VII

En el tablero de anuncio de la administración principal de Correos, entre los anuncios sobre falsificadores escapados y la información acerca del correo en cohetes, colgaba un ancho cuadrado blanco, firmemente asegurado en su sitio por chinchetas y defendido por cristales protectores.

¡ADVERTENCIA AL PUBLICO!

NO SE DEBE HACER DAÑO A

LOS PROTOZOOS EMIGRANTES

Por la presente se advierte al público que ciertos protozoos migratorios interplanetarios a los que se ha dado el nombre de derivantes han sido colocados en la categoría de Pupilos del Estado por ley especial del Consejo Supremo del Gobierno Federal Mundial, y no deben ser dañados, heridos, mutilados, destruidos, maltratados, torturados, o en forma alguna sometidos a tratamiento cruel o insólito con intención de perjudicar o matar.

Se advierte, además, que la Ley Pública 30d954A determina que cualesquiera persona o personas que fueran sorprendidas maltratando a miembros de la clase de los protozoos migratorios interplanetarios descritos como derivantes serán castigados con multa no superior a ciento noventa mil dólares del bloque occidental y/o confinamiento a un campo de trabajos forzados por un período que no excederá de los veinte años.

Otrosí: se declara por el Departamento de Salud Pública del Gobierno Federal Mundial que los protozoos migratorios designados como derivantes son organismos unicelulares, incompletos y benignos, incapaces de afectar a la seguridad o propiedad humanas, y que si se les dejara solos, sucumbirían a la temperatura natural de la superficie de la Tierra. Se advierte, además, que cualquier persona que presencie el susodicho maltrato de protozoos migratorios designados como derivantes y testimonie en dicho sentido, será recompensado con la suma en metálico de diez mil dólares del bloque del Oeste.

7 de octubre de 2002.

La mayor parte de los anuncios sobre falsificadores escapados, así como los informes sobre el correo en cohetes, estaban amarillentos, carcomidos, manchados por las moscas y por el mucho tiempo transcurrido. Esta nota en cambio permaneció limpia y brillante durante todo su tiempo de vida; después de haber colgado durante unas tres horas, el cristal protector fue apartado cuidadosamente y retirado el anuncio. El anuncio fue roto en pedacitos y arrojado al viento. Y el cristal volvió a ser colocado.

El hombre que iba al frente de aquella turba especial tenía el cabello rojo y era tuerto. Por lo demás parecía cualquier otro de los campesinos de anchos hombros que vociferaba a la cabeza de la multitud. Excepto que, cuando emergió brevemente a la luz de la luna, se le distinguió por un momento un brazalete, y en la mano derecha empuñaba un radioteléfono portátil de campaña.

Tampoco podía decirse que la turba fuese tal turba en realidad. Se trataba de una bien organizada agrupación de hombres escogidos. Detrás de aquellos hombres avanzaba una multitud vociferante e indisciplinada compuesta de muchachos de las escuelas superiores, muchachas vestidas con blancos pantalones cortos, niños pedaleando en bicicleta, trabajadores de mediana edad, amas de casa de angulosas facciones, perros, y unos cuantos viejos con los brazos cruzados para defenderse del frío. En su mayor parte la multitud permanecía en retaguardia y cada cual se ocupaba de sus propios asuntos; era la hilera de hombres escogidos a las órdenes del cabecilla pelirrojo, la que realizaba el verdadero trabajo. Y el cabecilla pelirrojo desarrollaba las instrucciones que iba recibiendo por el radioteléfono de campaña.

—En la próxima casa —estaba diciendo el radioteléfono con su extraño susurro ahogado, compuesto de noche y de telarañas metálicas—. Puedo verlo bastante bien. Avancen con cuidado; alguien va a salir a vuestro encuentro.

Por encima de sus cabezas el avión explorador giró sus chorros y se puso a salvo directamente por encima de la presa. La presa había terminado por posarse en el tejado de un almacén abandonado hacía mucho tiempo. Virtualmente era invisible; nadie sabía cuantas horas llevaba allí, secándose y crujiendo bajo la cálida luz del sol, sudando frías gotas de niebla durante las largas noches. Ahora acababa de ser detectada en uno de los vuelos periódicos sobre la ciudad.

Era un ejemplar voluminoso.

—Bueno —dijo el radioteléfono de campaña cuando el avión explorador descendió cautelosamente—. Es un abuelito. Grande como un pajar. Debe de ser tan viejo como el infierno.

El cabecilla pelirrojo no contestó; cuidadosamente estaba inspeccionando el muro del almacén, buscando una escalera que llevase hasta el tejado. Finalmente la encontró: una escala de incendios que acababa a tres metros del pavimento.

—Coge aquellas cajas —le ordenó a uno de sus hombres—. Los cajones de basura que están en aquella avenida.

Dos hombres se retiraron de la línea; después de cederles a otros que venían tras ellos sus linternas, se pusieron a trotar a lo largo de la calle desierta. Era tarde, bien pasada ya la medianoche. El distrito fabril de las cataratas de Omaha era repelente y desértico. A lo lejos resonaba el motor de un coche. De vez en cuando, alguien de la turba tensa y vigilante tosía o estornudaba o murmuraba. Nadie hablaba en voz alta; embelesados, fascinados, con un temor casi religioso, veían cómo los hombres transportaban los cajones de la basura y los iban apilando bajo la escala.

Un momento más tarde el pelirrojo se subió a lo alto de la pila, agarró el último peldaño de la escalera y tiró hacia abajo.

—Ahora suba usted —dijo el radioteléfono de campaña, sostenido en la mano de uno de sus hombres—. Tenga cuidado cuando llegue al tejado… está justamente en el filo.

—¿Está vivo? —preguntó el pelirrojo, recogiendo de momento el radioteléfono.

—Creo que sí; se movía un poco. Pero está débil.

Satisfecho, el pelirrojo empuñó la lata de gasolina y trepó por la escalera. Bajo sus fuertes dedos, el metal parecía sudar. Gruñendo, siguió adelante; rebasó el segundo piso del almacén, pasó frente a los bostezantes y rotos huecos que habían sido ventanas. Unas cuantas formas imprecisas llenaban el anticuado edificio de maquinarias de guerra, herrumbrosas y olvidadas. Ahora ya casi estaba en el tejado. Haciendo un alto, se agarró de momento, regulando su respiración, y examinó la perspectiva.

Se veía el filo del tejado. A su nariz llegó el débil olor acre del derivante; el olor de carne seca que él había llegado a conocer tan bien. Casi podía verlo. Con grandes precauciones subió un escalón más; ahora ya era claramente visible.

El derivante era el mayor que hubiese visto nunca. Yacía a lo largo del tejado del almacén, plegado y derramado en espesas capas. Uno de los bordes goteaba sobre el filo; si quisiese, podría alargar la mano y tocarlo. Pero no quería. Asustado, retrocedió involuntariamente. Le horripilaba tan sólo el mirarlo, pero no tenía más remedio. Algunas veces tenía que tocarlos; y una vez, en una ocasión espantosa, se resbaló y cayó de lleno en uno de ellos, encontrándose medio enterrado en la gelatinosa masa de protoplasma.

—¿Qué aspecto tiene? —gritó un hombre desde abajo.

—Bueno.

—¿Es grande?

—Mucho.

El pelirrojo se situó expertamente y ladeó el cuello. El derivante parecía viejo y era bastante amarillo: su fluido se había vuelto de un opaco vetusto, decolorando el tejado de asfalto que tenía debajo. Era muy delgado, naturalmente; cada capa sólo tenía un espesor de una fracción de pulgada. Y era extraño. Una forma de vida extranjera, antifamiliar, caída del cielo sobre el tejado de aquel almacén. La nuez se le subió a la garganta y casi le atragantó. Retirándose, se inclinó y volcó la lata de gasolina sobre el tejado.

Cuando la primera nave de la Policía llegó aullando directamente al tejado, rebasando al lento aeroplano de exploración, ya la gasolina se había extendido y el fósforo había sido aplicado.

La multitud se dispersó; el aeroplano explorador se alejó a toda prisa. De pie en la seguridad de las tinieblas, el hombre del cabello rojo se dio cuenta de que el fuego ya no podría ser apagado. Una nave contra incendios de la Policía estuvo derramando inútilmente espuma durante algún tiempo y luego se retiró. La nave vaciló, bajó luego cerca de la calle y siguió rociando para impedir que las llamas se propagaran hacia abajo. Por su parte el derivante ya había perecido. De golpe, el cadáver reseco se puso a temblar y envió trozos llameantes de sí mismo al pavimento, en una lluvia de fuego. Rápidamente fue retorciéndose, contrayéndose, expulsando su fluido vital hasta desaparecer. Un estridente alarido, de tono insoportable, retumbó en la calle de arriba abajo; el jugo viviente de aquel ser protestaba sin saberlo contra el fuego.

Luego el tejido restante se chamuscó, desintegrándose en humeantes fragmentos. La nave contra incendios se elevó, arrojó sin convencimiento unos cuantos chorros, y se retiró luego.

—Ya está —dijo el pelirrojo en su radioteléfono.

Sentía una satisfacción profunda y duradera al saber que él personalmente había matado a aquella extraña forma de vida.

—Ahora podemos irnos.