odo empezó como empiezan las grandes tormentas, con un leve estremecimiento del aire, un hilillo de sonido tan débil y distante que un oído lo suficientemente agudo como para percibirlo se aguzó de inmediato y excluyó los restantes rumores para escucharlo de nuevo e interpretar su advertencia. Fray Cadfael tenía un oído de liebre que enseguida se concentraba y se ponía en estado de alerta. Percibió el temblor y el ladrido, en aquel momento sin duda todavía en el extremo más alejado del puente que cruzaba el río Severn, desde la ciudad, y se irguió en un sobrecogido silencio, concentrando su atención.
Hubiera podido ser un rumor de lo más inocente, o, si no inocente de algún sangriento propósito, sí, por lo menos, natural: las distantes voces de las lechuzas cazadoras y el depredador ladrido de un perro zorrero, merodeando de noche por sus dominios. Pero, ciertamente, la feroz nota de la caza sonó con toda claridad en el oído de Cadfael. Y hasta fray Anselmo, el chantre, totalmente absorto en la salmodia del oficio, vaciló, perdió momentáneamente el tono y luego recuperó celosamente la cadencia, sosegando su espíritu para continuar cumpliendo rigurosamente su deber.
Porque no podía haber nada capaz de turbar los ritos de medianoche de maitines en aquella benigna primavera, transcurridas apenas cuatro semanas de la Pascua del año del Señor de 1140, en la que Shrewsbury y toda la comarca se hallaban a salvo en la paz del rey, cualesquiera fueran las rabiosas disputas que estaban teniendo lugar más al sur entre el rey y la emperatriz, primos enfrentados por el trono. El invierno había sido muy duro, pero afortunadamente ya había quedado atrás. El sol brilló el día de Pascua y siguió brillando desde entonces, con algún esporádico aguacero para confirmar la dicha. Sólo hacia el oeste, en el País de Gales, hubo fuertes lluvias primaverales que provocaron la crecida del río. La estación parecía prometedora, la ciudad gozaba de un honrado gobierno bajo un severo e imparcial alguacil, valientemente defendida por un prudente preboste y un concejo. En aquellos tiempos de guerra civil, Shrewsbury y su condado tenían buenas razones para dar gracias a Dios y al rey Esteban por el relativo orden de que disfrutaban. No era posible que allí se interrumpiera la paz conventual de maitines. Y, sin embargo, fray Anselmo vaciló por un instante.
En el sombrío espacio del coro, parcialmente separado de la nave de la iglesia por el altar parroquial e iluminado tan sólo por una lámpara constantemente encendida y los cirios del altar mayor, los monjes en sus sitiales parecían copias labradas en aquella penumbra, sin edad o juventud, prestancia o fealdad, sombras exactamente idénticas. La altura de la bóveda y la sólida piedra de los pilares y los muros recibieron el sonido de la voz de fray Anselmo y la convirtieron en una magia etérea, suspendida en el aire. Más allá del lugar hasta donde alcanzaba la luz de los cirios, reinaba la oscuridad, noche por dentro y noche por fuera. Una suave noche apacible inmóvil y silenciosa.
Pero no del todo silenciosa. El temblor del aire se convirtió en un leve y persistente murmullo. En la penumbra bajo la galería del crucifijo, a la derecha de la entrada del coro, el abad Radulfo se agitó en su sitial. A la izquierda, el hábito del prior Roberto crujió levemente en señal más de desagrado y reproche que de inquietud. Un levísimo murmullo de intranquilidad recorrió las hileras de los monjes, pero enseguida se aquietó.
Sin embargo, el sonido se oía cada vez más cerca. Antes incluso de que la intensidad creciera de punto y obligara a prestarle atención, no hubo la menor duda en cuanto a la furia, la amenaza y la peligrosa excitación que contenía, señales inequívocas de una caza. La persecución parecía haber llegado al extremo en que los cazadores de primera línea han acosado a la presa hasta el agotamiento y los de la última ya la están acorralando para matarla. A pesar de la distancia, no cabía duda de que la vida de alguna criatura corría peligro.
El rumor se acercó rápidamente y ya no fue posible ignorarlo aunque el chantre siguió conduciendo valerosamente a su rebaño en el oficio, elevó el tono de su voz y aceleró el compás para superar el desafío. Los monjes más jóvenes y los novicios empezaron a agitarse e incluso a murmurar con inquietud, medio estimulados y medio asustados. El rumor se transformó en un feroz y apagado aullido, como si un enjambre de gigantescas abejas estuviera atacando a un intruso. Hasta el abad y el prior se inclinaron hacia delante, dispuestos a levantarse de sus sitiales mientras intercambiaban inquisitivas miradas.
Con obstinada devoción, fray Anselmo elevó la primera frase de laudes. Pero ya no pudo seguir. En el extremo oeste de la iglesia, una de las hojas de la gran puerta parroquial, no asegurada por la aldaba, se abrió de repente y golpeó contra la pared mientras algo indefinido avanzaba a trompicones y jadeando por la nave central del templo, dando tumbos y traspiés entre los muros y los pilares, y respirando afanosamente como si ya estuviera medio muerto de agotamiento.
Todos se levantaron como un solo hombre. Los más jóvenes profirieron temerosas exclamaciones de asombro, dándose mutuamente codazos sin saber qué hacer. El abad Radulfo no experimentó la menor vacilación. Se movió con rauda fuerza, arrancó un cirio del candelabro de pared más próximo y rodeó el altar parroquial con grandes zancadas que hicieron ondear el hábito a su espalda. El prior Roberto le siguió, más celoso de su dignidad y, por ende, más lento en alcanzar la mísera escena, y tras él todos los monjes, empujándose unos a otros en medio de la agitación. Antes de llegar a la nave fueron acogidos por un exultante rugido de triunfo y por el rumor de docenas de cuerpos frenéticos que acababan de irrumpir por la puerta oeste, en pos de su presa.
Fray Cadfael, antaño acostumbrado a las alarmas nocturnas por tierra y por mar, se levantó de su sitial tan pronto como el abad se movió, pero primero tomó un candelabro de dos brazos para iluminar su camino. El prior Roberto ya estaba bloqueando a toda prisa la derecha del altar parroquial, demasiado aristocrático como para que la premura descompusiera su plateada belleza. Cadfael rodeó el altar por la izquierda y emergió a la nave antes que él, levantando el candelabro tanto a modo de arma como de instrumento de iluminación.
Para entonces, los sabuesos ya estaban entrando, por lo menos una cuarta parte de la ciudad y, por cierto, no la mejor, aunque tampoco necesariamente la peor: honrados artesanos, mercaderes y comerciantes se mezclaban con una chusma siempre dispuesta a las pendencias, todos ellos fuera de sí a causa de la bebida o la excitación o de ambas cosas a la vez, clamando por sangre. Y sangre había en las resbaladizas baldosas del suelo. Sobre las tres gradas del altar parroquial, yacía espatarrado un pobre infeliz bajo una marejada de enemigos que lo pisoteaban y golpeaban con sus botas y sus puños en un revoltijo afortunadamente tan embrollado que sólo un número relativamente exiguo de puñetazos y puntapiés daba en el blanco.
Lo único que pudo distinguir Cadfael del desdichado fue un escuálido brazo y un puño apenas más grande que el de un niño, emergiendo del caos para agarrar el extremo del mantel del altar con desesperación de vida o muerte.
La musculosa estatura del abad Radulfo, con la enjuta y autoritaria linterna de su cabeza ardiendo en lo alto, rodeó el altar con el humeante cirio en la mano, golpeó con los faldones de su hábito los inclinados rostros de los feroces atacantes de primera fila cual si lo hiciera con un látigo y, con una larga y huesuda pierna, pasó por encima de la criatura caída que se aferraba a los flecos del mantel del altar.
—¡Fuera de aquí, canallas! ¡Retiraos de este sagrado lugar y avergonzaos de vuestra conducta, blasfemos! ¡Atrás, antes de que maldiga vuestras almas por toda la eternidad!
No tuvo necesidad de levantar la voz ni de gritar, bastó que la desenvainara como un cuchillo y cortara con ella los murmullos como si fueran un queso. Retrocedieron como si su proximidad los chamuscara, pero no se alejaron demasiado, sólo lo justo para quedar fuera del alcance de su ardor. Brincaron, se agitaron y lanzaron gritos de indignación y pesadumbre, aunque procurando no tentar al Cielo. Después, se apartaron de aquel desdichado bosquejo de hombre, tendido boca abajo sobre las gradas del altar, sucio, encogido y ensangrentado, y de tamaño no mayor que el de un chico de quince años. En el breve y atemorizado silencio que se produjo antes de que volvieran a formular a gritos su acusación, todos los presentes oyeron su afanosa respiración, golpeando secamente contra sus costillas, luchando por la vida y amenazando con desgarrar su escuálida figura. El cabello pajizo, salpicado de polvo y sangre, estaba desparramado sobre los flecos del mantel del altar al que se aferraba con ardiente frenesí. Los huesudos brazos y piernas rodeaban la piedra como si su vida dependiera de aquel contacto. En caso de que pudiera hablar o levantar la cabeza, fue demasiado listo como para intentarlo.
—¿Cómo os atrevéis a afrentar de esta guisa la casa de Dios? —preguntó el abad, mirándoles con frío enojo. No le pasó inadvertido el acerado destello reflejado en la mano de un sujeto agachado que se estaba acercando a hurtadillas y subrepticiamente para atacar al caído—. ¡Guarda ese cuchillo si no quieres condenar tu alma!
Los cazadores recuperaron simultáneamente el aliento y la cólera. Por lo menos una docena de ellos empezó a gritar, tratando de justificarse contra los delitos del perseguido en medio de tal barullo que apenas se pudo entender una sola palabra. Radulfo agitó un temible brazo y el clamor se trocó en murmullo. Cadfael, observando que el hombre armado se había limitado a ocultar de la vista el cuchillo, se interpuso con firmeza y, describiendo un floreo, iluminó con el candelabro una pulcra y poblada barba.
—Hablad uno por vez, si tenéis algo que merezca la pena decir —ordenó al abad—. Los demás, que guarden silencio. Tú, muchacho, parece que te has adelantado…
El joven que había dado un paso al frente, separándose de unos acompañantes que parecían reconocer su preeminencia, se acercó, arrebolado y convencido de su importancia. No parecía una figura capaz de lanzarse en persecución de un hombre en mitad de la noche. Era alto, bien formado y de gestos seguros, tal vez excesivamente pagado de la hermosura de su rostro y vestido con un lujoso atuendo, aunque su mejor coleto estuviera en aquel momento algo arrugado y desordenado por el tumulto de la persecución, y su semblante estuviera congestionado y entumecido por los efectos del vino. Sin aquel falso valor, no se hubiera atrevido a enfrentarse con el señor abad con tanta desvergüenza.
—Mi señor, hablaré en nombre de todos porque tengo derecho a hacerlo. No pretendemos faltar al respeto a la abadía o a vuestra señoría, pero queremos que este hombre sea ejecutado esta noche por robo y asesinato. ¡Yo le acuso! Todos los presentes lo confirman. Ha matado a mi padre y ha saqueado su cofre de caudales. Hemos venido a matarle. Por consiguiente, si vuestra señoría lo permite, os libraremos de él.
Y así lo hubieran hecho sin ninguna duda. Radulfo se mantuvo inmóvil en su sitio mientras los monjes se apretujaban a su alrededor para completar la barrera.
—Pensé que os disculparíais por esta intrusión —dijo severamente el abad—. Cualquier cosa que haya hecho o dejado de hacer este sujeto, no es él quien ha derramado sangre y desenvainado el acero en la iglesia, al pie del altar. Tal vez haya cometido violencia en otro lugar, pero aquí, en cambio, la sufre. El delito de sacrilegio lo habéis cometido vosotros al turbar nuestra paz. Sería mejor que pensarais en la salvación de vuestras almas. Si tenéis algún agravio legal contra esta persona, ¿dónde está la ley? No veo a ningún oficial entre vosotros. No veo a ningún preboste, capaz, por lo menos, de representar a la ciudad. Sólo veo a una chusma que ha cometido un delito tan execrable ante la ley como el robo y el asesinato. Ahora marchaos de aquí y rezad para que vuestra afrenta sea perdonada. Cualesquiera sean vuestras acusaciones, llevadlas ante la ley.
Algunos de los presentes ya estaban empezando a retirarse, comprendiendo, una vez serenados, lo impropio de aquella invasión y deseosos de regresar cuanto antes a sus casas y sus lechos. Pero los vagabundos, siempre dispuestos a armar bulla, no cedían terreno, mirando de soslayo sin la menor intención de retirarse, mientras que los más respetables conservaban su amarga indignación, aunque su ruidoso ardor ya había menguado. Cadfael los conocía a casi todos. Tal vez el propio Radulfo, a pesar de no ser natural de Shrewsbury los tenía mejor catalogados de lo que ellos imaginaban. El abad se mantuvo en su sitio y les miró con el amenazador ceño fruncido, impidiéndoles cualquier acción.
—Mi señor abad —se atrevió a decir el apuesto joven—, si nos permitís llevarle allí, lo conduciremos hasta la ley.
Al árbol más próximo, pensó Cadfael. Había árboles en cantidad entre la abadía y el río. Cortó los pabilos de las velas para avivar la llama. La barba seguía flotando en el aire en medio de las sombras.
—Eso no puedo hacerlo —replicó el abad con firmeza—. Aunque la ley estuviera aquí, ya no hay ningún poder capaz de arrancar a este hombre del refugio que ha elegido. Deberíais conocer este derecho tanto como yo, y el riesgo corporal y espiritual que corre cualquier persona que se atreva a quebrantar este refugio. Marchaos y llevaos la contaminación de vuestra violencia fuera de este sagrado lugar. Aquí tenemos unos deberes que el odio de vuestra presencia ha mancillado. ¡Marchaos! ¡Fuera de aquí!
—Pero, mi señor —exclamó en tono quejumbroso el indignado joven, moviendo la cabeza de ensortijado cabello, pero manteniendo la distancia—, aún no nos habéis escuchado en cuanto al delito…
—Os escucharé mañana a la luz del día cuando vengáis con el alguacil o el oficial de orden para discutir este asunto con calma y en la debida forma —dijo secamente el abad—. Pero, os lo advierto, este hombre ha pedido asilo y los derechos de asilo son suyos según la costumbre, y ni vosotros ni nadie podrá obligarle a abandonar estos muros hasta que expire el plazo.
—Y yo os advierto a vos, mi señor —estalló el joven, enrojeciendo de furia—, que como se atreva a dar un paso fuera de aquí le estaremos esperando, y lo que ocurra fuera de los dominios de vuestra señoría no será de vuestra incumbencia ni de la de la Iglesia.
Sí, no cabía duda de que estaba moderadamente bebido ya que, de lo contrario, jamás se hubiera atrevido a llegar tan lejos, tratándose de un simple burgués de la ciudad, aunque bastante rico. A pesar del vino que llevaba dentro, el joven se asustó de su propia audacia y retrocedió unos pasos.
—¿Tampoco de la de Dios? —preguntó fríamente el abad—. Id en paz antes de que os alcancen los dardos de su cólera.
Retrocedieron entre las sombras, y salieron a la noche por la puerta oeste de la iglesia, pero sin apartar ni por un instante los ojos del miserable fardo que, tirado en el suelo, se aferraba al mantel del altar. La furia de las masas no cede fácilmente y, aunque su motivo de agravio no quedara justificado, para ellos éste era absolutamente real. El robo y el asesinato eran delitos capitales. No, no se irían. Montarían la guardia junto a la puerta parroquial y la caseta de vigilancia con la soga a punto.
—Fray prior —dijo Radulfo, recorriendo con la mirada su trastornado rebaño—, y vos, fray chantre, ¿queréis iniciar nuevamente el rezo de laudes? Que prosiga el oficio y que los monjes regresen a sus lechos según lo acostumbrado. Los asuntos de los hombres requieren nuestra atención, pero no se les pueden subordinar los asuntos de Dios —el abad contempló la inmóvil figura del fugitivo, el cual estaba todavía tan nervioso que no comprendía demasiado lo que ocurría por encima de él, y levantó la mirada, observando la expresión preocupada y pensativa de Cadfael—. Creo que nosotros dos nos bastaremos para escuchar la confesión que quiera hacer nuestro invitado y para atender sus necesidades. Ya se han ido —añadió, contemplando la figura tendida a sus pies—. Puedes levantarte.
El frágil cuerpo se estremeció con inquietud, sin soltar los flecos del mantel del altar. Después, se movió como si el menor gesto le causara dolor, pese a que, al parecer, se había salvado de la rotura de los huesos dado que utilizó el brazo libre para incorporarse de rodillas sobre las gradas del altar y levantar hacia la luz un enjuto y magullado rostro ensangrentado, empapado en sudor y manchado de mocos. Ante la mirada de los monjes, el mozo pareció encogerse no sólo en edad sino también en tamaño. Parecía un desventurado chiquillo de la barbacana, golpeado por una docena o más de caprichosos compañeros a causa de alguna trivial ofensa, y abandonado después en una zanja, de no haber sido por la desesperación y el temor que emanaban de él y por el recuerdo de la jauría, forzada a abandonar su persecución en el último momento.
Parecía demasiado joven y desdichado como para que se le pudiera acusar de robo y asesinato. Puesto en pie, debía de ser aproximadamente tan alto como Cadfael, cuya estatura estaba por debajo de la media, pero cuya anchura triplicaba la del mozo. Su coleto y su calzón estaban rotos y desgastados y mostraban los distintos desgarrones provocados por las manos y los pies de sus atacantes, aparte el polvo y la suciedad propios de un prolongado uso, aunque inicialmente hubieran tenido vivos colores en rojo y azul. La anchura de sus hombros era aceptable, y una buena alimentación le hubiera convertido en un hombre bien proporcionado. Sin embargo, cuando se volvió rígidamente para mirar a sus interlocutores, éstos pudieron ver sus desgarbados miembros, sus afilados codos y sus huesudas rodillas sin apenas carne que las cubriera. Unos diecisiete o dieciocho años, calculó Cadfael. Los ojos que les miraban con tan suplicante desolación estaban hundidos y uno de ellos apenas lo podía abrir de tan hinchado, pero, a la luz de las velas, brillaron y centellearon con un azul tan intenso como el de las flores de la vincapervinca.
—Hijo mío —dijo Radulfo con distante frialdad, pensando que de asesinos los había de todas las formas, edades y tamaños—, ya has oído la acusación que han formulado contra ti los que sin duda querían arrebatarte la vida. Te has entregado en cuerpo y alma al amparo de la Iglesia, y tanto como yo, los que aquí moramos te guardaremos y socorreremos. De eso puedes estar seguro. Por ahora, sólo te ofrezco este canal de salvación y no te haré más que una sola pregunta. Cualquiera que sea la respuesta, estarás a salvo mientras dure el período de asilo. Te lo prometo.
Arrodillado y contemplando el rostro del abad como si le considerara uno de sus enemigos, el desventurado guardó silencio.
—¿Cómo respondes a esta acusación? —preguntó Radulfo—. ¿Has robado y matado a alguien en este día?
Los hinchados labios se entreabrieron dolorosamente para emitir un receloso hilillo de voz semejante al de un niño asustado.
—¡No, padre abad, os lo juro!
—Levántate —dijo el abad, sin confiar ni juzgar—. Acércate y apoya la mano en esta urna del altar. ¿Sabes lo que contiene? Aquí dentro están los huesos del bienaventurado san Elerio, amigo y mentor de santa Winifreda. Sobre estas sagradas reliquias, considera y respóndeme una vez más, sabiendo que Dios te oye: ¿eres culpable de lo que se te acusa?
Con todo el obstinado y desesperado fervor de que pudo hacer acopio un cuerpo tan liviano, sin la menor vacilación, la vocecita gritó:
—¡No lo soy, tan cierto como que Dios me ve! No he cometido ninguna maldad.
Radulfo reflexionó en grave silencio durante un inquietante espacio de tiempo. Así hubiera contestado un hombre que no hubiera tenido nada que ocultar y nada que temer del Cielo. Pero lo mismo hubiera respondido un vagabundo sin temor de Dios para salvar el pellejo, puesto que no creería en el Cielo y no tendría nada que temer, más allá de los terrores de este mundo. Dado que la decisión entre ambas posibilidades era harto difícil, el abad mantuvo el juicio en suspenso.
—Bueno, pues, has dado tu solemne palabra y, tanto si es cierta como si no, gozarás de la protección de esta casa según la ley y tendrás tiempo de pensar en tu alma en caso necesario —Radulfo miró a Cadfael y ambos consideraron para sus adentros las necesidades que todos tendrían que satisfacer—. Creo que será mejor que se quede en la iglesia hasta que hablemos con los representantes de la ley y nos pongamos de acuerdo sobre las condiciones.
—Lo mismo pienso yo —dijo Cadfael.
—¿Conviene que le dejemos solo?
Ambos recordaron la jauría recién expulsada del recinto, todavía sedienta de venganza y sin duda apostada en las cercanías.
Los monjes, guiados por el prior Roberto, muy erguido y profundamente disgustado, ya se habían retirado al dormitorio. El coro se había quedado a oscuras y en silencio. Que los monjes, especialmente los más jóvenes e inquietos, pudieran conciliar el sueño, ya sería otra cuestión. El olor del peligroso mundo exterior perduraba en sus ventanas nasales y el estremecimiento de la excitación les vibraba en la piel como un escozor.
—Tendré que trabajar un rato con él —dijo Cadfael, estudiando las manchas de sangre de la sien y las mejillas y la dolorosa cojera con la cual se levantó el muchacho. Un cuerpo joven y elástico, acostumbrado a moverse con ligereza y agilidad—. Si me lo permitís, padre, me quedaré con él y me encargaré de atenderle. Si necesito algo, llamaré.
—Muy bien, hacedlo así, hermano. Podéis tomar todo lo que haga falta para cuidarle —la temperatura era suave, pero las horas nocturnas serían muy frías en aquel sagrado recinto de piedra—. ¿Necesitáis algún ayudante para que os traiga y lleve las cosas? Nuestro invitado no debería permanecer sin compañía.
—Si puedo pedir prestado a fray Oswin, él sabe encontrar todas las cosas que tal vez necesite —le contestó Cadfael.
—Os lo enviaré. Y si este hombre desea contar su versión de esta desdichada historia, prestad mucha atención. Mañana vendrán sin duda los acusadores en la forma debida, con uno de los oficiales del alguacil, y ambas partes tendrán que rendir cuentas.
Cadfael comprendió la importancia de aquel hecho. Una leve discrepancia en el relato del joven acusado entre la medianoche y la mañana podría ser extremadamente reveladora. Pero, por la mañana, quizá los volubles acusadores se habrían calmado y contarían una historia ligeramente distinta. Cadfael, que conocía a casi todos los habitantes de la ciudad, ya había recordado para entonces la razón de que estuvieran levantados, vestidos con sus mejores galas y con alguna copa de más a hora tan tardía de la noche. El joven gallito ataviado de punto en blanco hubiera tenido que estar acostado con la novia en lugar de perseguir por el puente a un desventurado y escuálido mozo entre gritos de robo y asesinato. Sólo la boda del heredero hubiera podido desatar la bolsa de los Aurifaber lo suficiente como para proporcionar semejante provisión de vino.
—Os recomiendo la vigilancia —dijo Radulfo, retirándose para ir a sacar a fray Oswin de su celda y enviarle abajo a fin de que participara en la vigilia.
El monje se presentó con gran celeridad, signo inequívoco de que estaba esperando la llamada. ¿Quién sino el aprendiz de fray Cadfael hubiera podido ser llamado para colaborar en sus nocturnos oficios? Oswin apareció con los ojos muy abiertos y rebosantes de curiosidad, y tan emocionado como un colegial escapado de la escuela ante el hecho de encontrarse libre en mitad de la noche, participando en una actividad relacionada con una grave fechoría. Se inclinó hacia el tembloroso desconocido, vacilando entre la horrorizada fascinación de ver a un asesino tan de cerca y la compasiva sorpresa de contemplar a un ser humano tan desdichado en lugar del monstruo brutal que hubiera cabido esperar.
Cadfael no le dejó tiempo para el asombro.
—Quiero agua, lienzos limpios, el ungüento de centaurea y amor de hortelano, y una buena medida de vino. ¡Date prisa! Mejor que enciendas la lámpara de la cabaña porque puede que necesitemos otras cosas.
Fray Oswin arrancó un cirio de su soporte y se alejó con tal ventolera de entusiasmo que fue un milagro que no se le apagara la vela al cruzar el umbral. Pero la noche estaba muy tranquila y la llama se recuperó, dejando un reguero de humo mientras el joven monje atravesaba el gran patio en dirección al huerto.
—¡Enciende el brasero! —gritó Cadfael a su espalda al oír el castañeteo de los dientes del desventurado.
El roce con la muerte puede dejar a un hombre tan apañuscado como una vejiga pinchada, y aquél apenas tenía carne y fuerzas para resistir el golpe. Cadfael lo rodeó con su brazo antes de que se doblara como una chaqueta vacía y resbalara al suelo.
—Ven aquí…, te llevaremos a un sitial.
El peso era tan liviano como el de un niño. Cadfael lo levantó sin el menor esfuerzo para rodear el altar parroquial y conducirlo a los confines algo más resguardados del coro, pero el huesudo puño aferrado al mantel del altar no quiso soltarse. El delgado cuerpo se agitó en sus brazos.
—Si lo suelto, me matarán…
—Eso no ocurrirá mientras yo tenga manos y voz —dijo Cadfael—. Nuestro abad ha extendido sus manos sobre ti, y esta noche ya no te causarán más daño. Suelta el mantel y ven conmigo. Allí hay cantidad de reliquias bastante más sagradas que éstas, te lo aseguro.
Los mugrientos dedos de mordidas uñas orladas de negro soltaron a regañadientes el mantel del altar, y la cabeza de cabello pajizo se apoyó resignadamente en el hombro de Cadfael. Éste lo condujo al coro y lo depositó en el sitial más cercano y espacioso, que era el del prior Roberto. La usurpación no le pareció desagradable. El joven temblaba violentamente de la cabeza a los pies, pero se calmó en cuanto lo acomodaron en el sitial. Lanzó un profundo suspiro y se quedó inmóvil.
—Te han perseguido hasta el agotamiento —reconoció Cadfael mientras soltaba la carga—, pero por lo menos lo han hecho en el lugar adecuado. El abad Radulfo jamás te entregará, de eso no te quepa duda. Puedes respirar tranquilo, tienes un hogar seguro durante unos días. ¡Anímate! Esa jauría de ahí fuera no es tan mala como crees; en cuanto se les pasen los efectos del vino se calmarán. Les conozco.
—Querían matarme —dijo el joven, temblando.
Eso era indudable. Lo hubieran hecho de haberle atrapado fuera de aquel sagrado recinto. El perspicaz oído de Cadfael advirtió una nota de perplejidad y desconcertado terror en la voz del muchacho, que estaba extremadamente débil y asustado y no parecía comprender por qué razón le habían amenazado. Lo mismo debía de pensar el zorro que actuaba con inocencia según su propia naturaleza, cuando oía los ladridos de los sabuesos.
Fray Oswin regresó, cargado con una bolsa que contenía una jarra de vino y un tarro de ungüento, llevaba un rollo de lienzo de hilo bajo un brazo y sostenía un cuenco de agua con ambas manos. Debía de haber pegado la vela encendida en el banco del porche donde se veía el parpadeo de una lucecita. Llegó arrebolado, casi sin aliento y con los rizos castaño claros de su tonsura de punta como un seto de espinos. Depositó el cuenco, extendió el rollo de lienzo y se inclinó solícitamente hacia delante para sostener al enfermo mientras Cadfael lo acercaba a la luz.
—Ya puedes dar las gracias por esta pequeña merced, no te veo la menor señal de huesos rotos. Te han pisoteado y golpeado y estoy seguro de que debes de tener magulladuras por todas partes, pero eso lo arreglo yo. Apoya la cabeza aquí… ¡Eso es! Tienes una buena roncha en la sien y la mejilla. Eso te lo han hecho con una estaca. ¡Ahora estate quieto!
La cabeza se inclinó sumisamente hacia las manos de Cadfael. El verdugón rozaba la parte superior del pómulo izquierdo y desgarraba la piel de la sien izquierda, empapando de sangre el pálido cabello rubio. Mientras Cadfael lo lavaba, echando hacia atrás los enmarañados bucles, la piel se estremeció bajo el agua fría y el amasijo de polvo y sangre seca se desprendió. Aquélla no era la más reciente de sus heridas. El lienzo húmedo que Cadfael le pasó por la frente, las mejillas y el mentón dejó al descubierto un rostro puro y juvenil.
—¿Cómo te llamas, hijo mío? —preguntó Cadfael.
—Liliwin —contestó el mozo, mirándole todavía con recelo.
—Sajón. Como tus ojos y tu pelo. ¿Dónde naciste? No aquí, junto a la frontera.
—¿Cómo podría saberlo? —replicó el joven con un hilillo de voz—. En una zanja, y allí me dejaron. Lo primero que recuerdo es que me enseñaron a dar volteretas en cuanto aprendí a caminar.
No estaba en condiciones de valerse por sí mismo y tal vez ni siquiera en condiciones de mentir. Se le podría arrancar cualquier confesión ahora que se veía obligado a entregarse a las manos de otros, y su propia impotencia era como un peso de negra desesperación.
—¿Así has vivido hasta ahora? ¿Recorriendo los caminos, haciendo cabriolas y malabarismos en las ferias, y cantando para ganarte la cena? Es una vida muy dura, con más sinsabores que alegrías, supongo. ¿Y lo haces desde que eras pequeño? —Cadfael imaginó la suerte de adiestramientos a que debía de someterse un niño para hacer contorsiones capaces de dejar boquiabiertas a las muchedumbres de las ferias. Había muchos medios de hacer daño con castigos corporales sin destruir la agilidad de unos miembros en desarrollo—. ¿Y ahora estás solo? Se han ido, ¿verdad?, los que te sacaron de la zanja para utilizarte en su propio provecho.
—Me escapé de su lado en cuanto crecí un poco —contestó la fatigada voz—. Para tres cómicos de la legua, un niño a cambio de nada era como un regalo, y bien que se aprovecharon de mí. No les debía más que azotes y puntapiés. Ahora trabajo por mi cuenta.
—¿En el mismo oficio?
—Es lo único que sé hacer. Pero lo hago muy bien —contestó Liliwin, levantando la cabeza con súbito orgullo sin hacer la menor mueca ante el escozor de la loción con que Cadfael le estaba lavando la arañada mejilla.
—Y esto te trajo anoche a la casa de Walter Aurifaber —dijo serenamente Cadfael, retirando la desgarrada manga que cubría un delgado antebrazo marcado por el largo corte de un cuchillo—. Para tocar en la boda de su hijo.
Un ojo azul oscuro miró de soslayo.
—¿Les conocéis?
—Pocos son los habitantes de la ciudad a quienes no conozco. Atiendo a muchas personas dentro de sus murallas, entre ellas la anciana señora Aurifaber. Sí, conozco la casa. Pero había olvidado que el orfebre casaba ayer a su hijo —conociéndoles tan bien como les conocía, Cadfael estaba seguro de que, a pesar de su deseo de ofrecer un festín fabuloso, no hubieran querido pagar el dinero necesario para contratar a los mejores músicos, como los que la nobleza solía invitar a sus mansiones. En cambio, sí hubieran estado dispuestos a contratar a un pobre volatinero ambulante, de ésos que probaban suerte en las ciudades. Tanto más si su actuación superaba con creces su apariencia y se podía conseguir buena música por cuatro cuartos—. O sea que te enteraste de la fiesta y te ofreciste para entretener a los invitados. ¿Qué ocurrió después para que el jolgorio tuviera este triste final? Dame un trozo de lienzo, Oswin, y acerca la vela.
—Me prometieron tres peniques por la velada —dijo Liliwin, temblando tanto de indignación como de frío y temor— y me engañaron. Yo no tuve la culpa de nada. Toqué y canté lo mejor que supe, hice mis mejores juegos… La casa estaba llena de gente, todo el mundo se apretujó a mi alrededor, y los más jóvenes, que estaban bebidos y excitados, me empujaban. ¡Un volatinero necesita espacio! No tuve la culpa de que se rompiera el jarrón. Uno de los mozos se levantó de un salto para recoger las pelotas que yo estaba lanzando al aire, me derribó, y el jarrón cayó de la mesa y se hizo añicos. La vieja dijo que era el mejor que tenía… Se puso a gritar y me golpeó con el bastón…
—¿De veras? —preguntó Cadfael en voz baja, acariciando la herida ya vendada de la sien del juglar.
—¡Sí! Se puso como una furia y juró que el objeto valía mucho más de lo que yo me había ganado, y que debería pagar por él. ¡Cuando protesté, me arrojó un penique y mandó que me echaran a la calle!
No me cabe la menor duda, pensó Cadfael con tristeza, se debió poner como una furia al ver que se rompía una de sus preciadas posesiones, ella que acumulaba perversamente todas las monedas de plata que no se gastaban, y las destinaba a la salvación de su alma, enviándolas a los altares de la abadía para también ganarse la recelosa amistad del prior Roberto.
—¿Y lo hicieron? —no debieron de echarle con muchos miramientos porque, para entonces, la jarana ya debía de estar en su máximo apogeo—. ¿Qué hora era? ¿Una hora antes de medianoche?
—Más tarde. De momento, ninguno de ellos salió de la casa. Me echaron fuera y me impidieron entrar otra vez —el mozo tenía una larga experiencia de desvalimientos en circunstancias similares, y su voz se trocó en un desalentado susurro—. Ni siquiera pude recoger las pelotas que utilizo en mis juegos, las he perdido todas.
—Y te dejaron en la fría noche, tras haberte expulsado de la casa. Entonces, ¿cuándo empezó la persecución? —Cadfael alisó una vuelta de la venda alrededor del huesudo brazo, el cual se agitó en su mano con reprimida cólera—. Estate quieto, hijo, ¡eso es! Quiero que el corte quede bien cerrado. De esta manera cicatrizará mejor, si no te mueves. ¿Qué hiciste?
—Me alejé de allí —contestó Liliwin ahora con amargura—. ¿Qué otra cosa podía hacer? La guardia me dejó salir por el portillo de la puerta de la ciudad, crucé el puente y me adentré entre los arbustos de esta orilla para abandonar la ciudad en cuanto se hiciera de día en dirección a Lichfield. Hay un bosquecillo bastante denso río abajo, al otro lado del camino mirando desde la abadía. Fui allí y busqué un lugar en la hierba para pasar la noche.
Pero ardiendo de rabia en medio de su impotencia, en caso de que fuera verdad lo que decía. La larga amistad con la injusticia y el despecho no era una buena consejera para el corazón.
—Entonces, ¿cómo es posible que salieran en tu persecución aproximadamente una hora más tarde, acusándote de robo y asesinato?
—¡Sé tanto como vos, tan cierto como que Dios me ve! —dijo el joven, temblando—. Estaba a punto de dormirme cuando les oí cruzar el puente entre gritos. No tenía razón para suponer que venían por mí hasta que bajaron a la barbacana, aunque cualquiera se hubiera asustado del alboroto que armaban, tanto si tenía la conciencia tranquila como si no. Entonces les oí gritar que se había cometido un asesinato y querían vengarse, y que lo había hecho el volatinero y exigían mi sangre. Se desplegaron entre los matorrales y yo eché a correr, en la certeza de que me encontrarían. Todos empezaron a perseguirme. Estaban a punto de agarrarme por los pelos cuando llegué a la puerta de la iglesia. Que Dios me ciegue si sé de qué se me acusa… ¡Y que me provoque la muerte si ahora os miento!
Cadfael terminó de vendar la herida y la cubrió de nuevo con la sucia manga.
—Según el joven Daniel, parece ser que su padre ha sido abatido y que han vaciado su cofre de los caudales. ¡Menuda manera de rematar una noche de bodas! ¿Dices que todo eso pudo ocurrir después de que te echaran a la calle sin pagarte? A primera vista, eso pudo inducirles a pensar en ti y en tu motivo de agravio a la hora de buscar al probable criminal.
—Os lo juro —insistió el mozo con vehemencia—, el orfebre estaba sano cuando lo vi por última vez. No hubo más disputas y violencias que las que usaron conmigo. Seguían cantando, bebiendo y riéndose. Sé tanto como vos lo que ocurrió después. Me fui de allí… ¿de qué me hubiera servido quedarme? Hermano, ¡os ruego por el amor de Dios que me creáis! No toqué a aquel hombre ni su dinero.
—En tal caso, se descubrirá la verdad —dijo Cadfael con firmeza—. Entretanto, aquí estás a salvo. Confía en la justicia y en el abad Radulfo, y cuando te interroguen cuenta la historia tal como me la has contado a mí. Ya has oído al padre abad… Esta noche te quedarás aquí, en la iglesia, pero, si mañana se llega a un acuerdo como es debido, podrás recorrer toda la casa —Liliwin estaba muy frío al tacto y aún temblaba a causa del miedo y del sobresalto—. Oswin —añadió Cadfael—, ve al almacén por un par de mantas, calienta otra buena medida de vino en el brasero y ponle una generosa cantidad de especias. A ver si con eso entra un poco en calor.
Oswin, que había permanecido admirablemente callado mientras devoraba con los ojos al desconocido, se retiró para cumplir celosamente las órdenes. Liliwin le observó alejarse y volvió a posar la recelosa mirada en Cadfael. No era de extrañar que apenas se fiara de nadie en aquellos momentos.
—¿No me abandonaréis? Volverán a atisbar desde la puerta antes de que acabe la noche.
—No te abandonaré. ¡Tranquilízate!
No era fácil seguir el consejo en la situación de Liliwin, reconoció tristemente Cadfael. Pero, un buen trago de vino caliente con azúcar y especias tal vez le ayudaría a dormir. Oswin regreso de inmediato con el rostro arrebolado a causa del calor del brasero, portando dos gruesas y ásperas mantas en las cuales Liliwin se envolvió con gratitud. En su rostro enjuto y magullado apareció un poco de color.
—Ahora ve a la cama, muchacho —dijo Cadfael, acompañando a Oswin hacia la escalera nocturna—. Ya puedes hacerlo, se las arreglará bien hasta mañana. Entonces ya veremos.
Fray Oswin contempló con cierto asombro el cuerpo casi hundido en el espacioso sitial del prior Roberto y preguntó en un susurro:
—Pero ¿creéis de veras que puede ser un asesino?
—Hijo mío —contestó Cadfael con un suspiro—, hasta que tengamos un relato fidedigno de lo que ha ocurrido esta noche en la casa de Walter Aurifaber, dudo de que haya habido un asesinato. Estaban embriagados, puede que empezaran a volar unos puños, que se ensangrentaran algunas narices y que un necio diera la voz de alarma y otros necios le siguieran. Tú ve a la cama y espera a ver qué ocurre.
Yo también tengo que esperar, pensó Cadfael, observando a Oswin mientras éste subía obedientemente por la escalera. Bien estaba desconfiar de las alarmas momentáneas, pero, a pesar de ello, no todos los exaltados acusadores estaban embriagados. Algo imprevisto debía de haber ocurrido en la casa del orfebre para que se interrumpiera con tanta violencia la celebración de la boda del joven Daniel. ¿Y si Walter Aurifaber hubiera sido efectivamente atacado y hubiera muerto? ¿Y si lo hubiera hecho aquel desdichado pedazo de humanidad envuelto en las mantas, medio borracho por el vino que le habían echado dentro y medio dormido, pero despabilado por el terror? ¿Hubiera podido hacerlo, aun en el caso de atreverse? Una cosa era segura, si había robado, debía de haber ocultado su botín en la oscuridad, en una ciudad que apenas conocía. En aquella ropa multicolor tan sucia y raída que llevaba apenas había sitio para esconder el mísero penique que la vieja le había arrojado y tanto menos el contenido del cofre de un orfebre.
Cuando Cadfael se acercó en silencio al sitial, los párpados magullados del joven se abrieron bruscamente y sus ojos intensamente azules se clavaron en él con temor.
—No temas, soy yo. Nadie te molestará esta noche. Mi nombre, por si lo necesitas, es Cadfael. Y el tuyo es Liliwin —un nombre muy curioso para un volatinero ambulante, joven, solitario y pobre de solemnidad, pero orgulloso de su oficio de volatinero, contorsionista, cantor, juglar y bailarín, que ofrecía diversión a los demás a pesar de los pocos motivos que tenía él para divertirse—. ¿Qué edad tienes?
Medio dormido, pero sin querer dormir, el muchacho parecía un chiquillo envuelto en pañales y consoladoramente arrebolado ahora que se le había pasado el frío. Pero ni él conocía la respuesta. Sólo pudo fruncir el ceño y aventurar una dudosa contestación:
—Creo que he cumplido los veinte. Podrían ser más. Los cómicos decían que tenía menos…, los niños atraen más limosnas.
Así era, en efecto. El joven era bajito y delgado. Puede que tuviera veintidós años, pero no más.
—Bueno, Liliwin, si puedes dormir, procura hacerlo. Te ayudará a recuperarte, que buena falta te hace. No tienes que vigilar, yo me encargaré de eso. Duerme tranquilo.
Cadfael se acomodó en el sitial del abad y recortó las mechas de las velas para ver mejor a su pupilo. El silencio dio lugar a una reconfortante seguridad. Aunque en la noche exterior hubiera alguna perturbación, la bóveda del coro semejaba unas manos entrelazadas que protegieran aquella amenazada y precaria paz. A Cadfael le extrañó ver, tras una prolongada calma, dos lagrimones asomando por debajo de los párpados cerrados de Liliwin y resbalando lentamente por sus pómulos hasta caer sobre la gruesa manta.
—¿Qué sucede? ¿Qué te inquieta?
Previamente, el joven se había estremecido, había discutido y protestado, pero sin llorar.
—Mi rabel…, lo tenía a mi lado entre los arbustos, en una bolsa de lino que me echaba al hombro. Cuando me persiguieron…, no sé cómo ocurrió, una rama se enganchó en la correa y me la arrancó. No me atreví a detenerme para buscarlo a tientas en la oscuridad… ¡Y ahora no puedo ir por él! ¡Lo he perdido! ¡Qué desgracia!
—¿Entre los arbustos… al otro lado del camino, mirando desde aquí? —Cadfael comprendía su congoja—. Tú no puedes ir por él, muchacho, todavía no. Pero yo sí puedo. Iré por él. Los que te perseguían no debieron de desviarse en cuanto te vieron. Es posible que el rabel esté a salvo entre los arbustos. Duerme y no te preocupes —dijo Cadfael—. Es demasiado pronto para la desesperación. Siempre es demasiado pronto para la desesperación —añadió con vehemencia—. Recuérdalo y ten ánimo.
Un sobresaltado ojo azul se abrió de pronto y Cadfael distinguió en él el brillo de las velas antes de que volviera a cerrarse. En medio del silencio, Cadfael se reclinó en el sitial del abad y se resignó a pasar una larga noche en vela. Antes de prima, tendría que levantarse para trasladar al huésped a un lugar menos privilegiado, so pena de ofender la dignidad del prior Roberto. Hasta entonces, que Dios y los santos se ocuparan de todo, un simple mortal no podía hacer más.
En cuanto las primeras luces del alba empezaron a arrancar colores a la oscuridad en aquella clara mañana de mayo, Griffin, el mozo del cerrajero que dormía en la tienda para vigilarla, se levantó de su jergón y fue a sacar agua del pozo del patio de atrás. Griffin siempre era el primero en levantarse en las dos casas que compartían el patio, y normalmente ya tenía el fuego encendido y preparado todo lo necesario para el trabajo del día antes de que el ayudante de su amo llegara desde su casa, situada dos calles más allá. Aquel día en particular, Griffin dio por descontado que todos los que habían trasnochado en la boda no estarían en condiciones de levantarse temprano para trabajar. A él no le habían invitado a la fiesta, pero su ama Susana le había enviado con Rannilt una bandeja con carne y pan, un trozo de pastel y una jarra de cerveza floja. Se lo comió todo y se quedó inocentemente dormido sin que le turbara para nada el tumulto producido a medianoche.
Griffin tenía trece años y era hijo de una criada y un calderero ambulante. Era alto, bien parecido, de buen carácter y muy hábil con las manos, pero un poco simplón. Balduino Peche, el cerrajero, presumía de su bondad por dar cobijo a un tonto, pero lo cierto era que Griffin, a pesar de su poco ingenio, tenía un don especial para aprender ciertas tareas prácticas y se tenía bien ganado el sustento.
El gran cubo de madera, con las viejas tablas gastadas y agrietadas por dentro y por fuera a causa del prolongado uso, emergió de las profundidades, centelleando bajo los primeros y oblicuos rayos del sol naciente. Griffin llenó dos baldes y estaba pasando nuevamente el cubo por la vara cuando la luz arrancó un destello de plata entre dos de las tablas, alojado de canto en el intersticio. El muchacho apoyó el cubo en el borde de piedra del pozo y se inclinó para extraer el reluciente objeto, sujetándolo entre el índice y el pulgar y retirando un arrugado trozo de lienzo azul que llevaba adherido. Depositó en su mano el refulgente disco redondo de plata con una cabeza labrada y unos extraños signos que él no supo identificar como letras. En el reverso tenía un reborde redondo, una pequeña cruz en el centro y otros signos misteriosos. Griffin se quedó extasiado. Se llevó el trofeo a la tienda y, cuando Balduino Peche se levantó finalmente de la cama y apareció con los ojos legañosos y el cabello enmarañado, el chico le mostró orgullosamente lo que había encontrado. Todo lo que había allí pertenecía a su amo.
El cerrajero clavó los ojos en el objeto y se iluminó como una lámpara encendida, mientras se le despejaba la cabeza y se le aclaraba la mirada como por ensalmo. Lo manoseó y lo examinó por ambos lados y después levantó los ojos, esbozó una extraña sonrisa e hizo una cautelosa pregunta:
—¿Dónde lo has encontrado, chico? ¿Se lo has enseñado a alguien?
—No, señor amo, os lo he traído directamente a vos. Estaba en el cubo del pozo —contestó Griffin, contándole cómo lo había descubierto entre las tablas del cubo.
—¡Bien, bien! No hace falta que nadie sepa que lo tengo. Conque estaba alojado entre las tablas del cubo, ¿en? —dijo Balduino, contemplando con codicia su tesoro—. ¡Buen chico! ¡Muy buen chico! ¡Hiciste bien en entregármelo directamente a mí! ¡Le tengo mucho aprecio! ¡Pero que mucho aprecio! —añadió, sonriendo para sus adentros con inmensa satisfacción mientras Griffin reflejaba con orgullo su contento—. Te daré para el almuerzo unos dulces que guardé de la fiesta de anoche. Verás lo bien que trato a los chicos obedientes.