La multitud rugía. En la tarde de aquel día histórico, la muchedumbre se congregó bajo el calor del sol, y sus voces combinadas atronaban aprobando al hombrecillo erguido sobre la plataforma, la mezquina figurilla que gesticulaba y hablaba y movía los brazos. Los altavoces transmitían el discurso, amplificaban la voz original hasta hacerla sobresalir por encima del griterío de la multitud. Más allá de la masa de gente estaban las ruinas de lo que había sido Francfort, Alemania.
—Amigos míos —gritaba Jones—, la atrincherada plutocracia ha tratado de silenciarme. Pero a ellos siempre les ha ido bien; como grandes parásitos se sientan detrás de sus mesas gobernando al mundo. Han engordado a costa de nosotros; han gozado siempre. Ahora eso va a acabar. Puedo verlo.
Frenética aprobación.
—¡Debemos golpear! —siguió diciendo Jones—. Ir más allá del mundo, más allá de los sistemas muertos. Es nuestro destino. A la raza no se le puede negar su futuro. Nada nos detendrá. No podemos ser derrotados.
Seguía más y más. Y en alguna parte, silencioso, erguido entre los espectadores, sin dejarse afectar por la arenga febril, aguardaba el policía asesino.
Había sido soldado en la guerra. Era un loco con una maleta llena de medallas. En las últimas etapas de la guerra se convirtió en un asesino profesional. La probabilidad de que su disparo no diese en el blanco era de una en un millón.
El día del discurso, Pratt fue llevado desde el campo de concentración de Manresa, España, a las afueras de Francfort. Mientras el largo y bajo coche se bamboleaba por las serpenteantes carreteras, él iba acariciando en su mente la forma en que realizaría la tarea. No había mucho que pensar; todo su cuerpo estaba orientado para aquel trabajo. Después de un rato apoyó su cabeza en el lujoso respaldo del asiento y disfrutó del empuje de la poderosa turbina.
El coche le dejó en una zona desierta, una mezcla de ruinas y cráteres de bombas donde no se había realizado reconstrucción alguna. Pratt se sentó entre las ruinas, sacó su almuerzo y comió. Luego se secó la boca, recogió su rifle y se encaminó hacia la ciudad. Era la una y media; le sobraba tiempo. Por la carretera se movían gentes y vehículos, una oleada constante de individuos trasladándose a escuchar a Jones. Pratt se incorporó a ellos; era uno de tantos. Mientras andaba llevaba su rifle abiertamente; era un rifle de guerra, el mismo que había usado en los confusos días finales. Sus condecoraciones le permitían llevarlo; el rifle era como una banda de honor.
El discurso no le interesaba. Era un hombre demasiado práctico para sentirse conmovido por el excitado tumulto de las palabras. Mientras Jones vociferaba y gesticulaba, el soldado de prominente mandíbula miraba en torno buscando el sitio donde se iniciaría la marcha, el lugar donde Jones tomaría el mando de sus soldados grises.
Aquella parte de Francfort yacía aún en escombros. Zona residencial, era la última en ser reparada. Los habitantes estaban viviendo en barracones temporales erigidos por el gobierno. Cuando el discurso de Jones llegó a su final, grupos de trabajadores de la organización fueron reuniéndose aquí y allí, evidentemente en formaciones ya previstas. Pratt, en pie con su rifle, vigilaba con interés.
Ante él se extendía lo que parecía ser una rueda de cemento. La rueda era una masa sólida de partidarios, agrupados en un solo montón ceñido. La bandera con el caduceo flameaba por todas partes. Todo el mundo tenía brazaletes o uniformes. Delante de la rueda gris se extendía un trecho abierto de la Landstrasse, la calzada todavía no deteriorada que llevaba a la ciudad. Aquella carretera existía desde los tiempos del Tercer Reich; había sido construida por el genio de la ingeniería, el doctor Todt, y su grupo, la Organización Todt. Era una excelente calzada. Dentro de poco, la rueda gris se desenrollaría y se pondría en marcha hacia la ciudad.
La Policía había suprimido cuidadosamente todo el tráfico en la carretera. Patrullas de policías iban de arriba abajo por la faja desierta, haciendo retroceder con enojo a las oleadas de gente. Unos cuantos niños y un perro extraviado trotaban excitadamente a la cabeza.
El ruido era ya ensordecedor. Millares de espectadores se iban apartando del campo cercano dirigiéndose al punto de concentración. Pratt parpadeó cuando avanzaron hacia él varios grupos, de ojos vidriosos, bocas abiertas y gargantas rasposas por los vítores repetidos. Alzando su rifle, trepó a un montón de escombros, fuera del camino.
Una pandilla de periodistas fotógrafos con cámaras de flash estaba sacando instantáneas de la multitud y de las masas grises de agentes organizadores que formaban las primeras filas. Policías con cascos estaban por todas partes, en parejas y en grupos de a tres. Todos llevaban armas; tenían un aspecto cruel e inquieto en sus uniformes pardos. Donde comenzaba el trozo de calzada había cuatro ambulancias, dos a cada lado. Complicados equipos de televisión habían sido instalados por las cercanías; los técnicos y los médicos charlaban y gastaban bromas. Los fotógrafos también obtuvieron fotos de ellos. Sacaban fotos de todo.
Pratt seguía avanzando con precaución. Se las arregló para deslizarse hasta el borde final de la multitud y desembocar en terreno abierto. Un momento más tarde se hallaba junto a la barricada principal de la Policía, erigida al borde de la carretera. Los policías uniformados le miraron inexpresivamente: no le conocían. Uno de ellos, un gigante con una gran cara de luna llena, se destacó del grupo y se dirigió hacia él amenazadoramente, empujándolo con su metralleta.
—¡Vaya por el otro lado! —le chilló a Pratt—. ¡Salga de la carretera!
La policía estaba tendiendo pesadas cuerdas blancas a ambos lados del pavimento para mantener confinados a los manifestantes. Querían estar seguros de que el desfile proseguiría en la dirección adecuada; se suponía que terminase donde esperaban las unidades armadas.
—¡Maldita sea! —rugió el policía grandote—. ¡Le he dicho que salga de ahí! ¿Es que quiere que lo maten?
—¿Dónde está McRaffle? —preguntó Pratt.
—¿Quién es usted?
Pratt localizó al comandante de la Policía McRaffle, el jefe encargado del sector. Se le acercó y le mostró su identificación.
—Está bien —murmuró McRaffle, preocupado. No sabía cuál era la misión de Pratt; sólo que se trataba de una cosa de la Seguridad—. Suba a uno de esos camiones; desde allí es desde donde podrá tener mejor vista. Los muy cabritos van a empezar la marcha de un momento a otro.
McRaffle había elegido un buen sitio para la barricada. Una vez que los manifestantes se hubiesen puesto en marcha hacia la ciudad, los camiones pasarían sobre las cuerdas y darían la vuelta, bloqueando la carretera. Luego, cuando la multitud retrocediese, los equipos de la Policía harían su aparición. Atrapados entre dos muros de policías, Jones y sus seguidores quedarían cogidos como ganado. Estaban aguardando más camiones, para llevar a los partidarios a campos de trabajos forzados. La barricada en sí misma era formidable. Pratt dudaba si la turba —y desde luego era toda una turba ya— podría romperla. Camiones, artillería pesada, y tal vez una línea de carros de combate. No estaba muy familiarizado con aquella parte. Eso sería cuestión del ataque inicial de la Policía: Jones muerto; los seguidores, rodeados. Y luego, por todo el mundo, ciudad tras ciudad, el resto iría cayendo en la red. En cuestión de días, tal vez de semanas, la redada continuaría. Lenta y eficientemente.
Llegado el camión, Pratt empezó a subir. Seis o siete manos se alargaron para ayudarle; trepó torpemente, sin soltar su rifle, en una posición incómoda, hasta que alguien le ayudó a ponerse en pie. Se sacudió el polvo y encontró un sitio cerca de la parte delantera. No era el único que tenía un rifle de guerra; varios brillaban a la luz del sol poniente. Mientras estaba allí con su arma alzada nadie le prestaba atención. Todos estaban viendo a los manifestantes.
—Es una buena posición —le dijo a McRaffle cuando el comandante de la Policía se le acercó más tarde.
McRaffle se quedó mirando el rifle.
—¿Qué lleva usted ahí? ¿Un viejo A-5? Me gustaría que todos ustedes se hubiesen desprendido ya de eso —evidentemente creía que Pratt era un belicoso veterano de guerra, nada más—. Deberían haberles quitado a ustedes estos juguetes.
—Viene ahí un montón de gente —observó inquieto un sargento.
—¿Cree usted que se pararán? —preguntó otro nerviosamente, un muchachito—. Están locos; son capaces de hacer cualquier cosa.
—No lo creo —dijo McRaffle vagamente, mirando a la turba con sus anteojos.
—Quieren que los maten —dijo el sargento—. Para eso han venido aquí. Pueden vernos muy bien; Jones debe saber que estamos muy cerca. ¿No dicen que ve el futuro? ¿No es ése su truco?
Un viento caliente soplaba hacia ellos desde las ruinas y los cráteres medio cegados. En lontananza, a través de un cielo anubarrado, una fila de transportes se movía lenta, inexorablemente. Los hombres de los camiones estaban inquietos e irritados; chocaban sus armas contra la envoltura de metal que tenían alrededor, escupían por la baranda, se ponían las manos como viseras para resguardar sus ojos del brillo del sol y miraban rabiosamente a la rueda gris de los manifestantes.
—Ya no tardará mucho —comentó McRaffle.
La multitud estaba formando obedientemente detrás de la falange gris.
—¿Cuántos calcula que hay? —preguntó Pratt.
—Miles. Millones. Me imagino que el grandísimo sinvergüenza va a montarse en su coche mientras los demás van andando. —McRaffle indicó una limusina aparcada—. Uno de sus ricos protectores le donó el cacharro.
—Se supone que irá al frente —dijo un reportero que había escuchado a McRaffle—. Según las instrucciones que dieron, irá a la cabeza de la manifestación.
—También creo yo eso —dijo Pratt.
—¿Sabe usted algo sobre él? —preguntó el reportero, con su rostro rechoncho ávido e inexpresivo a la vez.
Era un periodista típico de Berlín, con arrugados pantalones bombachos, una pipa en la boca, cínico y distante.
—No —contestó Pratt.
—¿Es cierto que Jones es un huido de los campos de trabajo de Bolivia?
—Lo que yo he oído decir —dijo el sargento— es que solía estar por las ferias. Es un mutante, uno de esos fenómenos de la época de la guerra.
Pratt no dijo nada. Le dolía la cabeza por la luz y por el polvo que traía el viento seco. Deseaba que las cosas sucedieran más aprisa.
—Mire —le dijo el reportero a McRaffle—. Déjeme que le pregunte una cosa. Los tipos esos de ahí, ¿forman una especie de pandilla? ¿Cuál es la verdadera historia de todo este lío?
—¿Y yo qué sé? —masculló McRaffle.
—¿No es una pandilla? ¿Qué tiene que ver Jones con todo eso? Tiene un montón de gente gorda que le apoya, ¿no es verdad? Es ministro o algo por el estilo. Esto es una religión, ¿no? Gente rica que palea el dinero y que tiene un montón de trajes y de coches y de joyas. Y a él tampoco le falta nada, ¿verdad?
Nadie contestó.
Luego el reportero se dirigió a un guardia delgado y alto que estaba apoyado contra la barrera, llenos los brazos de artefactos para el disparo de cohetes.
—Oiga —dijo el reportero en voz baja—. ¿No es esto realmente un truco de Fedgov? ¿Para aumentar el interés por la colonización? Van a introducir un gran contingente de emigrantes, ¿no es así?
—Déjeme en paz.
—Dios mío —se quejó el reportero dolientemente—, no estoy más que tratando de comprender. Esto debe de tener una explicación… Estoy tratando de hacerme cargo de qué pinta él aquí.
Un policía bajito y de rostro colorado subió al camión llevando un carrete de cable para las líneas telefónicas.
—Me alegro de estar aquí arriba —le dijo jadeando a McRaffle—. Esto va a ser un bonito jaleo cuando lleguen a las afueras de la ciudad.
El periodista puso la mano en el hombro del recién llegado.
—Hola, amigo —dijo—, ¿para qué demonios es todo esto? ¿Qué quieren esos tíos?
Respirando con fuerza, el policía de faz colorada se detuvo.
—No es una pandilla de gangsters.
—¿Qué quieren entonces? Explíquemelo.
—Si fuesen una pandilla, no tendríamos ningún jaleo. Podríamos comprarlos.
—Eso es interesante —el periodista le miró agudamente—. ¿No vio usted alguna vez a ese Jones?
—No —admitió el policía de faz colorada—. Pero mi mujer le dio una vez la mano —y añadió—: Ella es miembro.
El reportero le miró incrédulamente.
—¿No me está tomando usted el pelo?
—Probablemente va ahí entre los tantos.
—Márchese ya —le ordenó McRaffle al policía—. Vaya a informar a su unidad.
El guardia se dirigió dócilmente a la parte trasera del camión y saltó a la calzada.
El periodista garabateó unas cuantas notas en un bloc de papel y luego se lo guardó. Se quedó mirando con curiosidad el rifle de Pratt.
—¿Qué lleva usted ahí, compadre? —preguntó.
Pratt no dijo nada. Se sentía peor por momentos, a medida que el sol resbalaba sobre su cabeza. Tenía la boca seca y agria. Restos de un antiguo paludismo se agitaban en su cuerpo, trayéndole debilidad y escalofríos. Siempre le pasaba lo mismo antes de matar a alguien.
—Es un bastón metálico de muy mal aspecto —observó el periodista—. ¿Va a volarle usted la cabeza a alguien con eso?
—Váyase usted de aquí, grandísimo imbécil —dijo el policía delgado—, antes de que vaya a volarle la sesera.
—¡Jesús! —se quejó el reportero—. Están ustedes medio locos —se dirigió al extremo del camión—. Son ustedes tan malos como esos tipos de allí.
Pratt se secó el sudor del labio superior y apoyó el rifle en el costado del camión. El metal resplandecía brillante y caliente con el calor furioso. Sus ojos le ardían y las piernas le empezaban a temblar. Se preguntó cuánto tiempo transcurriría antes de que la serpiente gris se desatase y echara a andar. No mucho, probablemente.
—Déjeme usar sus anteojos —le dijo a McRaffle.
—No los deje caer —le indicó McRaffle entregándoselos; las manos le temblaban—. Cristo, esto va a acabar conmigo. Si algo sale mal iré a un campo de concentración lo mismo que ellos.
Pratt miró por los anteojos a la rueda de uniformes grises, con su turba densa y obediente formada detrás. Jones había llegado. Estaba al frente, conversando con los trabajadores de la organización. Ahora los manifestantes estaban siendo distribuidos en columnas de a diez; una larga serpiente con su cabeza gris en el filo de la carretera y su cuerpo perdiéndose entre las ruinas. Los manifestantes, cansados de esperar, empujaban y se agitaban. Pratt podía escucharlo, un estrépito denodado y constante. Estaban vociferando y aullando con toda la fuerza que podían.
—¿Los oye? —le dijo a McRaffle.
—Déme los anteojos; creo que ya han empezado.
—Todavía no.
Pratt ajustó el tornillo de enfoque. Allí estaba su presa: el hombrecillo familiar, raquítico y mezquino, con sus gafas de armadura de acero, insignificante y vulgarote. Aquél era Jones.
—¡Vamos —gritó McRaffle—, démelos!
Pratt devolvió los anteojos. McRaffle los frotó rápidamente y volvió a enfocarlos.
—Por Dios —susurró—, aquí vienen. Han empezado.
Las columnas de grises comenzaban a moverse por la carretera. La aullante y vociferante multitud se arrastraba detrás. Los perros ladraban furiosamente. Los niños corrían de un lado para otro en una excitación frenética. Sobre los camiones, los policías armados resoplaban inquietos y levantaban sus armas.
Jones, a la cabeza de las columnas, marchaba con zancadas desiguales y nerviosas, directamente por el centro de la carretera. Un paso mecánico y rápido, como el de una muñeca de resortes. Sin los anteojos, Pratt no podía distinguirle la cara; Jones estaba todavía a bastante distancia. Empuñó el rifle y le quitó el seguro. Lo alzó, y se mantuvo tenso y expectante. A su alrededor, los que tenían fusiles estaban haciendo lo mismo.
—Recuerden ustedes —masculló McRaffle— que no deben disparar. Hay que dejarles pasar; dejarles que rebasen la barricada. Luego todo el mundo listo para cercarlos.
En uno de los camiones un policía daba diente con diente, luego se cayó a la carretera. Rodó, se alzó rápidamente, y lleno de pánico buscó ponerse a salvo tras la cuerda blanca.
—Que se acerquen los primeros camiones —ordenó McRaffle en su radioteléfono.
Las columnas de los manifestantes estaban ya moviéndose más allá de la barricada. Algunos de ellos miraron temerosamente a los camiones aparcados y a la policía agrupada.
—Empezad a avanzar —gritó McRaffle—. ¡Poned en marcha los motores, bestias!
Los primeros manifestantes habían rebasado la barricada. Viniendo de Francfort estaba la primera línea de tanques de la Policía; la otra mandíbula de la trampa se estaba cerrando. Los manifestantes no llegarían nunca a la ciudad. Con rugidos horrísonos, los motores de los camiones iban poniéndose en marcha. Maniobrando en torno a los manifestantes, los camiones iban desembocando en la carretera, cortándoles el paso. Bruscamente los manifestantes hicieron alto. Rugidos de desaliento se impusieron sobre el tronar de los motores. Las columnas se rompieron y ondearon; la gran serpiente gris se disolvió de pronto. Los que venían detrás vacilaron. Los que iban a la cabeza empezaron a sumirse en confusión.
—Ya los tenemos —estaba diciendo McRaffle con voz incolora—. ¡Están cogidos!
Los manifestantes no seguían avanzando. Jones se había parado, miraba medrosamente a su alrededor. Como una rata atrapada, pensó Pratt. Una sucia rata de dientes amarillos. Levantó su rifle y apuntó.
Ahora toda la multitud estaba en movimiento. La masa que había ido marchando a lo largo de la carretera se desparramó en grupos sin rumbo, gente que se precipitaba en varias direcciones, fuera de la calzada, entre las cuerdas; no importa adónde. Coches rápidos de la policía se acercaban desde el borde de las ruinas, pastoreando al rebaño. Era el caos. Pratt no prestaba ninguna atención a aquello; veía sólo la pequeña y delgada figura de Jones.
—¡Quedan ustedes detenidos! —tronaban los altavoces—. ¡Dejen de moverse y permanezcan donde están! ¡Quedan detenidos por la Policía de Seguridad!
Algunos grupos se pararon. Rostros contraídos por el miedo se alzaron hacia el cielo; unidades aéreas de la Policía estaban aterrizando. Un grupo de forzudos de la Organización entró en liza y corrió hacia un grupo de policías. Blandiendo cachiporras, los forzudos avanzaron hacia la unidad que aguardaba; una confusa masa de grises y pardos rodó por el pavimento. Más manifestantes huyeron desde la carretera hacia las ruinas. Policías a pie iban cercándolos; se alzaban nubes de espeso polvo oscureciendo la escena. El aire estaba lleno de gritos y rugidos ahogados. Un camión crujió, luego poco a poco fue cayendo de costado. Una muralla de fanáticos enloquecidos acababa de tumbarlo.
Pratt apuntó cuidadosamente y disparó.
Erró el tiro completamente. Asombrado, tiró del cerrojo y volvió a levantar el arma. Antes, cuando disparó, Jones había dado un salto de costado pavoroso e inexplicable, con una anticipación de milésimas de segundo; resultaba increíble. Indudablemente Jones había contado con aquello.
Después de saltar del camión en donde estaba al siguiente, Pratt se abrió camino entre las primeras filas de la multitud. Bajó por un montón de ruinas; empuñando su rifle, llegó a un puesto precario que abandonó enseguida, para seguir velozmente hacia adelante. Esta vez dispararía desde muy pocos metros de distancia; esta vez se pondría frente a frente con Jones.
Lanzándose a la carretera, Pratt se abrió camino entre la multitud. Usando la culata de su rifle como cachiporra, forzó el paso entre la masa. Una botella le estalló en la cabeza; durante un rato remoloneó a su lado la oscuridad, y se cayó contra una masa de cuerpos humanos que se retorcían salvajemente. Luego consiguió ponerse en pie y siguió arrastrándose.
Inmediatamente se puso en cuclillas. Recogió el rifle que había caído a sus pies y estaba levantándose cuando una forma vestida de gris le golpeó con un tubo de plomo. Esta vez perdió los dientes; tragó sangre cálida y pegajosa, casi asfixiándose. Medio ciego, se puso a jadear. Enormes botas crujientes le golpeaban en las costillas; se retorció y pudo incorporarse, agarró un pantalón y tiró. La figura se tambaleó y cayó. Pratt rodó sobre el otro, sus manos asieron un trozo de botella rota. Con un tajo rápido seccionó la garganta del hombre, apartó el cuerpo, y saltó.
Delante de él había un pequeño claro, un centro muerto en el remolino de formas frenéticas. Jones permanecía erguido e inerte; tras sus cristales, los ojos le centelleaban frenéticos. A su alrededor se había agrupado un núcleo de lucha de la Organización, una defensa de última hora.
Arrodillándose, Pratt se las arregló para alzar su rifle. Nieblas centelleantes bailaban delante de él; estaba suspendido en un intervalo silencioso e inmóvil. Automáticamente, sus dedos tiraron del disparador; no hubo ruido alguno. Sólo un chasquido débil en la recámara.
Vio como Jones se tambaleaba, se llevaba la mano al vientre, y luego caía de espaldas. No había hecho más que herirlo, darle en la barriga, pero no en la cabeza. Maldiciendo, llorando, Pratt luchó con el cerrojo. Había fracasado; no había conseguido matarle.
Mientras trataba de disparar de nuevo, una potente sombra gris se abalanzó contra él. Llegó a su altura y le arrebató el arma de las manos de un puntapié. Otras dos sombras aparecieron; experimentó un desgarrador segundo de agonía, y luego acabó todo. Su último instante de vida había caducado. Entre aquellos tres hombres, los forzudos grises, le habían decapitado.
Sentado en el pavimento, escupiendo sangre, Jones aguardaba que los equipos médicos de la Policía llegasen hasta él. Desde donde se hallaba podía ver los restos del asesino. Turbiamente, a través de un velo, contemplaba cómo las enfurecidas figuras grises iban destrozando lo que había quedado.
Se acabó. Entre sus dedos crispados, fluía el calor vivo de su sangre. Había sido herido; pero todavía estaba vivo. En su agonía estaba ya el gozo rugiente de la victoria.