VIII

Sobre el escenario brillantemente iluminado, figuras abigarradas bailaban y gesticulaban. Las formas llenas de colorines cantaban alegre y despreocupadamente; la escena resplandecía con fuertes fulgores: un pequeño cuadrado de luz que se recortaba sobre el fondo lejano del vestíbulo. El tercer acto estaba dando fin. Todos los personajes estaban en el escenario; con infinita precisión, seguían sus respectivas líneas melódicas. En el foso, la orquesta, clásica y exacta, trabajaba furiosamente.

Dominando la ópera planeaba la anciana y evanescente figura de Gaetano Tabelli, ya muy pasado su frescor juvenil, pero todavía actor y cantor espléndido. De empurpurada faz, corto de vista, el fabuloso Tabelli se movía por el escenario con una expresión de petrificado asombro en sus amplias facciones arrugadas, luchando grotescamente para abrirse paso entre el laberinto de sombras que formaban el mundo de Bea. Escrutando a través de los cristales de sus lentes, Tabelli examinaba burdamente a susurros[1], sin dejar de dar mientras tanto su resonante vozarrón de barítono bajo. Nunca había habido un Don Bartolo más grande. Y nunca lo habría. Aquella interpretación, aquel cenit de consumada actuación operística, fuerza dramática y perfecto arte vocal, estaba helado por los siglos de los siglos. Tabelli estaba muerto, hacía ya diez años. Las brillantes figuras en el escenario eran escrupulosas imitaciones con robots.

Pero aun así, la interpretación resultaba totalmente convincente. Relajado y cómodo en su profunda butaca, Cussick atendía con pasiva apreciación. Le encantaba Le Nozze di Figaro. Había visto a Tabelli muchas veces; nunca se había cansado de admirar al gran artista en su papel más brillante. Y gozaba con los alegres trajes, con el flujo ininterrumpido de melodía lírica, con el coro de sonrosadas mejillas que cantaba interludios campesinos llenos de gracia delicada. La música y la fantasmagoría de los colores le habían ido sumiendo poco a poco en un estado soporífero. Soñadoramente, casi dormido, se retrepó en su butaca y se absorbió feliz en todo aquello.

Pero algo iba mal.

Despierto, se puso de pronto en pie. A su lado, Nina se sentaba en una satisfacción extática; seguía tan contenta como siempre. Antes de darse cuenta de lo que estaba haciendo, él había levantado ya el asiento de su butaca para disponerse a salir.

Parpadeando, Nina salió del asiento en que estaba sentada.

—¿Qué pasa? —dijo atónita.

Él le hizo un gesto diciéndole que esperara y se abrió camino por la fila hasta el patio.

Un momento más tarde iba entre filas de rostros atentos, hundiendo los pies en la mullida alfombra, hasta llegar a la parte de atrás de la sala y luego a la acolchada sala de espera. Allí hizo una pausa para lanzar una mirada final al escenario.

La sensación persistía, incluso a aquella distancia. Pasó junto a los calcificados acomodadores y llegó al vestíbulo. Allí, en la bóveda alfombrada ahora vacía que aún olía a humo de cigarrillos y a perfume de mujeres, se detuvo y encendió un cigarrillo a su vez.

Era la única persona que se hallaba en el vestíbulo, totalmente desierto entonces. A su espalda, a través de las puertas entornadas, se alzaban los sonidos, las voces y el flujo suave de una orquesta sinfónica vienesa. Vagamente irritado, se puso a dar vueltas. Su inquietud continuaba; y no había sido aliviada precisamente por la rápida mirada de desaprobación que, al marcharse, había observado en el rostro de Nina. Era una mirada que él había visto otras veces; sabía lo que significaba. Se iban a necesitar explicaciones. Se sintió molesto al pensar en aquello.

¿Cómo iba a explicarlo?

Más allá del vestíbulo del Palacio de la Ópera se extendía la calle nocturna, hundida en una calma desolada. Por la parte más lejana había desiertos edificios dedicados a oficinas, vacíos y negros, cerrados durante el fin de semana. Resplandecía la entrada de uno de ellos: una luz nocturna parpadeaba lúgubremente. Junto a la pared de hormigón había un montón de hojarasca, urdido por el viento de la noche. Anuncios, tiras de papel, huellas urbanas de diversa índole. Incluso desde donde estaba, aislado por espesas puertas de gruesos cristales, por el tramo descendente de escalones de hormigón, por la otra acera y por la calle, Cussick podía distinguir las letras de un cartel desgarrado.

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Desgarrado por la mitad, el cartel seguía pregonando inútilmente. Pero por cada uno de los que habían sido arrancados por la policía, había mil más en las paredes, en las puertas; colgados en los restaurantes, en los escaparates, en los bares, en los urinarios, en las estaciones de gas, en las escuelas, en las oficinas, en las casas particulares. La flauta mágica y su rebaño… el hedor a gasolina ardiendo.

Cuando estalló el estruendoso tableteo final de aplausos, Cussick se puso tenso. Ya unas cuantas personas ansiosas se precipitaban por las puertas abiertas; aparecieron los porteros y rápidamente apartaron las puertas laterales. Avanzaba ya la primera falange de la concurrencia; riendo y conversando, poniéndose los abrigos, los bien vestidos ciudadanos de las plateas desembocaban en el vestíbulo como un jarrón de costosa joyería volcado repentinamente. Descendiendo por las amplias escaleras, patrones cortados con menos elegancia descendían en copioso arroyo. En pocos momentos Cussick se vio rodeado por una masa sólida de gente que hablaba, murmuraba y gesticulaba haciendo ruido.

Nina hizo un esfuerzo para llegar hasta él.

—Hola —dijo él, incómodo.

—¿Qué pasó? —pregunto Nina, medio ansiosa, medio exasperada—. ¿Te sentiste mal?

—Lo siento —resultaba difícil explicárselo—. El último acto me recordó algo; la escenografía, quiero decir. Una cosa lúgubre. Gente reuniéndose en la oscuridad.

Con tono ligero, Nina preguntó:

—¿Te recordó el servicio? ¿Las prisiones de la Policía, quizá? —hablaba con voz tensa, afilada en una acusación momentánea—. ¿Conciencia culpable?

Él sintió que el rostro se le arrebolaba.

—No, no es eso.

Al parecer había hablado en voz demasiado alta; algunas de las personas próximas miraron alrededor con curiosidad. Cussick apretó las mandíbulas irritadamente y se hundió las manos en los bolsillos.

—Más tarde hablaremos de eso.

—Muy bien —dijo Nina brillantemente, desplegando la lumbrarada familiar de su sonrisa de dientes brillantes—. Nada de escenas esta noche.

Ágilmente giró sobre sus talones, lanzando una ojeada a los grupos de gente en torno. La apretada línea de su frente daba a entender que todavía seguía su enfado; a él no le cabía duda. Pero el choque quedaba pospuesto.

—Lo siento —repitió Cussick torpemente—. Es siempre el maldito asunto. El escenario oscuro me lo recordó. Siempre se me olvida que toda la escena transcurre de noche.

—No te preocupes —contestó ella insistentemente, deseando alejar el tema. Sus uñas afiladas se hundieron aprisa en el brazo de su marido—. ¿Qué hora es? ¿Es ya medianoche?

Él examinó su reloj de pulsera.

—Poco más.

Frunciendo el ceño, Nina miró ansiosamente hacia la acera opuesta. Los taxis se deslizaban dentro de la zona de aparcamiento, recogían a los pasajeros y arrancaban inmediatamente.

—¿Crees que no le habremos visto? Era él quien tenía que esperar; él, ¿no? Me pareció haberle visto hace un segundo, cuando yo iba saliendo.

—¿Pero no nos iba a recoger en casa? —preguntó Cussick a su vez.

En cierto modo no se podía imaginar a Kaminski en una ópera de Mozart; el hombrecillo preocupado y carirredondo de espeso bigote pertenecía a un siglo completamente diferente.

—No, querido —dijo Nina pacientemente—. Nos vendrá a buscar aquí, ¿no recuerdas? Como de costumbre, estarías pensando en otra cosa. Se convino en que nosotros le aguardaríamos; él no sabe dónde vivimos.

La multitud estaba empezando a pasar del vestíbulo a la calle. Ráfagas de frígido aire nocturno penetraban en el teatro; se procedía a la ceremonia de colocarse los abrigos y ajustarse las pieles. El olor íntimo de perfumes y humo de cigarrillos se disipó en cuanto el vacío remoto y oscuro del mundo exterior fue abriéndose camino.

—Nuestro pequeño cosmos se deshace —observó Cussick mórbidamente—. Vuelve a imponerse el mundo verdadero.

—¿Qué es aquello? —preguntó Nina con aire absorto, estudiando todavía críticamente a las mujeres que tenían alrededor—. Mira lo que lleva aquella muchacha allí, aquella de azul.

Mientras Cussick procuraba mirar, una figura familiar empezó a avanzar hacia ellos.

—Hola —dijo Kaminski al llegar junto al matrimonio—. Siento haberme retrasado. Se me olvidó completamente.

La visión de Max Kaminski resultó un sobresalto. Hacía meses que no veía al que en el POG había sido su Instructor Político. Kaminski estaba macilento y encorvado; tenía los ojos inyectados en sangre, subrayados por fofos círculos morados. Temblaban sus dedos cuando los alargó para el apretón de manos. Bajo un brazo llevaba un voluminoso paquete envuelto en papel pardo. Con una ligera inclinación de cabeza a Nina, fijándose en ella por primera vez, murmuró:

—Buenas noches, Nina. Me alegro de volverla a ver.

—No estuvo usted en la ópera —observó Nina con una mirada de desagrado al arrugado traje de servicio del hombre y al intempestivo paquete.

—No, no he podido ir. —La mano de Kaminski estaba húmeda y pegajosa; él la retiró y se mantuvo parado torpemente, fijando la mirada con un esfuerzo—. No puedo estar sentado en espectáculos muy largos. Bueno, ¿estamos listos?

—Desde luego —contestó Nina con mal humor; su desaliento se estaba convirtiendo casi en aversión.

Evidentemente, Kaminski había estado trabajando quince horas seguidas. La fatiga y el agotamiento nervioso se veían escritos en cada poro de su encorvado cuerpo.

—¿Qué lleva usted ahí? —preguntó, indicando el paquete.

—Os lo enseñaré más tarde —dijo Kaminski sin mucha efusión, sujetando el paquete con más fuerza.

—Vámonos, pues —dijo Nina entonces, tomando del brazo a su marido—. ¿Adónde?

—A buscar a la muchacha —murmuró Kaminski, andando con torpeza tras ellos—. Tengo que llamarla. Vosotros no la conocéis… Se me olvidó hablaros de ella. Es una chica muy agradable. Compondremos así un cuarteto bien avispado —trató de echarse a reír, pero el sonido que profirió semejaba más bien el de una carraca—. No me pidáis que os la presente, ignoro su apellido. La recogí en una de las oficinas exteriores.

Nina dijo entonces:

—Me gustaría ir primero a casa. Quiero ver como está Jackie.

—¿Jackie? —desconcertado, Kaminski apresuró el paso tras ellos—. ¿Quién es Jackie?

—Nuestro hijo —repuso Nina rudamente.

—Eso está bien —admitió Kaminski—. Conque tenéis un hijo. Nunca lo he visto —su voz se arrastró—. Con todo este trabajo, nunca sé si voy o vengo.

—Ahora precisamente va —dijo Nina, parándose al borde de la acera, con el cuerpo rígido, en actitud desaprobadora, los brazos cruzados, aguardando activamente la llegada de un taxi—. ¿Está usted seguro de que se siente a tono? Da la impresión como si usted ya lo hubiera estado celebrando por su cuenta.

Cussick la cortó secamente.

—Deja eso.

Llegó el taxi y Nina entró malhumorada. La siguieron los dos hombres, y el taxi se disparó hacia el cielo.

Bajo ellos titilaban y guiñaban las luces de Detroit, estrellas esparcidas simétricamente en un universo hecho por el hombre. El fresco aire nocturno entraba a remolinos en la cabina del taxi, un viento áspero pero vivificante que ayudó a despejar la cabeza de Cussick. Sólo entonces Kaminski pareció recobrarse un poco.

—Su marido y yo llevamos una racha mala en los últimos tiempos —le dijo a Nina: una excusa atrasada—. Probablemente lo habrá notado.

Nina asintió.

—Nos están dejando en la estacada. Todo este esfuerzo… —hizo una mueca—. No es fácil vigilar toda la zona rincón por rincón, ladrillo tras ladrillo.

—¿Siguen aumentando los casos? —preguntó Cussick.

—Continuamente. En cada comarca, en cada pueblecillo. Está llegando a todas partes; es una mancha de aceite. ¿Cómo demonios vamos a aislar una cosa así? Hay gasolina ardiendo en todas las esquinas del mundo.

Nina preguntó pensativamente:

—¿Le sorprende a usted eso?

—Es ilegal —replicó Kaminski con furia pueril—. No tienen derecho a matar a esas cosas.

Las cejas delgadas y sombreadas de la mujer se alzaron interrogativamente.

—¿De verdad se preocupa usted por esos… pingajos?

—No —admitió Kaminski—. Desde luego que no. Me gustaría que todos estuvieran tostándose a pleno sol. Y a nadie les interesa; nadie se preocupa de los derivantes en forma alguna.

—Qué extraño —dijo Nina con voz cuidadosamente modulada—. Millones de personas están rabiosas, deseando violar la ley para mostrar su resentimiento, y ustedes dicen que a nadie le importa.

—A nadie que valga la pena —dijo Kaminski, perdiendo todo sentido de proporción sobre lo que decía—. Es algo que no interesa sino a los vividores y a los idiotas. Jones lo sabe y nosotros lo sabemos; los derivantes son un medio, no un fin. Son un punto de cita, un pretexto. Estamos desarrollando un juego, un juego muy complicado. —Osadamente, murmuró—: ¡Dios, es algo que me asquea!

—Entonces —dijo Nina, prácticamente— dejen de jugar.

Kaminski rumió.

—Quizá tenga razón. A veces pienso eso: cuando estoy agotado, hundido entre estadísticas e informes. No deja de ser una idea.

—¿Dejar que quemen a los derivantes? —preguntó Cussick—. Y después, ¿qué? ¿Es que eso acabaría la cuestión?

—No —asintió Kaminski a regañadientes—, desde luego que no. Entonces empezaría el asunto verdadero. Porque los derivantes no están aquí todos; hay unos cuantos en nuestro sistema. Vienen de alguna parte; tienen un punto de origen.

—Más allá de los ocho muertos —dijo ella enigmáticamente.

Sacado de su letargo, Kaminski se incorporó bruscamente para mirar a la mujer. Astuto, con la faz arrugada, sombría por la sospecha, la seguía estudiando todavía cuando el taxi empezó a descender. Nina abrió su bolso y halló un billete de cincuenta dólares.

—Hemos llegado —dijo concisamente—. Puede usted entrar si quiere. O puede aguardar aquí; es cuestión de un segundo.

—Entraré —dijo Kaminski, al que se le notaba que no tenía deseo alguno de quedarse solo—. Me gustaría ver a vuestro pequeño. No lo he visto nunca —mientras tanteaba buscando la manija de la portezuela, murmuró inseguro—: ¿O sí lo he visto?

—No —contestó Cussick, fuertemente afectado por las pruebas de senilidad de su instructor. Con cuidado, alargó el brazo por encima de Kaminski y abrió la portezuela del taxi—. Entre con nosotros y caliéntese un poco.

El recibidor del apartamiento se encendió automáticamente en cuanto Nina empujó la puerta de entrada. Del dormitorio llegó una queja borboteante y monótona; Jackie estaba despierto y enfadado.

—¿Estará bien? —preguntó Cussick ansiosamente—. ¿No funcionará el aparato?

—Probablemente tiene hambre —dijo Nina, quitándose el abrigo y arrojándolo sobre una silla—. Voy a calentarle su botella.

Con la falda girándole en torno a los tobillos, desapareció por el vestíbulo hacia la cocina.

—Siéntese —dijo Cussick.

Kaminski se sentó agradecido. Puso el paquete a su lado, sobre el diván.

—Tenéis aquí un rinconcito muy lindo. Limpio, fresco, todo nuevo.

—Lo decoramos cuando nos trasladamos aquí.

Kaminski miró a su alrededor con aire embarazado.

—¿Puedo ayudar en algo?

—¿Ayudar? —Cussick se echó a reír—. No, a menos que sea usted un experto en la alimentación de los bebés.

—No lo soy —con gesto lastimero, se tiró de una manga del abrigo—. Nunca he tenido nada que ver con cosas de éstas —lanzó una mirada circular por el recibidor, pintándose en su rostro una nostalgia inútil—. La verdad es que os envidio.

—¿Esto?

La salita de estar estaba muy bien amueblada. Era un apartamiento pequeño, mantenido rigurosamente a raya, mostrando el gusto de la mujer en los muebles y en el decorado.

—Supongo que no está mal —admitió Cussick—. Nina lo cuida muy bien. Pero no son más que cuatro habitaciones. —Añadió secamente—: Nina me lo recuerda de vez en cuando.

Con tono disgustado, Kaminski dijo:

—Tu esposa me mira con hostilidad. Lo siento; es una cosa que me preocupa. ¿Por qué me mira así?

—Es usted policía.

—¿No puede tragar al Servicio? —insistió Kaminski—. Ya pensé que sería eso. Ahora no resulta nada popular. Y cada vez va siéndolo menos. A medida que Jones sube, nosotros bajamos.

—A ella nunca le gustó —dijo Cussick en voz baja; podía oír los sonidos distantes de Nina agitándose en la cocina, calentando la fórmula del bebé, haciendo resonar sus tacones mientras entraba a toda prisa en el dormitorio, y los débiles murmullos de su conversación con el niño—. Ella procedía de una agencia de información. El Relativismo nunca afincó muy profundamente en la clase media; todavía están vinculados a los viejos slogans de Bondad, Verdad y Belleza. La Policía no tiene nada de bella, desde luego… y ella se pregunta si tiene algo de buena —sardónicamente, continuó—. Después de todo, admitir la necesidad de la policía secreta sería admitir la existencia de cultos absolutistas fanáticos.

—Pero ella ha oído hablar de Jones.

—Algunas veces creo que las mujeres son receptores totalmente pasivos, como pedazos de papel de tornasol.

—Algunas mujeres —corrigió Kaminski, moviendo la cabeza—. No todas.

—Ella piensa de Jones lo que piensa el público en general. Yo puedo adivinar lo que piensa el público hablando con ella. Parece obtener sus ideas intuitivamente, por una especie de ósmosis psíquica. —Al cabo de un momento, contó—: Un día robó unos vasitos de un almacén. Entonces no pude imaginármelo. Más tarde lo comprendí todo… pero hubo necesidad de dos hurtos más para poner las cosas en claro.

—¡Ah! —dijo Kaminski—. Sí, naturalmente. Tú eres un poli. Ella se siente resentida contra ti. Por tanto, quebranta la ley y de esa forma se afirma contra los polis —levantó la mirada—. ¿Lo comprende ella así?

—No exactamente. Ella sabe que siente contra mí una indignación moral. Prefiero pensar que no es sino un idealismo hecho de slogans trasnochados. Pero puede ser algo más. Nina es ambiciosa; procede de una buena familia. Socialmente le gustaría estar sentada en los palcos, no en el patio de butacas. Estar casada con un poli nunca ha sido socialmente útil. Es un estigma. Ella no puede soportarlo.

Kaminski observó pensativamente:

—Eso es lo que tú dices. Pero se te nota que estás totalmente enamorado de ella.

—Bueno, la verdad es que espero retenerla.

—¿Dejarías el Servicio por conservarla, si es que tuvieras que elegir?

—No sé qué decirle. Espero que nunca tendré que elegir. Probablemente depende de lo que haga Jones. Y eso nadie puede saberlo, excepto el mismo Jones.

Nina apareció en la puerta.

—Ahora ya está tranquilo. Podemos irnos.

Poniéndose en pie, Cussick preguntó:

—¿De verdad tienes ganas de salir?

—Desde luego —contestó Nina—. No tengo el menor deseo de quedarme aquí, si es a eso a lo que te refieres.

Mientras la mujer recogía sus cosas, Kaminski preguntó titubeando:

—Nina, ¿podría ver a Jack antes de irnos?

Nina sonrió; su rostro se dulcificó.

—Desde luego, Max. Venga usted al dormitorio —soltó sus cosas—. Pero no haga mucho ruido.

Kaminski recogió su paquete y los dos hombres la siguieron obedientemente. El dormitorio estaba oscuro y cálido. En su cunita el niño yacía profundamente dormido, una manecita subida hasta la boca, las rodillas levantadas. Kaminski se detuvo un rato, con las manos en la baranda de la cuna. El único sonido era la suave respiración del bebé y el clip continuo del vigilante robot.

—Realmente no tenía hambre —explicó Nina—. Ya él —indicó al vigilante— le había dado de comer. Solamente me echaba de menos.

Kaminski empezó a inclinarse hacia el niño, luego cambió de idea.

—Tiene muy buen aspecto —dijo torpemente—. Se te parece muchísimo, Doug. Tiene tu misma frente. Pero ha sacado los cabellos de Nina.

—Sí —admitió Cussick—. Va a tener un cabello bonito.

—¿De qué color tiene los ojos?

—Azules. Como los de Nina. El ser humano perfecto; mi poderosa inteligencia y la belleza de ella —bromeó.

Pasó el brazo alrededor del talle de su esposa y la ciñó fuertemente.

Contrayendo los labios, Kaminski dijo a media voz:

—Me pregunto cómo será el mundo cuando él haya crecido. Me pregunto si estará entre ruinas con una pistola y un brazalete… cantando un slogan.

Abruptamente, Nina dio media vuelta y salió del dormitorio. Cuando la siguieron la hallaron de pie en la puerta de la salita de estar, con el abrigo puesto y el bolso bajo el brazo, calzándose los guantes con movimientos rápidos y bruscos.

—¿Listos? —preguntó con voz crispada.

Con la afilada puntera de su zapato de noche abrió la puerta del vestíbulo de un puntapié.

—Entonces, vámonos. Recogeremos a esa muchacha de Max y nos pondremos en marcha.