Una lluvia oscura iba aplastándose sobre el coche mientras el conductor de la Organización, uniformado de gris, los llevaba concienzudamente en medio del tráfico lento y pesado. En la parte de atrás, Nina y Cussick iban sentados en silencio.
Fuera del coche se erguían cegadoras farolas reflejadas por un billón de gotas de lluvia que chocaban en las ventanillas de plástico. Las luces de señalización se encendían y se apagaban; dentro del tablero de mando, relés respondedores se cerraban en conformidad. El conductor poco tenía que hacer aparte de guiar; la mayoría de los mandos eran circuitos automáticos. Se trataba de un hombre joven y rubio, un funcionario sin sentido del humor, desarrollando su tarea hábil y desapasionadamente.
—Oye cómo llueve —murmuró Nina.
El coche hubo de detenerse ante una serie de luces indicadoras. Cussick empezaba a rebullirse inquieto. Encendió un cigarrillo, lo aplastó; nerviosamente encendió otro luego. Después Nina se inclinó y le sujetó una mano.
—Querido —dijo ella desolada—, me gustaría… Pero, ¿qué diablos puedo hacer? Me gustaría poder hacer algo.
—Basta con que me hagas entrar.
—Pero ¿cómo vas a hacerlo? No es posible.
Cussick le advirtió la presencia del conductor.
—No hablemos ahora de eso.
—No te preocupes —dijo ella—. Harry es de los míos.
El coche se puso nuevamente en marcha, y a los pocos momentos se hallaban en la ancha avenida sin semáforos que conducía directamente a los edificios de Fedgov, donde Jones se había atrincherado. La cosa no tardaría mucho, comprendió Cussick. Probablemente otra media hora más. Cariacontecido, miraba las hileras de coches lanzados a toda velocidad. Había un tráfico intenso. A lo largo de las rampas para los peatones se apretujaban encorvados ciudadanos usuarios de los ferrocarriles, que acababan de bajar de los expresos urbanos y se movían inquietos bajo la lluvia tenaz.
Sacó de su bolsillo un pequeño cetro reluciente envuelto con cuidado en un oscuro papel fibroso y translúcido. Apartó las rodillas y mantuvo el cetro en el cuenco de las manos.
—¿Qué es eso? —preguntó Nina. Patéticamente, alargó los brazos para cogerlo—. ¿Un regalo para mí?
—Los usábamos bastante —dijo Cussick, parándole los dedos—. Hasta que Pearson los prohibió. Probablemente has oído hablar de esto… los Comunistas lo utilizaron mucho durante la guerra como instrumentos de conversión. Nosotros aprovechamos también la idea. Se llamaba espejo de la muerte.
—¡Oh! —dijo Nina—. Sí, he oído hablar de eso. Pero creí que ya no quedaba ninguno.
—Todo el mundo conserva uno o dos.
En las manos de Cussick el cetro brillaba cegadoramente. Todo lo que él tenía que hacer era retirar la envoltura de fibra marrón; tan simple como eso. El espejo era un foco que captaba y atrapaba la atención de los centros superiores del cerebro.
El coche aflojó la marcha.
—¿Ya hemos llegado? —preguntó Cussick inmediatamente.
—No, señor —contestó el joven conductor—. Hay algunos críos que quieren montarse. ¿Me permiten que los recoja? Está lloviendo terriblemente —añadió.
—Desde luego —respondió Cussick—. Recójalos.
Los cuatro críos, que se introdujeron agradecidos en el coche, iban cargados con canastos y empapados restos de estandartes.
—Gracias —dijo la muchacha que hacía de jefe, una niña de doce o trece años—. Nos han salvado ustedes la vida.
—Estábamos vendiendo botones de la Cruzada —explicó otra niña, sacudiéndose el agua de la cara.
El tercer crío, un muchachillo rechoncho y de cara rojiza, miró aterrado a Nina y balbuceó:
—¿Está usted en la Organización?
—Así es —dijo Nina fríamente.
Las chiquillas se exprimían los trajes mojados, luchaban por secarse los cabellos, exudaban el olor de ropa mojada y de excitación.
—Mira —dijo una de ellas—, este es un coche oficial.
La primera niña, bajita y de rostro anguloso, con grandes ojos apasionados, le dijo tímidamente a Cussick:
—¿Tiene usted un botón de la Cruzada?
—No —contestó Cussick concisamente. La ironía de aquello le impresionaba: este era un grupo típico de jóvenes fanáticos, ofreciendo botones para obtener fondos que sirvieran a la Cruzada. Haciendo guardia en las esquinas de las calles, parando a coches y peatones, a tenderos y usuarios de trenes, con los rostros arrebolados y vivos por el fervor de la Causa. En las cuatro caritas infantiles no veía más que una excitación inocente: para ellos, la Cruzada era una cosa grande y noble; una salvación espiritual.
—¿Querría usted… —empezó a decir la jovencita de la cara angulosa, levantando hacia él una mirada tímida—, querría usted comprar un botón de la Cruzada?
—Desde luego —dijo Cussick—. ¿Por qué no? —se metió la mano en el bolsillo— ¿Cuánto es?
Nina reprimió una exclamación ahogada y hundió la cabeza; él se hizo el desentendido y sacó unos cuantos billetes arrugados.
—La costumbre es diez dólares —dijo la niña, metiendo la mano en la cesta para coger un botón—. Lo que usted quiera… Es para una buena causa.
Él le dio el dinero y ella, gravemente, vacilando, le pinchó el botón en la solapa. Allí se quedó cogido, un escudito de plástico brillante, con la espada en alto de la Cruzada sobrepuesta encima del familiar caduceo. Le producía una sensación desgraciada y compleja el notar aquello allí. De pronto se inclinó hacia delante y sacó un segundo botón del cesto de mimbre.
—Toma —le dijo dulcemente a Nina—. Para ti.
Solemnemente se lo pinchó en el abrigo. Nina le respondió con una apagada sonrisa y se inclinó para tocarle la mano.
—Ahora todos tenemos uno —comentó tímidamente la niña de la cara chupada.
Cussick le pagó el segundo botón, y ella, escrupulosamente, juntó el dinero con el resto de las aportaciones. Las seis personas que iban en la parte de atrás del coche cruzaban a través de la lluvia, silenciosas e impresionadas, absorta cada una en sus pensamientos. Cussick se preguntó qué harían y qué pensarían los cuatro críos dentro de pocos días. Dios lo sabía… Dios y Jones, los dos lo sabrían. Él, por su parte, no.
El conductor soltó a los críos en la intercepción central; la portezuela se cerró tras ellos de golpe; movieron los brazos haciendo señales de agradecimiento, y una vez más el coche arrancó y fue acelerando. Ante ellos se alzaba la ominosa pared gris que era el edificio reforzado, a prueba de bombas, de Fedgov. Casi habían llegado.
—Esos críos —dijo Nina tristemente—. De esa forma sentía yo, no hace tanto tiempo, después de todo.
—Lo sé —contestó Cussick.
—Ellos no quieren hacer ningún daño. Sencillamente no comprenden.
Él se inclinó y la besó; los labios cálidos y húmedos de su mujer se aferraron fútilmente a los suyos hasta que, con pena, él se apartó.
—Deséame suerte —le dijo él en voz baja.
—Con toda mi alma —se aferró a él con fervor—. Por favor, ten cuidado; no permitas que te pase nada.
Cussick se tocó la chaqueta. Dentro, además del espejo, estaba la pistola de reglamento de la policía. El espejo era para Jones; la pistola para abrirse paso al regreso y mantener a raya a los guardias.
—¿Hasta dónde me puedes llevar? —le preguntó—. ¿Hasta dónde llega tu autoridad?
—A todas partes —contestó ella con la cara blanca, respirando con dificultad—. No será difícil; todos me conocen.
—Hemos llegado, señor —dijo el conductor.
El coche había salido de la avenida; ahora estaba descendiendo por una larga rampa hacia los pasajes del edificio. Un zumbido persistente rechinaba en torno a ellos; las ruedas del coche se deslizaban sobre correderas de acero. En las tinieblas, luces se encendieron y se apagaron; el coche respondió inmediatamente. Aflojó la marcha hasta casi detenerse, a medida que el conductor lo iba guiando hacia el control del garaje. Moviéndose a paso de caracol, gradualmente llegó a hacer alto. El motor se apagó, y el freno se contrajo en la posición de cierre. Habían llegado.
Cansadamente, Cussick abrió la portezuela y bajó. Reconoció aquella cámara; la amplia cueva de hormigón había alojado su propio coche en los viejos días. Se acercaba un servidor vestido con uniforme gris: aquella era la única diferencia. El hombre llevaba un uniforme de la Organización en lugar del uniforme pardo de la Policía. Se llevó la mano a la gorra respetuosamente.
—Buenas noches —murmuró—. ¿Puede mostrarme su pase?
—Déjame a mí —dijo Nina, descendiendo rápidamente del coche y colocándose junto a Cussick. Rebuscó en su bolso y sacó la placa metálica—. Aquí está; el coche es mío.
—¿Cuándo necesitará recogerlo? —preguntó el vigilante, examinando la placa y devolviéndosela luego a Nina. Por lo menos la primera barrera se había pasado—. ¿Quiere usted tenerlo toda la noche? —inquirió el vigilante.
—Póngalo en la planta baja —respondió Nina, después de una mirada interrogadora a Cussick—. Podemos necesitarlo en cualquier momento.
—Sí, señora —contestó el vigilante, volviendo a tocar su gorra—. Yo estaré esperando.
Cuando entraron en el ascensor, las piernas de Cussick flaqueaban. Nina estaba terriblemente pálida; él la agarró y hundió sus dedos en el brazo de ella hasta hacerla reaccionar.
—Estoy bien —dijo ella animosa.
—¿Siempre está esto tan concurrido?
Se veían aplastados entre un montón de oficiales de caras serias.
—No siempre. Últimamente sí se nota bastante… —su voz se arrastró vagamente—. Mucha actividad.
El ascensor se cerró en aquel momento; dejaron de hablar, apretaron los dientes y su atención se exasperó. Los oficiales estaban murmurando números de pisos. Nina se adelantó y dijo:
—El diecisiete, por favor.
Salieron con un grupo de presurosos dignatarios que rápidamente se desperdigaron en varias direcciones. Ante ellos se abría el gran vestíbulo de recepción y el ancho mostrador de información. Nina avanzó hacia el mostrador, resonando sus tacones en el suelo duro y pulimentado.
—Tengo una cita con el señor Jones —dijo apresuradamente a los uniformados oficiales detrás del mostrador—. Se trata de este hombre.
Calmosamente, el oficial recogió los papeles y los estudió. Era un hombre de mediana edad, con pescuezo abultado que le colgaba en oleadas sobre su cuello duro. Tenía dedos regordetes, blancos, eficientes. Con interés petulante, burocrático, examinó cada papel antes de hablar.
—¿Qué motivo hay para su solicitud? Tiene usted que ir por el conducto regular, señorita Longstren. Tenemos concertadas entrevistas para las próximas doce horas —con gesto de disgusto, sacó su libro y pasó un dedo por las columnas—. No podrá ser hasta mañana por la mañana.
Nina lanzó una mirada muda y agonizante a Cussick.
—Este es un caso urgente —balbuceó ella—. Es preciso que obtengamos prioridad.
—Bueno, pues entonces —dijo el oficial, sin mucho interés— tiene usted que rellenar un impreso especial —extrajo de un cajón un formulario y lo alargó—. Indique los particulares en la sección cinco y también en la sección ocho. Asegúrese de que el papel carbón esté bien colocado —señaló una mesita en el rincón del vestíbulo—. Puede usted llenarlo allí.
Dócilmente, Nina y Cussick fueron con el impreso hasta la mesita y tomaron asiento.
—Bueno, y ahora ¿qué? —preguntó Nina con voz ahogada—. ¿Qué digo ahora?
—Di que vienes con alguien de los laboratorios de Investigación Astronómica. Di que hay algunos indicios sobre la naturaleza del anillo que nos rodea.
Nina rellenó el formulario debidamente.
—¿Ves a todos esos hombres? Están esperando para verle… y todos son peces gordos. Lleva más de una semana de conferencias ininterrumpidas.
Ella firmó el impreso y los dos volvieron a encaminarse lentamente hacia el mostrador. Se había formado una cola; cuando por fin les llegó el turno, el oficial aceptó bruscamente el impreso, le echó una ojeada, lo separó del bloc y lo metió por la ranura registradora.
—Hagan el favor de sentarse —les dijo rutinariamente—. Transcurrirá un tiempo antes de que el señor Jones tenga tiempo para revisar su solicitud. Pueden entretenerse con las revistas —añadió.
Encontraron asientos. Muy envarados aguardaban los dos, hojeando las revistas sin verlas. Los oficiales se movían de un lado a otro sin parar; de los corredores laterales llegaba el sonido de voces, el chasquido ahogado de máquinas. El edificio zumbaba con una actividad incansable.
—Se nota que están ocupados —comentó Cussick. Abrió un ejemplar del Saturday Evening Post, y volvió a colocarlo en el revistero.
Nina asintió, demasiado asustada para hablar. Con los ojos fijos en el suelo, estaba sentada rígidamente, agarrando su bolso y la revista.
Cussick se llevó la mano al bolsillo hasta que sus dedos tocaron el espejo letal. Hábilmente, le quitó la cubierta. Ahora ya podía funcionar; todo lo que tenía que hacer era sacarlo.
Pero no creía realmente que se le pudiera ofrecer la oportunidad.
—¿Estás arrepentido? —preguntó Nina débilmente—. ¿Preferirías no haber venido?
—No —contestó él—. No estoy arrepentido.
—No es demasiado tarde…, podríamos levantarnos e irnos.
No contestó. Tenía miedo; bastaría la menor presión para hacerle ponerse en pie y salir del edificio. Una casa con Nina y con Jackie. Ellos tres otra vez juntos, como estaban antes… Arrancó aquella idea de su cabeza y se quedó mirando al escribiente del mostrador de información, que seguía examinando impresos.
El escribiente le hizo una señal. Rígido, incrédulo, Cussick se puso en pie y se acercó.
—¿Nosotros? —preguntó con voz ronca.
—Pueden ustedes entrar.
Cussick parpadeó.
—¿Quiere usted decir que ya nos han llamado?
—El señor Jones ha aceptado la solicitud inmediatamente —sin separar la mirada de su trabajo, el escribiente señaló con la cabeza hacia la puerta lateral—. Por allí, y hagan el favor de terminar el asunto lo antes posible: hay otros que están esperando.
Cussick volvió junto a Nina; ella le estuvo mirando con los ojos abiertos de par en par todo el tiempo que él tardó en atravesar el vestíbulo.
—Voy a entrar —le dijo él brevemente—. Sería mejor que te marcharas. Cuando yo entre, no hay necesidad de que te quedes aquí.
Dócilmente, ella se puso en pie.
—¿Adónde debo ir?
—A nuestro apartamento. Espérame allí.
—Muy bien —asintió ella.
No dijo nada más; sin pronunciar una palabra, se volvió y se alejó rápidamente del vestíbulo, regresando por el camino que habían traído, hacia el ascensor.
Cuando Cussick se aproximó a la oficina interior, se iba preguntando por qué la solicitud habría sido aceptada con tanta rapidez. Y todavía rumiaba ceñudamente el asunto cuando cuatro vigilantes uniformados de gris se alzaron ante él y le plantaron cara.
—Papeles —dijo uno de ellos extendiendo las manos—. Sus papeles, caballero.
Cussick le entregó la documentación que el escribiente le había devuelto; los vigilantes la examinaron, le examinaron a él, y se dieron por satisfechos.
—Está bien —dijo uno de ellos—. Siga adelante.
Una triple pared de complicadas cerraduras se retrajo ruidosamente, y Cussick se halló frente a más oficinas y corredores. Había por allí poca gente; sus pisadas resonaban en el silencio agobiante. Durante algún rato estuvo caminando a lo largo de una antesala cubierta con una ancha y gruesa alfombra; nadie aparecía a la vista, nadie salía a su encuentro. Una quietud casi religiosa reinaba en el corredor; no había ningún adorno, ningún cuadro, estatua ni cornucopia, sólo la alfombra, las paredes lisas, el techo. En el testero más alejado había una puerta entornada. Llegó hasta allí y se detuvo indeciso.
—¿Quién está ahí fuera? —preguntó una voz delgada y metálica, cargada de fatiga, quejumbrosa y susceptible.
En el primer momento no la reconoció; luego la identificó de pronto.
—Entre —ordenó la voz con un tonillo de irritación—. No se quede hecho un pasmarote en la antesala.
Entró, con la mano rodeando el espejo letal. Tras una amplia mesa desordenada estaba sentado Jones, contraído el rostro en una mueca de cansancio y desesperación. El trabajo apilado le mantenía virtualmente invisible; un derrengado y vencido muñeco luchando con una montaña demasiado grande para ser izada.
—Hola, Cussick —murmuró Jones, alzando la vista fugazmente.
Alargó sus manos como zarpas y echó a un lado los montones de informes y papeles que cubrían su mesa. Parpadeando a la manera de los miopes, le señaló una silla.
—Siéntese.
Aturdido, Cussick avanzó hacia la mesa. Jones le estaba aguardando. Naturalmente… Lo que pasaba era que él, Cussick, había tratado de no ver lo que era evidente. Desde mucho antes, el otro había visto la solicitud, mucho antes de que Cussick la hubiera dictado; mucho antes, Jones había sabido quién era el «técnico en Investigación Astronómica».
Detrás de Jones se erguían dos guardaespaldas gigantescos, de rostros sombríos y uniformes impecables, empuñando metralletas, con ojos vacíos e impasibles, silenciosos e inmóviles como estatuas. Cussick vaciló, empuñó el espejo letal, empezó a sacarlo.
—Deme —exigió Jones imperiosamente, extendiendo la mano.
En una fracción de segundo, agarró el espejo de la muerte; sin mirarlo siquiera lo arrojó a la alfombra y lo hizo añicos bajo sus tacones. Cruzando los brazos y apoyándose en el centro de la mesa, miró a Cussick.
—¿Quiere usted sentarse? —gruñó—. Me molesta tener que levantar la vista. Siéntese, y podremos hablar —se parapetó tras el desorden de su mesa—. Usted fuma, ¿verdad? No tengo cigarrillos aquí; dejé de fumar. Es perjudicial.
—Tengo los míos —dijo Cussick, rebuscando indeciso en sus bolsillos.
Tamborileando inquieto con los dedos sobre la mesa, Jones dijo:
—Hace años que no le veía a usted, desde aquel día en las oficinas de la Policía. Trabajos, secretos y miles de cosas desde aquel entonces. Es una ruda tarea, este tipo de trabajo. Una responsabilidad espantosa.
—Claro —concedió Cussick con voz espesa.
—Pearson ha muerto; ya lo sabrá usted. Murió esta mañana —una mueca grotesca alteró la faz consumida—. Le mantuve vivo algún tiempo. Planeó mi muerte, pero yo lo estaba esperando: todo un año antes de tiempo. Aguardando que el asesino se mostrara.
»Usted ha elegido un buen momento para venir; estaba a punto de mandarle a buscar. No precisamente a usted, claro está; a cualquiera de su calaña, el lote completo. Esa rubia estúpida, que solía ser su esposa; sabrá usted que se nos incorporó, ¿no es así? Claro que usted lo sabe…; fue ella quien extendió esta solicitud. Conozco su letrilla de patas de mosca.
—Sí —repitió Cussick.
—Una infinidad de mujeres hambrientas de sexo ha venido a unírsenos —rezongó Jones, torciendo la cara y doblando el cuerpo enclenque en espasmos nerviosos. Su voz sonaba monótona; las palabras fluían en un acolchado surtidor de fatiga—. Una especie de sucedáneo para la copulación adecuada, supongo. Esto es para ellas un orgasmo que dura toda la vida. Algunas veces, teniendo alrededor tías como la esposa de usted, llego a experimentar la sensación de que estoy rigiendo una casa de putas en lugar de…
De la chaqueta, la mano de Cussick sacó la pistola. Él no se dio cuenta de decisión alguna; su mano se movió con voluntad propia. En un gesto instintivo, reflejo, apuntó y disparó.
Había apuntado al más corpulento de los dos guardaespaldas; de forma confusa, se había hecho a la idea de que primero era necesario matarlos a ellos. Pero Jones, al ver el brillo del metal, se había puesto en pie de un brinco. Como un pellejudo muñeco de resorte, saltó entre Cussick y los dos guardias; la bala explosiva le entró justamente por encima del ojo derecho.
Los dos guardias, paralizados de estupor e incredulidad, siguieron clavados al suelo, sin siquiera alzar sus armas.
Por su parte, también Cussick se sentía incapaz de moverse. Estaba allí erguido, empuñando aún la pistola, sin disparar contra los guardias ni ser acribillado por ellos. El cuerpo de Jones yacía tendido sobre la mesa desordenada.
Jones estaba muerto. Él lo había matado; todo se acabó.
Era imposible.