Cussick estaba sumido en intensa conversación con dos miembros de la Resistencia de la Policía cuando el negro y alargado coche de la Organización Estatal se detuvo frente al edificio al que pertenecía el apartamento.
—Maldito sea —exclamó en voz baja uno de los policías, mientras él se ponía el abrigo—. ¿Qué vienen éstos a hacer aquí?
Cussick apagó las luces; la salita de estar quedó sumida en repentina oscuridad. Había dos figuras en el coche de la Organización. Era un coche oficial: el emblema del caduceo estaba limpiamente dibujado en las portezuelas y en el capó. Por un momento las figuras permanecieron sentadas, sin moverse, sin agitarse. Indudablemente estaban hablando.
—Podríamos cargárnoslos —dijo uno de los policías nerviosamente, detrás de Cussick—. Nosotros somos tres.
Irritado, su compañero dijo:
—Esto es sólo la fachada. Probablemente haya otros en el tejado y en las escaleras.
Rígido y preocupado, Cussick continuaba vigilando. A la débil luz de la calle de medianoche, una de las dos figuras sentadas le parecía familiar.
Un coche pasó al lado, y, por un momento, las figuras quedaron delineadas. Un torpor doloroso se arrastró por su corazón: no se había equivocado. Durante un rato que pareció de horas, las dos figuras permanecieron en el coche. Luego la portezuela se abrió. La figura familiar saltó a la acera.
—Una mujer —dijo asombrado uno de los policías.
La figura cerró de golpe la portezuela, giró sus talones e inició un brusco trotecillo hacia la entrada del edificio.
Con voz ronca e insegura, Cussick dijo:
—Vosotros dos marchaos. Yo me encargaré de esto.
Le miraron estúpidamente. Luego la visión de sus rostros sorprendidos se borró: Cussick había abierto la puerta del vestíbulo de par en par y corría a toda prisa por el pasillo alfombrado para salirle al encuentro a la mujer.
Ella empezaba a subir ya la escalera cuando le vio llegar. Se detuvo, miró a lo alto, respirando rápidamente, agarrándose a la barandilla. Llevaba puesto el severo traje gris de la Organización, con la gorrilla sobre su espeso cabello rubio. Pero era ella; era Nina. Durante unos momentos los dos permanecieron inmóviles, Cussick en lo alto de la escalera, Nina debajo de él, con los ojos brillantes, los labios entreabiertos, dilatadas las ventanas de la nariz. Luego abandonó la barandilla y subió lanzada el resto de camino. Un breve instante mientras alzaba los brazos hacia él ávidamente, y él descendía los pocos escalones que de ella la separaban. Después de aquello, un tiempo indefinido para mantenerla apretada contra sí, sintiéndola contra su cuerpo, oliendo el cálido aroma de su cabello, gustando, después de tantos meses, la presión lisa de su cuerpo, la hambrienta y ferviente necesidad que sentía de ella.
—¡Oh! —jadeó ella por fin—. Me vas a asfixiar.
Él la condujo escalera arriba, manteniéndola todavía abrazada, sin soltarla mientras no estuvieron dentro del apartamiento desierto y después de haber cerrado la puerta con llave.
Mirando sin aliento a su alrededor, Nina empezó a quitarse los guantes.
Podía ver lo nerviosa que estaba ella; sus manos temblaban mientras mecánicamente metía los guantes dentro del bolso.
—¡Bueno! —dijo ella torpemente—. ¿Cómo te ha ido?
—Bien.
Se retiró un poco para poder verla mejor. Bajo su mirada ella se contrajo visiblemente; se apoyó en la pared, medio alzó los dedos hasta la garganta, sonrió, le miró implorante como un animal que no ha acudido a tiempo para la comida.
—¿Puedo volver? —preguntó ella en un susurro.
—¿Volver?
A él le daba miedo imaginar lo que ella quería decir. Las lágrimas llenaban los ojos de Nina.
—No puedes formarte una idea.
—Naturalmente que puedes volver —se movió hacia ella y la abrazó—. Tú sabes muy bien que puedes volver. Cuando quieras. En el momento en que lo desees.
—Sería mejor que me dejaras —dijo ella—. Voy a echarme a llorar. Suéltame; voy a coger el pañuelo.
La soltó a regañadientes; con dedos torpes ella sacó su pañuelo y se sonó la nariz. Por un momento se quedó enjugándose los ojos, apretando los labios, sin hablar ni mirarle, allí erguida en su uniforme gris de la Organización, tratando de no romper en llanto.
—El muy canalla —dijo ella por fin, con voz delgada y débil.
—¿Jones?
—Ya te lo contaré todo… cuando pueda —arrollando el pañuelo, empezó a andar por la habitación, con los brazos cruzados, la barbilla en alto, temblándole la boca—. Bueno, es una historia larga y no muy agradable. Hace ya dos años que estoy en la Organización, poco más o menos.
—Veintiocho meses —la corrigió él.
—Eso será —se volvió de pronto hacia él—. Se acabó. Ya estoy fuera.
—¿Qué ha sucedido?
Nina se buscó en los bolsillos.
—¿Tienes un cigarrillo?
Él sacó su paquete, encendió un cigarrillo para ella, y se lo puso entre los labios temblorosos.
—Gracias —dijo ella, exhalando rápidas bocanadas de humo gris azulado dentro de la habitación—. Ante todo creo que debemos marcharnos de aquí. Puede detenerte; está deteniendo a todo el mundo.
—Pero yo he sido ya depurado —protestó Cussick.
—Querido, eso no importa un bledo. ¿Te has enterado de lo que le hizo a Pearson? No, supongo que no —cogiéndole nerviosamente por el brazo, le empujó hacia la puerta—. Estaremos mucho más seguros fuera de aquí; llévame a cualquier parte, no importa adónde —tiritando, se empinó sobre las puntas de los pies para besarle—. Ha sucedido algo. Nosotros, los de la Organización, lo sabemos ya. Jones nos lo ha dicho. Mañana por la mañana lo sabrá la gente.
—¿De qué se trata?
—La gran Cruzada ha terminado. Las naves regresan. Es el fin de Jones, el fin de la Organización. Del Movimiento, opino yo. Todos los que estamos afiliados seremos llamados de un momento a otro.
Cussick empuñó el tirador de la puerta.
—Eso es maravilloso —pudo decir.
—¿Maravilloso? —ella sonrió amargamente—. Es terrible, querido. En cuanto estemos fuera te diré por qué.
Cussick encontró un cafetucho de los que permanecen abiertos toda la noche, en una calle lateral a unos tres kilómetros de su apartamiento. Junto al mostrador, un par de soñolientos parroquianos sorbían sus cafés, mientras leían los periódicos. El camarero estaba en el fondo del mostrador pendiente del control de la cocina, que funcionaba toda la noche. En una esquina alguien cantaba para sí canciones monótonas en voz baja.
—Magnífico —dijo Nina, deslizándose dentro del café—. Hay una puerta trasera, ¿verdad?
Cussick localizó una puerta trasera detrás de la cocina: la entrada de servicio y de los proveedores.
—¿Qué quieres tomar?
—Sólo café.
Él trajo los dos cafés, y durante algún tiempo permanecieron sentados en silencio, bastante nerviosos y mirándose de vez en cuando.
—Estás muy bonita —dijo él de pronto.
—Gracias. La verdad es que he perdido un kilo o dos.
—¿Hablaste en serio antes? ¿Te vas a quedar? —quería estar seguro—. ¿No te volverás a ir?
—Completamente en serio —contestó ella con sencillez, mirándole con sus ojos azules y francos—. Mañana por la mañana quiero ir a sacar a Jackie. Últimamente le he estado viendo todos los días —añadió—. Mantengo así una especie de control sobre él.
—Yo he hecho lo mismo —dijo Cussick.
Mientras se tomaba el café, Nina le explicó lo que había sucedido. Con palabras breves y claras, refirió el asunto de los derivantes y la situación creada a las naves de guerra.
—El anillo se ha cerrado ya —dijo—. Las naves han dado media vuelta y se dirigen a la Tierra. ¿Por qué? No se puede hacer otra cosa. La nave insignia del comandante Ascot, ese enorme aparato, será el primero en aterrizar. En estos momentos están despejando el aeródromo de Nueva York.
—Polen —dijo Cussick asombrado—. Eso explica su inacabamiento —empezaba a sentir que un sudor frío corría por su frente—. Entonces hemos tropezado con algo peligroso.
—No empieces a imaginarte historias de miedo —dijo Nina con brusquedad—. Nada de invasión de la Tierra por seres procedentes del espacio exterior. No se trata precisamente de eso. Son plantas; lo único que les interesa es protegerse a sí mismas. Todo lo que quieren hacer es neutralizarnos, y eso es lo que han hecho —con un gesto de impaciencia, extendió las manos—. ¡Ya ha sucedido! ¡Se acabó! Tenemos nuestra pequeña área para operar dentro de ella, cerca de seis sistemas estelares. Y más allá… —sonrió frígidamente—. Más allá, el anillo.
—¿Y Jones no lo sabía?
—Cuando empezó, no. Hace un año que lo sabe, pero ¿qué podía hacer? La guerra había empezado ya… cuando lo descubrió ya era demasiado tarde.
—Pero él no admitió que estaba faroleando. Dijo que sabía.
—Eso es: mintió. Podía ver muchísimas cosas, pero no podía verlo todo.
—Ahora está pagando por lo que ha hecho… Tiene que permitir que regrese la flota. Nos condujo, condujo al pueblo, a una trampa. Nos dejó caer; nos traicionó.
—¿Qué va a suceder después?
—Después —dijo Nina, pálida y sobrecogida— va a entablar su verdadera batalla. Esta tarde nos convocó a todos, a todos los oficiales de la Organización.
Se desabrochó el abrigo gris y le mostró el interior de la solapa. Un complicado emblema aparecía pegado a la tela, una serie de letras y números bajo un ornamento estilizado.
—Soy un mandamás, querido. Vicecomisario de la Liga Femenina de la Defensa… parte del nuevo sistema interno de Seguridad. De esa manera hube de reunirme con la demás gente muy importante, permanecer en una larga fila y escuchar la historia verdadera, antecedente de lo que va a venir.
—¿Cómo ha tomado él la cosa?
—Está casi fuera de sí.
—¿Por qué?
—Porque —contestó Nina, después de beber un sorbo de café— incluso con su poder, se siente ya perdido. Puede ver la derrota y la muerte… puede ver su lucha final y espantosa para mantenerse vivo, y puede ver el fracaso. Estaba escrito allí, en su rostro. La terrible mirada cadavérica, como de una cosa muerta. Los ojos de pescado. Ninguna vida, ninguna alegría.
»Estaba allí de pie y no hacía más que temblar; apenas podía sostenerse. Se contraía, tartamudeaba… era algo que rompía el corazón. Y nos dijo que la Cruzada había fracasado, que los combatientes regresaban, que dentro de poco debíamos esperar los desórdenes.
—Levantamientos —dijo Cussick con aire pensativo—. Los seguidores traicionados.
—Todo el mundo. Excepto el esqueleto de la Organización, los verdaderos fanáticos. Esos lucharán por él como demonios.
—¿Son muchos?
—No, no muchos. Idealistas, la juventud enérgica. Después de todo, Jones nos dejó caer. Es un hecho; él lo sabe, nosotros lo sabemos, pronto lo sabrá todo el mundo. Pero hay quienes seguirán adheridos a su persona a pesar de todo. Yo no —añadió, sin emoción.
—¿Por qué no?
—Porque —dijo ella lentamente, en voz baja— me contó lo que va a hacer para conservar el poder. Va a hacer uso de la flota como arma contra las masas. Va a darle a la flota la batalla que ésta quería. Y eso significa… —su voz vaciló, se quebró y prosiguió luego— Bueno, eso significa la guerra civil. Sólo porque nos mintió y nos traicionó y nos condujo a la ruina, tenemos ahora que seguir, sin que piense ni por un momento en retirarse; en realidad es como si comenzara otra vez. Si alguien cree que…
Cussick se inclinó hacia ella y le apretó un brazo con fuerza.
—Cálmate —dijo con voz firme—. Habla más bajo.
—Gracias —asintió emocionada—. Resulta tan espantoso. Sabe que no puede hacerlo, sabe que terminarán por derribarle. Seis meses, eso es lo máximo que le queda. Pero va a seguir. Va hacer que el mundo estalle bajo sus pies; si ha de morir, quiere que todo el mundo muera con él.
Silencio.
—Y no hay nada que podamos hacer —concluyó Nina, agotada—. ¿Te acuerdas del asesino? ¿Te acuerdas de la tentativa de Pearson? Todo se le vino a Jones a las manos, todo sirvió exclusivamente para elevarlo al poder.
—¿Qué le ha pasado a Pearson?
—Pearson está muriéndose. Muy lenta y cuidadosamente. No hace mucho tiempo Jones introdujo en él no sé qué clase de parásito. Está alimentándose de él; terminará por poner en él sus huevos. Jones está muy orgulloso de su hazaña; no se cansa de contárnosla.
Humedeciéndose los labios resecos, Cussick dijo roncamente:
—¿Y ese es el tipo de hombre al que has estado siguiendo?
—Tuvimos un sueño —dijo Nina—. Y él tuvo un sueño. Todo se pudrió, todo se hizo trizas… pero él no quiere irse. No quiere parar. Y no hay nada que pueda pararle; todo lo que nos cabe hacer es quedarnos sentados y ver cómo sigue actuando. Las detenciones están empezando. Todo el que haya estado relacionado con el Fedgov será destruido. Luego, muy racional y sistemáticamente, cada grupo capaz de la más remota oposición, será aplastado.
Los dedos de Cussick desgarraron la servilleta de papel y esparcieron trozos por el suelo.
—¿Sabe Jones que has cambiado de idea?
—No lo creo. Todavía no.
—Creí que él lo sabía todo.
—Sabe sólo lo que va a saber luego. Nunca puede descubrir nada; después de todo, sólo soy un número entre muchos: tiene a millones de personas en las que fijarse. Muchísimos de nosotros estamos ya desertando; el hombre que me trajo en el coche era mi jefe, mi superior. También él se va, con su mujer y su familia. Están saliendo a bandadas, tratando de encontrar un sitio donde ocultarse. Buscando refugios, esperando sobrevivir.
—Quiero que vuelvas —dijo Cussick.
Nina soltó una exclamación ahogada.
—¿Que vuelva? —tartamudeando, preguntó—: ¿Es que intentas hablarle, razonar con él?
—No —contestó Cussick—. No exactamente.
—¡Ah! —asintió Nina, comprendiendo—. Ya veo.
—Probablemente voy a hacer lo que Pearson hizo; el gesto quijotesco que ya se llevó a cabo una vez. Pero no puedo estar aquí sentado —se inclinó hacia ella—. ¿Puedes tú? ¿Puedes estar aquí sentada tomándote tu café mientras él ejecuta esas cosas?
Nina no se atrevió a afrontar su mirada. Se disculpó.
—Yo lo único que quiero es salir de esto. Quiero volver a estar contigo —clavados los ojos en la taza de café, apretando los dedos convulsivamente, continuó muy aprisa—: Tengo un sitio. Está en el África Occidental, donde todavía queda un montón de tierra que no es propiedad de nadie. Lo tengo preparado desde hace meses; todo está arreglado. La instalación fue construida por brigadas de trabajo de la Organización. Ya está todo acabado; he dispuesto lo necesario para que Jackie sea llevado allí.
—Eso no es legal. Es cosa que tenemos que hacer los dos al mismo tiempo.
—Ahora ya no hay legalidad que valga. ¿No lo sabes? No hay más que lo que nosotros queremos: las órdenes de la Organización. Tengo todo arreglado; podemos llegar allí mañana por la mañana, si salimos ahora mismo. Una aeronave intercontinental de la Organización nos llevará a Leopoldville. Desde allí, por coche de superficie, al interior de las montañas.
—Suena muy bonito —comentó Cussick—. Suena como si pudiéramos conseguirlo. Dentro de seis meses podríamos incluso estar vivos.
—Estoy segura de que sí —dijo Nina enfáticamente—. Fíjate en aquellos venusinos; ya ni se preocupa de ellos. Va a sobrevivir mucha gente; bastante ocupado estará él luchando con los motines de las grandes ciudades.
Cussick examinó su reloj de pulsera.
—Quiero que vuelvas a tu Organización y quiero que me lleves contigo. ¿Puedes hacerme pasar por los distintos controles?
—Si volvemos —dijo Nina serenamente, en voz baja y firme—, ya nunca saldremos. Lo sé; lo presiento. No saldremos nunca.
Al cabo de un momento, Cussick dijo:
—Una de las cosas que nos enseñó Jones es la importancia de la acción. Creo que la hora de la acción ha llegado. Quizá yo habría debido ser un seguidor de Jones. Éste es el momento de mostrarme y de presentarme como voluntario entre los Muchachos de Jones.
Los dedos temblorosos de Nina soltaron la taza; la taza se volcó y vertió café caliente sobre la mesa en un feo hilillo negruzco. Ninguno de los dos se movió, ninguno se dio cuenta.
—Bueno, ¿qué dices? —preguntó Cussick.
—Sospecho —dijo Nina débilmente— que en realidad no te intereso lo más mínimo. No te gusta que haya vuelto.
Cussick no contestó. Estaba allí sentado aguardando que ella diera su conformidad para empezar a poner en movimiento las ruedas que lo llevarían al interior de la Organización de Jones, y ante Jones mismo. Y se preguntaba, distraídamente al principio y luego con creciente desesperanza, cómo podría él matar a un hombre que conocía la topografía del futuro. Un hombre al que no se podía coger descuidado: un hombre para el que la sorpresa era imposible.
—Muy bien —dijo Nina, con voz casi inaudible.
—¿Puedes hacerte de un coche de la Organización?
—Desde luego —sombríamente se puso de pie—. Voy a telefonear. Nos recogerán aquí.
—Magnífico —dijo Cussick con satisfacción—. Esperaremos.