La muchacha estaba aguardando aburridamente en el edificio anexo a la Seguridad. Kaminski ordenó que el taxi se detuviera en la travesía en penumbra; se bajó y anduvo por el pasaje sombrío hacia el alto edificio de hormigón. Después de un corto intervalo, regresó con una figura pequeña y solemne. Ya se las había arreglado para averiguar su nombre.
—Tyler —murmuró, ayudándola a entrar en el taxi—, estos son Doug y Nina Cussick —indicando a la muchacha, concluyó—: Tyler Fleming.
—Hola —dijo Tyler alegremente, echando la cabeza hacia atrás y lanzando una mirada alrededor.
Tenía ojos grandes y negros. Su cutis era liso y tenía el cabello corto y alborotado. Era esbelta, casi delgada, con un cuerpo muy joven y todavía no formado bajo su sencillo vestido de noche.
Nina la examinó críticamente y preguntó:
—¿No la he visto a usted en alguna parte? ¿Está usted empleada en Seguridad?
—Estoy en Investigación —contestó Tyler, en un susurro casi inaudible—; en Seguridad sólo he estado unos meses.
—Llegará usted lejos —observó Nina, al mismo tiempo que hacía señal al taxi para que se elevara.
Un momento después estaban en marcha. Con irritación, bajó el soporte para descansar el brazo cuando iban a gran velocidad.
—Es casi la una —explicó—. Si no nos damos prisa, no veremos nada.
—¿Ver? —preguntó Cussick aprensivamente.
Por indicación de Nina, el taxi les dejó en la sección norte de la playa de San Francisco. Cussick pagó al robot encargado del taxímetro con noventa dólares sueltos, y el vehículo despegó. A la derecha de donde estaban se extendía la avenida Columbus con sus conocidas filas de bares, bodegas, cabarets y restaurantes del mercado negro. La gente avanzaba por las calles en gran cantidad; sobre sus cabezas, el cielo estaba cubierto de taxis interurbanos elevándose y descendiendo. Guiñaban carteles multicolores; escaparates chirriantes y deslumbradores centelleaban en cada acera.
Al ver adonde Nina les había traído, Cussick sintió una punzada de malestar. Sabía que ella había ido anteriormente a San Francisco; informes de la policía habían mencionado su presencia en el área de vigilancia de la playa norte. Pero él había supuesto que se trataba de un manejo clandestino, de una protesta encubierta; nunca había esperado que le trajese por estos sitios. Nina se inclinaba ya decididamente hacia las escaleras de un bar subterráneo; parecía saber con toda exactitud a dónde ir.
Colocándose a su altura, le preguntó:
—¿Estás segura de que quieres hacer esto?
Nina se detuvo.
—¿Hacer el qué?
—Esta es una zona que me gustaría hubieran demolido. Fue mala suerte que las bombas no acabaran con ella de una vez para siempre.
—Estaremos muy bien —le aseguró ella relamidamente—. Conozco por aquí a varias personas.
—¡Dios mío! —exclamó Kaminski, viendo por primera vez donde estaban—. ¡Estamos cerca de ellos!
—¿De quiénes? —preguntó Cussick intrigado.
El rostro aflojado de Kaminski volvió a endurecerse. No dijo nada más; colocando su mano sobre el hombro de Tyler, la guió hacia las escaleras. Nina había empezado ya a bajar; Cussick la seguía con repugnancia. Kaminski iba el último, absorto en un mundo sombrío exclusivamente suyo, pensando y refunfuñando acerca de temas esotéricos conocidos sólo en la duda mordiente de su propia consciencia. Tyler, seria y adaptable, descendía gustosamente, sin resistencia. A pesar de lo joven que era, parecía totalmente segura de sí; en su rostro no había signo alguno de asombro.
El bar subterráneo estaba abarrotado de gente; una masa densa y compacta que se movía y ondulaba como un único organismo. Un estrépito constante de estridentes ruidos rugía ensordecedor; el aire ofuscaba con el clima de humo, de sudor y de voces constantes de seres humanos. Camareros robots, colgados del techo, rodaban acá y allá, sirviendo bebidas y recogiendo vasos.
—Por aquí —dijo Nina, enseñando el camino.
Cussick y Kaminski cambiaron miradas sugestivas; aquellos lugares no eran estrictamente ilegales, pero la Seguridad habría preferido cerrarlos. La zona norte de la playa de San Francisco era la béte noire de los escuadrones del vicio, un último remanente del estrato pre-bélico de la luz roja.
Nina se sentó junto a una diminuta mesa de madera empotrada contra la pared. Encima, una araña de similor parpadeó afanosamente. Cussick encontró un escabel y se sentó incómodo; Kaminski se dedicó al rito mecánico de buscar una silla para Tyler y otra para sí mismo. Inclinándose, dejó su paquete en el suelo, apoyado contra una pata de la mesa. Los cuatro estaban sentados muy juntos, con los codos y los pies rozándose, mirándose unos a otros por encima de la superficie cuadrada de la mesa mojada.
—Bueno —dijo Nina alegremente—, aquí estamos.
Su voz apenas se oía en el tumulto. Cussick se agachó y trató de resistir el clamor constante. El aire cerrado, el movimiento frenético de la gente le ponían vagamente enfermo. La diversión de Nina tenía un tono amargo y deliberado; se preguntaba qué pensaría Tyler. Ella no parecía pensar en nada; bonita, competente, se sentó, desabrochándose el abrigo, con una expresión agradable en su rostro.
—Este es el precio que tenemos que pagar —comentó en los oídos de Cussick la voz de Kaminski—. Tenemos el Relativismo; cada cual puede hacer lo que le guste.
Algunas de sus palabras llegaron a Nina.
—¡Oh, sí! —asintió ella con una sonrisa apretada—. Tienen ustedes que dejar que la gente haga lo que quiera.
El camarero robot bajó del techo como una águila de metal, y Nina volvió su atención al listado. De la lista eligió una preparación de heroína por vía bucal, luego pasó la hoja a su marido.
Petrificado, Cussick vio cómo el robot traía un paquete de cápsulas blancas envueltas en papel de celofán.
—¿Tú tomas estas cosas? —preguntó.
—De vez en cuando —contestó Nina con fatuidad, abriendo el paquete con sus afiladas uñas.
Dócilmente, Cussick pidió marihuana para él; Kaminski hizo lo mismo. Tyler examinó la lista con interés, y finalmente se decidió por un licor elaborado a base de la droga artemisia. Cussick pagó la cuenta, y el camarero, después de servir las consumiciones, recogió el dinero y zarpó.
Nina, ya bajo la influencia de la heroína, estaba sentada con las manos cruzadas, los ojos vidriosos, respirando débilmente. En la garganta le había brotado un ligero brillo de sudor; gota a gota le iba corriendo por el cuello y se evaporaba en el calor de la sala. Él sabía que la droga había sido rebajada severamente por orden de la policía, pero todavía seguía siendo un narcótico poderoso. Podía casi percibir un movimiento rítmico en el cuerpo de su mujer; se balanceaba hacia adelante y hacia atrás obedeciendo a una música que no oían los demás.
Alargando un brazo, le tocó la mano. Tenía la carne fría, dura, pálida como la piedra.
—Querida —dijo él gentilmente.
Con un esfuerzo, ella pudo fijar en él su mirada.
—Hola —dijo ella, un tanto tristemente—. ¿Cómo estás?
—¿De verdad nos odias hasta este punto?
Ella sonrió.
—No a vosotros, a nosotros. A todos nosotros.
—¿Por qué?
—La verdad —dijo Nina en tono remoto, desligado, traído a la realidad por una fantástica concentración de voluntad—, parece todo tan endemoniadamente sin esperanzas… Todo, como dice Max. No hay nada. Estamos viviendo dentro de la muerte.
Kaminski, fingiendo no oír, fingiendo no prestar atención, estaba sentado en una actitud de hielo y recogía cada palabra, reaccionando con intenso dolor.
—Quiero decir —continuó Nina— que hubo guerra, y ahora estamos donde estamos. Y Jackie también. ¿Para qué? ¿Adónde podemos ir? ¿Qué podemos buscar? Ni siquiera se nos permite tener ilusiones románticas, ninguna de ellas. Ni siquiera podemos decirnos mentiras a nosotros mismos. Si lo hacemos —sonrió sin rencor—, entonces nos llevan a los campamentos de trabajos forzados.
Fue Kaminski quien contestó:
—Tenemos a Jones… El Torbellino, que nos va barriendo. Esa es la cosa peor que pueda decirse de nuestro mundo… que haya permitido que vean esa bestia.
Tyler sorbió su cóctel y no dijo nada.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó Nina—. No podéis mantener en pie vuestro mundo; os dais cuenta de que está acabado. Jones ha venido, tenéis que reconocerle. Él es el futuro; está todo entremezclado, enmarañado, hecho una madeja. No podéis tener una cosa sin la otra… Vuestro mundo no tiene futuro propio.
—Jones quiere matarnos a todos —dijo Kaminski.
—Pero eso, por lo menos, tendría algún sentido. Estaríamos haciendo algo —la voz de Nina se arrastraba, alejándose más y más de ellos—. Sería para algo. Nos esforzaríamos por llegar a algún sitio, como antes solíamos hacer.
—Un idealismo vacío —comentó Cussick lastimeramente.
Nina no contestó. Había desaparecido dentro de su mundo interior; su rostro estaba hueco, desgajado de personalidad.
Sobre la plataforma levantada en la parte trasera de la sala, una conmoción había empezado a ponerse en marcha: la pista de atracciones del local, el espectáculo nocturno. El auditorio empezó a concentrar su atención en aquel punto; los racimos de gente estacionados al pie de las escaleras tendían sus cuellos ansiosamente. Sin alegría, Cussick miraba, indiferente a lo que estaba sucediendo, dejando su mano todavía en la de su esposa.
En la pista aparecieron dos figuras, un hombre y una mujer. Sonrieron a la concurrencia, y luego se quitaron los vestidos. Cussick se acordó del primer día que había caminado por el negro suelo de escorias para ir a visitar la feria. El brillante día de abril en que había presenciado los variados fenómenos y monstruos mutantes coleccionados procedentes de la guerra. El recuerdo crecía en su interior, una mezclada nostalgia de su propia juventud esperanzada, de sus vagas ambiciones y de su idealismo.
Las dos figuras en escena, profesionalmente hábiles y bien conformadas, habían empezado a hacerse el amor. La acción se desarrollaba conforme a un ritual: había sido hecha tantas veces, que ya sólo consistía en una serie de movimientos de danza, terminado en un momento de ritmo febril; el sexo sin intensidad ni pasión. Al llegar a un punto determinado, la figura del hombre empezó a transformarse. Al cabo de un rato, lo que existía era el movimiento rítmico de dos mujeres. Luego, hacia el final, la figura que originalmente se había presentado como mujer se transformó en un hombre. Y el baile acabó tal como había empezado. Con un hombre y una mujer haciéndose tranquilamente el amor.
—Una proeza —admitió Kaminski cuando el hombre y la mujer se pusieron sus trajes, saludaron, y abandonaron el escenario.
Habían cambiado de vestidos: el efecto final resultó abrumador. Un trueno de sinceros aplausos resonó en la sala: no podía negarse que ambos eran unos artistas.
—Recuerdo la primera vez que vi a mutantes hermafroditas en acción. Ahora parece uno de tantos espectáculos —observó Kaminski irónicamente—. Un ejemplo más del Relativismo en acción.
Durante un rato ninguno de los cuatro habló. Por último, Tyler dijo:
—Me pregunto hasta qué extremo podremos llegar.
—Creo que hemos ido todo lo lejos que podíamos —contestó Cussick—. Ahora todo lo que nos queda por hacer es esperar que la cosa quede en donde está.
—¿Fuimos demasiado lejos? —preguntó Kaminski con voz implorante.
—No —dijo Cussick con sencillez—. Teníamos razón. Tenemos razón ahora. Es una paradoja, una contradicción, una ofensa criminal el decirlo. Pero tenemos razón. Secretamente, encubiertamente, hemos llegado a creerlo —sus dedos se crisparon convulsos en torno a la mano fría de su esposa—. Hemos conseguido mantener la voluntad de conservar a nuestro mundo apartado de la caída total.
—Quizá sea ya demasiado tarde.
—Sí —dijo Nina de pronto—. Es demasiado tarde.
Su mano se zafó con iracunda sacudida de la mano de Cussick. Moviendo la mandíbula espasmódicamente, se inclinó hacia adelante, rechinando los dientes y con las pupilas dilatadas.
—Por favor, querida…
Cussick se levantó, y Tyler hizo lo mismo.
—Me cuidaré de ella —dijo la muchacha, dando un rodeo a la mesa para acercarse a Nina—. ¿Dónde está el tocador de señoras?
—Gracias —dijo Kaminski, aceptando un cigarrillo de Cussick. Las mujeres no habían vuelto. Después de encender, Kaminski observó—: Supongo que ya sabrá usted que Jones ha escrito un libro.
—¿Diferente de las publicaciones de los Patriotas Unidos?
Desde el suelo, junto a la mesa, Kaminski abrió su paquete envuelto en papel pardo; lo abrió cuidadosamente.
—Esto es un resumen —dijo—. Se llama La Lucha Moral. Expone todo su programa: lo que él quiere realmente, lo que propugna. El mito del Movimiento.
Depositó el abultado volumen en el centro de la mesa y manoseó las páginas.
—¿Lo ha leído usted? —preguntó Cussick, mirando el paquete a su vez.
—Todo no. No está completo; Jones está pontificando oralmente. El libro es una transcripción de sus arengas… va creciendo a trancas y barrancas.
—¿Qué quería usted decir —preguntó Cussick— con eso de que estábamos cerca de ellos? ¿De Jones hablaba usted?
Una expresión extraña, desvaída y oblicua apareció en el rostro del anciano. Recogiendo su libro, comenzó a envolverlo de nuevo.
—No recuerdo haber dicho eso.
—Cuando estábamos entrando.
Kaminski terminó de preparar su paquete; volvió a colocarlo en el suelo, contra la pata de la mesa.
—Uno de estos días puede que intervenga usted en esto. Pero todavía no.
—¿No puede usted darme ninguna información?
—No, realmente no. Es algo que tiene que ir creciendo. Es importante. Indudablemente, aquí, en esta zona. Y desde luego es algo que afectará a un gran número de individuos.
—¿Lo sabe Jones?
Kaminski se estremeció.
—Dios no lo quiera. Aunque por otra parte, es muy posible. ¿No lo sabe él todo? Pero de todas formas, no puede hacer nada en cuanto a eso… no tiene ningún poder legal.
—Entonces es algo que depende de Fedgov.
—¡Oh, si! —concedió Kaminski sombríamente—. Fedgov sigue actuando todavía. Haciendo funcionar unos cuantos trucos finales antes de hundirse definitivamente.
—¿Doy esa impresión? En realidad no tenemos que enfrentarnos más que con un profeta… deberíamos estar muy acostumbrados. Ha habido montones de profetas antes; el Nuevo Testamento está lleno de ellos.
—Me refiero a Aquél a quien Juan profetizó.
—Está usted desvariando.
—No, estoy repitiendo. Son palabras que he oído. La Segunda Venida… Después de todo, se sabe que Él se mostrará de nuevo, alguna vez. Y el mundo ciertamente lo necesita, en estos momentos.
—Pero eso colocaría a los derivantes en la posición de… —Cussick hizo una mueca—. ¿Cuál es el término?
—Hordas del Infierno. —Soplando nubes de humo gris de su cigarrillo, Kaminski continuó—: Peones de Satanás. Los Malos.
—Entonces, no hemos retrocedido cien años. Hemos retrocedido un milenio.
—Puede que eso no sea tan malo. Los derivantes no son gente; son ampollas irracionales. Suponga lo peor: supongamos que Jones entiende. Acabamos con los derivantes aquí, y luego limpiamos los planetas uno a uno. Después de eso… —Kaminski hizo un gesto—. A las estrellas. Con flamantes astronaves de guerra. Persiguiendo a los bastardos, exterminando la raza. Bueno, ¿y qué? ¿Qué pasa después? El enemigo ha desaparecido, una raza de amebas gigantescas ha perecido. ¿Es eso tan malo? Sólo estoy tratando de ver las posibilidades que hay en eso. Estaremos más allá del sistema. Mientras que ahora, sin la espuela, sin el odio, sin la sensación de estar combatiendo a un enemigo, languidecemos.
—Está diciendo usted lo mismo que Jones —comentó Cussick.
—Puede usted asegurarlo.
—¿Quiere que sea yo quien le muestre su error? El peligro no está en la guerra; está en la actitud que hace que la guerra sea posible. Para luchar, hemos de creer en que nosotros representamos la Razón y ellos el Error. Blanco contra negro, bueno contra malo. Los derivantes no tienen nada que ver con eso; son sólo un medio.
—Yo disentiría de usted en un punto —dijo Kaminski intensamente—. ¿Está usted convencido, totalmente, de que en la guerra misma no hay peligro alguno?
—Desde luego —dijo Cussick. Pero de pronto se sintió inseguro—. ¿Qué pueden hacernos protoplasmas primarios, unicelulares?
—No lo sé. Pero nunca hemos reñido una guerra con seres no terrestres. No me gustaría correr el albur. Recuérdelo, todavía no sabemos lo que son. Puede que nos quedemos sorprendidos uno de estos días. Sorprendidos o algo peor. Podemos descubrir algo que nos desagrade.
Abriéndose paso entre las mesas muy juntas, Tyler y Nina regresaron a sus asientos. Pálida y sacudida, pero con completo dominio de sí misma, Nina se sentó juntando las manos, fija su atención en la plataforma alzada.
—¿Se han ido ya? —inquirió débilmente.
—Estábamos preguntándonos —dijo Tyler— cómo se decidirían los hermafroditas. Esto es, mientras que Nina y yo estábamos allí dentro, podría entrar también uno de ellos, y no sabríamos si darnos o no por ofendidas —remilgadamente tomó un sorbo de su bebida—. Un montón de mujeres de aspecto insólito iba y venía por el tocador, pero ninguna era uno u otro de los hermafroditas.
—Uno de ellos está allí —dijo Nina lánguidamente—. Junto al sintonizador.
Apoyado contra la cuadrada máquina de metal, estaba uno de los bailarines, el que había empezado como muchacho. Era todavía una mujer, tal como había acabado su actuación. Esbelto, de corto cabello castaño, llevando una blusa, faldas y sandalias, era un perfecto andrógino. Su rostro neutral estaba vacío de toda expresión; si acaso, una ligera expresión de cansancio, nada más.
—Dile que venga —dijo Nina tocando el brazo de su marido.
—No hay sitio —dijo Cussick rotundamente; no quería tener nada que ver con aquello. Vio cómo ella se agachaba—. Y no te muevas. Te quedas aquí.
Nina le lanzó una mirada rápida, de animal, y luego se resignó.
—Todavía sientes de esa manera, ¿verdad?
—¿De qué manera?
—Dejémoslo —las manos de Nina se movieron inquietas sobre la superficie de la mesa—. ¿Podríamos beber algo? Me gustaría un coñac.
Cuando llegaron las nuevas bebidas, Nina alzó su copa en un brindis.
—Vamos a brindar —anunció ella, y las otras copas se alzaron; se produjo un débil tintineo al rozarse—. Por un mundo mejor.
—Dios mío —dijo Kaminski cansadamente—, me fastidia hablar de esa manera.
Ligeramente divertida, Nina preguntó:
—¿Por qué?
—Porque eso no significa nada —atragantándose, Kaminski luchó con la acritud de su whisky—. ¿Quién no está a favor de un mundo mejor?
—¿Es cierto —preguntó Tyler al cabo de un rato— que se han mandado exploradores a Próxima Centaurus?
Kaminski asintió.
—Es cierto.
—¿Ha habido alguna suerte?
—No se han hecho públicos los datos.
—En otras palabras —dijo Tyler—, nada de valor.
Kaminski se encogió de hombros.
—¿Quién lo sabe?
—Jones —murmuró Nina.
—Entonces preguntádselo a él. O aguardad el comunicado oficial. No me deis la lata con eso.
—¿Qué sucede con Pearson? —pregunta Cussick para cambiar de tema—. He oído rumores de que está trabajando día y noche, reclutando gente, organizando proyectos.
—Pearson está resuelto a parar a Jones —contestó Kaminski remotamente—. Está convencido de que puede hacerse.
—Pero si nos volvemos tan fanáticos como ellos…
—Pearson es peor. Come, duerme, piensa, vive de Jones. No puede descansar. Cada vez que voy a su ala veo un batallón de guardias armados rondando en torno: ametralladoras, tanques y proyectiles cohetes.
—¿Cree usted que eso servirá para algo?
—Queridos —dijo Nina, midiendo sus palabras—, ¿es que vosotros no veis nada positivo en eso?
—¿En qué?
—Quiero decir en eso de que tengamos un hombre con ese talento tan maravilloso… Puede hacer cosas que nosotros no hemos hecho nunca. Ya no tenemos necesidad de conjeturar. Ahora sabemos. Podemos estar seguros de adónde vamos.
—Me gusta tener que conjeturar —dijo Cussick llanamente.
—¿Si? Quizá todo el mal estriba en eso; tal vez no te das cuenta de que mucha gente lo que quiere es certidumbre. Habéis rechazado a Jones. ¿Por qué? Porque vuestro sistema, vuestro gobierno está edificado en torno a la ignorancia, a la conjetura. Es un sistema que supone que nadie puede saber —alzó sus fríos ojos azules—. Pero ahora podemos saber. Así es que, en cierto sentido, estáis pasados de moda.
—Bueno —comentó Tyler divertida—, entonces me veo sin empleo.
—¿Qué hacía usted antes de entrar a Seguridad? —le preguntó Cussick.
—No hacía nada; este es mi primer empleo. Sólo tengo diecisiete años. Me siento un tanto desplazada junto a ustedes… realmente no tengo experiencia de nada.
Indicando el vaso de la muchacha, Kaminski comentó:
—Una cosa puedo decirle: esa especie de resina roja le hará polvo el sistema nervioso. Ataca el ganglio espinal superior.
—Oh, no —replicó Tyler rápidamente—, ya estoy prevenida contra eso —echó mano al bolso—. Para estos casos llevo un neutralizador sintético. De lo contrario, no tomaría nada.
El respeto de Cussick hacia la muchacha aumentó.
—¿De qué parte del mundo viene usted? —le preguntó con curiosidad.
—Nací en China. Mi padre era oficial de la Policía en el Secretariado de Kweiping del Partido Comunista del Pueblo Chino.
—Entonces nació usted en aquel bando de la guerra —comentó Cussick asombrado—. Se educó usted —hizo una mueca— en lo que la gente llama el bando judío-ateo-comunista.
—Mi padre era un devoto trabajador del Partido. Luchó con alma y vida contra los fanáticos mahometanos y cristianos. Fue él quien me educó; mi madre murió por efecto de las toxinas bacteriales. Como ella no era oficial, no tenía derecho a resguardarse en un refugio. Yo vivía con mi padre en sus oficinas del Partido, a unos dos kilómetros bajo tierra. Estuvimos allí hasta que la guerra acabó —se corrigió a sí misma—. Es decir, estuve ahí yo. Mi padre fue fusilado por el Partido poco antes del fin de la guerra.
—¿Fusilado, por qué?
—Desviacionismo. El libro de Hoff había empezado a circular también en nuestra zona. Mi padre y yo copiamos a mano trozos, distribuyéndolos entre trabajadores del Partido. Fue algo completamente revolucionario; muchos de nosotros no habíamos oído hablar nunca del sistema plurivalual. La idea de que todo el mundo pudiese tener razón, que todo el mundo tuviese derecho a su propia manera de vivir, ejerció en nosotros un efecto sorprendente. El concepto hoffiano del estilo personal de vida… era algo excitante. Ni dogma religioso ni dogma antirreligioso; no más forcejeos sobre qué interpretación de los textos sagrados era la correcta. No más sectas, grupos fraccionados, facciones; no más herejes a los que fusilar y quemar y encerrar.
—Usted no es china —dijo Nina.
—No, soy inglesa. Mi familia era de misioneros anglicanos, antes de que se hiciesen comunistas. En China había una comunidad de comunistas ingleses. Llevaban ya tiempo viviendo allí.
—¿Recuerda usted mucho de la guerra? —preguntó Kaminski.
—No mucho. Las incursiones de los cristianos que salían de Formosa… El trabajo clandestino en la imprenta por las noches, el reparto secreto…
—¿Cómo pudo usted librarse? —preguntó Cussick—. ¿Por qué no la fusilaron a usted también?
—No tenía más que ocho años; era demasiado pequeña para que me fusilaran. Me adoptó uno de los jefes del Partido, un viejo caballero chino muy amable, que todavía leía a Lao-Tsé y tenía incrustaciones de oro en los dientes. Yo era enfermera del Partido Comunista cuando la guerra acabó y el aparato del Partido se desintegró —meneó la cabeza—. Fue todo un destino tan horrible… La guerra podría haberse evitado tan fácilmente. Sólo con que la gente hubiera sido un poco menos fanática.
Nina se había puesto en pie.
—Querido —le dijo a su marido—, ¿podrías hacerme un favor? Me gustaría bailar.
Una parte del suelo abarrotado quedó limpio para el baile; unas cuantas parejas se empujaban únicamente adelante y atrás.
—¿Realmente te gustaría? —preguntó Cussick con cansancio, al tiempo que se levantaba—. Si no es más que un rato…
—Es una muchachita encantadora —dijo Nina con tono distante, cuando los dos se vieron en medio de la masa compacta de bailarines—. Es interesante eso que ha contado de repartir la propaganda de Hoff entre los ofíciales del Partido.
De pronto, Nina apretó a su marido con fuerza.
—Me gustaría… —su voz se rompió quejumbrosamente—. ¿No hay ninguna manera de volver atrás?
—¿Atrás? —se sentía perplejo—. ¿Atrás, dónde?
—Adonde estábamos antes. No estar disgustados a cada momento. Parecemos estar tan distanciados. Ya no nos entendemos el uno al otro.
Ciñó a su esposa con fuerza; bajo sus manos, el cuerpo de ella se tornaba de una fragilidad increíble.
—Es esta maldita cosa… Algún día terminará, y estaremos unidos como lo estábamos antes.
Sobrecogida, Nina alzó la mirada con expresión implorante.
—¿Es que tiene que terminar? ¿Es preciso acabar con eso? ¿No se le puede aceptar?
—No —dijo Cussick—. Nunca lo aceptaremos.
Las afiladas uñas de la mujer se hundieron duramente en su espalda. Durante un intervalo ella reclinó su cabeza en el hombro del marido, un mechón de cabellos acariciándole las mejillas. El perfume familiar de la mujer subió al rostro de Cussick: el dulce perfume de su cuerpo, el calor de su cabello. Todo aquello, la lisura de los hombros desnudos, la sedosa contextura del vestido, el débil velillo de sudor que perlaba sus labios. Rudamente, la apretó contra sí, estrujándola silenciosamente, con avidez. Ella levantó la barbilla, gimió soñadoramente, y le besó en la boca.
—Probaremos —dijo ella con blandura—. Haremos todo lo que podamos, ¿verdad?
—Ni que decir tienes —contestó él, hablando de todo corazón—. Es demasiado importante; no podemos permitir que nuestras vidas se estropeen de esta forma. Y ahora que tenemos a Jack… —torpemente, sus dedos buscaron la base del cuello de la mujer, apartando el torrente de espesos cabellos—. No vamos a dejarlo para los buitres.