Cuando empujó la puerta del apartamento, Nina lanzó un grito y corrió hacia él sollozando. Cussick la estrechó entre sus brazos, apretándola con fuerza, mientras en su cerebro todavía giraba un remolino sin sentido.
—Estoy muy bien —murmuró—. Ha muerto. Se acabó.
Ella retrocedió unos pasos, con el rostro surcado de lágrimas, los ojos rojos e hinchados.
—¿Le has matado tú? —Allí sólo había incredulidad, y ni sombra siquiera de haber comprendido. Él sentía de la misma manera; la expresión de ella sólo reflejaba la suya propia—. Pero, ¿cómo?
—Le disparé.
Seguía aún empuñando la pistola. Le habían dejado salir del edificio; nadie había tratado de detenerle. Nadie comprendía lo que había pasado… Se había encontrado tan sólo con rostros al borde del desmayo, desconcertados, aterrados, inánimes.
—Pero tú no podías matarlo —repetía Nina—. ¿Es que él no lo sabía?
—No le tiré a él. Él estaba sentado. Disparé contra uno de los guardias —Cussick se pasó la mano por la frente en un gesto indeciso—. Fue todo una cosa instintiva. Estaba hablando mal de ti; saqué la pistola y disparé. Quizá fue eso: el no haberlo planeado. Quizá desfasé el tiempo. Es posible que el futuro se alterase de alguna forma al actuar yo por un reflejo. Tal vez no pueden predecirse las respuestas subconscientes.
Reuniendo trocitos, casi llegaba a creérselo. Casi había logrado construir una argumentación convincente. Y casi estaba ya dispuesto a aceptarla hasta que vio el pequeño paquete marrón sobre el brazo del diván.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—¿Eso? —Nina lo cogió—. No tengo la menor idea. Llegó antes de que yo viniese. Procede de la Organización —lo deslió—. Trae puesta tu dirección. Estaba en el rellano, apoyado contra la puerta.
Cussick lo tomó en peso. La forma de la caja era familiar; se trataba de un estuche de cinta magnetofónica. Con dedos entumecidos, rompió el papel y llevó la cinta hasta el magnetófono colocado junto a la pared, sobre la mesita del café.
—Cussick —empezó a decir la vocecilla delgada y gruñona—, será mejor que se quite usted de en medio durante algún tiempo. Probablemente va a haber un jaleo grande. No es que lo sepa; lo conjeturo tan sólo. ¿Comprende? Sólo lo conjeturo. Por lo que a usted se refiere, he perdido mis facultades; usted sabe muy bien por qué.
Sí, sabía por qué. Jones había visto todo hasta el momento mismo de su muerte. Pero nada más; ni una pulgada más.
—Hizo usted un bonito trabajo —continuó la voz de Jones, el murmullo áspero y metálico que había escuchado no hacía todavía media hora—. Desde luego no debe usted jactarse del mérito. Todo lo que hizo fue disparar la pistola; fui yo quien me interpuse en el camino de la bala. Pero usted hizo lo que tenía que hacer. Eso estuvo bien; yo sabía que lo haría. No se acobardó.
Cussick detuvo la cinta.
—Maldito cerdo —dijo salvajemente.
—¡No lo pares! —pidió Nina; alargando la mano, volvió a hacer funcionar el mecanismo.
—Así pues —declaró la voz de Jones—, estoy muerto. No puedo decir exactamente en qué momento esto llegará a su poder, pero supongo que llegará. Lo que sí sé es esto: si usted oye estas palabras, cuando las oiga yo habré muerto, porque he visto suceder hasta ahí. Y ahora ya usted lo ha visto suceder también. ¿Se hace cargo de mis sentimientos?
»Durante un año he estado afrontando este momento, sabiendo que tenía que llegar. No podía evitar el saberlo. Sufriendo por eso y por lo que vendrá después. Ahora ya pasó. Ahora puedo descansar. Naturalmente, se dará cuenta de que hizo lo que yo quería que hiciera. Pero probablemente no comprende por qué.
»Cometí un error. Jugué, me arriesgué y perdí. Estuve equivocado… pero no de la forma que usted cree. Estaba más equivocado de lo que usted pueda creer.
—No —exclamó Cussick, sintiendo crecer en su interior una furia desconcertada.
—Mañana, o uno de estos días —continuó Jones—, las naves de guerra volverán a sus bases. La gente verá que cometí un error, se dará cuenta que puedo equivocarme como cualquiera. Sabrá entonces que no tengo un conocimiento absoluto —una divertida vibración de triunfo resonaba en las palabras, animando el chorro monótono—. Muy pronto se habría extendido el rumor: Jones era una mentira, Jones no tiene talento, Jones nos ha tomado el pelo; no sabe más del futuro que nosotros mismos.
»Pero ahora no pensarán eso. Dispondrán de este hecho: hoy, Jones ha sido asesinado. Y mañana las naves empezarán a aterrizar. Jones murió antes de que comenzase la derrota, y la causa siempre ocurre primero.
Fútilmente, Cussick apagó el flujo de palabras.
—¡Cristo! —dijo amargamente.
—No lo comprendo —susurró Nina asustada—. ¿Qué quiere decir?
Con repugnancia, Cussick hizo funcionar de nuevo el aparato.
—Dirán que fui asesinado vilmente —observó la voz de Jones con regocijo—. Dirán que usted les robó la victoria al matarme. La leyenda irá extendiéndose: si Jones hubiese vivido, habríamos ganado. Fue usted, el viejo sistema, el Relativismo, Fedgov, lo que nos robó el triunfo. Jones no fracasó.
»Mis excusas a su esposa. He de confesarle esto: tenía que decir aquello para espolearle a usted. Naturalmente, Pearson está vivo. Le encontrará en una de las viejas prisiones de la Policía; es decir, si usted todavía…
—Puedes cerrarlo —dijo Nina—. No quiero oír nada más.
Inmediatamente, él apagó la voz y dijo:
—Le ayudé a conseguir lo que quería. Usó de mí de la misma manera que usó de Pearson… Éramos elementos de su plan.
Durante un rato ninguno de los dos habló.
—Bueno —dijo Nina animosamente—, ahora ya no tendremos guerra civil de ninguna clase.
—No —admitió Cussick—. Todo aquello era una impostura, un cebo; todo aquello que te dijo acerca de un último dique contra las turbas; te lo dijo para atraerme de esa manera.
—Era un buen psicólogo.
—Era todo. Conocía la Historia; sabía cuándo quitarse de en medio de la escena… y cómo. Sabía cuándo hacer la entrada y cuándo el mutis. Pensábamos que íbamos a tener que soportar a Jones durante otros seis meses; en lugar de eso habremos de soportar a Jones, a la leyenda de Jones, para siempre.
No se necesitaba tener el talento de Jones para prever aquello. La nueva religión. El semidiós que se sacrifica y muere heroicamente por la gloria del hombre. Con la leyenda de que reaparecerá algún día, de que su muerte no ha sido en vano. Templos, mitos, textos sagrados. El Relativismo no volvería, no podría volver a este mundo. No después de lo que había pasado.
—Realmente se ha apoderado de nosotros —admitió Cussick furioso y aturdido, pero obligado a admirar la astucia del individuo—. Nos ha superado a todos. Ahora habrá íconos de Jones de veinte metros de altura. Cada año se irá haciendo más grande; dentro de un siglo tendrán una extensión de kilómetros —se echó a reír ásperamente—. Santuarios. Imágenes sagradas.
Nina empezó a enrollar de nuevo la cinta magnetofónica.
—Quizá podamos usar esto como prueba.
—¡Diablos! —le dijo Cussick—, tenemos montones de pruebas. Podemos demostrar que Jones estaba equivocado, demostrarlo con un millón de cosas diferentes. Por lo pronto, juzgó mal a los derivantes; eso es un hecho. El anillo se cerró antes de que Jones lo viese; las naves habían empezado ya a regresar. Y él muerto; racionalmente eso debería acabar con el mito.
»Pero no acabará. Él tiene razón; nos ha juzgado certeramente. La causa precede al efecto. Jones murió en lunes, la guerra se perdió en martes. Incluso yo, aquí en esta habitación, no puedo evitar el sentirme un poco convencido.
—Yo también —asintió Nina con una voz tenue y lastimera—. Es una sensación más fuerte que todo razonamiento.
Cussick se acercó a la ventana, descorrió las cortinas, y miró con impotencia las oscuras sábanas de lluvia redoblando abajo sobre el pavimento.
—¿Qué haremos tú y yo? —preguntó Nina tímidamente—. Veo que no te interesa ir al África Occidental.
—¿Tú crees que el África Occidental estará lo bastante lejos? ¿Lo bastante lejos para mí? Soy el hombre que asesinó a Jones, tenlo presente. Habrá un montón de gente buscándome.
—Pero ¿adónde podemos ir? —preguntó Nina.
—Fuera de la Tierra —contestó Cussick reflexionando—. Aquí no hay sitio alguno para nosotros. Tardarán un día o dos en ponerse a buscarnos. Eso apenas nos dará tiempo para recoger a Jackie y arreglar las demás cosas que necesitamos. Necesitaremos pertrechos en abundancia.
»Y una buena nave, una que haya sido recientemente estrenada. Todavía dispondrás de dinero y de influencia para conseguir una cosa así, ¿verdad?
Ella asintió lentamente.
—Sí, supongo que sí. Parece como si te hubieras decidido. ¿Has elegido ya el sitio adonde vamos a ir?
—Adonde vamos a ir y lo que vamos a hacer. No es agradable, pero puede resultar permanente. Es un consuelo… Este gobierno puede acabar algún día y nosotros regresaríamos sanos y salvos.
—Dudo que esto pueda acabar —dijo Nina.
—También lo dudo yo. Pero necesitamos una chispa de esperanza para seguir adelante. Se nos presentan tiempos duros —se separó de la ventana—. Te darás cuenta de que puedes quedarte aquí. Legalmente no eres mi mujer; ellos no tienen por qué relacionarnos al uno con el otro. Un poco de charla aquí y allí, y vuelves a ser un miembro leal de la Organización.
—Iré contigo —dijo Nina.
—¿Estás segura? Después de todo, estás magníficamente situada… Podrías ser una santa de la nueva Iglesia.
Ella sonrió tristemente.
—Tú sabes que quiero ir. Por tanto, no perdamos el tiempo.
—Está bien —accedió Cussick, un poco más feliz. En realidad, muchísimo más feliz. Inclinándose, la besó en la nariz.
—Tienes razón; es hora de empezar. Cuanto antes nos vayamos de aquí, tanto mejor.