Bajo su capa de nubes, la temperatura de la superficie de Venus variaba de 46 a 48 grados centígrados. La baja atmósfera era una mezcla de amoníaco y de oxígeno, cargada pesadamente con vapor de agua. Entre los océanos y las redondeadas colinas borboteaba una gran variedad de formas de vida, construyendo y desarrollándose, planeando y creando.
Louis e Irma estaban reparando un turbomotor, cuando Dieter, muy excitado, se presentó ante ellos.
—¡Ya está listo! —gritó, plantándose en la puerta del cobertizo—. ¡Vamos ahora mismo!
Louis sacó la cabeza de debajo del tractor.
—¿Qué es lo que está listo? —preguntó ávidamente.
—El trigo. Vamos a cosecharlo. Tenemos ya todas las herramientas necesarias; Vivian va a dedicarse a la trilla —Dieter saltaba y bailaba frenéticamente—. Tenéis que venir todos; ese cacharro puede esperar. Ya he avisado a Frank y a Syd; están en camino. Nos los encontraremos por la senda. Y Garry vendrá también.
Con un gruñido, Louis salió de debajo del motor.
—No es trigo. Deja de llamarlo trigo.
—Es trigo en el sentido espiritual. Es la esencia del trigo.
—¿Aunque sea de un verde oscuro? —preguntó Irma con regocijo.
—Aunque tenga rayas de púrpura y lunares de plata. Aunque tenga treinta metros de altura y panochas como ballenas. Aunque sepa a ambrosía y a posos de café. Con todo eso, sería trigo.
Louis se enjugó el sudor de la frente.
—No podemos ir hasta que no funcione el tractor —estaban a sesenta kilómetros del sitio de Dieter, a campo traviesa—. Creo que me hacen falta bujías nuevas; eso significa otro viaje a la nave.
—Al demonio con todo eso —dijo Dieter con impaciencia—. Yo tengo mi carreta con mi buey y no necesito nada más.
La carreta y el buey aguardaban pacíficamente. Louis se acercó con precaución, entornados los ojos por la sospecha.
—¿Cómo lo llamas?
Había visto a aquellos animales muchas otras veces, pero nunca tan de cerca. Lo que Dieter llamaba un buey era casi todo patas, con unas inmensas pezuñas planas que parecían ventosas de cuero. La piel mate, arrugada y desigual, colgaba sobre su cuerpo. La cabeza del bicho era diminuta; tenía los ojos insolentes y medio cerrados.
—¿Cómo has podido atraparlo? —preguntó.
—Son bastante mansos, si uno tiene paciencia —Dieter subió a la carreta y tiró de las riendas—. He aprendido un montón de cosas de este bicho. Son casi telepáticos; todo lo que tengo que hacer es pensar intensamente lo que quiero, y él solo sabe ya adónde tiene que ir —contrajo la nariz despreciativamente—. Dejáos ya de ese tractor; nunca conseguiréis que ande. Éste es el vehículo del futuro; la carreta de bueyes es lo más práctico.
Irma se montó riéndose en la carreta, al lado de Dieter, y a los pocos momentos Louis la siguió. La carreta era rudimentaria, pero sólida; Dieter la había construido laboriosamente durante los cuatro últimos meses. El material resultaba ahora familiar: una planta fibrosa y pesada, parecida al pan, que se endurecía rápidamente al quedar expuesta al aire libre. Después de seca y trabajada, se la podía cortar, serrar, pulir y modelar. De vez en cuando animales migratorios se comían el material, pero aquel era el único peligro.
Los grandes pies planos del buey empezaron a chapotear rítmicamente; la carreta echó a andar. Tras ellos, la cabaña de Louis iba empequeñeciéndose. Irma y él la habían construido con sus propias manos; no en balde había transcurrido un año, durante el cual se habían hecho muchas cosas. La cabaña, edificada con la misma sustancia parecida al pan, estaba rodeada por hectáreas de tierra cultivada. El llamado trigo crecía en densos manojos; no era realmente trigo, pero funcionaba como tal. Espigas enormes maduraban en la atmósfera húmeda. Alrededor de las cabañas pululaban los insectos, devorando a las plagas de la vegetación. Los campos estaban regados mediante zanjas que traían agua de una fuente subterránea que brotaba a la superficie en un torrente cálido y borboteante. En aquella atmósfera húmeda, calurosa y casi invariable, virtualmente una estufa por su estabilidad, eran posibles cuatro cosechas al año.
Aparcadas en el frente de la cabaña estaban medio reunidas algunas máquinas salvadas de la violenta embestida de las naves. Poco a poco, Irma iba reconstruyendo nuevos avíos con los restos de los viejos. Los tubos de combustible de las naves eran ahora tuberías de drenaje. Los cables del tablero de mandos llevaban electricidad desde el generador accionado por agua hasta la cabaña.
Paciendo insolentes en el cobertizo más allá de la cabina, había una variedad de herbívoros indígenas, masticando algo parecido al heno húmedo. Un cierto número de especies se había reunido ya; pero todavía no tenían bien establecido para qué servía cada uno. Tan sólo se habían catalogado diez tipos cuya carne resultaba comestible, más diez tipos que secretaban líquidos potables. Una bestia gargantuesca, cubierta de espesa pelambre, servía como fuente de potencia muscular. Y ahora, el jamelgo de pies planos que Dieter usaba para tirar de su carreta.
El buey caballo corría resueltamente por el camino; en cuestión de pocos segundos se puso al galope furioso. Alzando los pies, corría como un avestruz asustado, con la diminuta cabeza muy derecha y las patas en una posición vertiginosa. Blop blop era el ruido que causaba aquel animal lanzado. La carreta se bamboleaba espantosamente; Louis e Irma temían por sus vidas. Lleno de gozo, Dieter aflojaba las riendas y apremiaba a la cosa para que fuera más deprisa.
—Ya vamos bastante ligero —consiguió decir Irma, rechinando los dientes.
—Todavía no habéis visto nada —dijo Dieter a gritos—. A este bicho le encanta correr.
Se interpuso una ancha zanja bordeada de rocas y arbustos. Louis cerró los ojos; la carreta estaba a punto de reventar.
—No podemos hacerlo. Nunca cruzaremos…
Al llegar a la zanja, el bovino corcel desplegó dos vigorosas alas astutamente ocultas y las flameó con energía. El alado animal y la carreta ascendieron dulcemente por el aire, planearon sobre la zanja y se posaron ruidosamente en la otra banda.
—Es un pájaro —exclamó Irma.
—Sí —comentó Dieter—. Puede ir a cualquier parte. Es muy buen corcel —precariamente se echó hacia adelante y palmeó la cosa en sus ancas ruines—. ¡Noble corcel! ¡Ave majestuosa! —clamó.
El paisaje pasaba disparado. Muy a la derecha se alzaba una neblinosa fila de montañas, difuminada la mayor parte por los cambiantes jirones de niebla que mantenían siempre húmeda la superficie del planeta. Una sólida capa de vegetación creciente y de insectos rastreros…; dondequiera que Louis mirase había vida. Excepto en un calcinado cráter en la base de las montañas, una negra llaga que ya iba empezando a verdear, a medida que la vida vegetal la iba cubriendo poco a poco.
Las cúpulas de los exploradores habían estado allí. Los no venusinos que les habían precedido, sin más horizontes que sus «refugios», sus estaciones de aire a presión. Ahora estaban muertos; sólo los ocho venusinos quedaban.
Cuando se había posado la segunda nave, las ambulancias estaban ya en camino. El segundo desembarco fue más afortunado que el primero; nadie se había herido, y la nave quedó virtualmente sin daño alguno. Las ambulancias recogieron a los heridos y los llevaron a las instalaciones preparadas con anticipación a su llegada. Durante el primer mes, los no venusinos habían cooperado totalmente, a pesar de las órdenes recibidas del Gobierno Crisis. Luego, por el mes de marzo, el Gobierno Crisis dejó de transmitir. Una semana más tarde un proyectil de carga pesada vino a estallar encima de las cúpulas de los terráqueos, quedando vivos sólo los ocho venusinos, que no necesitaban del refugio de las cúpulas para respirar.
La muerte de los no venusinos fue un golpe grave, pero pudieron recuperarse. El problema de su propia existencia se veía ahora simplificado; estaban completamente libres, viviendo por su cuenta, sin comunicación de ninguna clase con personal no venusino.
Entre las cúpulas derruidas y sus propias naves e instalaciones había un amplio equipo intacto a su disposición. Rápidamente empezaron a desembalarlo y a ponerlo en funcionamiento. Pero una desgana general se fue apoderando de todos ellos. Terminaron por poner fin a sus monótonas peregrinaciones; dejaron de recoger los materiales manufacturados en la Tierra, la complicada maquinaria y los productos industriales.
Ninguno de ellos quería en realidad arrancar del punto mismo en que les habían dejado. En verdad preferían partir del primer escalón. No era una copia de la civilización terrestre lo que ellos anhelaban crear; era su propia comunidad física, adaptada a sus auténticas necesidades, adecuada a las condiciones venusianas; eso era lo que querían instaurar.
Tenía que ser una vida agrícola.
Ya tenían cosechas y cabañas sencillas. Recias telas hechas con fibras vegetales, electricidad, un par de carretas tiradas por aquellos corceles fantásticos, letrinas y pozos. Habían domesticado animales nativos; habían localizado materiales de construcción. Estaban dando forma a herramientas básicas y a artefactos funcionales. En su primer año, milenios de evolución cultural habían sido rebasados. Quizá, dentro de un decenio…
Más allá de la llanura había una larga hondonada. Algún que otro derivante estaba allí extendido entre los matorrales; una bandada entera había descendido una semana antes. Y más allá de la hondonada, a la sombra de una inmensa loma, reposaba un montón enorme de material blanco.
—¿Qué es eso? —preguntó Dieter, interrumpiendo los pensamientos de Louis—. Nunca he visto esa forma de vida.
Frank y Syd se aproximaron en la segunda carreta. Los venusinos se congregaron silenciosamente, inquietos en presencia de la ominosa masa blanca. En los brazos de Syd, el bebé se agitaba con vivacidad.
—Eso no es de aquí —dijo Frank por fin.
—¿Cómo puedes asegurarlo? —preguntó Dieter—. ¿Quién eres tú para emitir tales juicios?
—Quiero decir —explicó Frank— que eso no es venusino. Descendió un día o dos después que los derivantes.
—¡Descendió! —exclamó Dieter perplejo—. ¿Qué quieres decir?
Frank se encogió de hombros.
—Como los derivantes. Descendió, se posó.
—Yo vi otro —intervino Irma—. Por lo visto se trata de una segunda forma de vida interestelar.
Bruscamente, la mano de Louis se cerró sobre el hombro de Dieter.
—Lleva la carreta para aquel lado. Quiero examinarlo.
El rostro de Dieter se contrajo con irritación.
—¿Para qué? Quiero enseñaros mi trigo.
—Al diablo tu trigo —replicó Louis con rudeza—. Será mejor que miremos eso.
—Ya vi yo el otro —dijo Frank—. Parecía inofensivo. No pude observar ninguna característica especial; es una célula simple, como los derivantes —vaciló—. Rompí uno. Tiene un núcleo, envoltura celular y gránulos dentro del citoplasma. La composición corriente; desde luego se trata de un protozoo.
Dieter encaminó la carreta hacia el blanco colchón. En pocos momentos llegaron a su lado y se detuvieron. La otra carreta vino detrás. Uno de los corceles resopló al ver el colchón blanco; hizo intentos de ponerse a mordisquear.
—Deja eso —le ordenó severamente Dieter al bicho—. Quizá te envenene.
Louis saltó y se acercó.
El colchoncillo estaba ligeramente húmedo. Estaba vivo, perfectamente. Louis cogió una vara y empezó a tocarlo, tanteando. Aquella era una segunda forma viviente extraespacial, una forma más rara, no tan corriente como la de los pequeños derivantes.
—¿Nada más que dos? —preguntó—. ¿Nadie ha visto ninguno más?
—Hay otro allá lejos —dijo Irma señalando.
A unos quinientos metros, un tercero acababa de posarse. Desde donde estaban podían verlo adelantándose perezosamente. El colchón iba reptando lentamente sobre el suelo. Sus movimientos se aflojaron. Llegó a quedarse quieto.
—Está muerto —comentó Dieter con indiferencia.
Louis caminó hacia el recién llegado, cruzando la esponjosa y verde superficie de vida vegetal.
Animales diminutos corrían bajo sus pies, crustáceos de duras conchas. Los ignoró y mantuvo sus ojos fijos en la vislumbrada colchoneta blanca. Cuando llegó a su altura, se dio cuenta que aquello no estaba muerto; había descubierto una depresión hueca y estaba afianzándose penosamente. Fascinado, vio cómo exudaba un cemento pegajoso. El cemento se endureció y el colchoncillo permaneció fuertemente pegado al terreno. Allí se quedó, evidentemente esperando.
¿Esperando qué?
Con curiosidad, dio una vuelta alrededor. La superficie era uniforme. Desde luego tenía el aspecto de una célula, de acuerdo: una gigantesca célula única. Cogió un pedrusco y se lo arrojó; el pedrusco se embebió dentro de la sustancia blanca y quedó allí pegado.
No cabía duda de que estaba relacionado con los derivantes. Dos estadios, quizá; esa era la explicación probable. Él sabía que los derivantes eran incompletos; que carecían de capacidad para ingerir alimentos, para reproducirse, incluso para seguir vivos. Pero esta cosa se veía claramente que seguía viviendo, que se establecía por su cuenta. ¿Una relación simbiótica, quizá?
Mientras estaba estudiando aquello, se dio cuenta del derivante.
El derivante estaba descendiendo. Era una cosa que había visto acontecer muchas veces anteriormente, pero siempre le fascinaba. El derivante estaba usando el aire como un medio: cuidadosamente, maniobraba como la espora de un vilano, flotando primero en una dirección, luego en otra, manteniéndose en alto el mayor tiempo posible. A los derivantes no les gustaba posarse; eso significaba poner fin a su movilidad. Allí venía, bajando hacia su muerte, para expirar sin fruto. El insensato misterio de la criatura interestelar: recorriendo millones, billones de kilómetros durante siglos, ¿para qué? ¿Para posarse allí y perecer sin objeto?
La familiar insensatez cósmica. La vida sin meta. En los últimos dos años habían quedado exterminados billones de derivantes. Era algo ilógico, estúpido. Éste de ahora, planeando momentáneamente, procuraba mantenerse vivo un último segundo, antes de desplomarse en su muerte sin objeto. Una lucha sin esperanza; como todos los de su raza, estaba condenado.
De pronto el derivante se replegó sobre sí mismo. Su cuerpo delgado y extendido se encogió como una cinta de caucho; en el segundo anterior estaba desparramado, recogiendo las corrientes de aire, al segundo siguiente era un delgado lápiz alargado. Literalmente, se había enrollado sobre sí mismo hasta convertirse en un aguzado tubo. Y ahora, delgado y tubiforme, descendía derechamente.
El proyectil en forma de tubo cayó con pericia, adrede, directamente, dentro del colchoncillo de masa blancuzca.
Penetró limpiamente en el blanco tampón. La superficie se cerró sobre él y ningún signo quedó a la vista.
—Eso es una casa —dijo Dieter inseguro—. Era una casa, y el derivante vive en ella.
La masa blanca había empezado a cambiar. Incrédulo, Louis vio cómo se hinchaba hasta ser de un tamaño casi el doble del original. No podía ser; aquello era imposible. Pero mientras permanecía allí vigilando, vio cómo el colchón se dividía en dos hemisferios, unidos, pero netamente diferenciados. Rápidamente, la masa blanca fue creciendo y formó cuatro unidades conexas.
Ahora el crecimiento era frenético; la cosa burbujeaba y se hinchaba como la levadura. Dos, cuatro, ocho, dieciséis… en progresión geométrica.
Un viento frío y ominoso empezó a soplar a su alrededor. La forma ondulante parecía ir ocultando la luz del sol; de pronto se vio en medio de una sombra oscureciente. Lleno de pánico, Louis se retiró. Su terror se transmitió a los dos corceles; cuando se acercó para hacerse cargo de la carreta de Dieter, los pájaros, súbitamente, desplegaron sus alas y se remontaron. Arrastrando las carretas tras ellos, se alejaron de la creciente forma blanca.
Se había quedado allí solo, impotente y petrificado.
—¿Qué es esto? —vociferaba Frank.
El histerismo resonaba en su voz; ahora todos estaban gritando.
—¿Qué es esto? ¿Qué pasa?
Dieter saltó al suelo y se esparrancó, con las riendas cogidas.
—Vamos —le gritó a Louis—. ¡Sube!
Con un bufido de aversión, el corcel se apartó de Louis. Ignorándolo, subió a la carreta y se sentó derrengado, moviendo los labios, con la cara blanca. Dieter saltó detrás, y la carreta empezó a apartarse.
—Es un óvulo —dijo Syd débilmente.
—Era —corrigió Louis—. Ahora no. Ahora ya es un cigoto, un huevo.
El óvulo cósmico había sido fertilizado por el macrogametofito. Y Louis, mientras miraba, supo lo que eran los derivantes.
—Polen —susurró, aterrado—. Eso es lo que han sido siempre. Y nosotros no lo sospechamos nunca.
Los derivantes eran polen, expandiéndose en nubes a lo largo del espacio entre sistemas estelares, en busca de sus megagametofitos. Ni ellos ni el colchoncillo blanco eran el organismo final; ambos constituían elementos del embrión que ahora crecía a ojos vistas.
Y comprendió otra cosa. Nadie lo había sospechado, pero Jones debía saber esto desde algún tiempo antes.
El equipo de biologistas desplegó sus informes. Jones miró apenas el conjunto de papeles; asintió y se apartó, sumido en profundas cavilaciones.
—Temíamos que pudiera ser eso —dijo Trillby, el director del grupo—. Eso explica su inacabamiento; por eso no tienen sistemas digestivo ni reproductor. Son ellos mismos un sistema reproductor. Por lo menos la mitad de un sistema reproductor.
—¿Cuál es la palabra? —preguntó Jones de pronto—. La olvidé.
—Metazoarios, multicelulares, diferenciados en distintos órganos y tejidos especiales.
—¿Y no hemos visto los estadios finales?
—Cielo santo, no —dijo Trillby enfáticamente—. Nada que se le parezca. El organismo usa el planeta como un útero; lo más que hemos llegado a observar es el embrión y lo que podría corresponder a la etapa fetal. En ese momento estalla fuera del planeta. La atmósfera, el campo gravitatorio, son un medio para el primer desarrollo; después de eso está entremetido en nosotros, o nosotros en él; supongo que el organismo final es no-planetario.
—¿Vive entre sistemas? —preguntó Jones, frunciendo el ceño. Su rostro estaba contraído y preocupado; a medias oía al hombre—. Se engendra sobre los planetas… en lugares protegidos.
Trillby dijo:
—Tenemos razones para creer que todos los llamados derivantes son granos de polen de una única planta adulta, si es que denominaciones así pueden tener algún sentido. Quizá no es ni planta ni animal. Una combinación de ambas cosas… con inmovilidad de planta y usando un método vegetal de polinización.
—Plantas —dijo Jones—. No luchan. Están indefensas.
—Hablando en general, sí. Pero no deberíamos asegurar que estas…
Jones asintió distraídamente.
—Desde luego… es absurdo. En realidad no podemos saber nada sobre ellas —cansadamente, se pasó la mano por las sienes—. Me quedaré aquí con sus informes. Gracias.
Les dejó allí de pie, rodeando sus notas como un montón de gallinas ansiosas. Los despachos se arremolinaban a su paso, y luego salió al desnudo y ventoso corredor que unía el ala administrativa con el ala de la Policía. Al mirar su reloj de bolsillo vio que casi era tiempo ya. Tiempo. Enfurecido, apartó el reloj, odiando ver su esfera plácida y desdeñosa.
Durante un año había estado rumiando el informe en su mente. Se lo había aprendido de memoria palabra por palabra, y luego había enviado al equipo científico a redactarlo. Habían realizado una buena tarea: era un estudio exhaustivo.
Desde fuera del edificio llegaban sonidos. Con un estremecimiento, Jones se detuvo, dándose cuenta del rumor de una manera vaga, consciente de que el murmullo interminable estaba todavía ahí. Crispadamente, se pasó la mano por los cabellos, alisándoselos lo mejor que pudo. Adoptando alguna apariencia de orden.
Era un hombrecillo vulgar con gafas ribeteadas de acero y cabello ralo. Llevaba un simple uniforme gris, con una sola medalla sobre su pecho hundido, más el brazalete reglamentario con el caduceo. Su vida era una interminable procesión de trabajo. Tenía una úlcera de duodeno debida a la tensión y a las preocupaciones. Lo sabía. Estaba derrengado.
Pero la multitud de allá afuera lo ignoraba. Frente al edificio había crecido hasta adquirir una grandeza descomunal. Millares de personas, reunidas en una turba excitada, gritaban y movían los brazos, vitoreando, enarbolando estandartes y banderas. El ruido subía y bajaba, un mosconeo distante que, con pocos respiros, duraba ya más de un año. Siempre había gente fuera del edificio, estirando sus cabezas. Distraídamente, Jones examinó los distintos slogans; de una manera automática, casi burocrática, los constató con el programa que había trazado.
TENEMOS FE
NO TODAVÍA, PERO NO TARDARÁ MUCHO
JONES SABE, JONES OBRA
Jones sabía, muy bien. Ceñudo, caminaba en círculos, con los brazos cruzados, impaciente e inquieto. Al final, después de bajar por las barreras en torno al edificio de la Policía, la muchedumbre se dispersaría. Todavía vitoreando, todavía disparándose slogans el uno al otro, se disolverían. Los servidores de la Organización tomarían sus duchas heladas y volverían a sus diversos puestos para organizar la próxima etapa de la gran estrategia. Ninguno de ellos se daba cuenta todavía: la Cruzada había terminado. Dentro de pocos días regresarían las naves.
En el extremo más lejano del corredor fue abierta una puerta; aparecieron dos hombres, Pearson y un guardia armado, con uniforme gris. Pearson avanzó hacia él, alto, delgado, pálido, de labios apretados. No mostró sorpresa alguna al ver a Jones; al llegar casi a su altura se detuvo, examinó al hombrecillo, volvió la vista hacia el guardia armado que tenía a sus espaldas y se encogió de hombros.
—Hace mucho tiempo —dijo Pearson. Se humedeció los labios—. No le he visto a usted desde aquel día en que le detuvimos por primera vez.
—Han cambiado muchas cosas —dijo Jones—. ¿Le han tratado bien?
—He estado en una celda durante un año poco más o menos —contestó Pearson suavemente, sin rencor—, si es que usted le llama a eso ser bien tratado.
—Traiga dos sillas —le ordenó Jones al guardia—, así podremos sentarnos —al ver que el guardia vacilaba, Jones se arreboló y vociferó—. Haga lo que le he dicho; todo está controlado.
Fueron traídas las sillas y sin más preámbulos, Jones se sentó. Pearson hizo lo mismo.
—¿Qué quiere usted? —preguntó Pearson brutalmente.
—¿Ha oído usted hablar de la Cruzada?
Pearson asintió.
—Algo he oído.
—¿Qué piensa usted sobre eso?
—Creo que es una pérdida de tiempo.
Jones se quedó reflexionando.
—Sí —admitió—. Es una pérdida de tiempo.
Atónito, Pearson se dispuso a hablar, pero luego cambió de idea.
—La Cruzada ha terminado —declaró Jones—. Ha fracasado. He recibido informes de que lo que llamamos derivantes son el polen de seres de tipo vegetal inmensamente complicados, tan remotos y avanzados, que nunca hemos visto más que un pálido cuadro de lo que son.
Pearson se quedó mirándole fijamente.
—¿Habla usted en serio?
—Desde luego.
—Entonces, nosotros somos una… —Hizo un gesto—. ¿Qué somos? ¡Nada!
—Esa es una manera expresiva de decirlo. Quizás ellos suponen que somos un producto químico. O un virus. Algo por el estilo. En esa escala…
Hizo un alto, y luego Pearson preguntó:
—¿Qué van a hacer? Si hemos estado atacando su polen, destruyendo sus esporas…
—Las formas adultas finales tienen una solución directa y racional. Muy en breve se moverán para protegerse. No puedo censurárselo.
—¿Van a eliminarnos?
—No; van a sellarnos, quedaremos enquistados. Se pondrá un anillo a nuestro alrededor. Tendremos la Tierra, el sistema solar, las estrellas a las que ya hayamos llegado… Y eso es todo. Más allá… —Jones castañeteó los dedos expresivamente—, las naves de guerra, sencillamente, desaparecerán. La plaga o el virus o el producto químico, lo que seamos para ellos quedará contenido. Embotellado dentro de una barrera sanitaria. Una solución efectiva: nada de movimientos desperdiciados. Una respuesta limpia, adaptada perfectamente al problema. Característica de una forma vegetaloide.
Pearson se incorporó vivamente.
—¿Cuánto tiempo hace que sabe usted eso?
—No mucho. La guerra había comenzado ya. Si hubiese habido espectaculares batallas interestelares —la voz de Jones murió en un aterciopelado susurro, casi inaudible—, la gente podría haberse sentido satisfecha. Incluso aunque hubiéramos perdido; por lo menos habría habido gloria, lucha y un adversario a quien odiar. Pero así, no hay nada. Dentro de pocos días el anillo quedará instalado, y las naves tendrán que volverse. Ni siquiera una derrota. Solamente el vacío.
—¿Y qué me dice usted de ellos? —preguntó Pearson señalando hacia la ventana, tras la cual seguía vitoreando la ruidosa multitud—. ¿Podrán resistirlo cuando se enteren?
—Hice todo lo que pude —contestó Jones tranquilamente—. Faroleé y perdí. No tenía la menor idea de a quiénes estábamos atacando. Estaba completamente a ciegas.
—Nosotros podríamos haberlo adivinado —dijo Pearson.
—No sé por qué. ¿Cree usted que es sencillo de imaginar?
—No —admitió Pearson—. No; es difícil.
—Usted era el director de la Policía de Seguridad —dijo Jones—. Cuando subí al poder disolví ese Servicio, lo pulvericé. La estructura ha desaparecido; los campos de concentración están cerrados. El entusiasmo nos ha mantenido unificados. Pero ya no habrá entusiasmo que valga.
Un miedo enfermizo se apoderó de Pearson.
—¿Qué demonios quiere usted dar a entender?
—Estoy ofreciéndole de nuevo su empleo. Puede recuperar su cargo y su despacho. Y su título: Director General de Seguridad. Su Policía Secreta, aun guardias armados. Todo tal como usted lo tenía antes… con sólo un cambio. El Consejo Supremo de Fedgov seguirá disuelto.
—¿Y usted seguirá teniendo la autoridad suprema?
—Naturalmente.
—Ande y que le zurzan.
Jones le hizo una señal al guardia.
—Vaya a buscar al doctor Manion.
El doctor Manion era un individuo gordito y calvo, con resplandeciente uniforme blanco, uñas rosas perfectamente arregladas, cabello —el poco que le quedaba— tenuemente perfumado, labios gruesos y húmedos. Apretaba una pesada caja metálica, que soltó con muchos dengues encima de la mesa.
—Doctor Manion —indicó Jones—, este es el señor Pearson.
Despaciosamente, los dos hombres se estrecharon las manos; Pearson se mantuvo rígido mientras Manion se calzaba los guantes, miraba a Jones y empezaba luego a abrir la caja de acero.
—Lo tengo aquí —confesó con un gritito—. Está perfectamente en forma; ha sobrevivido al viaje de una manera maravillosa. Es el modelo más hermoso que hayamos podido conseguir nunca, con muchísima diferencia —añadió con orgullo.
—El doctor Manion —explicó Jones— es un parasitologista del Departamento de Investigaciones.
—Sí —asintió vivamente Manion, con su cara de luna llena, arrebolada por la ansiedad profesional—. ¿Comprende usted, señor Pearson? Sí, desde luego usted se da cuenta de que uno de nuestros problemas más importantes era el de examinar a las naves que volvían de esos viajes tan largos, para comprobar que no trajeran organismos parásitos de naturaleza no terrenal. La verdad es que no nos hacía gracia ninguna admitir nuevas formas de —abrió la caja de par en par— organismos patogénicos.
En la caja yacía un rizado intestino de material orgánico parecido a una esponja gris. La cola de tejido viviente estaba rodeada por una cápsula transparente de gelatina. Muy poco a poco, la criatura se agitó; sus ciegos ojos sin párpados tantearon en torno, apretándose contra la superficie en una succión húmeda. Podía ser un gusano; sus secciones segmentadas se movían en un ondear de actividad lánguida.
—Está hambriento —explicó Manion—. Ahora bien, no es que sea un parásito directo; no destruirá a su huésped. Habrá una relación simbiótica hasta que ponga sus huevos. Entonces las larvas usarán al huésped como una fuente alimenticia.
Casi cariñosamente, continuó:
—Se parece a algunas de nuestras avispas. El curso entero de crecimiento y puesta de huevos viene a durar unas cuatro semanas. Ahora bien, nuestro problema es éste: sabemos cómo vive en su mundo propio; dicho sea de paso, es un nativo del quinto planeta de Alfa. Lo hemos visto operar con su huésped usual. Y hemos podido introducirlo en mamíferos terrestres de gran tamaño, tales como la vaca y el caballo, con resultados variables.
—Lo que Manion quiere descubrir —dijo Jones— es si este parásito podría seguir viviendo en un cuerpo humano.
—El crecimiento es lento —borboteó Manion muy excitado—. Sólo tendríamos que observarlo una vez a la semana. Cuando ya fuera a poner los huevos, sabríamos si puede o no adaptarse al ser humano. Pero hasta ahora, la pena es que aún no hemos encontrado a ningún voluntario…
Se produjo un silencio.
—¿Se siente usted capaz de ofrecerse como voluntario? —le preguntó Jones a Pearson—. Puede usted elegir: aceptar un empleo u otro. Si yo fuera usted, preferiría el empleo a que estaba usted acostumbrado. Era usted un policía excelente.
—¿Cómo puede ser usted capaz de algo así? —preguntó Pearson débilmente.
—No tengo más remedio —contestó Jones—. He de restaurar los servicios de Policía. La Policía Secreta ha de ser creada de nuevo por gente experta en la materia.
—No —dijo Pearson roncamente—. No me interesa. No quiero tener nada que ver con eso.
El doctor Manion se mostraba encantado. Tratando de contenerse, empezó a manipular con la cápsula de gelatina.
—Entonces, ¿podemos empezar? —Jones se dirigió a Pearson.
—Podemos utilizar los laboratorios quirúrgicos que hay en este edificio. He tenido ocasión de examinarlos, y son magníficos. Estoy verdaderamente ansioso por introducir este organismo antes de que la pobre cosita se muera de hambre.
—Sería una lástima —reconoció Jones—. Hacer todo el viaje desde Alfa para nada.
Estaba allí erguido, jugueteando con la manga de su chaqueta, mientras reflexionaba. Tanto Pearson como Manion le miraban fijamente. De pronto Jones le dijo al doctor:
—¿Tiene usted un encendedor?
Desconcertado, Manion sacó un pesado encendedor de oro del bolsillo y se lo alargó. Jones apartó la caperuza y roció líquido sobre la cápsula de gelatina. Al ver aquello, el rostro de Manion perdió su untuoso optimismo.
—Dios Santo… —empezó a decir, agitado— ¿Qué demonios…?
Jones prendió fuego. Petrificado, impotente, Manion vio cómo el líquido, la cápsula y el organismo que estaba dentro de ésta, empezaban a arder con un acre chisporroteo de luz anaranjada. Gradualmente el contenido fue enfriándose en un fango negro y lleno de burbujas.
—¿Por qué? —protestó Manion débilmente, sin comprender.
—Soy un provinciano —explicó Jones concisamente—. Las cosas raras, las cosas extrañas, me ponen enfermo.
—Pero…
Le devolvió a Manion su encendedor.
—Usted me pone más enfermo todavía. Coja su caja y váyase.
Aturdido, atontado por la catástrofe, Manion recogió la fría caja de metal y se apartó tambaleándose. El guardia se retiró a un lado, y el otro desapareció por la puerta.
Respirando más aliviado, Pearson dijo:
—Usted no quiso colaborar con nosotros. Kaminski quiso que usted ayudara a la Reconstrucción.
—Muy bien —Jones hizo una breve señal al guardia—. Lleve a este hombre nuevamente a su celda. Manténgalo allí.
—¿Cuánto tiempo? —preguntó el guardia.
—Todo el tiempo que usted pueda —contestó Jones con amargura.
Durante el viaje de regreso a los Cuarteles Generales de la Organización, Jones iba sentado, meditando sombríamente.
Bueno, él había esperado fracasar, ¿no era así?
¿No había sabido que Pearson rehusaría? ¿No había previsto todo el lastimoso episodio, sabido que no podría resistir lo de la tortura? Él iba a decir, y lo diría, que lo había hecho; pero aquello no cambiaba los hechos.
Estaba ya en el despeñadero. Le quedaba un tiempo brutal y terrible, y nada más. Lo que hacía ahora era desesperado; era implacable y era final. Era algo que la gente iba a discutir durante los siglos venideros. Pero, por frenético que ello fuese, seguía siendo básica e innegablemente su muerte personal.
No tenía ningún conocimiento cierto acerca de lo que sería el futuro de la sociedad humana, porque él no estaría allí para verlo. Muy pronto moriría. Llevaba contemplando aquello desde hacía casi un año; era algo que de vez en cuando podía ignorarse, pero que retornaba siempre, cada vez más inminente y más terrible.
Después de la muerte, su cuerpo y su cerebro se irían deshaciendo. Y aquella era la parte más odiosa: no el instante súbito de tormento que llegaría en el instante mismo de la ejecución. Eso podría soportarlo. Pero no la desintegración lenta y gradual.
Una chispa de personalidad seguiría existiendo en el cerebro durante meses. Un turbio aleteo de conciencia persistiría: aquello era su memoria futura; eso era lo que la ola le mostraba. La oscuridad, el vacío de la muerte. Y, colgando en el vacío, la personalidad todavía viviente.
El deterioro empezaría en las zonas superiores. Primero se marchitarían las facultades más altas, los procesos más cognoscitivos, los más alertas. Una hora después de la muerte la personalidad sería exclusivamente animal. Una semana después estaría reducida a la de un vegetal. La personalidad se extinguiría de la misma forma que había sobrevenido; tal como se había encumbrado en billones de años, así iría retrayéndose, paso a paso, desde el hombre hasta el mono, hasta el primer primate, hasta el lagarto, hasta la rana, hasta el pez, hasta el crustáceo, hasta el trilobites, hasta el protozoo. Y después de aquello, hasta la extinción mineral. Definitivo final, misericordioso. Pero tardaría tiempo.
Normalmente, la personalidad desarrollada no se daría cuenta de eso. No sospecharía nada del proceso. Pero Jones era un ejemplar único. Ahora, en este momento, con todas sus facultades intactas, ya lo estaba experimentando. Al mismo tiempo era totalmente consciente, estaba en total posesión de sus sentidos, pero a la vez estaba sufriendo la última degeneración psíquica.
Era abrumador. Pero tenía que soportarlo. Y cada día, cada semana, aquello iría peor, hasta que por fin muriese en realidad. Y entonces, gracias a Dios, la prueba acabaría.
El sufrimiento que él había causado a los otros no tenía comparación con lo que él tenía que sufrir. Pero aquello era justo; él se lo había merecido. Aquel era su castigo. Había pecado, y la retribución llegaba.
La fase final y sombría de la existencia de Jones había comenzado.