Una vez fuera del edificio en miniatura, el doctor Rafferty se inclinó y mostró a Cussick una de las esponjas propias del Refugio.
—Ésta es artificial. Pero hay esponjas auténticas como éstas en Venus; se las trajo aquí y nuestros equipos de investigación crearon diversos modelos.
—¿Y por qué no trasplantarlas simplemente? ¿No crecerían aquí las verdaderas?
—Ya le explicaré por qué, un poco más tarde —incorporándose, condujo luego a Cussick hasta el borde de un lago borboteante—. Y éstas son también imitaciones —del agua, Rafferty cogió una criatura serpentiforme, de patas cortas y rechonchas que se movía curiosamente; con un gesto rápido, Rafferty le retorció la cabeza; la cabeza salió y la criatura dejó de moverse—. Un artificio mecánico; puede usted ver los alambres. Pero también una réplica exacta de la auténtica fauna venusina.
Volvió a colocar la cabeza en su sitio; una vez más la criatura empezó a agitarse. Rafferty la soltó de nuevo en el agua y el objeto se alejó feliz.
—Esas montañas —dijo Cussick señalando a lo alto—. Deben de ser un telón de fondo basado en el paisaje venusino.
—Así es —empezó Rafferty a decir con animación—. Podemos subir, si usted quiere. Ellos están siempre haciendo excursiones por sus montañas.
Mientras los dos hombres caminaban de roca en roca, Rafferty iba prosiguiendo su explicación.
—Este Refugio es una escuela, al mismo tiempo que un ambiente. Está destinado a formarlos, a adecuarlos para un medio ambiente no terrestre. Cuando vayan a Venus estarán preparados, por lo menos en todo lo que dependa de nosotros. Probablemente algunos de ellos morirán; pueden resultar dañados por el cambio. Después de todo no somos infalibles; hemos hecho todo lo posible por imitar las condiciones de allí, pero no es perfecto al pie de la letra.
—Aguarde un momento —le interrumpió Cussick—. Ellos mismos… ¿no están modelados según las formas de vida humanoides venusinas?
—No —contestó Rafferty—. Son creaciones nuevas, no imitaciones. Los embriones humanos originales fueron alterados de acuerdo con el principio del fenotipo: los sometimos a condiciones no terrestres; específicamente, a una escala de tensiones similares a las que actúan en Venus. Las tensiones eran complicadas; tuvimos muchísimos fracasos. Tan pronto como los bebés alterados nacían, eran introducidos en incubadoras tipo V: medios que igualmente reproducían el modelo venusino. En otras palabras, nosotros desviamos cada embrión, y continuamos aplicando las tensiones después de que los bebés nacieron.
»Como usted comprende, si colonizadores humanos desembarcan en Venus, no podrán sobrevivir. Fedgov lo ha probado ya; es asunto de estadística. Pero si existen unos cuantos cambios específicos, es posible mantener viva a una colonia. Si podemos disponer una gradación de escalones, unas etapas transitorias, huecos por los que puedan pasar… la aclimatación se producirá. La adaptación, por decirlo de otra manera.
»Con el tiempo, ya se sabe, la progenie se irá modificando en respuesta a las presiones externas. Poco a poco, las generaciones subsiguientes quedarán remoldeadas según las líneas de supervivencia. Muchos morirán, pero otros muchos seguirán luchando. En definitiva, tendremos una especie casi humana; no físicamente igual que la nuestra, pero no obstante, seres humanos. Hombres cambiados, aptos para vivir en Venus.
—Ya veo —dijo Cussick—. Esta es la solución de Fedgov.
—Precisamente. Nunca hallaremos las condiciones exactas que tenemos aquí en la Tierra; no hay dos planetas que sean idénticos. ¡Cielo Santo!, bastante suerte hemos tenido en tener a Venus: un planeta con nuestra densidad, con gravedad, humedad, calor. Desde luego, es literalmente un infierno para usted y para mí. Pero no se necesita mucho para convertir al cielo en un infierno: un aumento de temperatura de diez grados y un aumento de la humedad.
Dando un puntapié a un liquen negroazulado que crecía sobre el lomo de una roca plana, Rafferty continuó:
—Podríamos haber esperado mil años, haciendo las cosas por el camino largo: llevando allí colonizadores humanos, un cargamento tras otro, enviando numerosas naves, iniciando una obra de colonización. La gente habría muerto como moscas. Se habrían sentido desgraciados. La Naturaleza puede permitirse ese lujo, pero nosotros no podemos. Nuestra gente habría abominado eso.
—Sí —admitió Cussick—, ya eso se ha visto otras veces.
—Al final los resultados habrían sido los mismos. Pero ¿habríamos querido aceptar las pérdidas? Creo que habríamos retrocedido. No tenemos ni miles de años ni millones de vidas que entregar; habríamos renunciado, habríamos tenido que volver a traer nuestras colonias a casa. Porque en un análisis final, nosotros no queremos adaptarnos a otros planetas; queremos que ellos se conformen a nuestra manera de ser.
»Incluso si hallásemos una segunda Tierra, no bastaría. Aquí, en este proyecto, hemos visto la semilla de un futuro mucho mayor. Si esto da resultado, si los mutantes de Venus sobreviven, podemos ir adelante y perfeccionar nuestras técnicas. Desarrollar colonias de mutantes para otros varios planetas, para medios ambientes más severos. A la larga podríamos poblar el Universo, sobrevivir por doquiera. Si tuviésemos éxito, habríamos logrado la conquista total. La especie humana sería indestructible.
»Este Refugio —este enclave cerrado— y mi trabajo, todo esto parece artificial. Pero lo que yo he hecho es tratar de acelerar la evolución. He tratado de sistematizarla; de despojarla de sus azares, de su despilfarro, de su falta de sentido. En lugar de enviar terráqueos a Venus, vamos a enviar venusinos. Cuando estén allí no encontrarán un mundo hostil y extraño; encontrarán su mundo verdadero, el mundo genuino que ya han conocido como modelo. Encontrarán la realización última de esta réplica reducida.
—¿Saben ellos esto?
—No.
—¿Por qué no?
—Porque era esencial que ellos pensaran que nadie es responsable de su situación —dijo Rafferty—. Si hubiesen sabido que nosotros les alteramos deliberadamente, que les hicimos inaptos para vivir en la Tierra, nunca nos habrían perdonado. Más de dos decenios en este Refugio, víctimas de un experimento científico. Siempre se les ha dicho que son mutantes naturales, mutantes de la época de la guerra, como los demás. Fueron elegidos sin su permiso. Fueron sometidos en contra de su voluntad, y muchos de ellos murieron. ¿Cree usted que nos perdonarían si alguna vez supieran que les hemos hecho tal cosa?
—Pero pueden terminar por descubrirlo…
—Lo descubrirán cuando estén en Venus. Entonces, para todos los propósitos prácticos, ya no importará. Porque nosotros no estaremos allí; el nuevo planeta será de ellos. El resentimiento será absurdo en esos momentos. Se alegrarán de su alteración. ¡Cielo santo, una alteración que significa supervivencia! En Venus, usted y yo seríamos monstruos, incapaces de sobrevivir. En Venus seríamos nosotros los que necesitaríamos refugios.
Después de un momento de meditación, Cussick preguntó:
—¿Cuándo podré ver a esos venusinos?
—Ya lo arreglaré. Dentro de unos cuantos días, desde luego. Todo este jaleo ha trastornado nuestra rutina, y ellos lo perciben también. Están tan tensos como nosotros.
Veinticuatro horas más tarde, mientras se ocupaba en que le fueran transferidos los papeles a San Francisco, Cussick vio a los venusinos por primera vez.
En la planta baja del edificio, el doctor Rafferty se reunió con él. Eran las dos de la madrugada y la calle estaba fría y neblinosa.
—Le he llamado a usted porque esta es una ocasión estupenda —dijo Rafferty guiándole hasta la rampa ascendente—. Nuestros amiguitos se escapan de vez en cuando. Han decidido que son tan hombres como cualquiera de los que haya en la casa.
Después que el Van hubo llevado al Refugio a los semiinconscientes mutantes, Cussick y Rafferty se quedaron juntos en la acera cercada por la niebla. La futilidad de la lucha de los mutantes pesaba en la oscuridad; ambos hombres sentían la opresiva cercanía de la derrota.
—Quizá tiene usted razón acerca de Jones —dijo Rafferty finalmente—. Quizá no es más que humano —cogió las llaves de su coche y empezó a caminar hacia el lugar de aparcamiento—. Pero es como luchar con el océano. Estamos hundiéndonos, descendiendo día a día. Una civilización que se ahoga en el diluvio. La nueva inundación.
—La fuerza divina —dijo Cussick irónicamente.
—No podemos destruir a Jones. Sólo podemos esperar que haya algo más allá de él, algo en la otra cara.
Rafferty abrió la portezuela de su coche y entró.
—Puede usted quitar las barreras si lo desea. Pero manténgalas a mano.
—Así lo haré —dijo Cussick—. Buenas noches.
—Buenas noches —contestó Rafferty.
El motor se puso en marcha y el coche arrancó. Cussick se quedó solo. Fríos pingajos de niebla ondulaban a su alrededor: se estremeció, dándose cuenta de lo que aquello podría haber parecido a los cuatro mutantes. Frágiles criaturitas con sus esperanzas, sus sueños confusos, sin saber quiénes o qué eran… y fuera de su útero de cristal, aguardándoles la noche y las grises figuras en marcha: la organización de Jones.
Cussick anduvo lentamente a lo largo de la oscura acera hasta que llegó a la primera barricada de la Policía.
—Está bien —le dijo al sargento del casco—. Ya pueden ustedes deshacer esto.
El sargento no le prestó ninguna atención; la escuadra de policías estaba reunida alrededor de sus radioteléfonos de campaña, escuchando intensamente una emisión en circuito cerrado.
Enojado, Cussick se disponía a zarandear por el hombro al suboficial, pero en aquel momento comprendió qué era lo que estaba oyendo; se olvidó del sargento, de Rafferty, de las barricadas, de los mutantes venusinos. Agachándose, se abrió paso hasta situarse cerca del altavoz; rígidamente se puso a escuchar.
—«… en las primeras etapas del ataque cayeron en manos de la Seguridad por lo menos el cincuenta por ciento de los agitadores criminales. En zonas metropolitanas mayores, partidas armadas están rodeando al personal restante de la Policía. La acción prosigue en forma ordenada… hay poca asistencia eficaz. Del reverendo Floyd Jones se informa que ha sido herido en una refriega entre sus partidarios y unidades de la Policía. Un informe de Nueva York describe luchas callejeras de envergadura entre turbas fanáticas y tanques de la Policía. A todos los policías armados de esta zona se les ordena que informen a sus puntos de partida; las instrucciones previas quedan automáticamente canceladas. Para repetir la notificación original: El Consejo del Gobierno Federal Mundial ha declarado ilegal a la Organización designada como Patriotas Unidos, y todos los miembros de dicha organización son considerados, por tanto, como elementos criminales. La legislación competente faculta a la Policía del Servicio Secreto para detener inmediatamente y conducir a los Tribunales Públicos a todos los miembros de la organización Patriotas Unidos, y a todas las personas afiliadas a subgrupos tales como la Liga de la Lealtad Juvenil, la de las Mujeres…»
Cussick se alejó, medio helado el cuerpo por el frío nocturno. Dio unas cuantas patadas en el suelo, se sopló las manos, movió los brazos sobre el torso. Así pues, Pearson había entrado en acción. El consejo había ratificado su programa: Jones y su organización estaban siendo cercados, sentenciados y desperdigados por los distintos campos de concentración. Probablemente bajo el amparo de la Cláusula Dos, el Estatuto que daba a la Seguridad la autoridad necesaria para detener a miembros de cultos carismáticos que constituyeran una amenaza para la libre diseminación de los principios del atavismo. Una cláusula deliberadamente vaga puesta en los libros como tope de toda legislación: para cubrir cualesquiera situaciones no controlables de otra forma.
Pero Jones debía haberlo sabido. La organización debía haber aguardado el ataque. Un año antes, Jones debió prever que, en su severa lucha, Pearson iría adelante, realizaría un gran esfuerzo final para aplastar el movimiento borboteante. La traición de Kaminski había espoleado a Pearson; necesitaba moverse, hacer algo, realizar un último intento por salvar a Fedgov, antes de que todo quedara decidido. Pero en la mente de Jones la decisión estaba ya tomada.
Mientras permanecía escuchando la radio de la Policía, Cussick se preguntó de qué forma Jones podría ser cogido fuera de su guarida. Detenido y herido. A menos, naturalmente, que quisiese ser detenido. A menos que fuese su plan el ser herido. En ese caso, Pearson había sellado probablemente la disposición final de Fedgov.
Posiblemente, incluso probablemente, Pearson, en su furioso deseo de actuar, había hecho la victoria de Jones de una certidumbre absoluta.