PRIMER DÍA DEL CUARTO MES DEL AÑO 747
DEL COMIENZO DEL MUNDO
EL DÍA DE HOY CUMPLO SESENTA AÑOS, al haber nacido el año 687 del comienzo del mundo. Ha venido a verme un pariente que reza por mí para que me case y no deje la familia sin descendencia. Pero aún soy joven para semejante compromiso, bien que mi padre Enoc, mi abuelo Jared, mi bisabuelo Mahaleel y mi tatarabuelo Cainán tomaron esposa, todos y cada uno de ellos, a una edad semejante a la que yo acabo de alcanzar. Ahora se han pronunciado todos sobre mí y concurren al desear que me case, como primogénito de mi padre que soy, y heredero de la casa solariega en su debido momento, y dueño último de las ciudades, principados y dignidades que le corresponden, cuando plazca a los dioses llamar en lo venidero a aquellos herederos y familiares mayores que aún vivan y se interpongan entre tan altos honores y yo.
DÍA DÉCIMO
HE DESPACHADO A VARIOS HOMBRES SABIOS de regreso a sus respectivos países con su séquito y mis obsequios, pues no requiero ya más maestros al haber terminado mi juventud y traspasado el umbral de la edad adulta. Al sabio Uz, que vivía en la lejana tierra de Nod[10], en la vetusta ciudad de Enoc, le he dado un centurión y un tropel de valerosos guerreros entresacados de mis propios guardianes para protegerle a él y a su caravana de los hijos de Jabel que pueblan los lugares de paso por el desierto. Su tataranieta Sela se ha quedado en casa de su pariente Habacuc, contenta de poder prolongar su visita, y ellos de hospedarla. Una doncella bien parecida y modesta.
DÍA DÉCIMO OCTAVO
ES EL ANIVERSARIO DE LA CONSTRUCCIÓN de la ciudad. ¡Que la prosperidad acompañe a Aumrat[11] y a quienes viven entre sus muros! Mi bisabuelo Mahaleel, que puso la primera piedra hace trescientos años, recibió a los caudillos sentado majestuosamente en lo alto del templo, donde alabó las grandezas de la ciudad, la fuerza, el poder y el esplendor de sus posesiones. Dijo que él vio levantar la primera casa y había sido testigo del progreso desde aquel pequeño comienzo hasta hoy cuando ya cubre las cinco colinas y los valles que las separan, con una población que ningún hombre es capaz de contar. Es una ciudad verdaderamente vistosa, con varios templos y palacios de robustos muros, calles que parecen no acabar nunca y casas todas de piedra. La primera casa se cayó de vieja, aunque muchos la visitan con respeto y a ninguno se le permite dañarla. Pero llegan muchos necios, extraños de otros lugares con la vana costumbre de grabar en la piedra sus nombres junto al del remoto lugar del que proceden, lo cual es una simpleza que tacha de cretino a quien lo hace.
DÍA VIGÉSIMO CUARTO
HOY SE HAN PRESENTADO ante la corte de mi padre varios ilusionistas, uno de los cuales ha comido fuego, metiéndose unas ascuas en la boca, masticándolas con los dientes y tragándolas. También ha bebido nafta ardiendo sin traslucir molestia alguna, sino más bien apetencia y gozo.
Otro de ellos tapó a un niño con un cesto y le clavó una espada que sacó chorreando sangre mientras el niño gritaba. Al dar vuelta al cesto el niño había desaparecido y su sangre también. Pero estos son trucos antiguos y de escaso mérito.
Uno de los magos se tragó una espada combada y más larga que el brazo de un hombre. Era un mozo de voz tenue y buenos modales, pero deseé que se le abrieran las entrañas para poner fin a aquellos entretenimientos, pues en presencia de mi padre ni yo ni nadie puede sentarse o marcharse mientras él no lo haga. Pero él estaba feliz y verdaderamente maravillado, lo que es consecuencia de dedicar mucho tiempo al retiro y al estudio, y poco a ver lo que sucede fuera de casa. En verdad estos añejos divertimentos le produjeron tal admiración que ningún patán llegado de fuera sería capaz de superarlos.
Luego mi padre fue al teatro con gran pompa y acompañado de la corte, todos vestidos con sus mejores galas. Este nuevo actor, Luz, cuya fama recorre el país estos últimos tiempos, deslumbró tanto a la multitud en el papel principal de Adán en La expulsión del Edén (un clásico ilustre y venerable que no tiene comparación en estos tiempos modernos), que todos sollozaron en voz alta, gritaron y se pusieron en pie tantas veces que parecía que no iban a parar nunca. En estas entra Jebel, el vivaracho hermanastro de mi tatara-tatara-tatarabuelo Enos, arqueando las cejas y mirando compungido a un lado y a otro del público como diciendo: «Válgame el cielo, ¿acaso esto es hacer teatro?». Siempre está igual. Nada parece gustarle salvo todo lo antiguo y lo necio, lo que él ha visto y los demás no. Todo lo moderno le parece trivial y flojo, sin disfrutarlo él ni permitir a los demás que lo hagan. A menudo le da por disertar largo y tendido, en tono engreído y pomposo, sobre lo grande que fue el teatro en otros tiempos, antes de esta época degenerada, diciendo: «Diantre, cuando vivía el gran Oziel, ¡ese sí que era un Adán! Válgame Dios, cuando quienes hemos visto buen teatro miramos atrás y recordamos lo que fue la escena hace cuatrocientos o quinientos años…». Entonces se arrebata tanto con sus propios sufrimientos, sus osados alardes y sus mentiras prodigiosas que uno querría verle entre sus ídolos desaparecidos y agradecería a Dios que así fuera. Qué cargantes son estas gentes amargadas, desdentadas y viejas que viven sin otro motivo, parece ser, que restregarle a uno por las narices las maravillas sobrestimadas de unos tiempos olvidados que nadie más que ellos recuerda. La ancianidad tiene sus encantos, pero este no es uno de ellos. Y se lo habría dicho en pocas palabras, la verdad, si tal proceder no fuese insólito para mi corta edad y mi rala barba.
DÍA VIGÉSIMO SÉPTIMO
HOY SUAR, UN ESCLAVO MÍO, se ha postrado ante mí recordándome humildemente que se cumplen ahora seis años desde que lo compré a su padre. Tras mandar llamar a mi administrador, me ha demostrado que así era. Al ser un hebreo no puedo quedármelo y le he dicho que quedaba liberado de la esclavitud. Entonces él se ha inclinado de nuevo hasta casi tocar el suelo, diciendo: «Mi señor, tengo mujer e hijos». A lo que yo, sin pensar, hubiera dicho: «Que vayan también contigo», pero mi administrador, poniéndose de rodillas, ha gritado: «Oh, Príncipe, no puedo dejar de cumplir mi deber por difícil que sea. Ellos no llegaron con él cuando se le compró. Su Excelencia le concedió a su esposa, y los hijos han nacido esclavos». Todo lo cual me preocupó, pues al no conocer bien mis propios asuntos, no había tenido experiencia de un caso parecido, pero dije: «Bien, si es así, que así sea. Dale dinero y ropas, y que se vaya de su casa solo. Pero sé amable con su mujer e hijos, que no serán vendidos ni pasarán penurias».
Entonces Suar se puso en pie y tras despedirse se marchó encogido, como quien sufre una gran pena. Yo no me había quedado tranquilo, pese a haber obedecido la ley. Prefería que aquello hubiese sido de otra manera. Acudí a verlos por mi cuenta, impidiendo a mis guardianes acompañarme, y los hallé uno en brazos del otro, en silencio, con el rostro pétreo y sin derramar una lágrima. En torno a sus rodillas parloteaban los niños, regañando por una mariposa que uno de ellos había cogido. He vuelto a mi casa desencantado de la vida, cosa extraña, siendo ellos tan solo unos esclavos, polvo bajo mis pies. Tengo que pensar más sobre este asunto.
DÍA VIGÉSIMO OCTAVO
HAN VENIDO A VERME estas pobres criaturas. Suar, cuyo rostro afligido contrastaba con sus palabras, dijo: «Mi señor, de acuerdo con el uso y costumbre de la ley, vengo a declarar que amo a mi señor como amo a mi esposa y mis hijos, así que me niego a quedar en libertad. Por tanto, pido que ante los jueces me perforen la oreja con una lezna para poder regresar con los míos a la esclavitud eterna, pues eso o la propia muerte es mejor que verme separado de quienes son para mí más que el pan de cada día, o la luz del sol, o el aliento que da la vida».
No sé si hice bien, pero no tuve corazón para soportarlo. Por eso le dije: «Es una ley dura y cruel. Marchad libres, todos vosotros, y así me libraré yo de mis remordimientos». Se trababa de sirvientes valiosos, pero ruego a Dios que no me haga arrepentirme de ello, pues mi hacienda es tan grande y opulenta que a fin de cuentas es deshacerse de una minucia.
MES QUINTO, DÍA TERCERO
NO SOPORTO A LA PRINCESA SARA, la nieta de mi pariente Elía. Por muy rica, importante y antigua que sea la casa a la que pertenece, no me casaré con ella a no ser que mi padre me obligue. Hace tres días que Sara ha vuelto, con un gran séquito de nobles y esclavos menores, a pasar unos días en el palacio de mi padre, que está cerca del mío nuevo. La susodicha es casi de mi edad, aunque algo mayor, pero preferiría que fuera algo menor, pues acaba de cumplir sesenta y uno. Señor, a su edad debiera estar rozagante y alegre, pero tiene la gravedad de una matrona, un aspecto vetusto y una piel cetrina. Pretende pasar por sabia e instruida y, ensimismada en su arrogancia, camina con la nariz levantada. Dios quiera que la trompa no se le trabe en una rama de árbol y se quede colgada, cosa que podría ocurrirle. Tal como se estila en estos tiempos, lleva en la cabeza más pelo comprado en el bazar del que le ha dado la propia naturaleza para hacerle compañía. Si se estilase aumentar la nariz en la misma proporción que la gracia divina nos ha dado, entonces, me pregunto yo ¿qué haría esta mujer? Vaya donde vaya, arrastra a un insufrible perro de lanas atado a una correa. Al sentarse se lo pone en las rodillas y lo acaricia sin parar. Cuando hace frío cubre al animal con una tela roja bordada para que no coja un catarro o una fiebre, y el mundo entero sufra su pérdida. Maldigo el día en que yo pueda ser heredero de esa casa y tenga que dejarme querer por su dueña. Amén.
DÍA QUINTO
MIENTRAS PASEABA POR EL PATIO de las fuentes han venido Suar y su esposa Maila y se han postrado ante mí para hacerme una petición. Mis guardianes querían tratarlos con dureza por haber interrumpido mi retiro y mis meditaciones, pero no se lo he permitido, pues al haber sido compasivo con ellos les he tomado cierto cariño. Lo que querían era que les incluyese en mi cuerpo de casa, cosa que he hecho, aunque es curioso que las criaturas de su clase, simples como son, se avengan a rogar en persona a alguien de mi categoría. A Maila la he enviado a trabajar en las dependencias de las mujeres y quiero que Suar permanezca a mi lado como maestro de pajes. A ambos les daré un buen sueldo, cosa que me han agradecido mucho, no habiendo esperado ni aspirado a tener tan buena fortuna.
En torno al mediodía he visto a la muchacha Sela pasar por la puerta grande del palacio con una sola criada, pues son gentes de rango civil y sin hacienda propia. Su tatarabuelo Uz era un gran sabio, pero sus antepasados carecían de toda categoría. Eran idólatras, adoradores de Baal, sujetos por ley a ciertos requisitos y limitaciones de privilegios. Esta muchacha es muy hermosa, mucho más, a decir verdad, de lo que me había parecido hasta ahora.
DÍA DÉCIMO
LA CIUDAD ENTERA HA SALIDO A LAS CALLES, subiéndose a los muros, las azoteas y los sitios con buena vista para ver a los salvajes recién llegados a la ciudad. Son de la famosa tribu de los jabelitas[12] que no viven en casas, sino en tiendas y andan en hordas sin ley a lo largo y ancho de los grandes desiertos del lejano nordeste, cerca de las tierras de Nod. Estas hordas llegaban en número de veinte con jefes de mayor a menor importancia y muchos sirvientes, todos montados en camellos y dromedarios. Era una especie de quimérica ceremonia bárbara para rendir pleitesía a mi padre y acordar un pacto de paz por el cual ellos recibirán bienes, baratijas y aperos de labranza que los comprometían a dejar libres los caminos y no molestar a nuestras caravanas y mercaderes.
Una visita como esta nos la hacen tan sólo una vez cada cincuenta o sesenta años. Después se marchan, rompen el acuerdo y vuelven a ocasionar altercados. Sin embargo, no se les puede culpar siempre. Ellos pactan irse a morar en las tierras que se les asignan y subsistir respetando la paz, pero los hombres enviados para gobernarles los traicionan y menoscaban, mandándolos a otras regiones peores, robándoles sus tierras de siembra y de caza, maltratándolos a golpes si se resisten, cosa que no toleran. Entonces se levantan en plena noche y masacran a todo aquel que cae en sus manos, vengándose como pueden de la traición y el dominio de los jefes extranjeros. A continuación nuestros ejércitos cargan para llevar la desolación a sus hogares, pero no lo consiguen.
Estos que han venido hoy han recorrido la ciudad viendo sus maravillas, pero sin gritar jamás ni dar muestras de su admiración en modo alguno. En la recepción ambos bandos han hecho vehementes discursos y se les ha agasajado antes de despedirles cargados de regalos, sobre todo aperos de labranza que ellos convertirán en armas para emprenderla contra sus perseguidores. Son gentes de rostro fiero, un espectáculo bárbaro digno de verse, pero tanto ellos como las demás tribus de su especie ponen en un brete a mi padre y su consejo. Como no tienen dios, cuando les enviamos un misionero de buena fe para mostrarles el camino, atienden respetuosamente a sus palabras y después se comen al enviado. Esto tiende a entorpecer la propagación de nuestra luz divina.
ANOTACIONES POSTERIORES DEL
DIARIO DE MATUSALÉN
DÍA DÉCIMO
NO SE PRECISA MUCHO TIEMPO para enloquecer con una novedad a las gentes de pocas luces. Mirad, apenas han pasado dos años desde que resucitó un antiguo juego de pelota y a todos se les llena la boca de frases que describen sus partes y movimientos. Tanto es así que a los sabios y personas que suelen ocupar la mente en asuntos más importantes les zumban los oídos con tanto parloteo, hasta acabarles doliendo de pura angustia. Si un hombre engaña a su vecino con un truco que le beneficia en detrimento del vecino, el vulgo dice del perdedor que le han «cogido en falta»[13]. Si una persona consigue un triunfo sonado y repentino, sea del tipo que sea, se dice de él que ha hecho «un triple»[14]. Si una persona falla estrepitosamente en una empresa de altos vuelos, oiréis decir esto de él: Jas-bat-kakolat[15]. Así ha entrado esta vil deformidad del habla en la mismísima urdimbre y trama del lenguaje, volviendo feo lo que antes era bien proporcionado y hermoso.
Hoy, por orden de mi padre, este juego se ha disputado en el gran patio de su palacio, al modo que se jugaba hace tres siglos. Nueve hombres con las pantorrillas cubiertas de rojo rivalizaban contra otros nueve que llevaban unas calzas azules. Varios de los hombres vestidos de azul se ponían a cierta distancia uno del otro, en cuclillas, con las palmas de las manos sobre las rodillas, mirando; a estos los llamaban «bases» y «jugadores de campo». ¿Por qué? Dios sabrá. No es asunto que me incumba ni para el que tenga tiempo. Uno de los piernas rojas se quedaba en pie, agitando sobre su cabeza un garrote que de vez en cuando dejaba caer al suelo, para volver a menearlo de nuevo. Tras él se ponía en cuclillas uno de los piernas azules que se escupía mucho en las manos y al que llamaban «catcher»[16]. Junto a él se agachaba uno llamado árbitro, vestido de calle con ropa de la época, que hacía marcas en el suelo con un palo, pero sin sacar nada en claro, por lo que pude ver. Este decía: «¡Bola!». Entonces uno de los piernas azules lanzaba la pelota con una fuerza descomunal hacia el que tenía el garrote en la mano, pero no lograba hacerle caer porque le fallaba la puntería. Luego todos los llamados «bases» y «jugadores de campo» se escupían en las manos, se agachaban y se quedaban mirando otra vez.
El que tenía el garrote soportaba que le arrojaran la pelota varias veces, pero siempre doblaba el cuerpo hacia dentro o hacia fuera para salvarse, mientras los demás se escupían en las manos y él intentaba destruir al árbitro con el mazo sin lograrlo, pese a sus arduos gestos. Pero al cabo de un tiempo tuvo suerte y logró matar al árbitro, cosa que me agradó sobremanera, por más que él mismo cayera luego al no conseguir esquivar la pelota, que finalmente le rompió el cráneo, para mi enorme satisfacción y gratitud. Dando por hecho que aquello era el final del partido pedí a mi padre permiso para irme y lo recibí, aunque cuantos estaban junto a mí permanecieron sentados, esperando ver caer a los demás jugadores. Pero yo ya tenía bastante y no pienso volver a ver ese deporte en el que los golpes buenos llegan siempre con demasiado retraso, lo que hace que el juego no sea entretenido[17]. Además Jebel también estaba entre el público, henchido de desprecio hacia estos jugadores modernos y alardeando de los nueves[18] tan valientes que conoció él hace trescientos años, muertos ya y podridos, gracias a Dios, que hace bien todas las cosas.
DÍA DUODÉCIMO
DURANTE ESTOS VEINTE AÑOS se escucha con cada vez mayor fuerza el rumor de que el patriarca de nuestra regia casa y padre de todos los pueblos del mundo, el muy noble, augusto y venerable Adán (¡que la paz le acompañe!), desea visitar a mi padre en esta su ciudad capitalina. Pues bien, ya no es un rumor, sino una certeza. Mientras escribo su embajada viene hacia aquí a traernos noticias. Sumamente grande es el alborozo de la cuidad, pletórica de júbilo y agradecimiento. Mi padre ha ordenado a su primer secretario que haga los debidos preparativos.
DÍA DECIMOTERCERO
HOY HAN LLEGADO UNOS HOMBRES de confianza a decirnos que la embajada se ha quedado en el oasis de Balka, a dieciocho jornadas de viaje en dirección sur.
DÍA DECIMOCUARTO
HO SE HABLA MÁS QUE DE LAS BUENAS NUEVAS y de la embajada. Al romper el alba se pusieron en camino los emisarios de mi padre con toda su pompa y boato, llevando obsequios de oro y piedras preciosas, especias y trajes de gala. Una tropa reluciente desfiló sus pendones ante mí al son de su música marcial hasta hastiarme con su gentío y su alboroto. Las multitudes apiñadas en los tejados o gritando en pos de ellos eran imposibles de enumerar. Hoy es un gran día.
DÍA DECIMOQUINTO
MI PADRE HA MANDADO ENGALANAR el palacio de las Palmeras para honrar al embajador que está por venir con su séquito. Ochocientos artesanos y artistas han recibido orden de ponerse a pintar, dorar y restaurar.
DÍA DECIMOSEXTO
VISITA AL MUESO a ver los ropajes de hojas de higuera y las extrañas pieles sin curtir que usaban nuestros padres del Edén en los viejos tiempos. Y también la célebre espada «que arrojaba llamas» en manos del querubín[19]. Precisamente ahora que la ciudad está atestada cuentan que el museo apenas tiene cabida para unos pocos miles mientras el gentío clama a diario por entrar a ver las reliquias. Para mirar lo que miran las gentes corrientes, oír lo que oyen ellas y no convertirme yo mismo en un entretenimiento aturdido por las zalamerías que reciben los de mi clase y condición, acudí disfrazado de simple mohac[20], sin el lastre de un esclavo siquiera.
Centenares de guías recorrían las amplias estancias dando a la ávida tropa una explicación de las maravillas allí reunidas. Por lo que pude ver no enseñaban las mercaderías al azar, sino en una secuencia rígida acompañada de un discurso que, a fuerza de repetirlo, se había convertido en una sucesión inmutable de palabras secas, despiadadas, vacías de toda naturalidad y sentimiento, como si las hubiera creado una máquina. El hombre a quien seguía yo llevaba en su puesto cuatrocientos años, cacareando el mismo discurso un día sí y otro también. Al cabo de tantísimo tiempo ya no es dueño su mandíbula, que, una vez iniciado el discurso, queda a merced de Dios, el único capaz de detenerla. La retórica y la necia facundia que en tiempos pudieron resultar vistosas, en esta ocasión casi hacían reír o llorar de lástima por su simplonería y dejadez. Pobre anciano cretino. Tres veces le interrumpí para ponerle a prueba. Y fue tal como lo había imaginado. Le hice perder el hilo y tuvo que volver a empezar desde el principio. La cosa fue de esta guisa. Decía él: «He aquí un arma pavorosa, siniestro recuerdo de aquel aciago día en que ardían las hogueras feroces cuya pálida luz bañaba los oscuros llanos del Edén…». Entonces, interrumpiéndole, le pregunté sobre una pieza enorme etiquetada como LA COPIA CALCADA DE LA LLAVE DEL PARAÍSO CUYO ORIGINAL YACE EN LA CASA DEL TESORO DE CAÍN EN LA LEJANA CIUDAD DE ENOC. Con el rostro lleno de desazón el anciano guía buscaba una respuesta, pero tras fallar una y otra vez procuraba regresar al lugar donde había abandonado su lamentable discurso. Al no lograrlo retrocedía una vez más y repetía con voz áspera: «He aquí un arma pavorosa, siniestro recuerdo de aquel aciago día en que ardían las hogueras feroces cuya pálida luz bañaba los oscuros llanos del Edén…». Aún le interrumpí dos veces más y cada una de ellas volvió él a su maldito «He aquí un arma espantosa». Pero al percibir entre la multitud señales de mofa y befa se tornó airado hacia mí, diciendo: «Aun siendo yo de baja condición y modesto oficio, sólo un hombre de rango mohac y descarada juventud es capaz de avergonzar a un anciano de mi edad con esa sorna». Preso de la ira, pues jamás había recibido un insulto hasta entonces, estuve a punto de decirle: «Por ley, quien ofenda a un miembro de la casa real se juega la cabeza». Pero me mordí la lengua y no hablé, decidido a crucificarle en otra ocasión, junto a toda su familia.
Entretanto, me costaba ver qué tenían de curioso las hojas de higuera para que las gentes no apartaran la vista de ellas. Además, no son hojas propiamente dichas sino más bien los esqueletos de cuyo tejido desintegrado sólo quedan las costillas o venas. Los burlones dicen que no nos faltarán las prendas originales del Paraíso mientras crezcan higueras y existan animales con los que poder renovar nuestros sagrados tesoros. En cuanto a mí, no hablo de ello, pues es lo más discreto. Pero me veo obligado a recordar que hoy tenemos en cada una de las siete ciudades LA ÚNICA Y VERDADERA ESPADA DE FUEGO DE LA EXPULSIÓN DEL PARAÍSO. Esto le hace a uno dudar.
En ese momento apareció el amado idólatra con su caterva de visitantes y me hallé sumergido en la multitud. Al distraerme me puse a soñar despierto, y perdido ya todo mi entusiasmo por las portentosas maravillas que me rodeaban, regresé a casa.
DÍA VIGÉSIMO
RUEGO A DIOS que nos envíe pronto la embajada o las gentes no sabrán contenerse. Apenas se habla de nada salvo de la gran ceremonia y sus preparativos. Aun así, habrán de pasar días antes de que estas esperanzas den su fruto.
DÍA VIGÉSIMO SÉPTIMO
¡QUE MUERA LA GENERACIÓN DE JUBAL! Que se marchite la mano que no se detuvo tras inventar el ilustre órgano y el elegante arpa, sino que tras encerrar a un demonio inquieto en una caja concedió a los vagabundos el privilegio de triturarlo con una manivela y dio a su enjaulada angustia el nombre de Música. Este nuevo invento, que no ha cumplido el siglo de existencia, se ha propagado por todas partes como una pestilencia. Tanto es así que hoy en todas las ciudades se ven vagabundos de países extraños tocando estas horribles cajas en amor y compaña con un mono. Serían soportables si la música fuera variada, pero por desgracia sólo parecen tocar una melodía que debió de estilarse hace treinta años y no parece llamada a desaparecer hasta que el mundo se ahogue en ese ridículo diluvio que los necios beatos con mala bilis auguran cada cierto tiempo. Parece ser que con los fastos de la ciudad ha aumentado enormemente nuestra tropa de músicos de manivela, de manera que ahora tenemos ochenta mil tocando sin cesar esa lacrimógena cancioncilla llamada Ay, dale un beso a Jagag de parte de su madre. Verdaderamente, esta temporada me está resultando intolerable. Ni aunque condenaran a Jagag al infierno me quedaría tranquilo, pues me enfurece pensar que desde el día en que nació trajo sobre nosotros esta maldición.
Día segundo del mes séptimo del año 747
DÍA SEGUNDO DEL MES SÉPTIMO DEL AÑO 747
AYER LLEGARON AL FIN nuestros emisarios acompañados de la augusta embajada y mi padre salió a recibirlos a todos con gran boato a las puertas de la ciudad. Formidable era la procesión, curiosas las esmeradas vestimentas y todo muy digno de ver. La ciudad estaba loca de alegría. En la vida había visto nada semejante a este bullicio y alboroto. Las casas, palacios y calles se dejaban iluminados toda la noche. Quienes miraban la ciudad desde las cumbres del este decían que parecía un valle engarzado de piedras preciosas que titilaban con un bellísimo resplandor.
El embajador ha traído noticias y ya no hay duda alguna. Adán, en efecto, vendrá. La fecha ya está señalada: el año 787 o el siguiente. Se ha hecho una proclama pública y la ciudad entera vocea su alegría. Las órdenes de mi padre se han despachado para que comiencen los preparativos de tan majestuoso acontecimiento.
A partir de hoy comenzarán los juegos y otros entretenimientos para honrar al embajador. Mi padre ha anunciado que la ciudad estará en fiestas durante los dos meses que ha de durar todo esto.