iliwin dobló las mantas y se puso presentable antes de prima del día de descanso, dispuesto a provocar el menor desconcierto posible en las ordenadas costumbres que imperaban dentro de aquellos muros. En su errante vida, había tenido muy pocas oportunidades de familiarizarse con los oficios litúrgicos, y el latín era un libro cerrado para él, pero por lo menos asistiría y haría las debidas reverencias con tal de que ello le hiciera más aceptable.
Después del desayuno, Cadfael volvió a curar el corte del brazo del joven y retiró la venda que cubría la herida de su cabeza.
—Esto está cicatrizando muy bien —dijo Cadfael, complacido—. Será mejor que lo dejemos destapado para que le dé el aire. Tienes buena carne, muchacho, aunque un poco escasa. Y veo que ya te ha desaparecido la cojera que te obligaba a caminar ladeado. ¿Cómo van las magulladuras?
Liliwin reconoció con cierto asombro que casi todos sus dolores y molestias se habían desvanecido, y efectuó unas asombrosas contorsiones para demostrarlo. No había perdido facultades. Sus dedos estaban deseando manejar los aros y las bolas de colores que utilizaba en sus juegos y que ahora tenía guardados en un fardo debajo de su cama, pero temía que alguien frunciera el entrecejo. Los restos de su rabel reposaban también en un rincón del pórtico, junto al claustro. Regresó allí después del desayuno y encontró a fray Anselmo, examinando cuidadosamente en sus manos la ruina y pasando un inquisitivo dedo por las peores grietas.
El chantre tenía cincuenta y tantos años y era un hombre delgado y corto de vista que atisbaba por debajo de una enmarañada tonsura castaña y unas erizadas cejas a juego. Ahora sonrió amable y alentadoramente al ver al dueño de aquella desastrosa reliquia.
—¿Esto es tuyo? Fray Cadfael me ha contado lo que ha sufrido. Era un buen instrumento. ¿Lo hiciste tú?
—No. Lo recibí del viejo que me enseñó. Me lo dio antes de morir. Yo no sé cómo se hacen —contestó Liliwin.
Era la primera vez que fray Anselmo le oía hablar desde el inquietante terror de la primera invasión. El monje levantó los ojos y ladeó la cabeza para escucharle.
—Tienes un timbre muy claro. Yo podría sacarte buen provecho si cantaras. ¡Seguro que cantas! ¿No has pensado en tomar el hábito aquí entre nosotros? —lanzando un suspiro, fray Anselmo recordó la razón por la cual ello no era muy probable en aquellas circunstancias—. Bien, este pobre instrumento ha sido muy maltratado, pero su situación no es irremediable. Podemos intentarlo. Y dices que el arco se ha perdido —Liliwin se quedó mudo de asombro porque él no había dicho nada. Estaba claro que fray Cadfael había facilitado una información muy precisa a un entusiasta experto, dotado de muy buena memoria—. Debo decir que el arco es casi más difícil de hacer que el rabel, pero he tenido algún éxito. ¿Sabes tocar algún otro instrumento?
—Puedo sacarle una melodía a casi todo —contestó Liliwin con extasiada vehemencia.
—Ven —dijo fray Anselmo, tomándole firmemente del brazo—, te enseñaré mi taller y entre tú y yo, después de misa mayor, veremos qué se puede hacer con tu rabel. Necesitaré a un ayudante para que se encargue de las resinas y las colas. Pero ten en cuenta que la tarea será lenta y minuciosa, nos exigirá mucha oración y no se podrá acelerar por ninguna causa. La música es un estudio que dura toda la vida, hijo mío…, toda la vida, por larga que sea.
Su voz fue como un vendaval que arrastró a Liliwin como en un sueño, haciéndole olvidar lo corta que podía ser también una vida.
Walter Aurifaber despertó aquella mañana con un ligero dolor de cabeza, pero, al mismo tiempo, con los miembros rígidos y una inquieta animación que le impulsaba a levantarse y desperezarse, brincar y moverse hasta que se le pasara el embotamiento. Recibió con gruñidos a su paciente y silenciosa hija, preguntó por su ayudante, que había tenido la precaución de asegurarse el descanso dominical, desapareciendo no sólo de la tienda sino también de la ciudad durante todo el día, y se sentó a saborear un sustancioso desayuno y contemplar cara a cara sus pérdidas.
Estaba empezando a recordar las cosas, si bien como envueltas en la bruma, incluyendo un incidente que no quería que su madre conociera. El dinero era el dinero, por supuesto, y la vieja tenía razón, pero no todos los días un hombre casa a su heredero y le casa, por si fuera poco, con una cantidad de dinero sumamente respetable. Dadas las circunstancias, bien se le podía perdonar a un hombre que derrochara un poco en favor de un pobre miserable. Pero ¿pensaría ella lo mismo? Por su parte, él lo lamentaba ahora amargamente, reflexionando acerca del desastroso resultado de su insólito impulso de generosidad. «¡Más valdrá que ella no se entere!», pensó.
Walter consideró su dolor de cabeza y su inútil arrepentimiento y se consoló un poco al ver a su hijo y su nuera salir hacia la iglesia de Santa María, vestidos con sus mejores galas y debidamente enlazados, con la mano de Margery primorosamente apoyada en el brazo de Daniel. El dinero que Margery había traído consigo y traería más adelante era mucho más importante que cualquier otra cosa en tanto no se recuperara el contenido de su cofre de caudales. La cabeza le dolía con más fuerza cada vez que pensaba en ello. Quienquiera que hubiera cometido aquel delito contra la casa de los Aurifaber, debería y tendría que morir en la horca si aún quedaba justicia en el mundo.
Cuando llegó Hugo Berengario, en compañía de un oficial de orden, para oír personalmente el relato de la víctima, Walter ya estaba preparado para contarle lo ocurrido. Sin embargo, no se alegró demasiado al ver que doña Juliana, que esperaba la visita de fray Cadfael y no quería que nadie impusiera limitaciones a su comportamiento so pena de que se le acortara la vida, había decidido adelantarse a la reprimenda y bajar antes de que llegara su mentor. La anciana avanzó encorvada y con el bastón en la mano, regañando a Susana que trataba de impedírselo. Se encontraba cómodamente sentada en su banco del rincón y recostada en unos almohadones cuando llegó Cadfael, a quien desafió con una audaz mirada provocadora. Cadfael prefirió no darle el gusto de echarle el rapapolvo, le entregó el ungüento que había traído y comprobó la regularidad de su corazón y sus pulmones antes de volverse hacia un Walter inexplicablemente falto de palabras.
—Me alegro de veros restablecido. Lo que se decía de vos llevaba veinte años de adelanto. Pero lamento la pérdida. Espero que podáis recuperarla.
—A fe mía que yo también —contestó Walter con amargura—. Vos decís que ese bribón que tenéis recogido no tuvo parte en ello. Bien, mientras esté allí dentro no podrá desenterrar el tesoro y largarse. En alguna parte tiene que estar y yo confío en que los hombres del alguacil lo encuentren.
—Estáis muy seguro del culpable, ¿verdad? —Hugo había conseguido que le contara lo ocurrido hasta el momento en que tomó los objetos de valor y fue a guardarlos en el cofre de la tienda. A partir de aquel momento, Walter se había vuelto de repente mucho menos comunicativo—. Pero ya hacía rato que le habían expulsado de la casa, si no he entendido mal, y nadie ha declarado todavía haberle visto merodeando más tarde por los alrededores de vuestra casa.
Walter miró a hurtadillas a su madre, cuyos viejos oídos eran extremadamente finos y cuyos descoloridos pero perspicaces ojos estaban alerta.
—Sí, pero aun así pudo permanecer escondido en alguna parte. ¿Qué podía impedírselo en la oscuridad de la noche?
—Muy cierto —convino Hugo sin facilitarle demasiado las cosas—, pero nadie afirma haberle visto. A no ser que vos hayáis recordado algo que nadie sabe. ¿Le visteis después de que fuera expulsado de vuestra casa?
Walter se agitó inquieto en su asiento, estuvo a punto de formular una acusación en toda regla, pero lo pensó mejor a causa de la presencia de Juliana. Fray Cadfael se compadeció de él.
—No estaría de más —dijo éste con inocencia— echar un vistazo al lugar en que se cometió la agresión. Maese Walter nos mostrará su tienda, estoy seguro.
Walter se levantó, agradeciendo la sugerencia, y les acompañó con presteza por el pasadizo, entrando con ellos en la tienda. La puerta de la calle estaba cerrada porque era domingo. Walter cerró cuidadosamente la puerta del pasadizo a su espalda y suspiró aliviado.
—No es que tenga nada que ocultaros, mi señor, pero prefiero que mi madre no tenga más preocupaciones de las que ya tiene —era una explicación aceptable del temor que aquel hombre sentía en presencia de Juliana—. Éste es el lugar donde ocurrió todo. Desde esta puerta podéis ver el cofre del rincón. Yo estaba allí, con la llave en la cerradura, la tapa apoyada en la pared y la vela en el estante de al lado. La luz de la vela iluminaba directamente el cofre, ¿lo veis?, y se podía ver con toda claridad lo que había dentro. De pronto oí un ruido a mi espalda y vi al juglar, a ese Liliwin, entrando por la puerta.
—¿Con gesto amenazador? —preguntó Hugo muy serio. Aunque no le guiñara un ojo a Cadfael su ceja muy elocuente—. ¿Armado tal vez con una estaca?
—No —reconoció Walter—, más bien con gesto aparentemente humilde. Me volví al oírle cuando él apenas había franqueado la puerta. Pudo dejar el arma fuera al ver que yo me había percatado de su presencia.
—¿Pero no la oísteis caer? ¿No visteis ninguna señal?
—No, confieso que no.
—¿Qué quería deciros entonces?
—Me pidió que le hiciera justicia. Dijo que le habían descontado dos tercios de la paga prometida. Añadió que era muy duro para un pobre que le echaran la culpa de lo ocurrido y le recortaran la paga, y me suplicó que le diera lo prometido.
—¿Y se lo disteis?
—Os diré con sinceridad, mi señor, que no me pareció injusto el trato que le dispensaron, teniendo en cuenta el valor del jarrón, pero pensé que era un pobre desdichado que de algo tenía que vivir, aparte lo que hubiera hecho o dejado de hacer. Y le di otro penique… de buena plata, acuñado en esta ciudad. Pero de eso, ni una sola palabra a doña Juliana, si sois tan amables. Ahora que he recuperado la memoria, tendrá que saber que el juglar se atrevió a entrar para pedirme el dinero, pero no hace falta que sepa que yo le di algo. Se sentiría afrentada, porque ella se lo negó.
—Vuestra consideración para con ella os honra —dijo Hugo gravemente—. Y después, ¿qué sucedió? ¿Tomó vuestra dádiva y se marchó?
—Así es. Pero apuesto a que él no os ha dicho nada de esta visita. ¡Menudo pago he recibido a cambio del favor! —exclamó Walter, todavía dominado por amargos sentimientos de venganza.
—Os equivocáis, porque sí lo hizo. Nos contó la misma historia que acabáis de contar. Y confió a la custodia de la abadía, mientras permanezca allí, los dos peniques de plata que son lo único que llevaba encima. Decidme, ¿cerrasteis la tapa del cofre en cuanto descubristeis que os observaban?
—¡Por supuesto que sí! —contestó Walter con vehemencia—. Pero él ya lo había visto. No pensé en él de momento… ¡pero ya veis, señor, lo que ocurrió! En cuanto se fue, o yo creí que se había ido, abrí de nuevo el cofre y, cuando me inclinaba sobre él para guardar la dote de Margery, me golpearon fuertemente por detrás y ya no me enteré de nada hasta que abrí los ojos en mi propia cama horas más tarde. Si alguien me abatió al suelo dos minutos después de que aquel sujeto cruzara sigilosamente la puerta, os aseguro que no transcurrió ni un solo minuto más. Por consiguiente, ¿qué otra persona pudo ser?
—Pero no llegasteis a ver a vuestro agresor, ¿verdad? ¿Ni siquiera una visión fugaz? ¿Alguna sombra que os permitiera adivinar su forma o tamaño? ¿No intuisteis alguna presencia a vuestra espalda?
—No tuve ocasión —por muy vengativo que fuera, Walter era honrado—. Veréis, yo estaba inclinado sobre el cofre cuando me pareció que la pared se me venía encima y caí hacia adelante desvanecido, con la cabeza colgando en el interior del cofre. No oí nada ni vi nada, ni siquiera una sombra, no… Lo último que recuerdo es el parpadeo de la luz de la vela, pero eso ¿de qué sirve? No, tened por cierto que el muy bribón vio lo que había antes de que yo cerrara la tapa. ¿Se hubiera ido mansamente con su penique, habiendo tanto dinero a la vista? ¡Ni por pienso! Aquella noche no le vi el pelo a nadie más allí dentro. No os quepa la menor duda de que el hombre que andáis buscando es el juglar.
—Y puede que así sea —reconoció Hugo, despidiéndose de Cadfael en el puente veinte minutos más tarde—. Suficiente como para tentar a un pobre desgraciado con sólo dos peniques que llevarse al bolsillo. Tanto si ya se le había ocurrido la idea antes de que la vela iluminara el tesoro de nuestro amigo como si no. Reconozco también que quizás el mozo ni siquiera se dio cuenta de lo que tenía al alcance de su mano ni vio otra cosa que no fuera su propia necesidad y la escasa probabilidad de recibir por parte del orfebre una acogida más amable que la que le había dispensado su enfurecida madre. Puede que se alejara, dando gracias a Dios por su penique y sin pensar nada malo; y puede que regresara con una piedra o una estaca.
Aproximadamente a la misma hora, en la calle frente a la iglesia de Santa María, terreno común para el intercambio de cumplidos y la observación de los distintos atuendos en una hermosa mañana de domingo después de misa, Daniel y Margery Aurifaber avanzaban en ceremoniosa procesión, constantemente interceptados por quienes pretendían expresarles sus buenos deseos y quienes querían manifestarles su pesar, dado que las bodas y los robos solían ser apreciados temas de comentario y conjetura en Shrewsbury De pronto, se toparon con maese Ailwin Corde, el mercader de lanas, y su esposa Cecilia, y se detuvieron a conversar un rato con ellos tal como convenía a unos amigos y vecinos.
La tal señora Cecilia más semejaba una hija e incluso una nieta del mercader que una esposa. Tenía veintitrés años en comparación con los sesenta de su marido y, aunque era delgada y de baja estatura, el color de su tez, la opulencia de su figura y la gracia de sus andares atraían tanto la vista que parecía tan inmensa como una diosa y dominaba cualquier escena que embelleciera con su presencia. Su anciano esposo se complacía en cubrir con suntuosos tejidos la joya que más le hubiera valido ocultar con sencillos lienzos. Una redecilla dorada le sujetaba la cabellera cobriza y un precioso adorno de esmalte y piedras preciosas hacía converger las miradas sobre su esplendoroso busto.
A la vista de aquella riqueza, Margery palideció y fue consciente de ello. Su sonrisa se petrificó y se tornó tan falsa como la de una máscara, mientras que su voz adquirió el agudo timbre de la de un cantor desentonado. Apretó el brazo de Daniel, pero fue como tratar de retener un pez que se le escapara entre los dedos sin percatarse tan siquiera de que alguien intentaba retenerlo.
Maese Corde preguntó solícitamente por la salud de Walter; se alegró de saber que ya se estaba recuperando, pero lamentó que aún no se hubiera descubierto nada sobre los objetos tan vilmente robados. Su esposa repitió sus palabras como un eco, bajando recatadamente los ojos, con una voz tan dulce como el zureo de las palomas torcaces.
Daniel, clavando más frecuentemente los ojos en el sonrosado y lechoso semblante de la señora Cecilia que en el fofo y complacido rostro del viejo, invitó cordialmente a maese Corde y a su esposa a comer con el orfebre en cuanto fuera posible, y a animarle con su compañía. El mercader de lanas le dio las gracias, señalando que debería retrasar aquel placer una semana o más, aunque enviaba a su amigo sus mejores saludos y le prometía sus oraciones.
—No sabéis —confesó la señora Cecilia, extendiendo una delicada mano para tocar el brazo de Margery— lo afortunada que sois por tener un esposo que puede desempeñar su oficio en casa. Este marido mío siempre anda corriendo con sus mulos, sus carros y sus hombres, hacia el oeste en el País de Gales o hacia el este en Inglaterra para comerciar con sus lienzos y sus vellones, y yo me quedo sola días y días. Mañana temprano emprenderá camino hacia Oxford y yo pasaré tres o cuatro días echándole de menos.
Dos veces levantó los suaves párpados durante su queja, una para mirar tristemente a su marido y otra con un efecto prodigiosamente fugaz que hubiera debido de pasarle inadvertido a Margery, pero no le pasó, para mirar a Daniel con un cegador destello que inmediatamente desapareció.
—Vamos, vamos, amor mío —dijo el mercader de lanas con indulgencia—, ya sabes que en seguida regresaré junto a ti.
—A saber cuánto tardarás —replicó la joven, haciendo pucheros—. Estaré tres o cuatro noches sola. Más te vale traerme algo bonito para que se me pase el enfado a tu vuelta.
Bien sabía ella que así lo haría. El mercader jamás regresaba de sus viajes sin traerle un regalo para tenerla contenta. Aunque la había comprado, le quedaba el suficiente sentido común como para saber que, aparte los mimos, tenía que comprarla una y otra vez para poder conservada a su lado. El día en que lo reconociera y examinara las consecuencias, ella tal vez tuviera que temer por la integridad de su fina garganta, dado que el mercader era un hombre en extremo arrogante y posesivo.
—¡Bien cierto, señora! —contestó Margery sin apenas mover los labios—. Sé lo afortunada que soy.
¡Demasiado! Pero la suerte de todo hombre, y también de toda mujer, podía cambiar con un poco de reflexión, perseverancia y astucia.
Liliwin había pasado el día de una forma tan agradable e inesperada que, durante una hora o más, se olvidó de la amenaza que pesaba sobre él. En cuanto terminó la misa mayor, el chantre se lo llevó rápidamente consigo al rincón del claustro donde ya había empezado a arrancar, con la misma delicadeza y crueldad de un cirujano, los pedazos rotos del rabel. Era una lenta y minuciosa tarea que exigía toda la atención del pupilo, siempre y cuando quisiera ser testigo de una resurrección, lo cual constituiría de paso un remedio excelente contra la idea de la muerte.
—Vamos a recomponer lo que está roto —dijo fray Anselmo muy contento—, pero se impone una confesión. Aunque el producto, una vez terminado, sea defectuoso, volverá a hablar. Si habla en voz balbuciente, haremos otro, de la misma manera que una generación sigue a la anterior y reanuda su música. No se va a perder absolutamente nada. Alcánzame esa hoja de pergamino, hijo, y anota en qué orden coloco estos fragmentos —algunos de ellos no eran más que simples astillas, pero él los fue colocando en la forma que deberían asumir cuando estuvieran restaurados—. ¿Crees que volverás a tocar este instrumento?
—Sí —contestó Liliwin, fascinado—, lo creo.
—Así me gusta, la fe es necesaria. Sin la fe, no se puede conseguir nada —fray Anselmo mencionó aquella insólita herramienta como hubiera podido mencionar cualquier otra de las que tenía en la mano. Después, apartó a un lado el desgastado formón—. De buena factura, y muy antiguo. Este rabel tuvo más de un amo antes de llegar a ti. No aceptará de buen grado el silencio.
Ni él tampoco. Su rauda y suave voz fluía como una plácida corriente mientras trabajaba, y su música adormecía tanto como el murmullo del agua. Tras separar y colocar en orden todos los fragmentos del rabel y dejar el pergamino que los contenía en un rincón seguro, cubriéndolo con un lienzo de lino para esperar la luz del siguiente día, le mostró inmediatamente a Liliwin su pequeño órgano portátil y le pidió que lo probara. No hubo necesidad de mostrarle al mozo su utilización porque Liliwin lo había visto tocar aunque nunca había tenido oportunidad de probarlo personalmente.
El joven tanteó hábilmente la digitación en el primer intento, pero se concentró tan totalmente en la melodía que se olvidó de accionar los pequeños fuelles con la mano izquierda y el aire emitió un profundo suspiro y se sumió en el silencio. Entonces el mozo soltó una carcajada de asombro y lo intentó de nuevo con excesiva fuerza, pulsando las teclas demasiado despacio. A la tercera, lo consiguió. Poco a poco, se fue entusiasmando, se familiarizó con el instrumento, se envalentonó y trató de añadir algunos adornos. Más no se podía hacer con cinco dedos.
Fray Anselmo le mostró una curiosa serie de signos en un pergamino, emparejados con unos símbolos escritos que eran palabras, según él ya sabía. No podía leerlos porque no sabía leer en ninguna lengua. Para él, no eran más que un bonito dibujo como el que hubiera podido trazar una mujer para su bordado.
—¿Jamás aprendiste este misterio? Sin embargo, creo que lo aprenderías fácilmente. Esto es música, anotada de tal forma que el ojo pueda dominarla con la misma maestría con que lo hace el oído. ¡Fíjate en esta línea de neumas! Dame el órgano.
Fray Anselmo tomó el instrumento e interpretó un largo fragmento de melodía.
—¡Presta atención! —añadió el monje, reanudando jubilosamente la interpretación del fragmento—. ¡Vamos a ver si me lo cantas!
Liliwin echó la cabeza hacia atrás y repitió la música.
—Sígueme en silencio… y repite lo que oigas.
Fue como una intoxicación, tocando y repitiendo una línea tras otra de música. A los pocos minutos, Liliwin empezó a embellecer y variar la melodía y a interpretarla con una nota más alta, acordada con la original.
—Podría convertirte en un cantor —dijo fray Anselmo, reclinándose satisfecho en su asiento.
—Soy un cantor —replicó Liliwin.
Jamás había comprendido plenamente hasta qué extremo se enorgullecía de poder decir tal cosa.
—Y yo lo creo. Tu música y la mía van por distintos caminos, pero ambas están hechas con los mismos signos y con los sonidos que éstos representan. Si te quedas algún tiempo aquí, te enseñaré a leerlos —prometió fray Anselmo, muy complacido con las dotes de su pupilo—. Ahora toma esto, toca alguna de tus canciones y después cántamela.
Liliwin dio un repaso a sus canciones y se avergonzó un poco de tener que descartar un considerable número de ellas por su letra descarada y licenciosa. Pero no todas eran así. Una de sus preferidas hablaba de la primera revelación de un joven amor y, al recordarla, el mozo se acordó de Rannilt, tan miserable y despreciada como él en aquella cocina llena de humo, con su humilde vestido de tela basta, su mata de negro cabello y su pálido rostro ovalado, iluminado por el resplandor de sus ojos. Digitó la melodía, accionando hábilmente los fuelles con la mano izquierda. Tocó y cantó, y se enfrascó tanto en la canción que apenas se dio cuenta de que fray Anselmo estaba anotando unos signos en el pergamino.
—¿Querrás creer que lo que acabas de cantarme está anotado aquí? —dijo fray Anselmo, mostrándole muy contento la hoja—. Bueno, no la letra sino la música. Todo eso te lo explicaré después y entonces aprenderás a inscribir y a descifrar. Es muy bonita esta música. Se podría usar como base de una misa. Bueno, ahora ya basta, tengo que ir a prepararme para vísperas. Lo dejaremos para mañana.
Liliwin depositó cuidadosamente el órgano portátil en su estante y salió, aturdido, al aire vespertino donde una límpida jornada azul pálido estaba cediendo ante un crepúsculo de un azul más profundo. Se sentía tan exhausto, sereno y satisfecho como el propio día, silenciosa y esperanzadoramente vivo. Pensó en los gastados aros y bolas de madera, guardados bajo las mantas dobladas en el pórtico de la iglesia. Representaban otra de sus habilidades, la cual, de no practicarse, se oxidaría y sufriría daños irreparables. Estaba tan animado por aquella alentadora jornada que fue en su busca y se los llevó al jardín que bajaba en desniveles sucesivos a los campos de guisantes que llegaban hasta el arroyo Meole. No había nadie a aquella hora porque las tareas del día ya habían terminado. Desató el lienzo, sacó las seis bolas de madera y los aros y empezó a pasárselos de una mano a otra para comprobar la flexibilidad de sus muñecas y la rapidez de sus ojos.
Aún estaba entumecido por las magulladuras, por lo que, al principio, tuvo ciertas dificultades, pero al cabo de un rato recuperó su habitual soltura y se alegró de no haber perdido las aptitudes. Aunque fuera un arte extremadamente humilde, no dejaba de tener su mérito, y él lo apreciaba por ser suyo. Alentado por sus logros, guardó las bolas y los aros y empezó a probar la agilidad de su delgado y vigoroso cuerpo, retorciéndose en grotescos nudos. Le dolieron un poco los magullados músculos, pero persistió en su intento, dispuesto a no darse por vencido.
Al final, se volvió boca abajo en la franja de tierra sin arar que discurría por la parte superior de los campos de guisantes, dobló el cuerpo en forma de anillo, bajó rodando hasta la orilla del arroyo y volvió a subir, efectuando toda una serie de saltos mortales por la suave pendiente.
Al llegar al nivel en que comenzaban los huertos y el herbario cercado por un seto, se enderezó, arrebolado y complacido; fue entonces cuando vio a un par de metros de distancia el escandalizado semblante de un monje de ceñuda expresión, casi tan delgado como él. Contempló, avergonzado, los redondos y enfurecidos ojos.
—¿Así reverencias este sagrado recinto? —preguntó fray Jerónimo, sinceramente indignado—. ¿Te parece que estas locuras y este atolondramiento son apropiados en nuestra abadía? ¿Y tan poco agradeces el refugio que se te ha ofrecido? No mereces que te demos cobijo si tan escasamente lo valoras. ¿Cómo te has atrevido a afrentar de este modo la casa de Dios?
Liliwin se encogió y balbució, sin apenas aliento y profundamente humillado:
—No quería ofender. Estoy muy agradecido y siento gran reverencia por la abadía. Sólo quería ver si aún domino mi arte. ¡Es mi medio de vida y tengo que practicarlo! ¡Perdonad si he obrado mal!
El mozo se intimidaba fácilmente, se sentía en deuda y no sabía cómo comportarse en un ambiente desconocido. Toda su breve alegría y el placer de la música se esfumaron. Se levantó con torpeza, a pesar de que, momentos antes, se había movido con gran agilidad, y permaneció de pie, temblando.
Fray Jerónimo, que raras veces visitaba los huertos por ser el amanuense del prior y no sentir la menor afición por las tareas manuales, había oído desde el gran patio un leve rumor, insólito en aquel lugar, como de bolas de madera entrechocando en el aire, y salió a dar un vistazo con relativa inocencia. Al ver la actuación del mozo se escondió detrás de los arbustos que bordeaban el herbario de fray Cadfael y no exigió que se interrumpiera inmediatamente el juego, advirtiendo al transgresor de su transgresión, sino que permaneció oculto, almacenando toda su reserva de indignación hasta que el culpable se enderezó a sus pies. Puede que cierto grado de remordimiento por su parte hiciera más extremados los reproches que lanzó contra el volatinero.
—Tu medio de vida —dijo en tono despectivo— debería inducirte a la plegaria y al examen de conciencia en lugar de perder el tiempo con semejantes locuras. Un hombre sobre el cual penden tan graves acusaciones debería preocuparse primero de la salvación de su alma porque, tanto si tiene medios de vida como si no, su alma es lo más importante, una vez haya pagado su deuda en este mundo. Piensa en eso y guarda esos trastos mientras estés aquí. ¡Son impropios de este sagrado lugar! ¡Son una blasfemia! ¿Aún no tienes suficientes deudas en tu haber?
Liliwin se sintió rodeado por el miedo del mundo exterior y ya no pudo escaparle por más tiempo. De la misma manera que algunos moradores de la abadía ostentaban un halo de santidad, él llevaba una soga invisible, pero omnipresente.
—No quería ofender —musitó, presa del desaliento, volviéndose medio ciego de angustia para recoger su pobre hato de juguetes y alejarse a toda prisa.
—Dando brincos y jugando en nuestros huertos —informó Jerónimo, todavía muy enfurecido por la afrenta—, como un volatinero vagabundo en una feria. ¿Cómo se puede disculpar? El derecho de asilo es para los que vienen aquí con el debido respeto, pero éste… Se lo reproché, como es natural. Le dije que debería pensar más bien en la vida eterna, teniendo una acusación tan grave contra él. ¡«Mi medio de vida», dijo! ¡Él, que tal vez pagará su delito con la vida!
El prior Roberto miró desde lo alto de su aristocrática nariz y mantuvo la quisquillosa y dolida calma de su noble rostro.
—El padre abad hace bien en observar la santidad del asilo, eso no se puede negar. Nosotros no tenemos la culpa y no debemos preocuparnos por la culpabilidad o la inocencia de los que lo reclaman. Pero tenemos que velar ciertamente por el buen orden y el buen nombre de nuestra casa y os confieso que nuestro actual huésped no nos hace mucho honor. Preferiría que se fuera y se sometiera a la ley, es verdad. Pero, a no ser que lo haga, tendremos que soportar su presencia. Reprocharle sus ofensas no sólo es conveniente, sino también nuestra obligación. En cambio, tratar de influir en él o expulsarle de aquí rebasa ambas cosas. A menos que se vaya por su propia voluntad —dijo el prior Roberto—, tanto vos como yo, fray Jerónimo, debemos socorrerle, ofrecerle refugio y rezar por él. Con cuánta sinceridad y determinación. ¡Pero con cuánta renuencia!