X

Después de que acabó el baile él la condujo de nuevo hasta la mesa, apretando con fuerza sus deditos hasta que los dos llegaron a sus asientos. Kaminski estaba allí, derrengado, medio dormido, refunfuñando vagos sonidos ásperos. Tyler estaba sentada muy derecha; había terminado su bebida y pidió otra.

—¿Otra ronda? —preguntó Nina, con frívola alegría.

Llamó al camarero y volvió a dar órdenes.

—Max, tiene usted el aspecto de quien va a morirse encima de nosotras.

Haciendo un esfuerzo, Kaminski levantó su cabeza enmarañada.

—Madame —contestó—, déjele algo a un hombre.

La noche estaba llegando a su fin; la gente comenzaba a retirarse del mostrador y a acercarse a las escaleras que conducían a la calle. En la alzada tarima, el hombre y la mujer habían reaparecido: se quitaron sus trajes y reanudaron su danza. Cussick apenas se fijaba; absorto en una contemplación sombría, estaba allí sorbiendo lúgubremente su bebida, dándose cuenta apenas del murmullo de las voces y de la pesada opacidad del aire. Cuando acabó la representación, la mayor parte de la concurrencia se puso en pie y empezó a empujarse hacia la salida. Ya la sala estaba medio vacía. Desde las escaleras de la calle, una ráfaga del frígido aire mañanero entró en torbellinos, haciendo estremecer a la gente sentada todavía ante sus mesas.

—Es tarde —dijo Cussick.

Frente a él, el rostro de Nina palideció de pánico.

—Tardarán todavía mucho en cerrar —protestó patéticamente—. Y en la parte de atrás no cierran nunca. Vuelve a bailar conmigo, antes de que nos vayamos.

Cussick meneó la cabeza.

—Lo siento, cariño. Me caería.

Nina estaba ya en pie.

—Max, ¿querría usted bailar conmigo?

—Desde luego —dijo Kaminski—. Estoy dispuesto a hacer cualquier cosa. Divirtámonos, mientras tengamos tiempo.

Agarrándola torpemente por el brazo, la condujo, medio la arrastró entre la gente que se marchaba, hacia la parte delantera del salón. Allí unas cuantas parejas embriagadas se movían adelante y atrás. Los dos hermafroditas, ahora ambos mujeres, estaban bailando tranquilamente con parejas masculinas. Luego, cansados de aquello, cambiaron de sexo y de trajes, se convirtieron en hombres, y se pusieron a circular entre las mesas buscando parejas femeninas.

Sentado ante su mesa, Cussick preguntó:

—¿Crees que pueden dominar eso?

Tyler dio un sorbo a su bebida.

—Probablemente. Es un arte como otro cualquiera.

—Es una depravación.

Una a una, las luces se iban apagando. Cuando Cussick alzó de nuevo la mirada vio a Kaminski echado de bruces sobre una mesa, sin bailar. ¿Dónde estaba Nina? Durante algún tiempo no pudo localizarla; luego identificó su familiar cabello rubio. Ella estaba bailando con uno de los hermafroditas, brillándole el rostro con desesperada excitación. Ciñéndola con el brazo, el esbelto joven bailaba desapasionada y expertamente.

Antes de pensarlo, ya Cussick estaba en pie.

—Espérame aquí —le dijo a Tyler.

Recogiendo su bolso y su abrigo, Tyler empezó a caminar tras él.

—Será mejor que no nos separemos.

Pero Cussick sólo podía pensar en Nina. Su esposa y el hermafrodita iban caminando cogidos de la mano hacia donde el instinto le dijo que era la entrada a las habitaciones traseras todavía en funcionamiento. Apartando a un grupo de parejas tambaleantes, los siguió. Por unos momentos se debatió en una densa oscuridad y luego llegó a un corredor desierto. Con la cabeza baja, oteó ciegamente adelante. Al llegar a un muro se detuvo como si hubiera tropezado.

Nina, recostada contra la pared, con un vaso en la mano, estaba hablando quedamente con el hermafrodita. Su cabello rubio era una mancha. Su cuerpo se doblaba de fatiga, pero sus ojos todavía llameaban, brillantes y febriles. Acercándose a ella, Cussick dijo:

—Vamos, cariño. Tenemos que irnos —se daba cuenta vagamente de que Tyler y Kaminski le habían seguido.

—Iros vosotros —dijo Nina, con una voz forzada y metálica—. Vamos, vete.

—Pero, ¿y tú? —preguntó él escandalizado—. ¿Qué va a pasar con Jack?

—Que se vaya al infierno Jack —gritó ella, en una agonía repentina—. Al infierno todo, todo vuestro mundo. Yo no vuelvo. Me quedo aquí. Si me quieres, por el amor de Dios, déjame en paz.

El hermafrodita se volvió ligeramente y le dijo a Cussick:

—Métase en sus asuntos, amigo. En este lado, cada cual hace lo que quiere.

Cussick avanzó, cogió a la criatura por la camisa y la levantó en peso. El hermafrodita era increíblemente ligero; luchaba y se retorcía, Y al cabo de pocos instantes se desligó de entre las manos de Cussick. Al retroceder, el hermafrodita se convirtió en una mujer. Con ojos burlones, se puso a bailar ágilmente lejos de él.

—Anda —incitó—. Pégame.

Nina se había vuelto y echado a correr por el pasillo. El hermafrodita, al darse cuenta, se lanzó rápidamente tras ella, con una expresión ávida en su rostro. Cuando la criatura, siguiendo a Nina, llegó al vestíbulo por una puerta lateral, Tyler se acercó y la atrapó. Le dobló el codo a la criatura y le mantuvo el brazo en una presa que la inmovilizaba. Instantáneamente el hermafrodita se trocó en la figura de un hombre. Cussick dio un paso adelante y le golpeó en la mandíbula. Sin proferir un sonido, el hermafrodita se hundió totalmente inconsciente, y Tyler le soltó.

—Nina se ha ido —dijo Kaminski, tambaleándose con esfuerzo.

Acudieron precipitadamente otras personas; el compañero del hermafrodita apareció, cruzó las manos horrorizado, y se acercó temerosamente para acariciar a su inerte compañero.

Mirando en torno, Tyler le dijo rápidamente a Cussick:

—Ella conoce este sitio. Si espera usted llevársela consigo, tendrá que convencerla —impaciente, le dio un empujón—. Vaya.

La encontró casi inmediatamente. Se había deslizado por el corredor a una habitación lateral, un callejón sin salida con sólo una entrada. Allí la arrinconó, cerró la puerta de golpe y echó la llave. Nina estaba acurrucada en un ángulo, frágil y lastimera, los ojos brillantes de miedo, temblando y mirándole mudamente.

La habitación era sencilla, higiénicamente limpia en su pureza ascética. Las cortinas, la posición del mobiliario, le dijeron la insoportable verdad: solamente Nina podía haber arreglado aquella habitación. Aquella era su habitación. Su impronta, su imagen, estaban estampadas en cada milímetro.

Había ruidos afuera. El áspero gruñido de Kaminski se hinchó.

—Doug, ¿estás ahí?

Salió al vestíbulo y se vio frente a Kaminski y Tyler.

—La encontré. Está perfectamente —explicó.

—¿Qué va usted a hacer? —preguntó Tyler.

—Quedarme aquí. Será mejor que ustedes dos se vayan. ¿Sabrán encontrar el camino?

—Desde luego —dijo Tyler, comprensiva. Agarrando a Kaminski, le hizo retroceder—. Buena suerte. Venga, Max. Aquí no podemos hacer nada.

—Gracias —dijo Cussick, plantado firmemente delante de la puerta—. Más tarde les veré a ustedes dos. Buenas noches.

Kaminski, desconcertado y con ánimo de protestar, se retiró ante la insistencia de la esbelta muchacha que le tenía firmemente agarrado por el brazo.

—Llámame por teléfono —balbuceó—. Cuando estés de vuelta; cuando hayas salido de aquí. Así sabré que estáis bien.

—Lo haré —dijo Cussick—. No se olvide usted del paquete.

Siguió allí un momento hasta que los dos hubieron desaparecido por el vestíbulo. Luego dio media vuelta y volvió a entrar en la habitación. Sobre la cama, Nina estaba sentada a medias, con la cabeza apoyada en la pared, las piernas extendidas, los pies cruzados. Le sonrió débilmente.

—Hola —dijo ella.

—¿Te sientes mejor? —echó la llave a la puerta y se acercó a su mujer—. Se han marchado; los he despedido —sentándose en el filo de la cama, preguntó—: Esta es tu habitación, ¿verdad?

—Sí —contestó ella sin mirarle directamente.

—¿Desde hace cuánto tiempo?

—¡Oh!, no mucho. Una semana quizá. Diez días.

—Realmente no lo comprendo. ¿Necesitas estar con esta gente?

—Quería estar fuera. No podía soportar el maldito apartamiento pequeñísimo… Quería estar en lo mío, hacer algo. Es difícil de explicar; algunas cosas ni yo misma las entiendo. Es como el hurtar; yo sentía que tenía que rebelarme.

—Para eso nos trajiste aquí a todos. Esto no significaba nada para ti mientras no pudieras mostrárnoslo, ¿verdad?

—Eso supongo. Sí, creo que tienes razón. Quería que lo vierais, así sabríais. Así verías que hay algún sitio a donde ir… que no depende de ti. Yo no estoy indefensa, atada a tu mundo. Fuera, en el bar principal, me asusté… Tomé la heroína para aplacar los nervios. —Sonrió débilmente—. Es un lío tan grande.

Él se inclinó sobre ella, tomándole las manos. Tenía la piel fría y ligeramente húmeda.

—No estás asustada ahora, ¿verdad?

—No —pudo responder—. No, teniéndote a ti aquí.

—Nos quedaremos esta noche —le dijo él—. ¿Es eso lo que quieres?

Ella asintió desamparadamente.

—Luego, mañana por la mañana, volveremos, ¿verdad?

Retorciéndose, contestó ella penosamente:

—No me preguntes. No me hagas decir. Me da miedo decirlo ahora.

—Está bien —aquello le dolía, pero no quería forzarla a responder—. Podemos decidir mañana después que hayamos echado un buen sueño y desayunado. Después que hayamos eliminado toda esta porquería de nuestros cuerpos. Este veneno, esta podredumbre.

No hubo respuesta. Nina se había hundido en una soñarrera parcial; con los ojos cerrados, apoyada contra la pared, hundida la barbilla, dejado el cuerpo.

Durante largo rato, Cussick permaneció sentado, inmóvil. En la habitación el frío iba aumentando.

Fuera, en el vestíbulo, sólo había silencio. Su reloj marcaba las cuatro y media. Se alzó y le quitó a Nina los zapatos. Los colocó en el suelo junto a la cama, vaciló, y luego soltó las cintas y broches del vestido de ella. Se trataba de una confección intrincada y hubo de emplear algún tiempo. Por dos veces, ella se despertó ligeramente, se agitó y volvió a hundirse en el sueño. Por último consiguió separar el vestido; Cussick maniobró con una gran precaución por encima de la cabeza, le levantó luego las piernas y consiguió retirar la parte que quedaba. Resultaba asombroso ver la pequeñez de aquel cuerpo. Sin el adornado y costoso traje, aparecía insólitamente desnuda, indefensa, ofrecida a la lujuria. Era imposible mirarla con rencor. Subió las sábanas hasta sus hombros y se las remetió bajo la barbilla. Su pesado cabello rubio se derramó sobre la almohada, espesos mechones de miel contra el ajedrezado dibujo de negros y rojos. Apartándole los cabellos de los ojos, se sentó a su lado en la cama.

Durante un tiempo infinito estuvo allí, sentado, sin pensar en nada, mirando las sombras de la habitación. Nina dormía entre sobresaltos. De vez en cuando daba una vuelta, se retorcía y lanzaba sonidos lastimeros. Luchando en una ciudad invisible, reñía batallas solitarias, sin él, sin nadie. A fin de cuentas, cada uno de ellos estaba separado del otro, cada uno de ellos sufría a solas.

Por la mañana se dio cuenta de un sonido distante y algodonado: un ruido que procedía de muy lejos. Durante algún tiempo no prestó atención alguna; el ruido golpeaba inútilmente contra su consciencia abotagada. Y luego, por fin, lo identificó. Una voz humana, áspera y alta, una voz que él reconocía. Envarado, temblando de frío, se levantó de la cama y se dirigió a la puerta. Con cuidado infinito hizo girar la llave y salió al corredor desierto y helado.

La voz era la de Jones.

Cussick caminó lentamente por el pasillo. Fue rebasando puertas cerradas y corredores transversales, pero no consiguió ver a nadie. Eran las cinco cuarenta de la madrugada; el sol estaba empezando a mostrarse. A través de una ventana abierta al final de un vestíbulo percibió un vislumbre de cielo, lúgubre y gris, tan hostil y remoto como el metal de un cañón. A medida que iba andando, la voz se hacía más ruidosa. De golpe y porrazo dio la vuelta a un recodo y se halló frente a una gran habitación almacén.

No era Jones, no era él en persona. Era una cinta magnetofónica. Pero la presencia, el espíritu cruel y vital, estaban allí. En filas de sillas, hombres y mujeres estaban sentados escuchando atentamente. La habitación almacén estaba llena de fardos, cajas, enormes paquetes apilados por todas partes. El corredor le había conducido a un edificio totalmente diferente; unía a varios establecimientos, una variedad de negocios. Aquel era el piso de carga de una casa comercial.

Sobre las paredes chillaban carteles. Mientras permanecía a la puerta, escuchando la voz furiosa y apasionada, se dio cuenta de que aquel era un local destinado a reuniones oficiales. Aquella era una reunión de antes del alba. Aquellos eran trabajadores que se congregaban antes de que comenzara su trabajo cotidiano. En el testero más lejano, desde donde aullaban los altavoces, colgaba el emblema de Jones, el caduceo de Hermes. Desperdigados entre los grupos estaban los diversos uniformes de las organizaciones de los Patriotas Unidos: tanto los grupos femeninos como los juveniles, lucían brazaletes, hombreras e insignias. En un ángulo se hallaban dos policías de la ciudad con casco: el mitín no era ningún secreto. No eran secretos los mitines: no había necesidad.

Nadie se cruzó con Cussick cuando salió por el corredor. Ahora el edificio comenzaba a agitarse; fuera, rechinantes camiones comerciales estaban empezando a cargar y descargar. Localizó la habitación de Nina y entró.

Estaba despierta. Cuando él abrió la puerta, ella se incorporó con los ojos abiertos de par en par.

—¿Adónde fuiste? Creí que…

—Ya he vuelto. Oí unos ruidos —el distante rasgueo de la voz de Jones se escuchaba aún—. Eso.

—¡Ah! —ella asintió—. Sí, están celebrando una reunión. Eso forma parte de esto. Mi habitación.

—Has estado trabajando para ellos, ¿verdad?

—Nada importante. Plegando papeles y escribiendo direcciones. Poco más o menos lo que ya estaba acostumbrada a hacer. Repartiendo información. Publicidad, creo que lo llamaríais.

Sentado en el filo de la cama, Cussick cogió el bolso de su mujer y lo abrió. Papeles, tarjetas, barra de labios, un espejo, llaves, dinero, un pañuelo… lo derramó todo encima de la cama. Nina le miraba tranquilamente; se había retirado un poco y permanecía incorporada, apoyándose en uno de sus codos desnudos. Cussick manoteó en el contenido del bolso hasta topar con lo que buscaba.

—Tenía curiosidad —dijo— por saber el grado específico y la fecha.

Su tarjeta de miembro de los Patriotas Unidos databa del 17 de febrero de 2002. Llevaba ya afiliada ocho meses, desde antes de que naciera Jack. Símbolos en clave con los que él estaba familiarizado la identificaban como trabajadora permanente, a un nivel de bastante responsabilidad.

—Estás verdaderamente metida en esto —comentó él, volviendo a guardar en el bolso los distintos adminículos—. Mientras yo estaba ocupado, también lo estabas tú.

—Había muchísimo trabajo —admitió ella débilmente—. Y necesitaban dinero. También he podido ayudarles en este aspecto. ¿Qué hora es? Deben de ser cerca de las seis, ¿no?

—Falta un poco.

Encendió un cigarrillo y siguió sentado, fumando. Lo curioso era que se sentía recogido y razonable. Se daba cuenta de que no experimentaba emoción alguna. Quizá llegaría más tarde. Quizá no.

—Bueno —dijo—, supongo que es demasiado temprano para salir.

—Me gustaría dormir un poco más —se le caían los párpados; bostezó, se desperezó y le sonrió esperanzada—. ¿Podemos?

—Desde luego.

Aplastó el cigarrillo y empezó a desatarse los zapatos.

—Es todo tan excitante —comentó Nina ávidamente—. Como una aventura: nosotros dos aquí, la puerta cerrada, todo este misterio. ¿No crees? Quiero decir, no es una cosa rancia, una rutina —mientras él seguía en pie junto a la cama desabotonándose la camisa, ella continuó—: Estaba tan aburrida, tan espantosamente cansada de hacer las mismas cosas, día tras día. La estúpida vida ordinaria: una mujer casada con un niño, una hacendosa ama de casa. No vale la pena de vivir… ¿No lo ves tú también así? ¿No te gustaría hacer algo?

—Tengo mi trabajo.

Entristecida, contestó ella:

—Ya lo sé.

Él apagó la luz y se le acercó. Rayos fríos y blancos de luz solar se filtraban en la habitación en penumbra, junto a los filos de la cortina de la ventana. En aquella luminosidad fuerte, el cuerpo de su esposa se recortaba limpiamente. Ella levantó la colcha para hacerle sitio; en algún momento se había quitado el resto de la ropa. Sus zapatos, sus medias, su ropa interior habían desaparecido y estarían probablemente en los cajones del tocador. Moviéndose en su busca, Nina le besó ávidamente.

—¿Crees —preguntó con ansiedad— que ésta será la última vez?

—No lo sé.

No sentía más que fatiga; con agradecimiento, se tendió en la cama, dura y estrecha como era. Nina le tapó, extendió sobre él tiernamente las blancas sábanas.

—¿Es esta tu camita particular? —preguntó él con un regusto de ironía.

—Es como en la Edad Media —contestó ella—. Nada más que este cuartito, esta camita estrecha como un ataúd. El armario y el lavabo. Castidad, pobreza, obediencia… Una especie de lavado espiritual para mí, para todos nosotros.

Cussick procuraba no pensar en aquello. El desorden sensual y orgiástico de la noche anterior, el despliegue de drogas y licores, el espectáculo de degeneración… y ahora esto. No tenía sentido. Pero era un modelo, un significado más allá de la lógica. Concordaba.

Sus hombros pálidos, desnudos y encantadores, se apretaban contra los suyos. Nina, con los labios entreabiertos, los ojos grandes, le miraba entregada, en la cercanía ardorosa del amor.

—Sí —murmuraba buscando su rostro, tratando de ver en su interior, queriendo comprender lo que él pensaba y sentía—. Te quiero tanto.

Él no decía nada. Tocó con sus labios el torrente llameante de cabellos como la miel, derramados sobre la almohada y la sábana. Y una vez más ella se acurrucó contra él, tratando mudamente de retenerlo, de conservarlo para sí.

Pero él se le escapaba. Había dado media vuelta y permaneció mucho tiempo con la mano en la garganta de la mujer, en su oído, acariciándola con los dedos.

—Por favor —susurró Nina fieramente—. Por favor, no me abandones.

Pero él no podía hacer nada. Estaba alejándose más y más de ella… y ella le estaba abandonando también. Cerrado cada uno en los brazos del otro, eran meros cuerpos los que se apretaban, constituyendo cada uno un universo aparte. Separados por el incesante rumor metálico de la voz del hombre que batía contra las paredes desde una gran distancia, el interminable arroyo asperísimo de palabras, latiguillos, promesas. El incansable redoblar de un hombre apasionado.