ray Cadfael despertó a Liliwin y lo dejó lo más presentable posible antes de que los monjes bajaran para el rezo de prima. Corrió el riesgo de sacarlo fuera con las primeras luces del amanecer para que, por lo menos, se lavara la cara y evacuara, y pudiera comparecer ante los monjes del monasterio con cierta dignidad. Por no hablar de la urgente necesidad de desocupar el sitial del prior Roberto y dejarlo a su disposición. Roberto estaba muy molesto con la intrusión y con el intruso y no había necesidad de agravar su hostilidad. Bastantes enemigos tenía ya el acusado.
Entraron a través de la caseta de vigilancia justo en el momento en que los monjes salían de prima. Esta vez, la sólida falange de ciudadanos estaba dispuesta a formular sus acusaciones irreprochablemente y en la debida forma. El alguacil Prestcote había delegado la tarea de las pesquisas y negociaciones a su propio sargento, puesto que él tenía entre manos asuntos del rey mucho más importantes que el asalto y robo de una casa de la ciudad. Acababa de regresar de su visita pascual a la corte del rey Esteban, a quien había entregado las cuentas e ingresos del condado, y se disponía a iniciar la inspección de las defensas reales del condado que solía efectuar cada año a comienzos del verano. Su delegado Hugo Berengario se encontraba en el norte del condado, haciendo más o menos lo mismo, aunque Cadfael, que confiaba en la imparcialidad de Hugo en todas las cuestiones relacionadas con los pobres diablos en apuros ante la ley, esperaba con toda su alma que regresara muy pronto a Shrewsbury para examinar, con oído atento y mirada perspicaz, ambas versiones de la disputa. Los acusadores siempre llevaban las de ganar cuando no había nadie que les escuchara con un saludable escepticismo.
Entretanto, allí estaba el fornido oficial, experto y extremadamente astuto, pero más inclinado a favorecer a los acusadores que al acusado y con una impresionante representación de la ciudad, encabezada por el preboste Godofredo Corviser. Era un hombre honrado, vigoroso y paciente que no se daba prisa en condenar sin antes haberlo comprobado todo minuciosamente, pero ya había sido informado por varios ciudadanos igualmente reputados, aparte la denuncia de la familia agraviada. Un festín de bodas proporcionaba simultáneamente un gran número de testigos y un poderoso argumento para dudar de la mitad de sus testimonios.
Detrás de las autoridades del condado y de la ciudad, venía el joven Daniel Aurifaber, ligeramente maltrecho tras su agitada y poco ortodoxa noche de bodas y vestido esta vez con su ropa de trabajo, pero todavía beligerante. Sin embargo, no se le veía demasiado trastornado para ser un joven que acababa de perder prematuramente a su padre, víctima de un vil asesinato. Más bien parecía un poco avergonzado.
Cadfael se situó detrás de los monjes, entre el ejército de ciudadanos y la iglesia, dispuesto a bloquear la puerta en caso de que algún testigo volviera a perder la cabeza y se atreviera a incurrir en la ira del abad. No parecía probable en presencia del oficial de orden, bien consciente de la necesidad de un trato cortés y amistoso con un abad mitrado. Pero, entre una docena de hombres, siempre puede haber un idiota incorregible, capaz de cometer cualquier locura. Cadfael se volvió a mirar por encima del hombro y vislumbró un pálido rostro asustado y un cuerpo inmóvil y silencioso, pero no supo si ello obedecía a la confianza del joven en el refugio eclesiástico o bien a su resignación.
—Quédate dentro y fuera de la vista, muchacho —le dijo Cadfael por encima del hombro—, a no ser que te llamen. Déjalo todo en manos del señor abad.
Radulfo saludó benignamente al oficial y, a continuación, al preboste.
—Esperaba vuestra visita tras la alarma de anoche. Conozco las acusaciones formuladas contra un hombre que ha pedido asilo en nuestra iglesia y ha sido acogido según nuestra obligación. Pero las acusaciones no son firmes si no se hacen en la debida forma a través de la autoridad del alguacil. Seáis bien venido, oficial, espero que me informéis acerca de la verdad de este asunto.
El abad no tenía la menor intención de invitarles a pasar al interior o a la sala capitular, pensó Cadfael. La mañana era hermosa y soleada y quizá, estando todos de pie allí fuera, se pudiera llegar más rápidamente a un acuerdo. El oficial ya había reconocido que no tenía ningún poder para arrebatar al fugitivo de las manos de la Iglesia y sólo deseaba llegar a un entendimiento sobre las condiciones y buscar las pruebas del delito en otro lugar.
—He recibido una denuncia —expuso sin preámbulos— según la cual el juglar Liliwin, que anoche fue contratado para tocar música en la boda celebrada en casa de maese Walter Aurifaber, atacó al susodicho Walter en su tienda, donde estaba guardando ciertos valiosos regalos de boda en un cofre de caudales, y robó un tesoro consistente en monedas y trabajos de orfebrería de gran valor. Lo han jurado el hijo del orfebre aquí presente y diez de los invitados que asistieron a la fiesta.
Con los pies firmemente plantados en el suelo, Daniel contrajo los músculos del cuello y asintió enérgicamente con la cabeza para confirmarlo. Varios de sus vecinos, situados a su espalda, murmuraron y asintieron con él.
—¿Y ya os habéis cerciorado de que las acusaciones están justificadas? —preguntó Radulfo—. ¿O, por lo menos, de que se cometieron estos hechos, quienquiera que haya sido el autor?
—He visitado la tienda y examinado el cofre. En la caja sólo quedan unos pesados objetos de plata que hubiera sido difícil llevarse inadvertidamente. He tomado declaración jurada de los testigos, según la cual el cofre contenía una gran suma de peniques de plata y una gran cantidad de pequeñas y exquisitas joyas de gran valor. Todo ha desaparecido. En cuanto al acto de violencia cometido contra maese Aurifaber, he visto restos de sangre cerca del cofre donde le encontraron y le he visto todavía sin sentido.
—¿Pero no muerto? —le preguntó Radulfo con aspereza—. Aquí se formuló anoche una acusación de asesinato.
—¿Muerto? —el oficial, que era un hombre honrado, se quedó boquiabierto al oír las palabras del abad—. ¡Ni por pienso! Está sin sentido, pero el golpe no fue tan grave como para eso. Si no hubiera bebido tanto vino como bebió, quizás a estas horas hubiera podido hablar por sí mismo, pero aún está medio atontado. Alguien le soltó un buen porrazo, pero con esa cabezota tan dura que tiene… No, vivirá todo lo que tenga que vivir, os lo aseguro.
Los testigos, erguidos y enfurruñados a su espalda, restregaron nerviosamente los pies en el suelo y apartaron los ojos aunque en seguida volvieron a mirar a hurtadillas al abad y a la puerta de la iglesia. Aunque estuvieran molestos por la refutación de su más grave acusación, seguían aferrados al agravio sufrido y querían a toda costa que se estirara el cuello de alguien.
—O sea que el hombre que hemos acogido en esta casa —dijo severamente el abad— está acusado de robo y lesiones, pero no de asesinato.
—Eso parece. La prueba de que disponemos es que le descontaron una parte del precio acordado porque rompió un jarrón durante sus juegos y protestó amargamente cuando le expulsaron de la casa. Poco después, atacaron a maese Aurifaber mientras casi todos los invitados se encontraban todavía en la casa, y éstos lo atestiguan.
—Comprendo que tengáis que investigar esta acusación para que se haga justicia —dijo el abad—. Pero creo que vos conocéis bien el carácter sagrado del derecho de asilo. No se trata de un refugio contra el pecado sino de una precaución destinada a que se instaure un período de calma durante el cual el culpable pueda hacer examen de conciencia y el inocente pueda confiar en su salvación. Es un derecho inviolable y su período de vigencia es sagrado. Durante cuarenta días, el hombre al que buscáis por esta acusación es nuestro…, ¡mejor dicho, pertenece a Dios!…, y no puede ser sacado ni convencérsele para que salga ni llevársele en contra de su voluntad fuera del recinto. Nosotros lo alimentaremos, le atenderemos y le ofreceremos cobijo durante estos cuarenta días.
—Eso lo admito —dijo el oficial de orden—. Pero hay ciertas condiciones. Entró aquí por su propia voluntad y sólo podrá recibir comida dentro de este recinto —menos de la que él debía de zamparse a juzgar por su volumen, pero sin duda mucha más de la que Liliwin saboreaba habitualmente—. Y, cuando termine el plazo, no recibirá más alimento hasta que salga y se someta al juicio correspondiente.
Pronunció fríamente su mandato porque estaba tan seguro de sus argumentos como lo estaba Radulfo de la gracia divina. No habría ampliación del plazo, transcurrido el cual ellos se encargarían de que se muriera de hambre hasta que saliera. El trato era justo. Cuarenta días eran una muestra de suficiente consideración.
—Entonces, durante este tiempo —dijo el abad— estáis de acuerdo en que este hombre descanse aquí y medite sobre su alma. Mi interés por la justicia no es inferior al vuestro y sabéis que me atendré a las condiciones y no haré ni permitiré que otros hagan ningún ofrecimiento para ayudarle a escapar lejos de vuestro alcance. Pero me parecería conveniente que no se le confinara en la iglesia sino que tuviera libertad de movimiento dentro de este recinto para que pueda usar el lavatorio y la letrina, hacer un poco de ejercicio al aire libre y conservar una apariencia decorosa entre nosotros.
El oficial no puso ningún reparo.
—Dentro de vuestro recinto, mi señor, puede ir adonde quiera. Pero, como ponga un pie fuera, mis hombres le estarán esperando.
—Se comprende. Y ahora, si lo deseáis, podéis hablar con el joven acusado, pero sin testigos. Los que le acusan ya han contado su historia y es justo que él cuente también la suya con entera libertad. Después, el asunto deberá esperar a que se celebre el juicio y se dicte sentencia.
Daniel abrió la boca como para protestar enérgicamente, pero vio la fría mirada del abad y lo pensó mejor. Los vecinos situados a su espalda restregaron los pies en el suelo y murmuraron por lo bajo, pero no se atrevieron a levantar la voz. Sólo habló el preboste en defensa de los intereses generales de la ciudad.
—Mi señor, yo no asistí como invitado a la boda de ayer y no tengo conocimiento directo de lo acontecido. Estoy aquí como defensa de la imparcialidad de Shrewsbury y, con vuestra licencia, quisiera escuchar lo que dice el joven en su descargo.
El abad accedió de buen grado a la petición.
—Entrad, pues, en la iglesia. Y vosotros, buenas gentes, os podéis dispersar en paz.
Así lo hicieron, aunque un poco molestos por el hecho de no poder echarle inmediatamente el guante a su presa. Sólo Daniel, en lugar de retirarse, dio un paso al frente para llamar la atención del abad. Su actitud era ahora de inquietud, como si quisiera ganarse la benevolencia del abad, apartando a un lado su agravio en favor de otra cuestión.
—¡Padre abad, os lo suplico! Es cierto que anoche perdimos la cabeza al encontrar a mi pobre padre ensangrentado y tendido cuan largo es en el suelo. Creímos sinceramente que le habían asesinado y nos precipitamos un poco, pero ni siquiera ahora sabemos el alcance de las lesiones. Además, mi anciana abuela, al enterarse, sufrió un ataque como el que ya tuvo otra vez, y, aunque ahora ya está mejor, no se encuentra muy bien. Desde el último ataque que tuvo, confía más en los remedios de fray Cadfael que en todos los médicos. Me ha rogado que pregunte si fray Cadfael podría acompañarme y atenderla, porque él sabe lo que necesita cuando le falta la respiración y le dan esos dolores en el pecho.
El abad miró a su alrededor, buscando a Cadfael, y éste se acercó desde las sombras del claustro. No cabía duda de que experimentaba un estremecimiento de anticipación. Después de la noche pasada al lado de Liliwin, no podía evitar sentirse consumido por la curiosidad de averiguar lo ocurrido realmente durante la cena de la boda de Daniel Aurifaber.
—Podéis ir con él, fray Cadfael, y hacer lo que haga falta por la mujer. Tomaos todo el tiempo necesario.
—Así lo haré, padre —dijo gustosamente Cadfael, encaminándose rápidamente hacia el huerto a fin de coger en la cabaña todo lo que pudiera necesitar.
La casa del orfebre estaba situada en la calle que conducía a la entrada del castillo, donde el terreno se estrechaba de tal suerte que los patios posteriores de las casas de ambos lados de la calle bajaban hasta la muralla de la ciudad, en tanto que el gran círculo de Shrewsbury estaba cómodamente asentado en el suroeste, en el meandro del Severn. Era uno de los terrenos más extensos de la ciudad y su propietario estaba considerado uno de los hombres más ricos de aquellos contornos. La casa formaba un ángulo recto y una de sus alas daba a la calle mientras que la gran sala y el edificio principal se encontraban situados detrás, en sentido longitudinal. Aurifaber, siempre en busca de medios para ganar dinero, había dividido el ala, alquilando una mitad como tienda y morada del cerrajero Balduino Peche, un viudo de mediana edad y sin hijos, el cual la había considerado idónea para sus necesidades. Un angosto pasadizo discurría entre las dos tiendas hasta el patio de atrás con su pozo y sus cocinas, establos y letrinas separadas. Corrían rumores de que Walter Aurifaber había mandado embaldosar la letrina, cosa que, en opinión de muchos, significaba arrogarse los privilegios de la nobleza menor. Más allá del patio, el terreno bajaba gradualmente hacia un alargado huerto y un corral de aves hasta la muralla de la ciudad, y las tierras de la familia se extendían al otro lado, a través de un arco, hasta la herbosa orilla del río.
Cadfael había visitado la casa varias veces a instancias de la anciana, que ya había rebasado los ochenta años y pensaba que sus dádivas a la abadía le daban derecho a los cuidados médicos en este mundo y a la santidad en el otro. Cuando se tienen más de ochenta años, siempre hay algún achaque corporal, y doña Juliana era muy propensa a las úlceras en las piernas con sólo que sufriera una ligera herida o un arañazo, por lo que apenas se movía de su cámara, una de las dos que había encima de la sala principal. Si presidió la cena de la boda de Daniel, tal como se decía, debió de hacerlo con el bastón al alcance de su mano… ¡para desgracia de Liliwin! Era bien sabido que no dudaba en usarlo como arma cuando algo la disgustaba.
Se aseguraba que la única persona a la que idolatraba era aquel joven nieto suyo, pero ni siquiera él había conseguido desatar las correas de su bolsa. Su hijo Walter estaba hecho a su imagen y semejanza, tan tacaño como ella, pero o bien tan seguro de su propia virtud como para no dudar de su derecho a la salvación o bien todavía no tan viejo como para preocuparse por el más allá, dado que los altares de la abadía no habían recibido grandes beneficios de él. La boda se había celebrado por todo lo alto, pero los peniques gastados se recuperarían, ahorrando durante cuatro meses en los gastos de la casa. Los que no simpatizaban demasiado con el orfebre comentaban entre amargas bromas que su mujer se murió de hambre en cuanto le dio un hijo, porque a partir de entonces ya no fue necesario gastar dinero en su manutención.
Cadfael siguió al huraño y taciturno Daniel a través del pasadizo que separaba las dos tiendas. La puerta de la sala principal estaba abierta de par en par y el patio, todavía envuelto en sombras a aquella hora tan temprana, ya estaba cubierto por el suave dosel de un radiante cielo azul. Dentro se aspiraba un agradable olor a madera. A la derecha había una puerta que daba acceso a la cámara de la hija y más allá se encontraban las dependencias de la casa que ella presidía. Al otro lado estaba la escalera que conducía al piso de arriba. Cadfael subió por unos anchos peldaños sin barandilla. Conocía bien el camino. La cámara de Juliana era la primera puerta junto a la estrecha galería que recorría toda la pared lateral de la casa. Sin una sola palabra, Daniel cruzó la sala para dirigirse a la tienda. Durante unos días por lo menos, él sería el orfebre. Todo el mundo decía que era un buen artesano cuando quería o cuando sus mayores lograban hacerle trabajar.
Una mujer salió de la estancia en el momento en que Cadfael se acercaba. Era tan alta como su hermano menor y con el mismo color de la tez. Susana, la hija de Walter, tenía treinta y tantos años y quince de ellos los había pasado como señora de aquella casa. Su serena dignidad no encajaba para nada con la violencia y el crimen. Ocupó el lugar de su madre, a quien muchos decían que se parecía, en cuanto doña Juliana empezó a sufrir achaques. Las llaves las tenía ella y con habilidad y competencia gobernaba la despensa y sostenía los pilares y la techumbre de la casa. Una buena chica, decía la gente.
Al ver a fray Cadfael, esbozó una sonrisa fría y distante. Tenía un pálido rostro ovalado y grandes ojos grises que formaban un extraño contraste con su preciosa melena de cabello cobrizo, severamente trenzada y recogida hacia arriba. Vestía un pulcro atuendo oscuro y las llaves en su cintura eran su único adorno.
Ambos se conocían desde hacía tiempo. Cadfael no hubiera podido decir más ni mejor.
—No hay por qué preocuparse —dijo rápidamente la muchacha—. Ya lo ha superado, aunque está asustada. Espero que le sirva de escarmiento. Margery está con ella.
¿Margery? ¡Ah, claro, la novia! Curiosa tarea para una recién casada al día siguiente de su boda, cuidar a la abuela de su esposo. Margery Bele, recordó Cadfael, hija del mercader de telas Edred Bele, heredaría algún día una pequeña fortuna puesto que no tenía hermano, y ya había aportado una considerable dote al matrimonio. Merecía la pena que una avarienta familia la comprara para su heredero. Pero ¿tan escasa andaba de pretendientes que tuvo que aceptar aquella oferta? ¿O acaso había puesto los ojos en aquel consentido mozo de ensortijados bucles que en aquellos momentos estaría frunciendo el ceño y lamentándose por las pérdidas de su tienda?
—La tengo que confiar a Dios y a vos —dijo Susana—. No hace caso de nadie más. Y debo preparar la comida.
—¿Cómo está vuestro padre?
—Se está recuperando muy bien —dijo pragmáticamente la joven—. Estaba un poco achispado y se lo tiene bien merecido. Ahora está más blando que una almohada. Id a verle cuando ella haya terminado con vos.
Susana esbozó una irónica sonrisa y desapareció en silencio por la escalera.
Si en esta ocasión el ataque de doña Juliana le afectó el habla, la anciana había experimentado una recuperación extraordinaria. Estaba recostada contra las almohadas y mejor sería que se quedara por lo menos un día en la cama, pero su lengua no paraba un instante. Cadfael le tocó la frente para tomarle el pulso del corazón en la sien y separó el párpado de un ardiente ojo gris para examinarle la pupila, dejándole hablar sin responder ni alentarla con sus palabras, aunque no se perdió nada de lo que dijo.
—No esperaba que el señor abad tomara partido por un salteador de caminos y asesino, contra unos honrados artesanos que cumplen sus deberes y devociones como cristianos —dijo la anciana, curvando sus finos labios azulados—. Dar cobijo a ese bribón es una vergüenza para todos los monjes.
—Vuestro hijo, según me dicen —replicó Cadfael en voz baja, buscando en su bolsa un pequeño frasco de polvos de muérdago seco—, no ha muerto y no es probable que muera, a pesar de que la jauría de vuestros invitados salió en la noche gritando que lo habían asesinado.
—A esta hora podría haber muerto —dijo secamente la anciana— y, tanto si ha muerto como si no, eso merece la horca, tal como bien sabéis. Y si yo hubiera muerto, ¿qué? ¿Quién habría tenido la culpa? Hubieran tenido que enterrarnos a los dos y, encima, la familia hubiera quedado en la ruina. Bastantes fechorías cometió ese maldito juglar para vengarse. Aunque pasen cuarenta días, le estaremos esperando y no se nos escapará.
—Si huyó de aquí cargado con vuestros bienes —dijo Cadfael, vertiendo una pequeña cantidad de polvos en la palma de la mano—, no llevaba nada cuando llegó a la iglesia. Si no ha perdido vuestro miserable penique, eso es todo lo que tiene —dirigiéndose a la joven que permanecía ansiosamente de pie junto a la cabecera de la cama, preguntó—: ¿Tenéis un poco de leche o de vino? Cualquiera de las dos cosas valdrá. Removed estos polvos en un vaso.
Margery era una anodina muchacha bajita y regordeta, de unos veinte años, tez fresca y sonrosada y una enmarañada melena rubia. Tenía los ojos redondos y temerosos. No era de extrañar que se sintiera perdida en aquella casa desconocida y trastornada. Aun así, se movía con serena prudencia y no le temblaron las manos cuando tomó la jarra y el vaso.
—Tuvo tiempo de ocultar el botín en algún lugar —insistió la anciana—. Walter llevaba media hora sin aparecer cuando Susana empezó a extrañarse y fue en su busca. El muy canalla tuvo tiempo de cruzar el puente y ocultarse entre los arbustos.
Juliana aceptó la bebida que le acercaron a los labios y se la bebió de buen grado. Aunque estuviera molesta con el abad y la abadía, confiaba en los remedios de Cadfael. No era probable que ambos pudieran ponerse de acuerdo alguna vez sobre algo, pero, aun así, se respetaban mutuamente. Incluso aquella avara y temible anciana, tirana de la familia y terror de los criados, tenía ciertas virtudes de valor, temple y honradez que no podían menospreciarse.
—Él jura que no tocó a vuestro hijo ni vuestro oro —dijo Cadfael—. De la misma manera que yo reconozco que puede mentir, reconoced vos y los vuestros que también podéis equivocaros.
La anciana le miró con gesto despectivo y apartó de su arrugado cuello la trenza de áspero cabello gris que le irritaba la piel.
—¿Quién pudo hacerlo si no él? El único forastero y, además, ofendido porque le desconté el valor de lo que me rompió…
—De lo que, según él, rompió por culpa de un turbulento joven que le empujó.
—Tiene que aceptar a la gente tal como es, dondequiera que contraten sus servicios. Y ahora que recuerdo —añadió Juliana—, le pusimos en la calle sin aquellos juguetes pintados que llevaba, las anillas de madera y las pelotas. No quiero nada que sea suyo, y lo que él me ha quitado ya lo recuperaré al final. Susana os entregará los juguetes y que se quede con ellos en buena hora. No podrá decir que le hemos pagado con la misma moneda.
Le devolvería escrupulosamente lo que era suyo, pero no experimentaría el menor remordimiento de conciencia si le retorcieran el cuello.
—Ya podéis estar contenta de haberle roto la cabeza. Un golpe más y puede que la ley os hubiera acusado a vos de asesinato. ¡Y ahora escuchadme bien! Otro acceso de furia como éste, y cavaréis vuestra propia tumba. Debéis aprender a tomaros las cosas con calma y a refrenar vuestro temperamento, de lo contrario, sufriréis un tercer ataque peor que los anteriores, y esta vez podría ser el último.
Por una vez, la anciana se quedó pensativa. Quizás ella había pensado lo mismo, antes de que Cadfael se lo advirtiera.
—Soy como soy —dijo, sin jactarse de ello sino más bien reconociendo sus flaquezas.
—Sedlo mientras podáis, pero dejad a los jóvenes los cuitas de este mundo, que todas acaban a su debido tiempo. Bueno, aquí os dejo este frasco…, es una decocción de trébol de agua, lo mejor que conozco para fortalecer el corazón. Tomadlo como os enseñé la vez anterior y hoy quedaos en cama. Mañana volveré a visitaros. Y ahora —añadió Cadfael—, voy a ver qué tal está maese Walter.
El orfebre, con la calva cabeza vendada y su alargado y receloso semblante aflojado por el sueño, roncaba profundamente; Cadfael pensó que el mejor tratamiento sería dejarle dormir. Después fue en busca de Susana, que se encontraba en la cocina de la parte posterior de la casa. Una huesuda chiquilla estaba avivando el fuego y colgando una pesada olla en el gancho de la chimenea. Cadfael ya había visto otras veces a la niña, toda ojos oscuros en un pálido rostro mugriento enmarcado por una maraña de cabello negro. Fruto de una pobre criada y su amo o el hijo de su amo o un invitado de paso. A pesar de la avaricia de aquella casa, la niña hubiera podido caer en peores manos. Allí, por lo menos, le daban de comer y le proporcionaban ropa usada, y, aunque la vieja matriarca fuera severa y temible, Susana era más amable y jamás la regañaba ni maltrataba.
Cadfael informó a la joven sobre el estado de su padre y Susana le miró a la cara, asintió con la cabeza y no hizo ninguna pregunta.
—Vuestro padre duerme y le he dejado dormir. ¿Qué mejor cosa se podría hacer por él?
—Anoche, cuando le encontramos, mandé llamar a su médico —dijo Susana—. La abuela sólo os quiere a vos, pero mi padre confía en maese Arnaldo, que vive muy cerca de aquí. Dice que el golpe no es peligroso, aunque sí suficiente para dejarle sin sentido unas cuantas horas. Aunque en eso también habrá tenido algo que ver el vino.
—¿Aún no ha podido deciros qué sucedió? ¿Si vio al hombre que le atacó?
—Ni una sola palabra. Cuando intenta hacerlo, le duele tanto la cabeza que no consigue recordar nada. Puede que lo recuerde más tarde.
¡Para la salvación o la condena de Liliwin! Pero, tanto en un caso como en otro y dejando aparte sus defectos, Walter Aurifaber no era un embustero. Entretanto, nada se podía averiguar a través de él, aunque tal vez sí a través de los restantes miembros de la casa, y aquella muchacha era la persona más seria y razonable de la familia.
—He oído las acusaciones contra ese joven, pero ignoro la forma en que ocurrió. Sé que hubo juegos y bromas entre los mozos, lo cual no es de extrañar en un festín de boda, y que se rompió un jarrón. Sé que vuestra abuela le golpeó con su bastón y mandó sacarlo a la calle con un solo penique por paga. Él dice que se fue en seguida porque hubiera sido inútil protestar, y que no supo nada de lo sucedido después hasta que oyó los gritos de sus perseguidores y echó a correr en busca de cobijo en nuestra casa.
—Es natural que diga eso —replicó la joven.
—Todo lo que dice un hombre puede ser verdad y puede ser mentira —sentenció Cadfael—. ¿Cuánto rato había transcurrido desde su partida cuando maese Walter se fue a la tienda?
—Debió de pasar casi una hora. Algunos de los invitados ya estaban retirándose, pero los mozos más jaraneros querían quedarse para ver a Margery acostada en la cama, y más de una docena de ellos subió los peldaños que conducen a la cámara. Los regalos de boda estaban expuestos encima de la mesa, pero, al ver que la noche tocaba a su fin, nuestro padre los tomó para guardarlos en el cofre de caudales de la tienda. Cosa de media hora más tarde, cuando el jolgorio de arriba aún no había terminado, empecé a extrañarme de que no regresara. Había una cadena de oro y unas sortijas que el padre de Margery le había regalado, una bolsa de eslabones de plata y un pectoral de plata y esmalte…, todos objetos preciosos. Salí por la puerta de la sala y rodeé la casa para entrar en la tienda, y allí me lo encontré, tendido boca abajo junto al cofre, cuya tapa estaba abierta. Todo había desaparecido, menos las piezas más pesadas de plata.
—O sea que el cantor se había ido hacía más de una hora cuando ocurrieron los hechos. ¿Alguien le vio merodear por aquí después de que le echaran a la calle?
La joven sonrió, sacudiendo tristemente la cabeza.
—La noche era tan cerrada que hubiera podido ocultar a cien vagabundos. Y no se fue tan corrido como imagináis. Sabe soltar maldiciones y nos lanzó unos insultos que yo jamás había oído, os lo aseguro, y gritó que ya le pagaríamos el mal que le habíamos hecho. Sólo os diré que estaba furioso. ¿Quién pudo hacerlo, si no él? ¿Las personas que conocemos de toda la vida, los vecinos de esta calle? No, podéis estar seguro de que se quedó en la oscuridad del patio hasta que vio salir a mi padre hacia la tienda, entró allí y vio la riqueza que contenía el cofre. Suficiente para tentar a un pobre, tenedlo por cierto. Pero hasta los pobres tienen que resistir la tentación.
—Estáis muy segura.
—Vaya si lo estoy. Y tiene que pagarlo con la vida.
La pequeña criada volvió bruscamente la cabeza y entreabrió los labios. Qué ojos tan inmensamente grandes y apenados. Luego emitió un leve sonido semejante al maullido de un gatito.
—Rannilt está entusiasmada con el chico —explicó Susana en tono despectivamente tolerante—. Comió con ella en la cocina, jugó y le cantó canciones. Está triste por él, pero lo hecho, hecho está.
—Y cuando encontrasteis a vuestro padre tendido en el suelo de la tienda, regresasteis corriendo a pedir ayuda, ¿verdad?
—No podía levantarle yo sola. Expliqué lo ocurrido y los invitados que aún estaban en la casa acudieron presurosos. Iestyn, el ayudante de mi padre en la tienda, subió a toda prisa desde el sótano donde duerme…, se había ido a dormir hacía más de una hora, sabiendo que esta mañana tendría que atender él solo la tienda… —«sabiendo que el orfebre tendría la cabeza embotada y que el hijo se habría pasado la noche en vela con la novia», pensó Cadfael—. No sé quién fue el primero en gritar que aquello era obra del juglar y que el mozo no podía andar muy lejos. Entonces todos salieron en su persecución. Yo dejé a Margery al cuidado de mi padre y fui en busca de maese Arnaldo.
—Hicisteis lo que pudisteis —reconoció Cadfael—. ¿Cuándo le dio el ataque a doña Juliana?
—Mientras yo estaba fuera. Había subido a su cámara y puede que ya se hubiera dormido aunque, con los gritos y las risas de la galería, lo dudo mucho. Yo acababa de salir cuando ella se dirigió renqueando a la habitación de mi padre y le vio ensangrentado y sin sentido en el suelo. Según Margery, se llevó la mano al corazón y se desplomó al suelo. Pero esta vez el ataque no fue muy fuerte. Ya estaba despierta y hablando —agregó Susana— cuando regresé con el médico. Maese Arnaldo tuvo que atenderlos a los dos.
—Afortunadamente ambos escaparon a lo peor —dijo Cadfael con expresión pensativa—, por esta vez. Vuestro padre es un hombre fuerte y sano y seguramente vivirá todo el tiempo que tenga que vivir sin ninguna consecuencia. Pero la abuela, como le den otros ataques parecidos, podría morir y así mismo se lo he dicho a ella.
—La pérdida de su tesoro ha sido para ella un sobresalto suficiente como para matarla —dijo secamente Susana—. Si lo supera, significa que es capaz de resistir cualquier cosa antes de que le llegue la hora. Somos muy duraderos, fray Cadfael, muy duraderos.
En lugar de salir por el pasadizo que conducía a la calle, fray Cadfael decidió entrar en la tienda de Walter Aurifaber por la puerta lateral. Por allí entró Walter, cargado con valiosas piezas de oro y plata, esmalte y piedras preciosas, dispuesto a guardarlas junto con sus restantes tesoros en el cofre de caudales, del que no sería difícil que la señora Margery pudiera sacarlas para lucirlas. A no ser, por supuesto, que en aquella sumisa figura se ocultara un espíritu de insospechado temple. Las mujeres, como había comprobado, engañan muchas veces.
Al entrar en la tienda desde el pasadizo, con la puerta de la calle a su izquierda, Cadfael vio una mesa de caballete cubierta con un lienzo, unas estrechas estanterías en la parte posterior, un pequeño horno apagado y unos bancos de trabajo en los que Daniel, con el entrecejo sombríamente fruncido, estaba engarzando un ágata jaspeada. Sin embargo, a pesar de su preocupación por las desventuras de la familia, sus dedos manejaban con gran destreza las delicadas herramientas. El ayudante estaba inclinado sobre una balanza colocada encima de un banco junto al horno, pesando unas tablillas de plata. El tal Iestyn era un joven fornido y compacto de unos veintisiete o veintiocho años de edad, con un casquete de corto cabello negro. Al oír que alguien entraba en la tienda, volvió la cabeza, y Cadfael vio un ancho pero huesudo rostro de tez morena y ojos hundidos en las órbitas, típicamente galés. Un mozo más afable que su amo, aunque menos apuesto.
Al ver a Cadfael, Daniel apartó las herramientas a un lado.
—¿Les habéis visto a los dos? ¿Cómo están?
—Ambos se recuperarán sin dificultad por esta vez —contestó Cadfael—. Maese Walter está atendido por su médico, el cual dice que ya está fuera de peligro, aunque todavía tiene la memoria trastornada. Doña Juliana ya ha superado el ataque, pero cualquier otro arrechucho podría ser mortal, y se comprende. Pocas personas alcanzan semejante edad.
Por la cara que puso, el joven debía de preguntarse si convenía que alguien la alcanzara. A pesar de todo, sabía que su abuela le dispensaba un trato de favor, y bien que él lo aprovechaba. Tal vez la quisiera a su manera, en la medida en que era posible el afecto entre la avinagrada vejez y la impaciente juventud. Aun así, no parecía un muchacho insensible sino tan sólo consentido. Los únicos herederos de los comerciantes podían estar tan deformados por sus privilegios como los de las baronías.
El saqueado cofre de caudales de Walter se encontraba en un rincón de la tienda. Era un gran cofre de madera con refuerzos de hierro, firmemente fijado al pavimento y la pared. En su afán de mostrar la magnitud del delito a un representante de la abadía que se empeñaba en dar cobijo a un malhechor, Daniel abrió la doble cerradura y levantó la tapa, dejando al descubierto lo que había en su interior: unas pesadas bandejas de plata demasiado voluminosas para que una persona pudiera llevárselas sin ser vistas. El relato que contó, y que contaría una y mil veces a quien quisiera escucharle, coincidía con el de Susana. Iestyn, llamado a dar testimonio, asintió solemnemente con su cabeza morena, confirmando todas las palabras.
—¿Y todos estáis seguros —preguntó Cadfael— de que el culpable tiene que ser el juglar? ¿No se os ocurre ningún otro posible ladrón? Todo el mundo sabe que maese Walter es un hombre rico. ¿Cómo podría saber un forastero lo rico que es? Apuesto a que en esta ciudad debe de haber más de uno que envidia a un artesano cuya fortuna es superior a la suya.
—Eso es cierto —convino Daniel con la cara muy seria—. Y aquí al lado tenemos a alguien que me hubiera inspirado ciertos recelos si no le hubiera tenido constantemente delante de mi vista. Pero, como lo tuve, no hay más de que hablar. Me parece que fue el primero en decir que había sido el juglar. No tengo ninguna duda.
—¿Cómo? ¿Os referís a vuestro arrendatario, el cerrajero? Tengo entendido que es un hombre inofensivo. Paga el arriendo y se ocupa de su trabajo como todo el mundo.
—El que se ocupa del trabajo es su ayudante Juan Boneth —corrigió Daniel, soltando una sarcástica carcajada—, y el tonto le echa una mano. Peche se dedica más a meter la narizota en los asuntos de los demás y a contar chismes en las cervecerías que a atender su negocio. Es un adulador que te mira sonriendo cuando habla contigo y que empieza a contar chismes sobre ti en cuanto vuelves la espalda. Si queréis que os diga la verdad, no me extrañaría nada que robara si tuviera ocasión. Pero estuvo allí constantemente y por lo tanto no pudo ser él. No, tenedlo por cierto, seguimos una buena pista cuando nos lanzamos a perseguir a ese bribón de Liliwin, y así quedará demostrado al final.
Todos contaban la misma historia, y tal vez la historia fuera verdadera. Sin embargo, quedaba una cuestión por resolver: ¿dónde podría un forastero ocultar en mitad de la noche un botín tan valioso y buscar un lugar lo suficientemente secreto como para que los demás no lo encontraran y él pudiera recuperarlo? Aunque la familia agraviada no diera importancia a aquel detalle, Cadfael, sin embargo, lo consideraba un serio obstáculo.
Estaba saliendo por la misma puerta por la que había entrado y sujetando la aldaba para cerrarla a su espalda cuando el aire del movimiento provocó el aleteo de un hilo amarillo rojizo como las prímulas. Iluminado por un rayo de sol que atravesaba el pasadizo, el hilo se agitó a la altura de sus ojos desde la jamba de la puerta en la que estaba prendido. Una jamba que ahora se encontraba a su derecha, pero que estaba a su izquierda cuando entró, sólo que entonces no la iluminaban los rayos del sol. El cabello era largo, sedoso y pálido como el lino. Cadfael lo tomó entre el índice y el pulgar y lo desprendió suavemente de la madera. Una pequeña mancha de color rojo pardusco adherida a la jamba se desprendió con él y otro pelo más corto, pegado y enroscado en la mancha. Cadfael lo contempló un instante y se volvió a mirar por encima del hombro antes de cerrar la puerta. Desde allí se veía con toda claridad el cofre del fondo, y también se hubiera podido ver a un hombre inclinado sobre él.
Un detalle muy pequeño para abrir un hueco tan grande en la defensa de un hombre cuya vida estaba en juego. Alguien se había apoyado en aquella jamba mientras miraba hacia el interior, alguien de aproximadamente la misma altura que Cadfael…, un hombre bajo y de cabello rubio pajizo, con una herida sangrante en la parte izquierda de la cabeza.