XI

La noticia circuló profusamente. Cussick no tuvo necesidad de decírselo a nadie; todo el mundo lo sabía. Fue un mes más tarde, a mediados de noviembre, cuando Tyler le llamó, inesperadamente, sin previa advertencia. Él estaba en su mesa, rodeado de informes y datos que iban llegando. La llamada tuvo lugar por el teléfono-visión interior ordinario, por lo que no estaba preparado.

—Siento molestarle —dijo la voz de Tyler, sin preámbulo alguno.

Ella estaba también en su mesa; junto a su pequeña figura uniformada descansaba la máquina de escribir eléctrica y se desplegaba una tira de papel que acababa de recibir con unos datos.

—Veo que su esposa está siendo reclasificada bajo su nombre de soltera. Se supone que debo identificarla como Nina Longstren.

—Así es —admitió Cussick.

—¿Le gustaría contarme lo que sucedió? No le he visto a usted desde aquella noche.

—Me reuniré con usted después del trabajo —dijo—. Donde usted quiera. Pero ahora no puedo hablar —señaló a la montaña de papeles sobre su mesa—. No necesito explicarle el porqué.

Se reunió con ella en los amplios peldaños de la fachada del edificio principal de la Seguridad. Eran las siete de la noche; el helado cielo invernal estaba negro como un pozo. Embutida en un pesado abrigo de pieles, Tyler estaba aguardándole, con las manos hundidas en los bolsillos, un pañuelo de lana ceñido en torno a su corto cabello negro.

Cuando él bajó los escalones de hormigón, emergió ella de las sombras, una nube de aliento helado rodeándola como un nimbo, partículas de nieve deslizándose sobre el cuello de pieles de su abrigo.

—Puede usted decirme lo poco o mucho que quiera —dijo ella—. No quiero que piense que estoy fisgoneando.

No había mucho que decir. A las once de la mañana siguiente a la noche en que se vieron los cuatro, él había llevado a Nina al apartamento. Ninguno de ellos dijo más que unas palabras.

Hasta que no la dejó en la salita familiar no se dieron cuenta ambos de hasta qué punto era totalmente inútil todo aquello. Tres días más tarde recibió él la notificación preliminar de la Oficina de Matrimonios: Nina había iniciado los trámites para el divorcio. La vio de vez en cuando, breves momentos, mientras ella recogía sus cosas y desalojaba el apartamento. Cuando los trámites legales quedaron cumplidos, ya estaba ella viviendo en otro barrio.

—¿Cómo quedaron sus relaciones? —preguntó Tyler—. Todavía eran ustedes amigos, ¿no es verdad?

Aquello había sido lo más lastimoso.

—Sí —dijo él apretadamente—. Todavía éramos amigos.

Había sacado a Nina a cenar en la última noche legal de su matrimonio. El papel último aún no firmado se lo había metido en el bolsillo. Después de estar sentados lúgubremente durante cerca de una hora en el restaurante semidesierto, habían por fin apartado los cubiertos de plata y firmado los papeles. Eso era todo: el matrimonio había terminado. La había llevado a un hotel, le había traído el equipaje del apartamiento, y la había dejado allí. La idea del hotel era una charada voluntaria: los dos habían convenido en que sería mejor que él no se acercase al barrio donde ella iba ahora a vivir.

—¿Qué hay de Jack? —preguntó Tyler con un escalofrío y lanzando hacia él su aliento en forma de nubecilla—. ¿Qué se ha hecho de él?

—Jack ha ingresado en un centro infantil de Fedgov. Legalmente sigue siendo nuestro hijo, pero para todos los aspectos prácticos, no tenemos ningún derecho sobre él. Podemos verle siempre que queramos. Pero no es responsable ante nosotros.

—¿Puede usted sacarlo alguna vez? No estoy enterada de lo que previene la ley en estos casos.

—Sólo podemos sacarle por petición conjunta. En otras palabras, volviéndonos a casar.

—Así pues, ahora está usted solo —dijo Tyler.

—Eso es. Ahora estoy solo.

Después de dejar a Tyler, sacó su coche del Parque de la Policía y cruzó la ciudad para llegar a su apartamiento. Pasó junto a concentraciones de partidarios de Jones, que parecían interminables. Muchachos de Jones, como se les había llegado a llamar. A la más mínima oportunidad, la organización se las ingeniaba para demostrar su fuerza creciente. Marchas, signos y carteles desfilaban frenéticamente en la penumbra; hordas de figuras vestidas idénticamente, de rostros exaltados y devotos.

ACABEMOS CON EL REINO TIRÁNICO

DEL RELATIVISMO INHUMANO

¡LIBERTAD A LA MENTE HUMANA!

Otra versión alumbrada por los faros de su coche:

QUE SE DISUELVA EL CONTROL TERRORISTA DEL PENSAMIENTO EJERCIDO POR LA POLICÍA SECRETA

QUE SE ACABEN LOS CAMPOS DE CONCENTRACIÓN PARA EL TRABAJO DE ESCLAVOS ¡QUE SE RESTAURE LA LIBERTAD DEL HOMBRE!

Simples slogans… y el más efectivo:

A LAS ESTRELLAS

Los estandartes iluminados flameaban por doquier; Cussick no pudo evitar el sentir un estremecimiento. Había en todo aquello una excitación salvaje, una furiosa y jocunda sensación de grandeza en la idea de romper con el sistema, de alcanzar las estrellas, los sistemas lejanos, los infinitos nuevos soles. No se veía exento él mismo. También quería aquello.

La Utopía. La Edad de Oro. No la habían encontrado aquí en la Tierra. La última guerra les había hecho ver que no vendría nunca. De la Tierra habían vuelto sus miradas a los otros planetas; habían elaborado románticas ficciones, se habían dicho a sí mismo agradables mentiras. Los otros planetas, decían, eran mundos verdes y fértiles, valles chispeantes de agua, colinas espesas de bosques, el paraíso: la eterna y antigua esperanza. Pero los otros planetas eran pesadillas de helado gas metano, millas de dura roca. Sin vida ni sonido, sólo con la muerte silbante de rocas y gas y oscuridad vacía.

Pero los seguidores de Jones no se habían dado por vencidos; tenían un sueño, una visión. Estaban seguros de que la Segunda Tierra existía. Algo, alguien, había conspirado para tenerles apartados de ella: era una maquinación que estaba en marcha. Era Fedgov sobre la Tierra; el Relativismo estaba asfixiándoles. Más allá de la Tierra estaban los derivantes. Una vez que Fedgov se fuera, una vez que los derivantes hubiesen sido destruidos… la otra historia. Pastos verdes, al otro lado de la colina inmediata.

Sin embargo, no era disgusto lo que Cussick sentía hacia las figuras soñadoras y frenéticas. Era admiración. Ellos eran idealistas. Él, por su parte, sólo era un realista. Y estaba avergonzado.

En cada esquina había montada una mesa brillantemente iluminada con un cartel luminoso. En cada mesa un trabajador de la Organización estaba sentado con una instancia, recogiendo nombres de las colas de gente que aguardaba.

REFERÉNDUM UNIVERSAL

PEDID A FEDGOV QUE SE APARTE Y NOMBRAD A JONES COMANDANTE SUPREMO QUE HAGA FRENTE A LA CRISIS ACTUAL

Aquella era la visión lastimosa: las colas de gente cansada, agotada por un largo día de ruda labor, deseando colocarse pacientemente en fila. No los rostros entusiastas de los seguidores entregados en cuerpo y alma, sino estos míseros ciudadanos ordinarios deseando abolir su gobierno legal, deseando poner fin a un gobierno de derecho y crear en su lugar una autoridad de voluntad absoluta: el incontrolado capricho de una persona individual.

Mientras subía la escalera hacia su apartamiento, Cussick escuchó un débil alarido. Su mente, abotagada y hundida en la fatiga, tardó en reaccionar; mientras no abrió la puerta y encendió la luz no identificó la señal de alarma del teléfono visión.

Cuando conectó el aparato, una imagen registrada anteriormente apareció con un mensaje conciso. El rostro del director Pearson, severo y áspero, se alzó y se le quedó mirando.

—Necesito que vuelva inmediatamente a la oficina —declaró Pearson—. Venga inmediatamente; esto cancela cualquier otra orden.

La imagen se esfumó, luego volvió a aparecer y una vez más la boca sumida de Pearson se abrió y las palabras se sucedieron. «Necesito que vuelva inmediatamente a la oficina. Venga inmediatamente; esto cancela cualquier otra orden». Estaba empezando una tercera vez cuando Cussick cortó salvajemente el contacto y dejó mudo al aparato.

Al principio se sintió mortalmente irritado. Estaba cansadísimo; necesitaba cenar y acostarse. Y, además, había la posibilidad —discutida en términos abstractos, generales— de llevarse a Tyler a algún espectáculo. Por un instante reflexionó si le convendría no darse por enterado del mensaje; Pearson no tenía medio alguno de realizar ninguna comprobación; en muchas horas no podría salir de su despacho.

Pensando sobre aquello, Cussick entró en la cocina vacía y desolada y empezó a prepararse un emparedado. Cuando acabó, ya estaba decidido. Salió a toda prisa del apartamiento, se dirigió al garaje y rápidamente sacó su coche. Comiéndose el emparedado por el camino, condujo a gran velocidad hasta los edificios de la Policía. Algo que Tyler había dicho, algo que todo el tiempo le había parecido sin importancia, adquiría de pronto un sentido aterrador.

Pearson le admitió inmediatamente.

—Esta es la situación —explicó—. Su compañero Kaminski a las 3:30 de esta tarde empaquetó sus informes, metió en su cartera todo el material clasificado como secreto que pudo, y se dio el bote.

Paralizado, Cussick no supo qué decir. Estúpidamente estaba allí sacándose cortezas de pan de las encías.

—No nos sorprendió mucho —continuó Pearson, leyendo un memorándum de pie tras su mesa, una figura severa y erguida—. Le atrapamos a unos doscientos kilómetros y obligamos a aterrizar a su aeronave.

—¿Adónde iba? —pudo por fin preguntar Cussick, aunque adivinaba la respuesta.

—Tenía hecho un convenio con la gente de Jones. Algo que llevaba meses madurando. A cambio de esos datos iban a proporcionarle un refugio. Ya tenían preparado el sitio; Kaminski iba a ocultarse allí y a esperar, fuera del juego, la guerra o lo que quiera que viniese. Se lavaba las manos; estaba al cabo de la calle. Y naturalmente, no podía dimitir. Nadie dimite de la Policía en estos tiempos. De ninguna manera en esta emergencia.

—¿Qué ha hecho usted con él? ¿Dónde está?

—Está en el campo de concentración de Saskatchewan. Por el resto de su vida. Ya lo he traído aquí. Le he apretado los tornillos. Voy a hacer público esto; quiero que sirva como ejemplo.

—Pero está enfermo —objetó Cussick rudamente—. Es viejo y no coordina bien. No sabe lo que hace. Está hecho polvo; debería estar en un hospital, no en un campamento de trabajos forzados.

—Lo que debería estar es fusilado. Únicamente le salva el que ya no fusilamos a nadie. Todo lo que podemos hacer es condenarlos a trabajos forzados a perpetuidad. Su antiguo instructor estará apretando tornillos hasta que se muera —Pearson salió de detrás de su mesa—. Le estoy diciendo esto porque usted es en parte responsable. Les hemos tenido vigilados a los cuatro: a usted, a Kaminski, a esa muchacha ex-comunista, Tyler Fleming, y a su esposa.

»Sabemos que su esposa es un agente de Jones; sabemos que ha estado trabajando con ellos, viviendo en uno de los edificios que usa para sus reuniones, repartiendo propaganda, dándoles dinero —plegando el memorándum, añadió—: Kaminski estaba enterado de todo. Retuvo la información; trató de suprimirla.

—No quería que yo me enterara —dijo Cussick.

—No quería que nosotros nos enterásemos, querrá usted decir. Nos dimos cuenta de que las posibilidades de que él se largara habían aumentado mucho después que su esposa le abandonó a usted y se pasó de lleno al otro bando. Esperábamos que él la siguiera, más pronto o más tarde.

»Por lo que se refiere a usted… —Pearson se encogió de hombros—, no creo que haya posibilidad alguna de que se sienta tentado a hacer lo que él ha hecho. En cuanto a la muchacha Fleming, también sigue con nosotros. Pero todo esto es un asunto asqueroso —de pronto la aspereza desapareció de su voz—. Es una cosa terrible… Ese viejo maravilloso. Creí que debía decírselo a usted.

—Gracias —dijo Cussick sordamente.

—Probablemente tiene usted razón. Desde luego debería estar en un hospital. Pero no podemos hacer eso; estamos luchando por nuestra supervivencia. Gran número de los nuestros desearía marcharse… Quizá todos nosotros.

—Es posible —concedió Cussick, escuchándole apenas.

—La gente de Jones se está infiltrando en todas partes. La estructura entera está hundiéndose: cada clase, cada grupo. Aquí en Seguridad, los hombres están largándose, desapareciendo… como Kaminski. Tenía que meterle en un campo de trabajo. Si pudiera, le mataría a sangre fría.

—Pero no le gustaría.

—No —admitió Pearson—. No me gustaría. Pero lo haría.

Por un momento permaneció silencioso. Luego continuó:

—Kaminski estaba ocupándose del plan de seguridad para un proyecto ultrasecreto Fedgov. Algo que depende del Departamento de Salud Pública… No sé de lo que se trata; nadie lo sabe aquí. Naturalmente el Consejo sí lo sabe. Es la obra de un bioquímico llamado Rafferty. Probablemente ha oído hablar usted de él; desapareció hará unos treinta años.

—Recuerdo algo —dijo Cussick vagamente; no podía concentrar sus pensamientos—. ¿Está bien Max? ¿No está herido?

—Está perfectamente —con impaciencia, Pearson continuó—. Tendrá usted que encargarse de la cuestión de seguridad en ese proyecto, de protegerlo de la forma más rigurosa. Supongo que el muy cabrito de Jones está enterado de todo; impedimos que Kaminski se llevase los papeles, pero Jones puede tener un informe oral. De todas maneras —prorrumpió furiosamente—, Jones no puede hacer nada. Todavía no ocupa el poder. Y mientras no lo ocupe, nosotros protegeremos ese proyecto.

Estúpidamente, Cussick preguntó:

—¿Qué quiere usted que yo haga?

—Como es lógico, le mandaré adonde está Rafferty, para que se entere usted de todo lo que hay sobre el asunto —Pearson cogió de su mesa un paquete de documentos de identificación y se los dio—. Rafferty ya ha sido enterado de lo de Kaminski. Le está aguardando a usted; todo está ya dispuesto. Vaya ahora mismo e infórmeme en cuanto lo tenga todo montado. No acerca del proyecto; no quiero oír hablar de eso. Lo que me interesa es el aspecto de la seguridad. ¿Comprendido?

Como en una bruma, Cussick salió de la oficina. Un crucero superveloz de la Policía estaba aguardando en la acera; tres guardias armados permanecían alrededor con sus cascos brillantes y empuñando sus metralletas. Se pusieron firmes cuando se acercó a ellos, confundido y desorientado, incapaz de darse cuenta de lo que estaba sucediendo.

—No sé nada de esto —les informó—. Ignoro adónde hemos de ir.

—Ya tenemos instrucciones, señor —dijo uno de los guardias—. Tenemos marcada la ruta.

Un momento más tarde se vio alzado por encima de la oscura ciudad, sin idea alguna de su destino. A su derecha, uno de los guardias se había sumido en un sueñecillo satisfecho, con la metralleta encima de las piernas. La nave era conducida por un piloto robot; los otros dos guardias habían empezado a jugar a las cartas. Cussick se recostó en su asiento y se preparó para un viaje largo.

Pero el viaje acabó poco después. De pronto la nave bajó el morro; uno de los guardias soltó sus cartas y se encargó de los mandos. Abajo en la oscuridad se extendían las luces guiñadoras de una gran ciudad. Mientras la nave no llegó a posarse en el aeródromo situado en lo alto de un gran edificio, Cussick no la reconoció: San Francisco.

Entonces, aquello era lo que Kaminski había querido decir aquella noche. Cerca de ellos… El proyecto sobre el que había lanzado algunas alusiones y frases oscuras, pero sin llegar a aclararlo. Ahora se enteraría de qué se trataba…, pero no era en el proyecto Fedgov en lo que estaba pensando. Estaba pensando en Kaminski, en el campo de trabajos forzados.

La envoltura se retrajo con un chasquido y los tres guardias bajaron. Cuidadosamente, Cussick descendió. Un viento increíblemente frío azotaba en torno; tiritando, se esforzó por ver dónde estaba. Al parecer en los sótanos de una sección comercial. Las grandes sombras opacas de edificios destinados a oficinas se alzaban en la penumbra frígida.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó atontado.

Fue conducido a lo largo de una rampa a través de intrincadas paredes y puertas aseguradas con muchas cerraduras, y bajó un tramo de escalones metálicos. Un momento más tarde se vio frente a un anciano bajito, de apariencia más bien modesta y embutido en un blanco uniforme médico. El caballero se quitó sus gafas, parpadeó y alargó la mano. Rafferty resultaba casi insignificante, con una expresión preocupada y tristona en sus rasgos secos. Sobre su labio superior se insinuaba la línea débil de un bigote mezquino.

—Sí —dijo él dándose a conocer cuando se estrecharon las manos—, soy Rafferty. Pero ellos no están ahora aquí. Tendrá usted que aguardar.

Cussick dijo:

—Doctor, no sé nada de esto —cogió los papeles que Pearson le había dado y se los alargó—. Me veo metido en esto sin previa advertencia. Usted está enterado de lo de Kaminski, ¿verdad?

Rafferty miró suspicazmente a su alrededor, luego dio media vuelta y empezó a andar por el corredor. Mientras Cussick caminaba a su lado, el bioquímico iba explicándole:

—Les mandé fuera cuando Pearson me informó de que Kaminski se había fugado. Me pareció conveniente tenerlos lejos de aquí para el caso de que Kaminski hubiese transmitido información a la gente de Jones. Una ocurrencia idiota, porque si Jones lo sabe ahora, lo sabía hace ya un año. Pero pensé que podría producirse un ataque… He visto cómo esas turbas suben a los edificios buscando a los seres protoplásmicos. Temí que pudieran llegar aquí utilizando eso como pretexto.

—¿Adónde me lleva usted? —preguntó Cussick.

—Voy a mostrarle el proyecto. Tengo que mostrárselo, si va a encargarse usted de la cuestión de la seguridad. ¡Cielo santo, no podría usted cuidar de ellos si no comprende lo que son!

Cussick se vio en un complicado laberinto de pasillos higiénicos, de un blanco reluciente. Los doctores se movían de un lado a otro, absortos en un trabajo médico más allá de su capacidad de comprensión. Ninguno de ellos reparó en él.

—Este es el Refugio de ellos —explicó Rafferty, deteniéndose ante una alargada pared transparente—. Ahora estoy haciendo que limpien y surtan la cueva mientras están fuera. Así mato dos pájaros de un tiro —examinó una serie de indicadores murales—. Podremos entrar dentro de algunos minutos.

Cussick miraba el interior de un enorme tanque lleno de vapor. Nubes de densa humedad ondeaban, oscureciendo el macabro paisaje. La maquinaria estaba actuando, rezongando a través de la atmósfera húmeda, rociando gotas diminutas. Aparentemente el suelo era esponjoso. Algún que otro arbusto grueso había brotado; trozos de materia vegetal que le resultaban totalmente extraños. Charcos de agua viscosa borboteaban suavemente en el suelo. Sólo se veían verdes y azules; todo el tanque semejaba un mundo marino, más bien que un mundo terrestre.

—La atmósfera —explicó Rafferty— es un compuesto de amoníaco, oxígeno, freón e indicios de metano. Puede usted ver lo húmeda que está. La temperatura es bastante elevada para nosotros, usualmente alrededor de los cuarenta y siete grados centígrados.

Cussick podía distinguir la visión de edificios medio perdidos en las densas nubes de vapor de agua. Pequeñas estructuras de costados chorreantes, gotas de humedad. Un mundo viscoso, caliente, compacto, lleno de vapor. Y profundamente extraño.

—¿Viven ahí? —preguntó lentamente.

—El Refugio es su ambiente. Fue construido para responder a sus necesidades, un enclave cerrado destinado a mantenerlos vivos. Ellos lo llaman su útero. En realidad, es algo más que una incubadora: una membrana de transición entre el útero y el mundo. Pero ellos nunca saldrán al mundo nuestro.

Se aproximó un técnico; él y Rafferty conferenciaron.

—Muy bien —dijo Rafferty—. Podemos entrar ahora.

Se deslizaron varios bloques, y los dos hombres entraron en el Refugio. Cussick se sobresaltó al ver que ardientes remolinos de gas soplaban en torno a ellos. Se detuvo, tropezó, sacó su pañuelo y se lo llevó a la nariz.

—Ya se acostumbrará usted —dijo Rafferty sonriente.

—Es como entrar en un baño de vapor. Peor.

Cussick estaba sudando copiosamente; no podía respirar y no podía ver. Mientras andaban, Rafferty explicaba con calma la situación.

—No pueden vivir fuera de aquí, y nosotros no podemos vivir dentro. Por eso este Refugio ha de ser mantenido cuidadosamente. Es posible destruirlos simplemente abriendo unas cuantas válvulas, dejando salir su aire y entrar el nuestro, o rompiendo la pared. O permitiendo que baje la temperatura. O dejándolos sin alimentos; naturalmente, sus organismos necesitan una dieta totalmente distinta a la nuestra. Kaminski siempre realizó de una manera perfecta su tarea de proteger el Refugio; tenía hombres del Servicio Secreto distribuidos por todas partes. Nadie, ni ahora mismo, puede entrar en este edificio sin ser identificado por uno de los hombres de ustedes.

A medida que las roncadoras máquinas iban trabajando, el aire se aclaraba gradualmente. Ahora Cussick podía ya ver un poco. Y el espeso taco de gas que tenía en los pulmones iba empezando a disolverse.

—¿Adónde los ha enviado usted?

—Había pocas posibilidades de elegir. Tenemos una zona pequeña donde poder tenerlos —Rafferty señaló al equipo de trabajadores que se movía dentro del refugio; toda la superficie de arriba había sido apartada para dar paso a un equipo de gran envergadura—. No se trata de un duplicado de este Refugio: es sólo un van portátil. Eso les proporciona un poco la sensación de salir afuera. Iremos a recogerlos a eso de las dos; les gusta estar fuera el mayor tiempo posible. Voy a indicarle a usted el sitio donde viven.

Cussick tuvo que agacharse para cruzar la puerta.

—Deben de ser muy bajitos —comentó.

—Muy bajitos, muy pequeños. Louis, el más corpulento, pesa menos de veinticinco kilos —Rafferty se detuvo—. Ésta es su cocina. Sillas, mesa, platos.

Todo estaba en miniatura. Una casa de muñecas: muebles pequeñitos, vajilla pequeñita, una réplica de una cocina cualquiera, pero a escala reducida. De la mesa, Cussick recogió un ejemplar impregnado en cera del Wall Street Journal.

—¿Leen esto? —preguntó incrédulo.

—Desde luego —Rafferty le hizo pasar por un pequeño pasillo y entraron luego en una habitación lateral—. Ésta es la vivienda de uno de ellos, de Frank. Mire usted: verá libros, discos, ropa como la nuestra. ¡Son personas! Seres humanos, en el sentido cultural, espiritual, moral y psicológico. Intelectualmente están más cerca de nosotros que… —hizo un gesto— más cerca que algunos de esos aullantes maníacos de ahí fuera, con sus carteles y sus slogans.

—Dios mío —dijo Cussick, viendo un tablero de ajedrez, una maquinilla eléctrica de afeitar, un par de tirantes y, pegado con chinches a las paredes, un calendario frívolo.

Sobre el tocador, estaba una edición de bolsillo del Ulises, de James Joyce.

—Son mutantes, ¿verdad? Desviaciones de la época de la guerra.

—No —contestó Rafferty—; son hijos míos.

—En un sentido figurado, quiere usted decir. ¿No es verdad?

—No, quiero decir literalmente. Soy su padre. Sus embriones fueron retirados del útero de mi esposa y colocados en una membrana artificial. Engendré a cada uno de ellos; mi esposa y yo somos los padres de todo el grupo.

—Pero… —dijo Cussick lentamente— entonces son mutantes deliberados.

—Desde luego. Durante más de treinta años he estado trabajando con ellos, desarrollándolos conforme a nuestro programa. Cada uno está un poco más perfeccionado que el anterior. Hemos aprendido muchísimo. La mayor parte de los primeros murió.

—¿Cuántos hay?

—Llegó a haber cuarenta en total. Pero sólo hay ocho vivos: siete en el Refugio y un bebé colocado aún en una incubadora separada. Es un trabajo delicado, y no disponemos de experiencias previas en este asunto.

El grisáceo doctorcillo hablaba con calma; no hacía más que exponer hechos. Su tipo de orgullo estaba más allá de toda jactancia.

—Mutantes criados artificialmente —dijo Cussick moviéndose por la habitación reducida—. Por eso tienen un ambiente común.

—¿Ha visto usted algunas de las rarezas de la postguerra?

—Bastantes.

—Entonces no se sentirá impresionado. Al principio resulta un poco difícil acostumbrarse. Y en cierto modo, supongo, resultan casi cómicos. He visto a médicos que han estallado en carcajadas. Son pequeños, son frágiles; tienen una especie de frunce cariacontecido. Lo mismo que yo. Se pasean por el Refugio, discuten y discursean, disputan, se quejan y hacen el amor. Tienen una comunidad completa. Su Refugio es su mundo y forman en él una sociedad totalmente orgánica.

—¿Qué objeto tienen? —preguntó Cussick. Vagamente iba captando ahora la razón del proyecto—. Si no pueden vivir aquí, en la Tierra…

—Exactamente —dijo Rafferty con naturalidad—. No están destinados a vivir aquí en la Tierra. Su misión es vivir en Venus. Tratamos de desarrollar un grupo para la supervivencia en Marte, pero no se consiguió nada. Marte y la Tierra son demasiado diferentes, pero Venus se parece un poco más. Este Refugio, este mundo en miniatura, es una réplica exacta de las condiciones que nuestras naves exploradoras encontraron en Venus.