adfael se encontraba todavía de pie, con la minúscula y siniestra mota en la palma de la mano, cuando oyó que le llamaban por su nombre desde la puerta de la sala. En aquel mismo instante, una ráfaga de viento se llevó los ondeantes cabellos. Cadfael no trató de recuperarlos. ¿Para qué? Ya habían hablado con harta elocuencia y no tenían nada que añadir. Se volvió y vio a Susana retirándose al interior de la sala principal de la casa y a la pequeña criada corriendo hacia él con un fardo de tela.
—La señora Susana dice que doña Juliana no quiere esto en la casa —la niña abrió el fardo y mostró brevemente unos objetos de madera pintada y agrietada por el uso—. Pertenecen a Liliwin. Dijo que vos se lo entregaríais —los grandes ojos oscuros clavados en el rostro de Cadfael se dilataron todavía más—. ¿Es verdad lo que dicen? —preguntó en tono apremiante—. ¿Que está a salvo en la iglesia y que vos le protegeréis? ¿No permitiréis que se lo lleven?
—Está a salvo con nosotros —contestó Cadfael—. Nadie se atreverá a tocarlo ahora.
—¿Le han dañado? —preguntó la chiquilla con inquietud.
—Nada que no tenga remedio, ahora que está a salvo. No hay por qué apurarse de momento. Tiene cuarenta días de indulgencia. Me parece —añadió Cadfael, estudiando el enjuto rostro y los delicados pómulos bajo los grandes y separados ojos— que ese mozo te gusta.
—Tocaba una música muy bonita —dijo la niña con expresión nostálgica—. Y me habló con gentileza y se alegró de estar conmigo en la cocina. Fue la mejor hora que he pasado en mi vida. Ahora temo por él. ¿Qué ocurrirá cuando pasen los cuarenta días?
—Bueno, si se llega a ese extremo… Cuarenta días son tiempo suficiente para que cambien muchas cosas… pero, aunque se llegue a ese extremo, el asunto pasará a manos de la ley, no a las de sus acusadores. La ley es muy dura, pero procura ser justa. Para entonces, los que ahora le acusan se habrán olvidado de su furia, y, aunque no la olvidaran, no podrán tocarle. Si quieres ayudarle, mantén los ojos muy abiertos y los oídos atentos y si te enteras de algo relacionado con esta cuestión, dilo.
La niña se asustó ante la sola idea. ¿Quién prestaría atención a lo que ella dijera?
—Conmigo bien puedes hablar —añadió Cadfael—. ¿Puedes decirnos algo acerca de lo que ocurrió anoche?
Rannilt sacudió la cabeza, volviéndose a mirar recelosamente por encima del hombro.
—La señora Susana me envió a la cama. Duermo en la cocina, ni siquiera oí…, estaba muy cansada —la cocina ocupaba una dependencia separada de la casa para evitar incendios, tal como era costumbre en las casas de estructura de madera en las ciudades; era comprensible que la pequeña no hubiera oído el alboroto y hubiera seguido durmiendo después de las largas horas de trabajo—. Pero sé una cosa —añadió, levantando valientemente la barbilla. A pesar de su juventud y fragilidad, era una barbilla decidida, y a Cadfael le gustó el detalle—. Sé que Liliwin jamás le ha hecho daño a nadie, ni a mi amo ni a ningún otro hombre. Lo que dicen de él no es verdad.
—¿Ni siquiera ha robado jamás? —preguntó Cadfael con dulzura.
La niña no se desconcertó sino que le miró fijamente con los grandes luceros de sus ojos.
—Para comer, puede que sí. Tal vez un huevo de debajo de una gallina o una perdiz de los bosques, o hasta incluso una hogaza de pan…, eso puede que sí. Ha pasado hambre toda la vida —la pequeña lo sabía muy bien porque ella también la había pasado durante buena parte de su vida—. Pero ¿robar otras cosas? ¿Oro o dinero? ¿De qué le hubiera servido? Él no es así… ¡Jamás!
Cadfael vio asomar una cabeza por la puerta de la sala antes de que Rannilt la viera.
—¡Vete en seguida! —le dijo en un susurro—. Di que te entretuve con preguntas y que tú no supiste responder.
La niña dio rápidamente media vuelta y echó a correr, cuando la voz de Susana gritó con impaciencia:
—¡Rannilt!
Cadfael no esperó a verla desaparecer en el interior de la casa para reunirse con su ama, sino que se volvió y reanudó su camino por el pasadizo en dirección a la calle.
Balduino Peche se encontraba sentado en los peldaños de la entrada de su tienda con una jarra de cerveza en la mano. Como la calle era angosta y las fachadas de las casas estaban orientadas al noroeste, y por consiguiente no les daba el sol, el hecho de que aquel hombre estuviera allí a semejante hora significaba que tenía alguna razón para ello, aparte el deseo de holgar. No cabía duda de que todos los invitados a la boda en casa de los Aurifaber ya se habrían levantado, tras haberse sacudido de encima los efectos del jolgorio, excitados por los sensacionales rumores que tenían que divulgar y por la posibilidad de ulteriores revelaciones.
El cerrajero era un hombre bajito y rechoncho que, a pesar de que sólo contaba cincuenta y tantos años, ya estaba empezando a echar barriga. Solía pescar con pericia en las aguas del Severn, pero no era un buen nadador, cosa insólita en una ciudad rodeada por un río. Tenía efectivamente una nariz muy larga, cuyas ventanas se agitaban ante cualquier comentario escandaloso, aunque usaba los chismorreos con mucho tiento, como si disfrutara de los relatos maliciosos por sí mismos y no ya por el beneficio personal que pudieran reportarle. Un frío e inquisitivo regocijo parpadeaba en sus pálidos ojos azules y en su sonriente y rubicundo rostro redondo. Cadfael le conocía lo bastante como para detenerse a charlar un rato con él. Le dio los buenos días e hizo ademán de acercarse como si tuviera interés en hablar con él, pese a constarle que Peche le estaba esperando.
—Y bien, fray Cadfael —le dijo jovialmente el cerrajero—, veo que habéis venido a atender a estos desdichados vecinos míos. Confío en que ya estén un poco más animados a pesar de su desgracia. El chico me ha dicho que ambos se recuperarán muy bien.
Cadfael dijo lo que se esperaba de él, lo cual era más bien una averiguación que una respuesta, y mantuvo la boca cerrada y los oídos abiertos, disponiéndose a escuchar una vez más el relato, pero esta vez con más detalles y adornos, consciente de que Peche era un experto en aquel arte. El ayudante del cerrajero, un joven muy bien parecido que vivía con su madre viuda una o dos calles más abajo, asomó la cabeza por la puerta de la tienda, miró a su amo y se retiró al interior, sabiendo que tendría el trabajo para él solo, tal como le gustaba. Juan Boneth ya sabía todo lo que su hábil pero holgazán amo podía enseñarle, y era capaz de llevar el negocio por sí solo.
Podía esperar porque su amo no tenía hijo que lo heredara, y lo apreciaba y confiaba en él.
—Ha sido un casamiento muy afortunado, os lo digo yo —añadió Peche, tocando con un dedo el hombro de fray Cadfael—, sobre todo si ese tesoro de Walter se ha perdido realmente y no se puede recuperar. La hija de Edred Bele recibirá dinero suficiente como para compensar por lo menos la mitad. Walter se ha dado mucha maña en conseguirla para su chico, y la vieja también ha tenido algo que ver en el asunto. ¡Menudos son ellos! —el cerrajero juntó significativamente el índice y el pulgar, dio un codazo a Cadfael y le guiñó el ojo—. La chica carece de belleza y de cualidades…, no sabe cantar ni bailar y es tonta de remate. Aunque tampoco sea un monstruo, y cumplirá bien con su obligación, de lo contrario el mozo jamás se hubiera dejado convencer de…, ¡teniendo lo que tiene!
—Es un muchacho muy apuesto —dijo Cadfael en voz baja— y aseguran que es un hábil artesano. Además, le espera una buena herencia.
—¡Ah, pero es ahora cuando la necesita! —murmuró Balduino, inclinándose hacia Cadfael y empujándole con el índice extendido mientras se dibujaba en su rostro una irónica sonrisa—. La espera es insoportable. Los jóvenes viven el ahora, no el mañana, y les interesa cierta parte del matrimonio, no la otra, ya me entendéis. Aunque se le cae la baba por él, la vieja mantiene la bolsa cerrada y sólo muy de tarde en tarde le distribuye sus dádivas. ¡No es suficiente para lo que él necesita!
Con cierto retraso, a Cadfael se le ocurrió pensar que no era un comportamiento muy propio de un hombre consagrado a Dios escuchar ávidamente los chismorreos locales, pero, aunque no hiciera nada para estimular las confidencias, tampoco hizo nada por dejar de escucharlas. En cualquier caso, el estímulo era innecesario. Peche tenía el firme propósito de revelar los resultados de sus indagaciones.
—Aunque no me atrevería a jurarlo —murmuró el cerrajero al oído de Cadfael—, me parece que este mozo ha metido la mano en su bolsa más de una vez, por mucho que ella vigile. Su capricho actual le sale muy caro, por no hablar del alboroto que se armaría si el marido llegara a enterarse de sus retozos. No me extrañaría nada que la dote de la novia, o por lo menos toda la parte que él pueda conseguir, vaya a adornar el cuello de otra mujer. Y no es que él pusiera reparos a este casamiento… La chica le gusta y su dinero le gusta todavía más. Pero hay alguien que le gusta más que nadie y por encima de todo. ¡No voy a decir el nombre! ¡Pero hubierais tenido que verla anoche en la fiesta! Majestuosa como una ramera real y el viejo resollando a su lado y presumiendo de ser el dueño de la cosa más bonita de la fiesta mientras ella y el novio se lanzaban miradas sin apenas poder contener la risa que les inspiraba el pobre necio. ¡Cualquiera hubiera dicho que yo era el único que tenía ojos para verlo!
—¡En efecto! —dijo Cadfael casi con aire ausente.
Estaba pensando en lo comprensible que era la inquina que le tenía Daniel al arrendatario de su padre. No había ninguna razón para dudar de la información de Peche; los fisgones siempre comprobaban los datos. No cabía duda de que, aunque no se hubiera pronunciado una sola palabra, ciertos estremecimientos de aquella inquisitiva nariz y ciertas miradas de soslayo de aquellos pícaros ojos habrían advertido a Daniel, que no tenía un pelo de tonto, de que sus devaneos no eran un secreto.
Y el otro, el viejo idiota, era un invitado de honor de la boda… y, por consiguiente, uno de los más acaudalados mercaderes de Shrewsbury, casado con una bella y joven esposa…, lo cual significaba que eran unas segundas nupcias por parte del hombre. La ciudad no era tan grande como para que Cadfael tuviera que buscar demasiado. Ailwin Corde, viudo desde hacía unos años y vuelto a casar contra los deseos de su hijo, con una belleza a la que triplicaba la edad, llamada Cecilia…
—Yo que vos, refrenaría la lengua —le advirtió Cadfael al cerrajero—. Los mercaderes de lana son muy poderosos en esta ciudad y no todos los maridos os agradecerían que les abrierais los ojos.
—¿Hablar yo más de la cuenta? —los alegres ojos centellearon con toda la cordialidad del hielo, y la larga nariz hizo un respingo—. ¡Eso ni soñarlo! Tengo un buen casero y un rincón muy cómodo y no quisiera echar a perder lo que me conviene. Me distraigo con lo que puedo, hermano, pero en silencio y con discreción. No haya ningún mal en aquello que no causa ninguno.
—Ninguno en absoluto —convino Cadfael, despidiéndose amablemente para dirigirse con aire pensativo a la tortuosa bajada del Wyle aunque no estuviera demasiado seguro de lo que tenía que pensar. ¿Qué era lo que había averiguado? Que Daniel Aurifaber se hacía carantoñas y probablemente algo más con la señora Cecilia Corde, casada con un mercader de lanas que compraba vellones en el contiguo distrito de Gales y los vendía después en Inglaterra, lo cual significaba que solía ausentarse varios días seguidos de casa. La dama, por su parte, por mucho que le quisiera, estaba acostumbrada a los regalos y no salía muy barata en tanto que el joven tenía que bregar con un padre y una abuela muy tacaños y, al parecer, les birlaba todas las pequeñas sumas que podía. ¡Lo cual no era nada fácil, por cierto! ¿Acaso su padre no fue a guardar bajo llave por lo menos la mitad de la dote de la novia para que no estuviera al alcance de su mano? Ahora sí que estaba de verdad fuera de su alcance… ¿O tal vez los acontecimientos de la víspera se la habían puesto más bien a su alcance? Eran cosas que podían ocurrir en las mejores familias.
¿Qué más? Que Daniel, con toda la razón del mundo, no tenía muy buena opinión de aquel inquilino que tan impropiamente utilizaba su holganza, y le hubiera considerado uno de los principales sospechosos de no haberle tenido constantemente ante sus ojos cuando se cometió la fechoría.
Bueno, el tiempo lo diría. Tenían cuarenta días por delante.
La misa mayor ya había terminado cuando Cadfael cruzó el puente y regresó a la caseta de vigilancia y al gran patio de la abadía. Fray Jerónimo, la sombra del prior Roberto, le estaba esperando en el claustro para interceptarle cuando apareciera.
—El señor abad pide que vayáis a verle antes de la refección —la afilada nariz de Jerónimo se estremeció en una señal de reproche y desagrado que a Cadfael le resultó más molesta que el exuberante regocijo de Balduino Peche ante su propia malicia—. Confío, hermano, en que permitiréis que el tiempo y la ley sigan su curso y no mezclaréis nuestra casa en asuntos que rebasen las obligaciones legales de asilo, tratándose de una cuestión tan sórdida. No tenéis por qué echar sobre vuestros hombros las cargas que corresponden a la justicia.
Aunque no hubiera recibido órdenes explícitas, Jerónimo había recibido el encargo a través del ceño fruncido y el temblor de las ventanas de la nariz del prior Roberto. Que una manifestación de la humanidad tan mezquina, andrajosa y miserable como Liliwin se alojara en el sagrado recinto del monasterio irritaba a Roberto más que un erizo que, subiendo por su hábito, le rozara la aristocrática piel. No habría paz en su vida mientras aquel cuerpo extraño estuviera allí. Quería que lo sacaran y que se restableciera la simetría de su existencia. A decir verdad, no sólo de la suya sino también de la de toda la casa, inquieta y alterada por aquella infección del mundo exterior. La presencia del terror y el dolor era extremadamente desbaratadora.
—Lo único que quiere de mí el abad es un informe sobre el estado de mis pacientes —dijo Cadfael, haciendo gala de una insólita magnanimidad con respecto a las mezquinas preocupaciones de criaturas tan incompatibles con él como Roberto y su amanuense. Comprendía su inquietud, aunque no la compartiera. Los muros temblaban realmente y las almas consagradas se estremecían—. Bastantes cargas tengo con ellos para que encima me busque otras. ¿Ya han curado y dado de comer al chico? Eso es lo único que me corresponde hacer.
—Fray Oswin se ha encargado de él —contestó Jerónimo.
—¡Eso está bien! Ahora mismo voy a presentar mis respetos al señor abad y después iré a comer, porque me he perdido la colación y la gente de la ciudad está tan trastornada con los acontecimientos que ni siquiera se le ha ocurrido ofrecerme un bocado.
Mientras cruzaba el patio para dirigirse a los aposentos del abad, Cadfael se preguntó qué parte de la información convendría facilitar. Los chismes lascivos tal vez no tendrían demasiado interés para los oídos de un abad y tampoco podía decir gran cosa sobre una minúscula mancha de sangre reseca, adherida a un par de cabellos pajizos; por lo menos, no antes de que el vagabundo, acusado por todos y con la vida pendiente de un hilo, hubiera ejercitado el derecho a responder por sí mismo.
El abad Radulfo recibió con sorpresa la noticia de que todos los invitados a la boda insistían unánimemente en la culpabilidad del juglar. No obstante, no estaba del todo convencido de que Daniel, o cualquier otro de los presentes, pudiera estar seguro de quién estuvo y quién no estuvo a la vista en todo momento.
—Con la casa tan llena de gente, habiendo tantos invitados embriagados y a lo largo de tantas horas de festejos, ¿quién puede decir cómo entraron y salieron los demás? Sin embargo, no se pueden desestimar unas voces tan unánimes. Bien, nosotros cumpliremos con nuestra obligación y dejaremos que la ley se encargue del resto. Me ha dicho el oficial de orden que el alguacil está arbitrando en una disputa entre dos caballeros vecinos al este del condado, pero que el segundo alguacil regresará a la ciudad antes de que anochezca.
Cadfael se alegró. Hugo Berengario indagaría la verdad y no permitiría que la justicia siguiera el camino más fácil, eliminando los pequeños detalles que no encajaran en el bosquejo. Entretanto, Cadfael tenía que resolver un detalle con Liliwin, aparte devolverle los instrumentos de su oficio de juglar. Después de comer, fue en su busca y lo encontró sentado en el claustro con aguja e hilo prestados, tratando de remendar los desgarrones de su chaqueta. Bajo la frente vendada, se había lavado escrupulosamente la cara de tez pálida y facciones delicadas. Y, aunque aún no se había podido lavar el polvo y el cieno del rubio cabello, por lo menos se había peinado de la mejor forma posible.
¡Primero el regalo y después el latigazo! Cadfael se sentó a su lado y dejó el fardo sobre sus rodillas.
—Aquí tienes una parte de tus pertenencias. ¡Toma, ábrelo!
Pero Liliwin ya conocía el contenido de aquel descolorido envoltorio. Lo contempló un instante con asombro e incredulidad y después lo desató y hundió la mano entre sus modestos tesoros con inmenso cariño y complacencia, ruborizándose y animándose como si, por primera vez, recuperara la confianza y pensara que el mundo también tenía pequeños consuelos y gentilezas para él.
—Pero ¿cómo lo conseguisteis? Jamás pensé recuperarlo. Habéis tenido la amabilidad de pedirlo… en mi nombre… ¡Habéis sido muy bueno!
—Ni siquiera he tenido que pedirlo. La anciana que te golpeó, aunque tenga muy mal carácter, es honrada. No quiere quedarse con lo que no es suyo, aunque no suelte ni un penique de lo que sí lo es. Te lo devuelve —no con mucha benevolencia, pensó Cadfael, pero no había razón para comentarlo—. Acéptalo como un buen augurio. ¿Cómo te encuentras hoy? ¿Ya te han dado de comer?
—¡Y muy bien por cierto! Tengo que ir yo mismo a recoger la comida en la cocina a la hora del desayuno, el almuerzo y la cena —el joven enumeró casi con incredulidad las tres comidas del día—. Me han puesto un catre aquí, en el pórtico. Temo alejarme de la iglesia por la noche —dijo con humilde sencillez—. No les gusta que esté aquí. Mi presencia se les ha atragantado en el buche como una cascara de avellana.
—Están acostumbrados a la calma —dijo comprensivamente Cadfael—. Y tú no has traído mucha calma que digamos. Tienes que ser indulgente con ellos y ellos tienen que serlo contigo. Por lo menos, a partir de esta noche podrás dormir tranquilo. El segundo alguacil del condado regresará a la ciudad esta noche. Te garantizo que puedes confiar en su autoridad.
A Liliwin le costaba mucho confiar, después de las malas experiencias de su corta vida, pero los juguetes que había guardado amorosamente debajo de su catre eran una promesa. El joven inclinó la cabeza sobre su paciente labor de costura y no dijo nada.
—Por consiguiente —añadió rápidamente Cadfael—, será mejor que repases la media historia que me contaste y me cuentes la que omitiste. Tú no te marchaste tan dócilmente como nos hiciste creer, ¿verdad? ¿Qué hacías en la puerta de la tienda de maese Walter, mucho después del momento en que dices que te alejaste en la noche? La puerta estaba abierta, apoyaste la cabeza en la jamba y viste el cofre del orfebre… abierto. ¡Y al orfebre inclinado sobre él!
La aguja de Liliwin se movió entre sus dedos y le pinchó la mano izquierda. El joven soltó la aguja, el hilo y la chaqueta y empezó a chuparse el pulgar pinchado mientras miraba a fray Cadfael con inmensos ojos asustados. Después empezó a protestar con voz estridente:
—Yo no entré allí…, no sé nada de eso…
La voz se perdió y los ojos se cerraron. El joven parpadeó y se miró las manos abiertas al tiempo que unas largas y espesas pestañas como las de una vaca bien alimentada le rozaban los pómulos.
—Hijo mío —dijo Cadfael con un suspiro—, estuviste mirando desde la puerta. Dejaste tu huella. Un mozo de tu misma estatura y con la cabeza ensangrentada se apoyó en la jamba el tiempo suficiente como para dejar una mancha de sangre con dos cabellos pálidos como el lino adheridos a ella. No, nadie más lo ha visto, el viento se lo llevó, pero yo sí lo vi y lo sé. Ahora dime la verdad. ¿Qué sucedió entre tú y él?
Cadfael no le preguntó a Liliwin por qué había mentido, omitiendo aquella parte de la historia. No era necesario. ¿Qué iba a hacer, colocarse justo en el lugar donde se había descargado el golpe? La inocencia hubiera evitado confesar aquel detalle con tanta desesperación como la culpa.
Liliwin permaneció sentado, estremeciéndose como una hoja en aquel mismo viento que se había llevado sus cabellos. En el claustro soplaba un aire muy frío, y el mozo sólo llevaba una camisa y unos calzones remendados, con la chaqueta a medio coser sobre sus rodillas.
—Es cierto, esperé… ¡No era justo! —farfulló temblando de pies a cabeza—. Me quedé allí, en la oscuridad. No todos eran severos como ella; pensé que, si suplicaba… Le vi entrar en la tienda con una vela y le seguí. Él no se enfadó tanto cuando se rompió el jarrón, trató de calmar a su madre. Por eso me atreví a acercarme. Entré y le pedí la paga que me habían prometido, y él me dio otro penique. Me lo dio y me fui. ¡Lo juro!
También había jurado la otra versión, aunque lo hizo impulsado por el temor de toda una vida de golpes y persecuciones.
—¿Y después te marchaste? ¿Y ya no le volviste a ver? Para ser más exactos, ¿no viste a nadie que acechara en la oscuridad como tú y entrara después en la tienda?
—No, no había nadie. Me fui contento, todo había terminado. Si vive, él mismo os contará que me entregó el segundo penique.
—Vive y se recuperará —dijo Cadfael—. No fue un golpe fatal. Pero aún no ha dicho nada.
—Pero lo dirá, ya lo veréis, os dirá que le supliqué y él se compadeció de mí. Tenía miedo —añadió el joven—, ¡tenía mucho miedo! Si hubiera dicho que había estado allí, todo habría terminado para mí.
—Ya, pero imagínate que Walter se recupera y cuenta esta historia sobre la cual tú no habías dicho nada, ¿qué pensarán los demás? —dijo razonablemente Cadfael—. Pero cuando recupere el sentido y recuerde lo ocurrido, es posible que nombre a su atacante y te exonere de toda culpa.
Cadfael estudió detenidamente al joven mientras le hablaba porque, para un inocente, aquella idea hubiera sido un poderoso consuelo, mientras que para un culpable hubiera representado el máximo terror; el turbado semblante de Liliwin se fue serenando poco a poco, iluminado por un tímido rayo de esperanza. Fue la primera indicación auténticamente significativa de la sinceridad de sus palabras.
—No se me ocurrió pensarlo. Hablaron de un asesinato. Un hombre asesinado no puede acusar ni librar a otro de culpa. De haber sabido que estaba vivo, hubiera dicho toda la verdad. ¿Qué voy a hacer ahora? El hecho de que confiese mi mentira me perjudicará.
—Lo mejor que puedes hacer —dijo Cadfael tras reflexionar un instante— es dejarlo en mis manos para que yo lo transmita al abad, no como un descubrimiento mío, puesto que el viento se llevó las pruebas… sino como una confesión por tu parte. Y si Hugo Berengario regresa esta noche, tal como espero y me han dicho, podrás contarle personalmente toda la historia. Cualquier cosa que ocurra a continuación, aquí podrás disfrutar de unos días de indulgencia, y la verdad hablará en tu favor.
Hugo Berengario de Maesbury segundo alguacil del condado, llegó a la abadía para el rezo de vísperas, tras haber mantenido una larga conversación con el oficial de orden a propósito del tesoro perdido. Se había registrado palmo a palmo todo el terreno desde la casa del orfebre hasta los arbustos de los que Liliwin escapó a medianoche, pero la búsqueda había sido infructuosa. Todo el mundo en la ciudad aseguraba que el culpable era el juglar, el cual había conseguido ocultar su botín antes de que le descubrieran y persiguieran.
—Creo que vos no estáis de acuerdo —dijo Berengario, arqueando una fina y oscura ceja en dirección a su amigo mientras se encaminaba a la caseta de vigilancia en compañía de Cadfael—. Y no sólo porque este obligado huésped que tenéis aquí sea joven y esté hambriento y necesitado de protección, sino por algo más. ¿Qué es lo que os convence? Porque creo que estáis convencido de que le acusan injustamente.
—Ya habéis oído la historia —contestó Cadfael—. Pero vos no visteis su cara cuando le insinué la posibilidad de que el orfebre recuperara la memoria de lo que aconteció aquella noche y pudiera atribuir un nombre al rostro de su asaltante. Acogió esta esperanza como una bendita promesa. Un culpable no hubiera hecho lo mismo.
Hugo consideró en silencio las palabras de su amigo y asintió con la cabeza.
—Sin embargo, ese mozo es un cómico y ha aprendido a dominar las expresiones de su rostro en todas las circunstancias. No se lo reprocho, es la única coraza que tiene. Ahora, todo su empeño debe ser el de aparecer inocente de cualquier maldad.
—Y vos creéis que me dejo engañar así como así —replicó Cadfael en tono ligeramente desabrido.
—Lejos de mí semejante idea. Sin embargo, conviene recordar y admitir esta posibilidad —eso también era cierto, y la sombría sonrisa de Hugo, torcida hacia su hombro, no contribuyó precisamente a suavizar la afirmación—. Aunque os confieso que no sería la primera vez que vais contracorriente y ganáis la apuesta.
—No, no sería la primera —dijo Cadfael casi con aire ausente, recordando la pálida carita de Rannilt—. Pero hay una persona que todavía está más segura que yo —habían llegado al arco de la caseta de vigilancia, más allá del cual discurría el ancho camino de la barbacoa. El atardecer se estaba convirtiendo poco a poco en un verdoso crepúsculo—. ¿Decís que habéis encontrado el lugar donde el mozo se tendió para pasar la noche? ¿Vamos a echarle un vistazo juntos?
Cruzaron el arco, formando una curiosa pareja: el monje, bajito, vigoroso y rechoncho con sus ondulantes andares de marinero, a punto de cumplir los sesenta años, y el segundo alguacil del condado, más de treinta años más joven y media cabeza más alto que él, pero, aun así, de baja estatura, ágiles movimientos y rasgos melancólicos. Cadfael le había visto ganar con justicia el nombramiento y adquirir simultáneamente una esposa, y había sido testigo del bautizo de su primer hijo hacía apenas unos meses. Ambos se entendían el uno al otro mejor de lo que suelen entenderse los hombres, aunque a veces adoptaran posturas encontradas en cuestiones relacionadas con la justicia real.
Giraron hacia el puente que conducía a la ciudad, pero se apartaron a la derecha, a escasa distancia de la orilla del río, para adentrarse en la arboleda que bordeaba el camino. Más allá, hacia el vespertino brillo de las aguas del Severn, el terreno declinaba hasta llegar al lujuriante verdor de los principales vergeles de la abadía, a lo largo de los prados conocidos como el Gaye. Vieron la verde y clara luz a través de las ramas mientras se dirigían al lugar en el que Liliwin se había tendido tristemente a dormir antes de abandonar aquella hostil ciudad. Parecía efectivamente un nido, redondeado y hundido en la hierba reciente, y tan pequeño como la madriguera de un lirón.
—Se levantó de un salto como una liebre asustada —dijo Hugo muy serio—. Aquí hay unos renuevos rotos por sus pisadas, ¿lo veis? Éste es indudablemente el lugar —miró a su alrededor con curiosidad al ver que Cadfael avanzaba entre los arbustos, que allí eran más densos—. ¿Qué buscáis?
—Llevaba un rabel en una bolsa de lino colgada del hombro —contestó Cadfael—. Se le enganchó la correa en una rama, lo perdió y no se atrevió a detenerse para recogerlo. Eso me contó, muy afligido, y estoy seguro de que es verdad. Me pregunto qué habrá sido de él.
Encontró la respuesta aquel mismo anochecer, pero no hasta que se hubo separado de Hugo para regresar a la caseta de vigilancia. Era un anochecer luminoso y Cadfael no tenía prisa por volver, puesto que aún faltaba mucho rato para completas. Permaneció de pie, contemplando los pausados paseos de los notables de la barbacana y los prolongados juegos de los chiquillos de la parroquia de la Santa Cruz, tan reacios como él a regresar a sus casas e irse a la cama. Unos doce de ellos pasaron corriendo, entre risas y gritos tan agudos como los de los estorninos, algunos todavía medio desnudos tras bañarse en el río, aunque no lo bastante enfriados como para regresar al calor del hogar. Estaban empujando a puntapiés y golpeando con palos un trapo sin forma, y uno de ellos utilizaba un objeto más ancho y más corto. Cadfael oyó el impacto de la madera hueca y la monótona reverberación de una cuerda superviviente. Un sonido tan lamentable como un grito de socorro sin ninguna esperanza de encontrar eco.
El pilluelo que portaba el arma remoloneó, arrastrando su instrumento por el polvo. Cadfael le siguió y se situó a su lado como un barco en posición de servicio junto a otro durante una batalla y no ya como un bajel pirata a punto de tomarlo al abordaje. El niño le miró sonriendo porque le conocía. Le faltaba poco para llegar a casa y ya se había hartado de su juguete.
—¿Qué demonios llevas ahí? —le preguntó jovialmente Cadfael—. ¿Y dónde has encontrado esta cosa tan rara?
El pequeño señaló vagamente con la mano los árboles que bordeaban el Gaye.
—Estaba allí en una bolsa de tela, pero la perdí en el agua. No sé lo que es. Jamás vi nada igual. No sé para qué sirve.
—¿No encontraste, junto con esta cosa tan rara, una vara con unos pelos muy finos? —preguntó Cadfael, estudiando aquella ruina.
El niño bostezó, se detuvo y soltó el juguete, dejándolo caer sobre el polvo del camino.
—Le di a Davey con ella cuando me hizo tropezar en el agua, pero se rompió y la tiré.
Así debió de hacerlo tras haber comprobado su inutilidad, de la misma manera que en aquel momento acababa de abandonar su desechada arma, dejándola en el suelo y alejándose mientras se frotaba los soñolientos ojos con los nudillos de un mugriento puño.
Fray Cadfael recogió los tristes restos y examinó con profundo pesar sus hundidos costillares y sus enredadas cuerdas colgantes. No había remedio, aquello era lo único que quedaba del rabel perdido. Lo llevó consigo, consciente del dolor que le iba a causar a su desventurado propietario. Aunque Liliwin saliera con vida de su apurada situación, saldría sin un céntimo y privado, por si fuera poco, de su principal medio de subsistencia. Pero había algo más. Lo comprendió antes incluso de entregar el roto instrumento a las desoladas manos de Liliwin y contemplar cómo la angustia y la desesperación cubrían su rostro como un oscuro crepúsculo. El muchacho tomó la ruina en sus manos, la acarició y acunó en sus brazos, inclinó la cabeza sobre su astillado esqueleto y prorrumpió en sollozos. No era tanto la pérdida de una posesión cuanto la muerte de una enamorada.
Cadfael se sentó un poco aparte, en el cubículo más próximo del escritorio de los amanuenses, y se mantuvo en respetuoso silencio hasta que pasó la tormenta y Liliwin se quedó inmóvil y exhausto, abrazando el roto instrumento, con los escuálidos hombros encorvados como para protegerse contra el mundo.
—Hay hombres —dijo Cadfael con un leve susurro— que conocen el arte de la reparación de los instrumentos musicales. Yo no soy uno de ellos, pero fray Anselmo, nuestro chantre, sí lo es. ¿Por qué no le pedimos que eche un vistazo a tu rabel y vea qué se puede hacer para que vuelva a cantar?
—¿Esto? —Liliwin se volvió a mirarle con vehemencia, sosteniendo la patética ruina con ambas manos—. Fijaos en él…, no sirve más que para echarlo al fuego. ¿Quién podría restaurarlo?
—¿Lo sabes tú? ¿Lo sé yo? ¿Qué perdemos con preguntárselo al hombre que tal vez pueda hacerlo? Y si éste no se puede salvar, fray Anselmo podría hacerte uno nuevo.
Una amarga expresión de incredulidad apareció en los ojos del joven. ¿Quién se iba a tomar la molestia de ser amable con una criatura tan inútil y despreciada como él? Los que vivían allí dentro afirmaban que le debían cobijo y comida, pero nada más, y sólo porque era un deber. Nadie de fuera le había ofrecido jamás un beneficio que costara algo más que un mendrugo de pan.
—¡Cómo si yo pudiera pagarlo! ¡No os burléis de mí!
—Olvidas que nosotros no compramos ni vendemos, el dinero no nos sirve para nada. Pero si le muestras a fray Anselmo un instrumento dañado, verás cómo quiere arreglarlo. Muéstrale un buen músico que pueda perderse por falta de instrumento, y en seguida se encargará de proporcionarle una nueva voz. ¿Eres buen músico?
—¡Sí! —contestó Liliwin con insólito orgullo.
En un sentido, por lo menos, era consciente de su valía.
—En tal caso, demuéstrale que lo eres y él te corresponderá.
—¿Habláis en serio? —preguntó Liliwin, debatiéndose entre la esperanza y la duda—. ¿De veras se lo vais a pedir? Si él quisiera enseñarme, tal vez yo podría aprender ese arte.
El joven vaciló, perdiendo su momentáneo entusiasmo con una brusquedad harto elocuente. Siempre que se animaba pensando en el futuro, de pronto comprendía que tal vez no tuviera futuro.
Cadfael buscó apresuradamente en su mente alguna migaja de distracción que borrara aquella persistente desesperanza.
—No pienses jamás que no tienes amigos, eso sería una negra ingratitud, teniendo cuarenta días de indulgencia por delante, un hombre imparcial que está investigando tu causa y por lo menos una criatura que está firmemente de tu parte y no quiere oír ni una sola palabra contra ti —Liliwin se animó un poco sin perder el recelo, y ello sirvió para apartar un instante de su mente la horca y la soga—. Te acordarás de ella sin duda…, una niña llamada Rannilt.
El rostro de Liliwin palideció y se iluminó simultáneamente. Era la primera sonrisa que Cadfael veía en su rostro, aunque fuera vacilante, humilde y temerosa de asir lo que deseaba, no fuera a desvanecerse como la nieve fundida en las manos.
—¿La habéis visto? ¿Habéis hablado con ella? ¿Ella no cree lo que todos dicen de mí?
—¡Ni una sola palabra! Afirma…, sabe que tú no cometiste violencia ni robo en aquella casa. Aunque todas las lenguas de Shrewsbury gritaran contra ti, ella se mantendría firme y hablaría a tu favor —concluyó Cadfael complacido.
Liliwin permanecía sentado, acunando su roto rabel con la misma timidez y dulzura con que hubiera estrechado en sus brazos a una enamorada. Su leve sonrisa asustada brilló en la penumbra del claustro.
—Es la primera moza que me ha mirado con gentileza. No la habréis oído cantar, ¿verdad? Tiene una vocecita tan dulce como un caramillo. Comimos juntos en la cocina. Fue la mejor hora de mi vida… Nunca pensé que… ¿Es realmente cierto? ¿Rannilt cree en mí?