En la reducida cabina de bajo techo, una figurilla estaba inclinada sobre un banco de trabajo; empuñaba en ambas manos útiles de soldador y, malhumoradamente, soldaba una revuelta madeja de alambres y dispositivos electrónicos. Excepto el zumbido de la pistola soldadora, la cabina estaba en silencio. Nada se agitaba. Las paredes metálicas de la cabina eran frías, lisas, impersonales. Compartimientos almacenes rotulados con números en clave cubrían toda la superficie plana. No se había malgastado el menor espacio; la cabina era un bloque perfecto de eficiencia.
Los transistores, relés y montones de cables conductores extendidos sobre la bancada formaban el mecanismo de dirección de un cohete de señales. El cohete de señales en sí, de un metro ochenta centímetros de longitud y diez centímetros de diámetro, se erguía en un ángulo, una delgada piel metálica sin entrañas. Pintados en la pared, tras el banco, se veían claros y reducidos esquemas. Una luz blanquiazul brotaba de una lámpara serpentiforme. Herramientas de todas clases brillaban metálicamente.
—No puedo hacerlo —dijo Louis en voz alta, exclusivamente para sus oídos.
De pronto empezó febrilmente a romper alambres y a volverlos a soldar en caprichosas combinaciones. Durante diez minutos, el soldador estuvo cortando y activando el mecanismo del cohete. Se encendían tubos; la electricidad se movía por el circuito.
No ocurría nada. En un flujo de actividad, empezó de nuevo a soltar plomos, a unirlos al azar, a cortarlos y soldarlos. Soplando y escupiendo sobre el metal que se enfriaba, apagando los terminales humeantes, miraba ansiosamente mientras el circuito seguía transmitiendo su energía.
Todavía nada.
Colocó el interruptor de tiempo durante noventa segundos, el intervalo que Dieter había computado. El mecanismo siguió haciendo tic tac. Tic tac, tic tac, tic tac, tic tac hasta que no pudo resistirlo; acortando el intervalo a cinco segundos aguardó con una histeria reprimida hasta que los relés se cerraron de golpe, y el chasquido cesó.
Su reloj de pulsera le dijo que todavía quedaba un segundo cortado. En noventa segundos serían dieciocho segundos de diferencia. O peor todavía; quizás aquello no funcionara nunca. Quizás el cohete de señales pasaría junto a la otra nave, perdiéndose en la oscuridad, sin soltar su mensaje magnético. Que se lo llevara todo el diablo. Él no sabía lo suficiente de electrónica.
—No sirvo —dijo hablando en general, refiriéndose a sí mismo y no a lo que había hecho.
Refiriéndose a sí mismo y a toda su vida. En la pequeña cabina su voz retumbó rebotando de nuevo hacia él, un sonido delgado y estridente, pero un sonido de todas maneras. Cualquier sonido era bien acogido.
—No sois más que mierda —dijo al revoltijo que había encima del banco, hablando desde el fondo mismo de su alma.
No había nadie alrededor que pudiese oírle, por eso pensó en unos cuantos términos más y los profirió en voz alta. Resultaba rarísimo oír a aquella vocecita disparando obscenidades. Se sintió sorprendido, casi sobresaltado. Desapareció la rabia, y fue sustituida por la vergüenza.
—Irma podría arreglarlo —dijo lastimeramente.
Y luego se sintió lleno de miedo. De un espanto total y absoluto. Muy reposadamente cerró los ojos y se puso a gritar. Como un hombre con algo terrible en la garganta, estaba allí rígidamente sentado ante el banco de trabajo, con los dedos doblados como zarcillos, la piel fría y pegajosa, la lengua extendida, los hombros agachados, la boca abierta, transfiriendo todo el pánico que había en él.
Y aquello no serviría de nada, porque en la Tierra no le oirían de ninguna manera. Estoy aquí fuera, estaba aullando. Estoy a millones de kilómetros, solo. No hay nadie a mi alrededor; estoy cayendo, y a nadie le importa un ardite. ¡Ayudadme! ¡Hacedme volver! ¡Quiero ir a casa!
Y todo aquel tiempo seguía dándose cuenta de que era una estupidez infantil, porque en realidad no estaba solo: Dieter, Vivian y el bebé, Laura, estaban con él, más una titánica nave metálica tan larga como cuatro bloques ciudadanos, pesando miles de toneladas, equipada por un valor total de mil millones de dólares en turbinas, artefactos de seguridad y pertrechos. Así pues, era una tontería.
Temblando, se incorporó y tocó la pared. Por Dios que aquello parecía bastante real. ¿Qué más podía pedir? ¿Podría haber algo más verdadero? ¿Qué aspecto tendría si fuera más verdadero? Sus pensamientos giraban más y más, sin eje, moviéndose locamente, con mayor y mayor rapidez.
Se acercó a la puerta, vio que estaba absolutamente cerrada, la atornilló, miró por la mirilla, y se sintió satisfecho. Estaba encerrado allí dentro; aunque estuviese completamente perdido, todo iría bien: nadie le vería, nadie sabría nada, no podría hacer ningún daño. Podría destrozar la cabina entera y no se notaría diferencia alguna. No sería lo mismo que estar afuera, donde podría alcanzar al delicado piloto automático.
Las paredes metálicas de la cabina tenían una cualidad brillante y fría. Parecían panes de plata, delgados como el papel, más delgados aún. Una envoltura metálica y frágil entre él y el vacío. Podía sentirlo allá afuera; poniendo su mano contra la pared, sufriendo increíblemente, pero obligándose a sí mismo, estaba en realidad tocando el vacío exterior.
Podía oírlo. Podía sentirlo, olerlo prácticamente.
Un olor frío y musgoso, como el del papel masticado. Una estela desierta soplando en torno a la noche; un viento tan débil que era invisible, agitándose tan tenuemente que no se sentía ningún movimiento y se tenía sólo la sensación de la presencia. Aquello estaba siempre allí, fuera de la nave. Nunca cesaba.
El resentimiento tomó el lugar del miedo. ¿Por qué no habían establecido comunicación entre las dos naves? ¿Y por qué no habían instalado alguna clase de ruido? No había sonido alguno; las turbinas estaban muertas, excepto en alguna que otra sacudida durante una fracción de segundo, cuando los chorros laterales se manifestaban de momento para corregir el rumbo. ¿Cómo sabía él que la nave estaba moviéndose? Escuchaba pero no oía nada; husmeaba, miraba, alargaba la mano, pero nada había. Sólo la pared de hojas metálicas, la pared más delgada que el papel, tan frágil que podría hacerla jirones.
Seguía rumiando y rumiando, siempre en torno a lo mismo. Y durante todo el tiempo la nave y su invisible compañera iban acercándose más y más a Venus.
En la otra nave, Frank estaba en la mesa de comunicaciones, inclinado sobre el receptor.
—En las primeras setenta y dos horas del Gobierno Crisis —declaraba la voz débil, cargada de estática del locutor de la Tierra—, ha habido ya un cambio marcado en la moral del pueblo.
Irma y Frank se miraron cínicamente.
—La anterior apatía y futilidad que caracterizaban a la vida bajo el sistema Fedgov han desaparecido; el hombre ordinario tiene un nuevo celo, un incentivo, un nuevo propósito en la vida. Tiene ahora confianza en sus dirigentes; sabe que sus dirigentes actuarán; sabe que sus dirigentes no están corrompidos por la parálisis intelectual.
—¿Qué significa eso? —preguntó Syd secamente, algo asombrada.
—Significa que primero actúan y luego piensan —dijo Irma.
La voz siguió fluyendo. En un rincón, el magnetófono lo iba registrando todo. Los cuatro seres escuchaban ávidamente, no queriendo perder una sola palabra, absorbiendo todo lo que la voz decía.
—Es tan imbécil —comentó Irma—. Tan estúpido y tan aburrido como un anuncio malo. Pero ellos lo creen; se lo toman en serio.
—Las ruedas están girando —rezongó Garry—. Moliendo. Las espadas se afilan barato, un nuevo negocio. Podemos dedicarnos a él si volvemos alguna vez a la Tierra. Se afilan espadas, se pulen armaduras, se hierran caballos. Nuestro slogan es: Todo a la manera medieval. Si es medieval, lo queremos.
Nadie le escuchaba; el locutor había acabado y los tres adultos estaban sumidos ahora en sombríos pensamientos.
—Hemos tenido suerte —dijo Frank al cabo de un rato—; si volviésemos allí, la Cruzada del Pueblo Contra la Flota Invasora estaría siguiéndonos los pasos. No somos una horda, y no invadimos nada, pero por lo demás suena muy bien.
—Ha sido una buena cosa el que nos hayan mandado fuera —observó Syd—. ¿Fue idea de Rafferty? Todo este asunto ha sido tan confuso al final… Todavía no estoy segura de qué es lo que ha sucedido.
—Rafferty estaba por allí —aseguró Garry—. Le vi rondando y dando prisa. Nos gritó algo, pero no lo entendí.
—Indudablemente —dijo Frank—, todo esto lo tenían preparado; no construyeron estas naves en una mañana. Alguien, probablemente Rafferty, tenía planeado el enviarnos fuera de la Tierra. Eso es todo lo que podemos suponer. Pero el verdadero problema es: ¿qué demonios hay al otro lado?
—Quizá sólo querían desprenderse de nosotros —dijo Irma con entonación preocupada—. Enviarnos con viento fresco por el espacio. Viaje de ida y sin regreso.
—Pero si lo que querían era desprenderse de nosotros —objetó Syd—, podrían haberlo hecho hace muchos años. Más barato y con más facilidad, sin tener que meterse en todo este jaleo de tener que construir el Refugio y estas naves y todos los pertrechos puestos a nuestra disposición. No tiene sentido.
—¿Cómo es Venus? —le preguntó Irma a Garry—. Tú que lees libros, tú que lo sabes todo.
El muchacho se ruborizó.
—Un desierto estéril. Sin aire, sin vida.
—¿Estás muy seguro? —preguntó Frank, nada convencido.
—Extensiones áridas. Nada de agua. Un polvo seco soplando en torno. Desiertos.
—No seas burro —objetó Frank, disgustado—. Eso es Marte.
—¿Qué diferencia hay? Marte, Venus, Plutón… todos son iguales.
—¿Vamos a vivir en una cúpula con los equipos de exploración? —preguntó Syd—. No podemos; hemos de tener nuestra propia cúpula. Un Refugio dentro de un Refugio.
—Deberían habérnoslo dicho —se quejó Garry.
—No hubo tiempo —explicó Syd.
—¿Qué tiempo ni qué diablos? —protestó—. Han tenido treinta años para decírnoslo. Toda mi vida, año tras año, y ni siquiera una palabra.
—Lo siento —dijo Irma—, pero la verdad es que no puedo ver la importancia que tenga eso. ¿De qué serviría decírnoslo? Sabemos a dónde vamos. No hay nada que nosotros podamos hacer en contra; no podemos alterar el rumbo de las naves.
—Lo peor que nos pasa —dijo Syd pensativamente—, es que estamos acostumbrados a que decidan por nosotros. Somos como niños; nunca hemos crecido.
—Nuestro útero —asintió Frank y señaló luego a la nave—. Y todavía lo tenemos alrededor.
—Hemos dejado que sean ellos los que piensen por nosotros y hagan nuestros planes. Nos hemos limitado a dejarnos llevar, lo mismo que ahora. No tenemos concepto alguno de la responsabilidad —concluyó la muchacha.
—¿Qué otra cosa podemos hacer? —preguntó Garry.
—Nada —concedió Syd—. Me pregunto si alguna vez acabará esto. Si llegará un tiempo en que podamos ser nosotros mismos los que formemos nuestros propios planes.
Nadie dijo nada; nadie podía imaginarse cuándo sería aquello.
El pasaje entre la Tierra y Venus se realizó en quinientas ochenta horas y cuarenta y cinco minutos. En las etapas finales, cuando el neblinoso orbe verdeante había ya subido y llenaba todo el cielo, Frank estaba sentado solo en el cuarto de comunicaciones, con las manos cruzadas, aguardando.
La nave no estaba ya silenciosa. En torno a él, el suelo y las paredes retemblaban con el estruendo de los cohetes frenadores. Relés automáticos estaban respondiendo a las ondas reflejadas en el planeta; una trayectoria en espina se dibujaba, bajando gradualmente a la nave hacia la superficie. Enfrente de Frank, filas de luces se encendían en cambiantes formas: un equipo robot se ocupaba de responder a la situación.
El altavoz chirrió, chisporroteó con la estática, y habló luego:
—Esta es la cúpula de servicio del destacamento en Venus —una voz humana, ruidosa y muy próxima, a no más de unos cuantos miles de kilómetros de distancia—. ¿Quiénes son ustedes? ¿Para qué van a desembarcar? No tenemos informes —la voz sonaba esperanzada, pero escéptica—. Hagan el favor de identificarse, ¿Nave de aprovisionamiento? ¿Relevo? ¿Conjunto de bailarinas?
Otra voz preguntó:
—¿Nos traen más equipo? Estamos escasos hasta más no poder de maquinaria para la transformación de alimentos.
—Libros —dijo el primer hombre enfáticamente—. ¡Cristo, nos estamos muriendo! ¿Qué significa todo este jaleo acerca de Jones? ¿Quién diablos es Jones? ¿Está todo en orden?
—¿Traen ustedes noticias? —preguntó el otro hombre ansiosamente—. ¿Es verdad que están enviando naves más allá de Sirio? ¿Manadas enteras de naves?
Frank estaba allí impotente; no podía contestar en forma alguna. El transmisor, lo mismo que todo lo demás, estaba controlado por robots. Era terrible oír aquellas voces pedigüeñas tan cerca y no poder contestar.
Y entonces la respuesta llegó. Al principio no pudo imaginarse dónde estaba su origen. Atronaba ensordecedoramente; el sonido llegaba a sus orejas en ondas traqueteantes.
—Esta nave —atronó la voz— está dirigida por un sistema de robots. Sus pasajeros no tienen el menor control sobre ella. La nave y su gemela están bajo la protección de Fedgov.
Era la voz del doctor Rafferty. La voz, registrada e incorporada al equipo automático de la nave, salía del banco de luces que Frank tenía inmediatamente por encima de la cabeza. Una vieja cinta magnetofónica grabada cuando había todavía un Fedgov, cuando esta palabra significaba algo.
—Esta nave —explicaba Rafferty—, se guiará por sí misma hasta las instalaciones restringidas situadas en el área N del planeta. La nave gemela, también controlada por robots, la seguirá dentro de una hora. Se les requiere a ustedes para que presten a los pasajeros toda la cooperación posible, especialmente en el caso de que surjan dificultades imprevistas.
La voz añadió:
—Esta es una explicación registrada magnetofónicamente y hecha por un representante legal de Fedgov. Será repetida hasta que el desembarco tenga lugar.
Las débiles voces volvieron, llenas de asombro.
—¡Son ellos! —exclamó una de las voces tenuemente—. ¡Que vayan las ambulancias a N! ¡Les harán la bajada automática!
Se oyeron algunos ruidos confusos, y el transmisor de Venus cortó. Se escuchó sólo estática hasta que, cinco minutos más tarde, la declaración de Rafferty se repitió atronadoramente.
Continuó, espaciada por intervalos de cinco minutos, hasta que la ahogaron los chorros de los cohetes del freno de emergencia, y la nave se hundió lentamente en las espesas capas bajas de la atmósfera que rodeaba al planeta.
Tropezando por la prisa, Frank corrió desde la mesa de comunicaciones hasta el salón, atravesando el pasillo. El salón estaba vacío; los otros habían huido de allí. Aterrorizado, se puso a correr dando vueltas, gritando frenéticamente. La nave estaba llena de sonidos, un cohete orgánico y gritador, como si cada molécula se hubiera convertido en una boca y estuviera profiriendo salvajemente su dolor.
Garry apareció y le agarró del brazo; estaba gritando, pero nada se percibía: solamente gestos y movimientos de labios. Frank le siguió; Garry le condujo a una cámara interior, una celda reforzada en el corazón de la nave. Irma y Syd estaban en silencio, con los ojos abiertos de par en par y los rostros pálidos por el sobresalto. La cámara era la enfermería en miniatura de la nave. Se habían retirado allí instintivamente, buscando la mayor seguridad posible.
Ahora los cohetes de freno habían cesado. O bien la nave se había quedado sin combustible, o bien estaba cayendo deliberadamente. Frank se preguntó dónde estaría la otra nave; se acordaba de Louis y de Vivian y de Dieter y del bebé. Deseaba que todos pudieran estar juntos, los ocho. Deseaba…
El choque borró sus pensamientos. Por largo rato —nunca supo cuánto tiempo— sólo hubo la nada; ningún mundo y ningún pensamiento, sólo la no existencia vacía. Ni siquiera la sensación de dolor.
La primera impresión que volvió fue la del peso. Estaba tirado en un rincón, y la cabeza le daba vueltas. Oscilando como la campana mayor de una iglesia, y girando lentamente en torno, su cabeza derivó enfermizamente. La habitación era un revoltijo, como si algún gigante hubiese entrado por allí derribándolo todo. En determinado lugar, el techo y el suelo se unían. Charcos de líquido, probablemente del dispositivo amortiguador, brotaban de los rotos tubos de las paredes. En algún sitio en penumbra una carga de herramientas de reparación estaba derramándose escandalosamente por un rasgón en la cubierta tan grande como una casa de dos pisos.
Bueno, aquello era lo que había. La nave había estallado como una vejiga demasiado inflada. Una niebla densa, fragante y llena de vapor entraba ya desde fuera. Las ambulancias llegarían para encontrarles muertos.
—Frank —susurró Garry.
Frank luchó por ponerse en pie. Syd yacía acurrucada; probablemente estaba muerta. Le tomó el pulso. No, estaba viva. Él y Garry se tambalearon a través de las ruinas de la cámara, hacia lo que había sido el pasillo. Ahora quedó tapiado por una pared hundida; la única salida estaba en el desgarrón hecho en la cubierta. Sólo les quedaba un camino: ir afuera. En torno a ellos, la nave era un fruto despanzurrado.
—¿Dónde está Irma? —preguntó Frank roncamente.
Garry iba avanzando entre montones de ruinas, hacia el desgarrón.
—Afuera. Ella salió afuera.
Maldiciendo, luchando, desapareció entre los jirones de niebla húmeda, y pasó por la abertura. Frank le siguió.
La escena resultaba increíble. Durante algún tiempo ninguno de los dos pudo comprender nada.
—Otra vez estamos en casa —murmuró el muchacho, asombrado y confundido—. Algo ha funcionado mal. Nos hemos movido en un círculo cerrado.
Pero no era el Refugio. Y, sin embargo, lo era. Colinas neblinosas que les resultaban familiares, se extendían a lo lejos, perdidas en una humedad goteante. Verdes líquenes crecían por doquier; el suelo era un piso enmarañado de plantas lujuriantes. El aire olía a intrincada vida orgánica, un olor complejo y rico, similar al olor que ellos recordaban, pero, al mismo tiempo, mucho más vivo. Miraron alocadamente: no había ninguna muralla delineada. No había ninguna envoltura finita que confinase aquello. El mundo se extendía en todo el campo de visión que los ojos podían abarcar. Y por arriba. El mundo estaba por todas partes.
—Dios mío —dijo Frank—. No es ninguna impostura —agachándose, recogió un insecto serpentiforme que se arrastraba—. No es un robot; está vivo. ¡Es auténtico!
Entre la niebla, Irma apareció. Tenía sangre en la frente; el cabello mojado y revuelto, el vestido roto.
—Estamos en casa —gritó, ondeando un brazado de plantas que había recogido—. Mirad, ¿las recordáis? Y podemos respirar. Podemos vivir.
En lontananza se alzaban grandes columnas de vapor, géiseres de agua hirviendo se abrían camino entre las rocas hasta la superficie. Un inmenso océano resonaba en alguna parte, invisible tras la cambiante cortina de niebla, apretada de rizos y arabescos.
—Escuchad —dijo Frank—. ¿Oís eso? ¿Oís el agua?
Escucharon. Oyeron. Se tendieron y palparon; se arrojaron al suelo, acurrucándose frenéticamente, apretadas las caras contra el terreno húmedo y cálido.
—Estamos en casa —coreaba Irma.
Todos lloraban y sollozaban, prorrumpieron en quejidos de loca alegría. Y por encima de ellos, la otra nave bajaba ya atronadora.