie puede ser juicioso por otra persona.
Dicho lo cual, el prior encabezó la procesión hacia el coro con sus andares majestuosos y su rostro devoto, respirando más tranquilo ahora que aquel erizo no le irritaba la piel. No advirtió a Jerónimo de que todavía no se lo comentara a nadie. No hacía falta, porque ambos se entendían muy bien sin palabras.