AUTOBIOGRAFÍA DE EVA

AMOR, PAZ, COMODIDAD, ALEGRÍA INAGOTABLE… Todo eso era la vida en el Jardín. Estar vivos era un placer. No había dolor alguno ni debilidades o achaques que marcaran la huida del tiempo. La enfermedad, la zozobra, la tristeza… se sabía que existían afuera, pero no en el Edén. Allí no había lugar para estas cosas, que no entraban jamás. Todos los días parecían iguales, todos un dulce sueño.

Muchos eran nuestros pasatiempos, pues teníamos el candor de un niño ignorante. Nuestra ignorancia era tal que hoy resultaría inconcebible. No sabíamos nada, nada en absoluto. Estábamos empezando desde abajo del todo, desde el principio. Debíamos aprender el abecé del mundo. Hoy un niño de cuatro años sabe cosas que nosotros, al no haber tenido maestros ni preceptores, seguíamos ignorando a los treinta. Nadie nos explicaba nunca nada. Sin diccionario era imposible saber si habíamos usado una palabra correctamente o no. Las palabras largas nos gustaban y ahora sé que a menudo las usábamos por su resonancia o empaque, aunque ignorásemos por completo su significado. En cuanto a la ortografía, eso sí que era un escándalo disoluto. Pero como todas estas pequeñeces nos importaban un comino, habíamos acumulado un amplio y aparatoso vocabulario aun despreciando los medios y los métodos.

Pese a todo una de nuestras pasiones era estudiar, aprender, indagar en el principio y el fin de cuanto se nos cruzaba en el camino, pesquisa que daba a nuestros días un esplendoroso y absorbente interés. Adán era, por naturaleza y vocación, un científico. En justicia puedo decir que yo también lo era y a ambos nos complacía emplear ese gran nombre referido a nosotros. Cada uno tenía la ambición de superar en descubrimientos científicos al otro, incentiva que espoleaba un pique amistoso y nos impedía sucumbir a costumbres poco provechosas y placeres triviales.

Nuestro primer hallazgo científico memorable fue la ley según la cual el agua y los fluidos semejantes caen cuesta abajo y no cuesta arriba. Fue Adán quien lo descubrió. Pasó días y días haciendo sus experimentos en secreto, sin decirme nada, pues quería estar absolutamente seguro antes de hablar. Yo sabía que su intelecto colosal estaba trastornado por algo de gran importancia, porque su reposo era intranquilo y se agitaba mucho al dormir. Pero al fin tuvo certeza de ello y entonces me lo dijo. Parecía tan extraño e imposible que me costaba creerlo. Y ese asombro mío fue su triunfo, su recompensa. Llevándome de arroyo en arroyo, por docenas, repetía sin parar: «¿Lo ves? Fluye cuesta abajo. En todos los casos fluye cuesta abajo, nunca cuesta arriba. Mi teoría era correcta. Queda demostrado. Queda establecido. Nada puede negarlo». Y era una verdadera delicia ver su alborozo ante este gran descubrimiento.

Hoy día a ningún niño le maravilla ver fluir el agua hacia abajo y no hacia arriba, pero entonces resultaba tan admirable e increíble como los demás sucesos con que me he ido topando. Es decir, que ese hecho tan simple lo había tenido ante los ojos desde el día en que me crearon, pero jamás lo había advertido. Aceptarlo y acostumbrarme me llevó un tiempo en que no podía ver un arroyo sin fijarme, voluntaria o involuntariamente, en la caída del agua, casi esperando ver incumplirse la ley de Adán. Pero al fin logré convencerme y no echarme atrás. A partir de ese día me habría quedado patidifusa en caso de ver una cascada yendo en sentido contrario. El conocimiento se adquiere con mucho esfuerzo. No nos lo meten en la cabeza de balde.

Esa ley fue la primera gran contribución de Adán a la ciencia. Durante más de dos siglos llevó su nombre: la Ley de Adán de Precipitación de los Fluidos. Desde entonces, dejar caer un par de halagos sobre este asunto bastaba para dulcificarle el carácter. Estaba muy orgulloso —huelga intentar ocultarlo—, pero no se envaneció. Jamás fue engreído, sino bueno, cariñoso y honesto. Solía quitarse importancia diciendo con una mueca de menosprecio que no era para tanto, que la Ley habría acabado por descubrirla algún otro científico. Pero también es cierto que si un desconocido le pedía audiencia y cometía la imprudencia de olvidar mencionarla, no se le volvía a invitar nunca más. Con el paso de los siglos el descubrimiento de la ley provocó una disputa que los organismos científicos prolongaron durante todo un siglo hasta concederle finalmente la autoría a otra persona más reciente. Fue un duro golpe. Adán nunca volvió a ser el mismo. Pasó seiscientos años con esa pena en el alma y yo siempre he pensado que le acortó la vida. Como Primer Hombre que fue, tuvo prioridad sobre los monarcas y la raza humana entera, además de gozar los honores propios de tan alto rango, pero estas distinciones no le compensaron de tan triste desafuero, pues él era un científico de verdad, no sólo el Primero. A mí me confesó más de una vez que, de haber conservado su gloria como Descubridor de la Ley de Precipitación de los Fluidos, se habría hecho pasar por su propio hijo, conformándose con ser el Segundo Hombre. Hice cuanto estaba en mi mano para consolarle. Le dije que como Primer Hombre tenía la fama asegurada y que habría un día en que el nombre del supuesto descubridor de la ley de que el agua fluye hacia abajo se olvidaría y extinguiría de la faz de la tierra. Y estoy convencida de ello. Nunca he dejado de creerlo. Ese día acabará por llegar.

El siguiente gran triunfo para la ciencia fue una contribución mía. Consistía, por así decirlo, en averiguar cómo se mete la leche dentro de la vaca. A los dos nos había maravillado ese misterio durante mucho tiempo. Llevábamos años siguiendo a las vacas —de día, se entiende—, aunque sin lograr sorprenderlas jamás bebiendo un líquido de ese color. Así que decidimos que, por fuerza, lo obtendrían por la noche. Entonces establecimos unos turnos para vigilarlas de noche. El resultado fue el mismo: un rompecabezas sin solución. Estos procedimientos eran propios de principiantes, pero ahora resulta obvio que eran poco científicos. Llegó un momento en que la experiencia nos enseñó mejores métodos. Una noche en que estaba yo ensimismada mirando las estrellas me vino una gran idea a la cabeza ¡y se abrió ante mí el camino a seguir! Mi primer impulso fue despertar a Adán para contárselo, pero logré dominarme y guardar el secreto. No pegué ojo durante el resto de la noche. Apenas vi asomar los primeros rayos pálidos de la aurora me adentré sigilosamente en el bosque y elegí un pequeño prado rodeado de maleza. Entrelazando unas ramas lo convertí en un corral bien seguro donde metí una vaca que ordeñé hasta dejarla seca, abandonándola allí cautiva. Como no había nada que beber, tendría que hacer su misteriosa alquimia o aguantar con el gaznate seco.

Pasé todo el día nerviosa, incapaz de hablar con coherencia de tan inquieta como estaba. Pero Adán andaba ocupado en inventar una tabla de multiplicar y no se dio cuenta. Al caer el sol —cuando Adán iba por 6 por 9 son 27 y estaba ebrio de alegría por su hazaña, tan ajeno a mi presencia como a todo lo demás— me escabullí a ver a mi vaca. Los nervios y el temor al fracaso me hacían temblar tanto la mano de que durante unos instantes fui incapaz de sujetarle bien la mama. Pero al fin lo conseguí y… ¡salió leche! Ocho litros. Ocho litros, así, de la nada. De pronto di con la explicación: la leche no le había entrado por la boca, sino que se había condensado desde la atmósfera, entrándole por el pelo. Corrí a contárselo a Adán. Su felicidad fue tan grande como la mía y su orgullo, inexpresable.

Al rato me dijo:

—Sabes, no sólo has hecho un descubrimiento importante y trascendental, sino dos.

Y era cierto. Hacía tiempo que una serie de experimentos nos habían llevado a la conclusión de que el aire de la atmósfera consistía en agua en una suspensión invisible. Además sabíamos que los componentes del agua eran el hidrógeno y el oxígeno, en una proporción de dos tercios del primero y un tercio del segundo, cosa que podía expresarse con el símbolo H2O. Mi descubrimiento reveló el hecho de que había otro ingrediente más: la leche. Por eso aumentamos el símbolo, convirtiéndolo en H2O, L.

DIARIO DE EVA.
APUNTES SUELTOS

OTRO DESCUBRIMIENTO. Un día noté que William McKinley[21] no tenía buen aspecto. Es el primer león original y ha sido mi mascota desde el principio. Le examiné para ver qué le ocurría y descubrí que una col sin masticar se le había quedado atascada en la garganta. Como no conseguía sacarla agarré el palo de la escoba y se la metí por el gaznate. Esto le alivió. En el curso de mis investigaciones le había hecho abrir las fauces para poder mirarle la boca y fue entonces cuando le vi algo curioso en los dientes. Tras someterle a un cuidadoso examen científico el resultado fue una profunda sorpresa: el león no es un animal vegetariano sino carnívoro. ¡Come carne! Así fue creado, en todo caso.

Corrí a contárselo a Adán, que por supuesto se burló de mí, diciendo:

—¿Y de dónde se saca la carne?

Tuve que admitir que no lo sabía.

—Pues entonces estás viendo tan claro como yo que la idea es apócrifa. Jamás existió la intención de que comiera carne o, de lo contrario, se la habrían proporcionado. Al no haberle proporcionado carne, se deduce, necesariamente, que no hay carnívoros en el Plan General de las Cosas. Es una deducción lógica, ¿no?

—Lo es.

—¿Acaso tiene algún fallo?

—No.

—Muy bien. Entonces, ¿quieres añadir algo?

—Sí, que existe algo mejor que la lógica.

—¿De verdad? ¿El qué?

—Los hechos.

Llamé a un león y le hice abrir la boca.

—Mira a babor de la quijada superior —le dije—. Este diente alargado de aquí delante, ¿no es un canino?

Al verlo se quedó atónito y me respondió impresionado:

—¡Por todo lo sagrado, es cierto!

—Y estos cuatro de detrás, ¿qué son?

—Premolares, ¡si la razón no me engaña!

—¿Y qué son esos dos del fondo?

—Molares, si es que sé distinguir un molar de un participio pasado. No tengo más que añadir. Las estadísticas no mienten. Esta bestia no es herbívora.

Así es él: jamás mezquino, jamás celoso; siempre justo, siempre magnánimo. Si se le demuestra una cosa, cede enseguida con elegante magnanimidad. Por eso me pregunto: ¿merezco yo a este muchacho maravilloso, a esta hermosa criatura, a este espíritu tan generoso?

Hace una semana que pasó esto. Llevamos desde entonces examinando un animal tras otro y hemos descubierto que estas tierras son ricas en carnívoros hasta ahora insospechados. A día de hoy me parece verdaderamente impresionante ver a un tigre de Bengala atiborrándose de fresas y cebollas. Resulta de lo más impropio, aunque no me lo había parecido hasta ahora.

VARIOS DÍAS DESPUÉS

HOY, estando en un bosque, oímos una Voz.

La buscamos, pero sin lograr encontrarla. Adán decía haberla oído antes, pero sin verla, pese a tenerla muy cerca. Según dice, es como el aire y no puede verse. Le rogué que me contara todo cuanto supiera de la Voz, pero sabe muy poco. Es del Señor del Jardín, asegura, que le ha pedido tenerlo bien atendido y cuidado. Y también le ha dicho que no comamos el fruto de un árbol concreto, porque si la probamos moriremos sin remedio. Nuestra muerte será infalible. Eso es cuanto sabe. Pero yo quería ver el árbol, así que dimos un largo y agradable paseo hasta el lugar aislado y hermoso donde se halla. Al llegar nos sentamos, lo miramos durante un buen rato y comentamos el asunto. Adán me dijo que es el Árbol del Bien y del Mal.

—¿El Bien y el Mal?

—Sí.

—¿Qué es eso?

—¿Qué es qué?

—Eso de lo que hablas. ¿Qué es el Bien?

—No lo sé. ¿Cómo quieres que yo lo sepa?

—Bueno, pues entonces, ¿qué es el Mal?

—Supongo que será el nombre de algo, no sé de qué.

—Pero, Adán, alguna idea tendrás.

—¿Por qué iba yo a tener alguna idea? Si nunca lo he visto, ¿cómo voy a poder figurarme lo que es? ¿Tú cómo lo imaginas?

Por supuesto, yo no tenía ni la menor idea y era irracional por mi parte exigirle a él que la tuviera. Hubiera sido imposible que alguno de los dos averiguáramos qué podía ser. Se trataba de una palabra nueva, como la otra. No las habíamos oído nunca y carecían de todo significado para nosotros. Tras rumiar el asunto durante un rato le dije:

—Adán, acuérdate de esas otras dos palabras desconocidas: Morir y Muerte. ¿Qué significan?

—No tengo ni idea.

—Pero ¿qué crees que significan?

—Hija mía, ¿no ves que me es imposible hacer una suposición aceptable sobre un asunto que ignoro por completo? Una persona no puede pensar sin tener materia sobre la que pensar. Es verdad, ¿no?

—Sí que lo es, pero qué molesto resulta. Precisamente porque no lo sé, tanto mayor es mi afán de saberlo.

Permanecimos un tiempo en silencio, recapacitando sobre el misterio aquel. Entonces di de pronto con el modo de resolverlo, algo tan sencillo que me sorprendió no haberlo pensado antes. Levantándome de un salto, dije:

—¡Seremos tontos! Tenemos que probar el fruto. Así sabremos lo que es morir y el asunto dejará de preocuparnos.

Adán vio que era una buena idea y acababa de ponerse en pie para coger una manzana cuando se nos acercó una criatura de lo más curiosa, un animal de una especie que no habíamos visto nunca. Y olvidamos el primer asunto, por supuesto, que no tenía un interés científico concreto, para correr tras otro que sí lo tenía.

Por valles y colinas, kilómetro tras kilómetro, perseguimos al bicho aquel que reptaba, trepaba y revoloteaba hasta llegar a una parte apartada al oeste del valle donde crece el enorme baniano, entre cuyos troncos múltiples logramos al fin atraparlo. ¡Qué alegría, qué triunfo! ¡Era un pterodáctilo! Ay, era un amor de bicho. ¡Y bien feo! Además, tenía un carácter del demonio y un chillido odioso. Llamamos a un par de tigres y nos llevaron de vuelta a casa con el animal, que tengo ahora a mi lado. Es tarde ya, pero no puedo soportar la idea de meterme en la cama, porque es un diablillo fascinante y una contribución a la ciencia verdaderamente soberbia. Sé que voy a pasarme la noche entera pensando en él y esperando a que amanezca para poder examinarlo y escudriñarlo y así intentar descubrir el secreto de su nacimiento y comprobar cuánto tiene de pájaro y cuánto de reptil, y ver si es un superviviente entre los más fuertes, cosa que dudamos a juzgar por su aspecto. ¡Oh, Ciencia, en tu presencia todos los demás intereses se disipan y esfuman!

Adán se acaba de despertar. Me pide que ponga por escrito esas cuatro palabras nuevas. Eso demuestra que él las ha olvidado. Pero yo no. Por su bien, siempre estoy atenta. Ya están anotadas. Es él quien está fabricando el Diccionario —según cree él—, pero he caído en la cuenta de que soy yo quien hace el trabajo. En fin, no importa, porque me gusta hacer todo lo que él quiera que haga. Y en el caso del Diccionario hago la labor con especial placer, porque así le evito la humillación, pobre hombre. Su ortografía es poco científica. Escribe catarro con k, y catástrofe con c, aunque los dos tienen la misma raíz.

TRES DÍAS DESPUÉS

LE HEMOS PUESTO TERRY de mote y… ¡ay, es un amor! Llevamos tres días totalmente dedicados a él. Adán se pregunta cómo se las arreglaba la ciencia antes de llegar él y creo que tiene razón. El gato ha intentado matar a Terry, porque no le conoce, pero luego se ha arrepentido. Terry ha dado a Thomas un zarpazo de proa a popa que le ha dejado muy maltrecho en lo que a piel se refiere, y Thomas se ha alejado con el gesto de quien pretendía dar una sorpresa y ha tenido que pararse a pensar qué ha ocurrido para se la den a él. Terry es sencillamente grandioso. No hay otra criatura igual. Adán le ha examinado detenidamente y lo ha declarado un superviviente entre los más fuertes. Creo que Thomas no está de acuerdo.

AÑO 3

A PRINCIPIOS DE JULIO Adán descubrió que a uno de los peces del lago le estaban saliendo patas. El espécimen, de la familia de las ballenas, no era una ballena propiamente dicha, ya que estaba en un estado de desarrollo interrumpido. Era un renacuajo. Lo observamos con enorme interés porque si las patas llegaban a madurar y acababan siendo útiles, nuestra intención era desarrollarlas en el resto de los peces para que pudieran salir a darse un paseo y tener así más libertad. Nos preocupan mucho esas pobres criaturas eternamente mojadas, incómodas y restringidas al agua, mientras las demás son libres de jugar entre las flores y divertirse. Las patas se perfeccionaron, como era de esperar, y la ballena se convirtió en una rana. Acercándose a la orilla se puso a saltar y cantar alegremente, cosa que luego haría sobre todo por las tardes para demostrar su inmenso agradecimiento. Otras tardaron poco en seguirla y pronto tuvimos música abundante por la noche, lo que resultó ser una gran mejoría frente al silencio que había antes.

Decidimos sacar varios tipos de peces del agua y soltarlos por las praderas, pero en todos los casos fueron una decepción porque no les salieron patas. Era curioso. No conseguíamos entenderlo. A la semana volvieron todos al agua y allí parecían más satisfechos de lo que habían estado en tierra. Esto lo tomamos como una prueba de que a los peces, por norma general, no les gusta la tierra y que a ninguno de ellos les interesa en absoluto, excepto a las ballenas. A unos cuatrocientos kilómetros valle arriba había varias ballenas grandes en un lago bastante holgado. Y allá que se fue Adán con idea de desarrollarlas y aumentar su capacidad de disfrute.

Cuando llevaba una semana nació el pequeño Caín. Aquello fue toda una sorpresa para mí, pues no me podía ni imaginar que fuera a suceder algo así. Pero ya lo dice Adán siempre: «Es lo inesperado lo que sucede».

Al principio no sabía muy bien qué era aquello. Pensé que sería un animal. Pero al examinarlo vi que no, pues apenas tenía dientes ni piel y era un mico indefenso. Algunos de sus rasgos eran humanos, pero no tenía los suficientes como para justificar su clasificación científica dentro de esa especie. Por tanto, se inició como un lusus naturae —un capricho de la naturaleza— y ahí se ha quedado, de momento, hasta ver su posterior desarrollo.

Pero desde el primer momento la criatura me produjo un interés que iba en aumento día tras día. Luego aquello tomó un cariz más cálido y se convirtió en afecto, amor, incluso idolatría, hasta que me entregué con toda el alma a la criatura, invadida de una feliz y apasionada gratitud. La vida se había convertido en una delicia, un arrebato, un éxtasis, y yo esperaba con ansia día tras día, hora tras hora, minuto tras minuto, que regresara Adán para compartir conmigo esta dicha casi insoportable.

AÑO 4-5

POR FIN HA VUELTO, aunque dice que la criatura no es un niño. Tiene buena intención y ha estado amable y cariñoso, pero como antes es científico que hombre —lo lleva en su naturaleza— no acepta nada que no esté demostrado científicamente. Los sustos que me dio durante los doce meses siguientes con sus experimentos de estudiante son casi imposibles de describir. Para determinar qué tipo de pájaro, reptil o cuadrúpedo era el niño y averiguar para qué servía, lo sometió a todas las molestias e inconveniencias que se le ocurrieron. Y yo tuve que seguirle a donde fuera, día y noche, agotada y desesperada, para aliviar al pequeño de aquel sufrimiento y ayudarle a sobrellevarlo de la mejor manera posible. Por suerte Adán creía que yo lo había encontrado en el bosque, cosa que me daba una cierta ventaja, pues la idea lo empujaba a marcharse de cuando en cuando en busca de otro igual, dejándonos al niño y a mí descansar tranquilamente. Nadie imagina el alivio que suponía verlo abandonar sus espantosos experimentos, coger sus trampas y cebos y salir hacia el bosque. En cuanto desaparecía yo abrazaba a mi hijo con fuerza, lo cubría de besos y lloraba agradecida. El pobre niño parecía darse cuenta de que nos había pasado algo bueno y empezaba a patalear y gritar, enseñando sus encías desdentadas y sonriendo con esa feliz sonrisa de la niñez que parece llegar hasta el cerebro, o lo que tengan ahí dentro.

AÑO 10

EL SIGUIENTE EN LLEGAR fue nuestro pequeño Abel. Nosotros tendríamos un año y medio o dos cuando nació Caín y unos tres o tres y medio cuando se nos sumó Abel. Para aquel entonces Adán ya había empezado a entender el asunto. Cada vez nos molestaba menos con sus experimentos, hasta que en torno al año de nacer Gladys y Edwina —que ahora tienen 5 y 6 años, respectivamente— por fin cesaron del todo[22]. Tras clasificarlos científicamente a todos, tomó un gran cariño a los niños y desde entonces hasta el día de hoy la felicidad del Edén es perfecta.

Ahora tenemos nueve criaturas, de las que una mitad son niños y la otra mitad, niñas.

Caín y Abel están empezando a aprender. Caín ya sabe sumar igual de bien que yo y también multiplicar y restar un poco. Abel no tiene la agilidad mental de su hermano, pero parece suplir con perseverancia la falta de rapidez. Abel tarda tres horas en aprender lo mismo que Caín en una, pero Caín dedica las dos horas que le sobran a jugar. Así que Abel hace un camino más largo, pero como dice Adán: «llega a tiempo, en cualquier caso». Adán ha concluido que la perseverancia es una virtud y bajo esa categoría la ha clasificado en el diccionario. La ortografía también es un don, de eso estoy segura. Porque Caín, con toda su inteligencia, es incapaz de aprender ortografía. En eso es igual que su padre que, siendo el más listo de todos, tiene una ortografía desastrosa. A mí se me da bien, igual que a Abel. Todo esto no demuestra nada, porque no podemos deducir un principio con ejemplos tan escasos, pero sí parece indicar que tener facilidad para la ortografía es un don natural y un signo de inferioridad intelectual. Por el mismo razonamiento, su ausencia es señal de una gran capacidad mental. A veces, cuando Adán se dedica a una palabra larga como raciocinamiento para intentar ponerla por escrito y lo veo limpiarse el sudor de la frente mientras contempla el estropicio, lo adoro por tener esa grandeza intelectual tan tremenda y sublime. Es capaz de escribir tuberculosis de muchas maneras distintas.

Caín y Abel son unos muchachos estupendos que cuidan muy bien a sus hermanos y hermanas pequeños. Los cuatro mayores del rebaño pasean por donde quieren y en ocasiones no sabemos nada de ellos durante dos o tres días. Una vez perdieron a Gladys y volvieron sin ella. No lograban acordarse exactamente dónde ni cuándo la habían echado de menos. El sitio estaba lejísimos, decían, pero no sabían cómo de lejos, porque no conocían bien esa parte del bosque. Sólo supieron decirnos que habían visto muchos arbustos de una planta a la que llamamos belladona[23] sin saber muy bien por qué. No significa nada, pero es una de las palabras que oímos decir a la Voz hace ya tiempo y nos gusta usar palabras nuevas siempre que vengan a cuento, para que nos vayan sonando y sean más manejables. A los niños les gustan los frutos de esos arbustos y dieron un largo paseo mientras iban comiéndolos. Después de eso quisieron irse a otra parte del bosque y fue cuando echaron de menos a su hermana, que no les contestó al gritar su nombre.

Gladys no volvió al día siguiente. Ni al otro, ni al otro. Pasaron tres días más y seguía sin aparecer. Era muy extraño. Como jamás había pasado nada parecido, se nos despertó la curiosidad. Adán opinaba que si seguía un día más sin presentarse, o dos a más tardar, deberíamos mandar a Caín y Abel en su busca.

Y eso fue lo que hicimos. Pasaron tres días fuera, pero la encontraron. Gladys había vivido varias aventuras. La primera noche al ponerse el sol cayó a un río y la corriente la arrastró durante horas, dejándola tirada en un banco de arena. Acabó viviendo con una familia de canguros que la acogieron con hospitalidad, ya que eran muy sociables. La madre canguro era cariñosa y maternal. De vez en cuando se sacaba a los hijos del la bolsa y se iba por los montes y valles en busca de las frutas y nueces más selectas, volviendo siempre a casa con la bolsa llena. Además, rara era la noche en que no recibían visita —osos, conejos, águilas ratoneras, pollos, zorros, hienas, turones, entre otras criaturas— y todos se divertían y jugaban tan felices. Los animales parecían compadecer a la niña por no tener pelo en el cuerpo y de noche le protegían la piel envolviéndola en hojas y musgo. Y así fue como se la encontraron los niños, tapada de pies a cabeza. Parece ser que los primeros días le dio la ñoñería, pero luego se le pasó.

Por cierto, ñoñería es una palabra que se ha inventado ella. La hemos metido en el Diccionario y en breve decidiremos su significado. Tenemos que procurar relacionarla con las palabras que ya conocemos, pero no parece tener una raíz común con ninguna de ellas. Hacer un diccionario es una labor enormemente interesante, pero dura, como dice Adán.

ANOTACIÓN DE LA AUTOBIOGRAFÍA DE EVA.
AÑO 920 DE NUESTRA TIERRA

AY, LA VERDAD es que en aquellos tiempos de simpleza e ignorancia jamás se nos pasó por la incauta mente el hecho de que nosotros, gentes humildes, desconocidas e inconsecuentes, estuviéramos amamantando, acunando y acogiendo el hecho más notable y portentoso que iba a suceder en el universo en los mil años siguientes… ¡la creación de la raza humana!

Lo cierto es que en los primeros tiempos el mundo era un lugar solitario, pero esa soledad tardó poco en modificarse. A los 30 años teníamos 30 hijos que a su vez tenían 300. Dos décadas después la población era de 6 000. Al final del segundo siglo ya había varios millones de personas. Como somos una raza longeva eran pocos los que morían. Más de la mitad de mis hijos aún vive. No dejé de quedarme embarazada hasta llegar a la mediana edad. Por lo general aquellos de mis hijos que sobrevivían a los peligros de la niñez siguen con vida, cosa que les sucedía igualmente a las demás familias. Nuestra raza consta ahora de miles de millones de vidas.