XX

El interior de la cabaña era fresco y oscuro. El aire, humedecido con las nieblas remolineantes del exterior, subió hasta el rostro de Louis y, de momento, le cegó la visión. Parpadeó, hizo un guiño, se puso en cuclillas y se inclinó para ver mejor.

—Ten cuidado —le advirtió Dieter ominosamente.

En la penumbra estaba tendida Vivian, cubierta hasta la barbilla con una manta. Miró débilmente a Louis, con ojos oscuros e inmensos. A él aquello le produjo una sensación extraña: su corazón sufrió un vuelco y le costó trabajo seguir respirando.

—Quizá sea mejor que lo vea más tarde —murmuró.

—No te he traído desde ochenta kilómetros para nada —contestó Dieter apremiante—. ¿Qué pasa? ¿Tienes miedo?

—Sí —admitió Louis—. ¿Es que tengo que mirar?

El miedo se apoderó de él, y se apartó apresuradamente de la cama. ¿Qué pasaría si la cosa no hubiese ocurrido satisfactoriamente? Había siempre la esperanza, una gran esperanza, una perspectiva que era inmejorable. El problema nunca había sido resuelto; tal vez los genes eran inviolables, como Mendel había dicho. Pero entonces, ¿cómo era posible la evolución? Un vasto torrente de teorías abstractas se precipitaba por su cerebro.

—No —dijo enfáticamente—, no puedo.

Dieter se colocó junto a su esposa.

—Tú serás el siguiente —le dijo a Louis—. Tú e Irma. Y luego Frank y Syd. Así es que mira.

Miró. Y todo estaba bien. Temblando, se agachó. El bebé estaba profundamente dormido, una carilla rojiza y saludable, ojos muy cerrados, boca floja, frente arrugada en un ceño pueril. Bracitos levantados acabando en dedos curvados. En muchos aspectos, parecía un bebé de la Tierra… pero no lo era.

Se le notaba ya muy bien. Las ventanillas de la nariz estaban cambiadas; fue lo primero que observó. Un elemento esponjoso cerraba cada una de ellas: una membrana filtrante para mantener a raya el espeso vapor de agua. Y las manos. Agachándose cuidadosamente, agarró la manecita derecha del bebé y la examinó. Los dedos de la mano estaban unidos por una membrana. Los de los pies faltaban en absoluto. Y el pecho era inmenso: pulmones enormes, para almacenar aire bastante conque mantener vivo el frágil organismo.

Y aquello era la prueba. Aquello era la cosa importante, la cosa verdadera. La criatura estaba viva. Respirando el aire venusino, resistiendo la temperatura, la humedad… Todo lo que quedaba ahora era el problema de la nutrición.

Apasionadamente, Vivian atrajo al niño contra su cuerpo. El bebé se agitó, luchó eficazmente, abrió los ojos.

—¿Qué te parece? —preguntó Vivian.

—Es precioso —dijo Louis—. ¿Cómo se llama?

—Jimmy.

Vivian sonrió venturosa. Luego alzó al belicoso chiquillo sobre sus pechos agrandados; a los pocos momentos la agitación cesó, y el movimiento frenético se extinguió en una succión ávida. Louis estuvo mirando unos momentos, y luego salió de puntillas, hacia donde Dieter estaba erguido, esperando orgullosamente.

—¿Qué me dices? —preguntó Dieter agresivamente.

Louis se encogió de hombros.

—Es un chico y patea como un condenado.

El rostro del muchacho se arreboló.

—¿Has comprendido? Está cambiado; se ha adaptado. Vivirá.

—Desde luego —admitió Louis.

Después esbozó una mueca que quería ser una sonrisa y le dio unas palmaditas en la espalda al muchacho.

—Hete aquí padre de familia, picarón. ¿Qué edad tienes?

—Dieciocho.

—¿Qué edad tiene Viv?

—Diecisiete.

—Feliz patriarca. Cuando tengas mi edad, te verás ya con nietos. Virilidad, tu nombre es juventud.

Frank y Syd entraron rápidamente en la cabaña, seguidos por Laura: una niña que ya tenía tres años y que andaba vigorosamente. Irma entró tras ellos con el rostro ansioso.

—¿Es po…? —empezó a decir y luego se quedó callada y conmovida al descubrir a las dos figuras que estaban en la cama.

—¡Demonios! —exclamó Frank, respetuosamente—, es verdad.

—¡Claro que es verdad! —protestó Dieter.

Garry apareció en la puerta.

—¿Puedo entrar?

—Entra —dijo Louis—. Vamos a celebrar toda una reunión —empujó a Laura hacia la cama—. Tú también. Todo el mundo puede mirar.

Inclinándose sobre la mujer y su pequeño, Syd dijo pensativamente:

—El problema de la nutrición está resuelto por ahora. Pero, ¿qué pasará más tarde?

—No te preocupes por eso —dijo Dieter altivamente. Un poco turbado explicó—: Rafferty no se olvidó de nada. Las glándulas de Viv… quiero decir, las secreciones mamarias no son las mismas. Louis y yo hicimos algunas pruebas. Es leche, pero no es leche corriente.

—Gracias a Dios —dijo Syd, tranquilizada.

—No me gustaría tener que luchar por mantenerle vivo durante el resto de su vida —dijo Vivian blandamente—. Creo que no podría.

Frank y Louis salieron a conferenciar en privado.

—Esto es lo mejor que podría haber sucedido —dijo Frank—. ¿Te has parado alguna vez a pensar en la alternativa? Suponte que el bebé hubiese sido normal, un bebé de la Tierra, atado a un ambiente terrestre. Suponte toda nuestra progenie revertida. Sí, esa es la palabra. Reversión. Suponte que no hubiésemos podido llevar esto adelante. Suponte que fuéramos fenómenos, no mutantes verdaderos.

—Bueno, no lo somos.

—Gracias a Dios. Nosotros ocho habríamos vivido nuestra parte de vida y muerto después. Ese habría sido el fin de la raza. De alguna raza.

Salieron a la fría oscuridad y bajaron los tres escalones por el paseo que Dieter había abierto penosamente hasta la carretera principal. En el año último la colonia se había expandido geométricamente. Lisas carreteras unían cada uno de los asentamientos individuales con los demás. Frente a la cabaña de Dieter se alzaba un rudimentario vehículo de metal que había construido en colaboración con Garry: metal, trabajado a martillazos, de láminas calentadas en su propio horno. Era un objeto de apariencia grotesca, pero que servía para su fin. El vehículo estaba movido por una serie de baterías. Sus neumáticos estaban moldeados un tanto caprichosamente, no siendo exactamente redondos, pero sí utilizables. El material era un plástico poroso, una savia extraída de un árbol parecido al helecho. El vehículo hacía dieciséis kilómetros por hora en terreno llano.

—No lo mires con demasiada atención —comentó Louis—. Podría hundirse.

Y aquello no era todo. Los borboteantes manantiales de agua caliente que afloraban en la superficie eran fuentes naturales de energía eléctrica. Cuatro instalaciones generadoras se habían juntado ya; la nueva sociedad venusina tenía una fuente constante de calor, luz y energía en general. La mayor parte de los pertrechos habían sido retirados de las naves en ruinas y de las cúpulas de los exploradores; pero, gradualmente, paso a paso, elementos hechos a mano iban entrando como substitutos.

—No tiene mal aspecto esto —admitió Louis.

—Sí, no está mal —dijo Frank—. No puede negarse que el muchacho ha trabajado muchísimo. Pero todos esos animales de aspecto tan estúpido que tiene ahí amarrados, ¿para qué pueden servirle?

—Sabe Dios —replicó Louis.

Se asomó a la cabaña y le preguntó a Dieter:

—Oye, ¿para qué quieres esas cosas que tienes alrededor?

Altivamente, Dieter contestó:

—Ese es mi rebaño de monos.

—¿Para qué sirven? ¿Vais a comerlos?

Con dignidad, Dieter explicó:

—Lo que yo llamo mono es la especie dominante. Intelectualmente, es la forma indígena de vida más avanzada. Las pruebas que yo he llevado a cabo muestran que el mono es más inteligente que el caballo, el cerdo, el perro y el gato de la Tierra todos juntos.

—¡Cielos! —murmuró Irma.

—Van a ser nuestros ayudantes —reveló Dieter a regañadientes—. A ese rebaño particular le estoy enseñando faenas rutinarias. Así dispondremos de tiempo libre para dedicarnos a planes constructivos.

Moviendo la cabeza, Louis se retiró de la cabaña.

Pero era un espectáculo agradable. Los campos, los cobertizos para los animales, el humo de las distintas chimeneas, el granero; la cabaña principal, ahora un edificio de dobles paredes con dos dormitorios, un salón de estar, cocina y cuarto de baño interior. Y ya Garry había localizado un sucedáneo de la pulpa de madera; un papel rudimentario había sido creado, seguido por una imprenta primitiva. Ya sólo era cuestión de tiempo el que su sociedad se convirtiese en una civilización: ahora una civilización de nueve individuos.

Una hora más tarde, Frank y Syd se encaminaban de vuelta hacia su propio asentamiento, en su vagón movido eléctricamente.

—Son buenas noticias —reiteraba Frank, mientras los campos se deslizaban junto a ellos.

—Ya has dicho eso por quinta vez —dijo Syd suavemente.

—Pero es que es verdad —Frank se quedó meditando con un pliegue de meditación en su rostro—. Quizá nos conviniera pararnos junto a una de las naves.

—¿Para qué?

—Deberíamos construir una incubadora. Suponte que el niño hubiese nacido casi adaptado, pero no del todo. Podría haber muerto… Pero en una incubadora le mantendríamos vivo hasta que se pusiese más fuerte. Ir ajustando las condiciones hasta que pudiese tolerar este ambiente. Siempre conviene asegurarse. No me gustaría que le pasara nada al nuestro —añadió quejumbrosamente.

—Por lo menos deberíamos parar en las cúpulas —dijo Syd—. Les gustará enterarse.

Frank desvió el vehículo de la carretera; a los pocos momentos iba dando botes sobre el suelo verdoso que formaba el paisaje venusino. Frente a ellos se extendía una larga línea de montañas hundidas en la niebla. En la base estaban los extensos restos de lo que en tiempos había constituido las cámaras protectoras terráqueas. Las cabezas de guerra las habían volado, desde luego, pero con los restos se había podido rehacer una estructura simple. Era una semicúpula, una semiesfera hueca anclada en la base de las colinas.

—Es lúgubre ver eso —comentó Frank—. Es como estar uno fuera de su piel.

—Fuera de tu vieja piel —corrigió Syd.

El Refugio no era tan grande como había sido el de ellos; era sólo de la longitud de un bloque de casas ciudadano, y de anchura de unos cientos de metros. Había sido construido para mantener vivos a tres individuos, no a ocho. Pero el principio era el mismo: dentro de la burbuja transparente existía un mundo distinto, con distintas temperatura, atmósfera, humedad y formas de vida.

Los tres habitantes habían realizado una tarea grandiosa al disponer su Refugio. Era como una pequeña porción de la Tierra separada del original. Incluso los colores eran exactos. Frank tenía que admirar la maestría de ellos, la habilidad con que habían creado aquella réplica auténtica. Pero eso era todo lo que habían tenido que hacer el pasado año. Era todo el trabajo que les cabía.

Habían desarrollado escrupulosamente un cielo azul artificial, una imitación casi convincente del cuenco azul de la tierra. Allí había una nube. Aquí, una bandada de patos migratorios, pegados permanentemente al interior de la burbuja plástica. El hombre, Cussick, había traído consigo semillas de hierbas; la superficie del suelo era una sólida expansión de un verde fuerte y oscuro, similar a la flora venusina, pero no igual.

No, de ninguna manera igual. Una sutil diferencia en el color, y una gran diferencia en la contextura. Era un mundo diferente trasplantado aquí, un mundo en miniatura, un fragmento. Una pieza de museo que suscitaba en Frank un raro sentimiento de nostalgia a medida que se iba acercando.

La familia terráquea había plantado árboles y arbustos. Un arce y un abedul ondeaban bravamente dentro del Refugio. Con los materiales utilizables habían construido un modelo de casa terráquea, una pequeña residencia de dos dormitorios. Blancas paredes estucadas. Un tejado de tejas rojas. Ventanas con visillos. Un sendero enarenado. Un garaje, con nada dentro excepto un complicado banco de trabajo. Rosas, petunias y unas cuantas fucsias. Los esquejes y las semillas habían sido traídos todos en el primer y único viaje desde la Tierra: Cussick se había imaginado todo lo que les esperaba. En la parte de atrás había un bien surtido huerto. Y el hombre había incluso caído en la cuenta de traerse tres gallinas y un gato, un toro y una vaca, dos cerdas y un cerdo, una pareja de perros, una pareja de gatos y un montón de pájaros diversos.

El Refugio estaba literalmente abarrotado con la flora y la fauna terráquea. La mujer, Nina, había pintado un telón de fondo artificial que resultaba asombrosamente convincente. Redondeadas colinas pardas sobre un distante océano azul. La mujer tenía mucho talento en cuestiones artísticas; había supervisado el desenvolvimiento de la creación con ojos críticos y expertos. Jugando al borde del Refugio, donde empezaba el telón de fondo, estaba Jack, el hijo de la pareja, de cuatro años de edad. Se hallaba muy ocupado construyendo un castillo de arena a la orilla de un pequeño lago artificial donde rompían penosamente olitas de agua destilada.

—Me dan lástima —dijo Syd de pronto.

—¿Lástima? ¿Por qué?

—Porque es espantoso. Acuérdate. Vivir de esa forma, encerrados en una pequeña caja de cristal.

—Algún día podrán regresar —le recordó Frank—. En el momento menos pensado, la Sociedad del Príncipe del Hombre, o como quiera que se llame la nueva hagiocracia, se enfriará y les dejarán volver.

—Si es que no se han muerto antes de vejez.

—En la Tierra están perdiendo fuerza, ya no tardará mucho. Y ten en cuenta, además, que él sabe por qué está aquí. Fue él quien lo decidió; fue un gesto voluntario. Y un gesto con un propósito.

Frank paró el motor del vehículo y lo detuvo. Él y Syd bajaron con cuidado y caminaron hacia el Refugio. Dentro, tras la pared transparente, Cussick les había visto. Caminó hacia ellos, agitando los brazos.

Llevándose las manos a la boca en forma de bocina, Frank gritó:

—Ha sido un niño. Está adaptado; todo ha salido muy bien.

—No puede oírte —le recordó Syd con dulzura.

Juntos, entraron en la cámara intermedia. Allí, sentados en taburetes, agarraron el micrófono y pusieron en marcha el sistema de comunicación que les enlazaba con el interior del Refugio, el cosmos finito que se extendía al otro lado. En torno a ellos zumbaban tubos y circuitos; aquel era el intrincado sistema de bombeo que mantenía constante la atmósfera del Refugio. Más allá estaban los elementos termostáticos salvados de las tres naves averiadas. Y, más lejos todavía, el equipo principal: los grupos de fabricación que preparaban el alimento de los seres terráqueos.

—Hola —dijo Cussick irguiéndose tras la pared transparente, con las manos en los bolsillos, un cigarrillo en los labios. Tenía subidas las mangas; había estado trabajando en el huerto—. ¿Cómo ha ido la cosa?

—Ha salido estupendamente —dijo Syd.

—¿Adaptado?

—Del todo. Un monstruo regular.

—Magnífico —dijo Cussick, asintiendo—. Nos tomaremos una cerveza a su salud.

Apareció su esposa, una figura bonita y regordeta, de pantalones azules y blusa blanca, con una mancha de pintura naranja en la cintura, brillándole la cara por el sudor. En una mano traía un pliego de papel de lija y un raspador. Tenía aspecto saludable y satisfecho, de verdadera felicidad.

—Dadle nuestra enhorabuena a la mamá —dijo Nina—. ¿Es un niño?

—Hecho y derecho —aseguró Frank.

—¿Es saludable?

—Tiene más salud que un mono —dijo Frank—. En realidad, es el nuevo mono. El mono de repuesto, un mono mejor para remplazar al antiguo.

Desconcertada, Nina movió la cabeza.

—No os habréis vuelto locos. No entiendo nada de lo que estáis diciendo.

—Tú no te preocupes de eso —le dijo el marido, pasándole un brazo por la cintura y atrayéndola hacia sí—. Preocúpate por los ratones que hay en la despensa.

—¿Ratones? —exclamó Syd— ¿También trajisteis ratones?

—Había que conseguir que las cosas fueran naturales —explicó Cussick, sonriendo—. Incluso me traje unas cajitas con cigarras y moscas. Quiero que mi mundo sea completo. Mientras tengamos que estar aquí…

Junto al lago sintético, Jackie jugaba feliz con su castillo de arena.

—Me interesa que él conozca las cosas contra las que tendrá que luchar —explicó Cussick—. Así estará preparado para cuando los tres podamos volver.

FIN